Fargo

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Fargo es una  historia de maleantes metidos a estúpidos, y de estúpidos metidos a maleantes, que se convirtió, desde el primer visionado, en un clásico imprescindible en nuestras estanterías. Fargo era brutal, divertida, disparatada. Si la realidad a veces supera la ficción, Fargo superaba la realidad con creces, tres pueblos y medio de Minnesota. Y sin embargo era perfectamente verosímil, y congruente, porque la imbecilidad de los seres humanos no conoce límites, y estos personajes de la película están lejos de agotar todas las posibilidades. 

    Fargo es un guion perfecto con un grupo de actores elegidos al dedillo. Una pequeña venganza de los hermanos Coen hacia su tierra natal, Minnesota, que es esa pequeña Suecia donde ellos se aburrieron como ostras en su niñez y en la que colocan, con sonrisa de traviesos, esta galería de personajes avariciosos y miserables, violentos y poco juiciosos. Y por encima de ellos, tuerta en el país de los ciegos, la agente de policía Gunderson, que con su embarazo y su cachaza de norteña va recogiendo las miguitas -más bien los mojones- que estos criminales de pacotilla van dejando en su torpe delinquir.

    Fargo nos dejó turulatos, ganó sus premios, dejó su huella..., pero luego cayó poco a poco en el olvido. La podías encontrar por cuatro duros en los rastrillos de los kioscos. Los cinéfilos la veíamos cada cierto tiempo para recordar las jetas y los diálogos, pero cada vez dejábamos más espacio entre una cita y la siguiente. Sospechábamos que la Minnesota de los hermanos Coen daba para mucho más: que aquellos personajes no habían surgido de la nada como una cosecha inusual de gilipollas, sino que formaban parte del paisaje nevado, agorafóbico, opresivo. Que había más chicha en aquellos parajes, vamos. Pero los hermanos Coen habían jurado no regresar, y cualquiera que intentara copiarlos caería en el ridículo más espantoso, porque ellos, más o menos acertados, más o menos ocurrentes, tienen un sello propio que no se puede falsificar. 

    Y de pronto, como caído del cielo nuboso, aparece este hermanastro suyo de apellido Hawley para convertir la película en algo más que un hecho afortunado: en el Big Bang de un universo que todavía no conoce la desaceleración. En el embrión de una serie de televisión que de momento no tiene límite ni decadencia. En la serie, Fargo se trascendió a sí misma y se convirtió en un episodio piloto, en un acto inaugural, en un génesis de esta biblia criminal y socarrona que no transcurre en las arenas abrasadas del desierto, sino en los páramos nevados de Norteamérica.



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La muerte de Luis XIV

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Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, La muerte de Luis XIV es una obra maestra porque cuenta exactamente eso, la muerte de Luis XIV, el ocaso último del Rey Sol, y no se desvía ni un centímetro de lo que anuncia en el título. 

    No hay tiempo ni intención de contar guerras de religión, batallas de frontera, litigios con el Papa. Nada veremos de Versalles ni de París. Nada de sus reinas amadas ni de sus amantes amantísimas. Nada de los embajadores españoles que siempre quedan como malotes. En la película de Albert Serra sólo asistiremos a la lenta agonía de Luis XIV postrado en su cama. La muerte monda y lironda. Una one room movie por donde pasan los médicos que le atienden, los familiares que le lloran, los cortesanos que escuchan sus últimas voluntades. Y también el heredero de la corona, un bisnieto que ha sobrevivido a las fiebres y a las viruelas, a las gripes y a las bacterias, en esos tiempos donde cualquiera podía morir de cualquier cosa, y a cualquier edad. 

    Luis XIV ha tenido la soberana fortuna de llegar a los setenta y siete años venerables, pero le ha llegado su fin, como a todo quisqui. La muerte no distingue al rey en su trono del labrador en su jergón. La muerte no sabe de absolutismos absurdos ni  economías perversas.  Ella fue la primera que enarboló la bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Desde los tiempos inmemoriales todos fuimos muy democráticos bajo su guadaña.


      La muerte de Luis XIV, en algún momento del metraje, pasa a convertirse subrepticiamente en La medicina en tiempos de Luis XIV, que es el asunto más discutido de los que rondan por su lecho. En la estancia privada del monarca, como si se tratara de una convención de matasanos, se dan cita y discuten con alta erudición los partidarios de la sangría venosa, los filósofos del humor corporal, los mercachifles del elixir milagroso. Doctores perplejos de Versalles y eruditos confundidos de la Sorbona parlotean y se pisan la palabra con aristocrática educación. Ellos no lo saben, claro, pero son unos inútiles de tomo y lomo que con cada medida que adoptan aceleran la muerte del Rey. Se iba a morir igual, eso está claro, pero en los tiempos modernos aún hubiera tenido tiempo para enviar otro ejército contra los españoles, u otro recaudador de impuestos contra los pobres, u otra embestida de su pelvis contra la favorita de turno. 

    El Rey Sol, desde el cielo de los reyes, todavía les está pidiendo explicaciones por robarle la última alegría.


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Monsieur Verdoux

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Monsieur Verdoux es una adaptación muy libre de las malandanzas de Landru, el donjuán de viudas que las desposaba en flagrantes bigamias para luego asesinarlas y quedarse con sus bienes. La idea de llevar al cine su historia fue de Orson Welles, que hubiera hecho una película muy turbia y más siniestra. Pero por esas cosas que tenía el bueno Orson, la historia terminó en manos de Charles Chaplin, que decidió, obviamente, hacer una película de Charles Chaplin. Es decir: un poco de comedia de vodevil, un poco de tragedia con partitura propia, y un discurso final sobre los vicios malsanos de la humanidad. El cóctel habitual de sus largometrajes sonoros, que en Tiempos modernos o en El gran dictador le salieron de rechupete, pero que aquí -y es muy probable que sea una neura mía particular, o una mala tarde de primavera- no termina de funcionar.

    Hay algo confuso en el tratamiento de Monsieur Verdoux. Y no le hago un reproche moral a Charles Chaplin por frivolizar a su personaje convirtiéndolo en un clown. Ya presupongo que él no está del lado de Verdoux y sus impulsos homicidas, aunque al final de la película le dote de una dignidad irreprochable en la corte de justicia. Mi queja tiene que ver con el tono, con el estilo de la película. Con la fusión fallida entre la risa y la muerte. El humor que subraya los crímenes que se cometen en Fargo -por poner un ejemplo- es negro, socarrón, vitriólico, y no le quita ácido a lo que vemos. Más bien se lo añade, haciéndolo todavía más truculento. En cambio, las humoradas de Chaplin en Monsieur Verdoux se han quedado payasescas y muy poco procedentes. Crean una disonancia en la mente del espectador; o al menos en este espectador que no sabe muy bien a qué atenerse. La charlotada y el crimen no parecen maridar demasiado bien.




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David Lynch: The art of life

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Antes del David Lynch cineasta existió el David Lynch artista, un joven que pintaba cuadros extraños y componía collages que mezclaban lo orgánico con lo inorgánico, lo real con lo fantástico. Cosas alucinadas, de pesadilla, como salidas -o escupidas, o regurgitadas- de una imaginación tan desbordada como malsana. Un algo de sanatorio mental, de mal viaje con un tripi. 

    La confirmación, una vez más, de que a veces la personalidad va un por lado y el aspecto físico va por otro, porque ese David Lynch que aparece en The art of life tenía pinta de joven bonachón, casi de tontorro, con aires un poco de pasmado jovial. En esa juventud, Lynch soñaba con ser un artista posmoderno, de los que provocan incendidos en sus exposiciones. Pero las casualidades de la vida, y luego los apuros monetarios, le fueron conduciendo al mundo del cine donde finalmente encontró su vocación y su pincel. El lienzo ideal para plasmar sus ocurrencias de sueños desquiciados y personajes inquietantes.

    David Lynch nunca ha dejado de dibujar, de pintar, de experimentar con diversos materiales. Y es así, trabajando en la terraza de su residencia, como le descubrimos en The art of life, manchando de barros y de pinturas -y de otras extrañas sustancias que es mejor no tratar de adivinar- sus pobladas y ya canosas cejas. The art of life es el documental que nos cuenta la vida de David Lynch que los profanos desconocíamos: la que va desde su nacimiento en la lejana Montana hasta el estreno de Cabeza borradora. Una vida que en realidad se parece mucho a la de cualquier artista incomprendido en su juventud. Un viaje convencional de gentes que le apoyaron y padres que renegaron de él; de maestros que confiaron en su talento y otros que le dieron la espalda. 

    Y atravesándolo todo, como una guía del destino, la suerte. La suerte que todo hombre talentoso -incluido David Lynch- necesita para triunfar. Un encuentro casual, una amistad afortunada, un conocido que abre las puertas...




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Después de la tormenta

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Tengo una deuda pendiente con el cine japonés. Un déficit imperdonable. Salvando los clásicos de Akira Kurosawa que fueron obligatorios enmi juventud, todo lo demás me produce una pereza infinita, un miedo que habla muy mal de mi cacareada cinefilia. 

    Sólo de vez en cuando, cuando viene muy aclamada por la crítica y el gusanillo de la conciencia ya no me deja en paz, me aventuro por la islas del sol naciente para asomarme a la vida de estos humanos tan alejados de mi repertorio. Luego, la verdad sea dicha, siempre encuentro un provecho en sus historias: la familia y el honor, la vejez o el pacifismo, y arrepentido de mis prejuicios hago un propósito de enmienda muy reverencial ante el altar sagrado de sus no-dioses. Pero a las pocas semanas, como un canalla sin honor, me olvido de las promesas proferidas, y vuelvo al bucle sin fin del cine anglosajón y del cine español, con alguna película europea o argentina que adorna la ensalada para disimular la sosería de mis ingredientes.

    Después de la tormenta es la segunda película que veo de este director llamado Hirokazu Koreeda. Un tipo que hace un cine muy occidental, muy digerible. Sus personajes, obviamente, son japoneses que viven en Japón, con su arroz y su pescado, sus coches que viajan por la izquierda y su densidad de población inasumible, pero podrían ser vecinos perfectamente de Fuenlabrada, o de Castellón, si les redondeáramos un poco los ojos y pusiéramos las calles un poco más sucias. En Después de la tormenta hay una anciana que vive sola con su pensión, una hija que la visita con las nietas insufribles, y un hijo divorciado que pasa de vez en cuando para sablear un poco de comida y recoger varias camisas planchadas. Lo consabido, vamos... 

    Y afuera, tras las ventanas, la tormenta del título, el tifón, que vendrá para arrasarlo todo y luego dejarlo tal cual estaba, como en el Gatopardo de Lampedusa. A Koreeda le salen unas películas muy medidas, muy circunspectas, sin melodramas ni cursilerías. Los ancianos son respetables, los niños no dan mucho por el culo y los adultos hablan como usted y como yo, sin que parezcan personajes salidos de una novela, redichos y estomagantes. Dentro de unos meses habré olvidado Después de la tormenta como ya hice con Still Walking, la película anterior de Koreeda. Son cosas de la edad, y de la administración neuronal. Pero de momento, hasta que la desmemoria me alcance, me quedo con un puñado de cercanías, y con un manojito de conversaciones.




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Barton Fink

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Los detractores de Barton Fink -que son legión en los foros de internet- alegan que la película es críptica, indescifrable, sobre todo en su tramo final de flamígeros pasillos y cajas misteriosas. Aseguran -estos heréticos- que los hermanos Coen aprovecharon que el Pisuerga pasaba por California para hablar de pelusas muy íntimas de su ombligo, y que nos colaron sus neuras profesionales en forma de película respetable, casi de arte y ensayo. Pero no hay nada que entender, realmente, en Barton Fink, o que no entender. La película es el relato de una pesadilla, y como tal ha de contarse y de entenderse. El bueno de Barton vive un sueño terrible desde que llega a Hollywood con su máquina de escribir, sus gafitas de intelectual, y su abrigo improcedente para tan altas temperaturas, como un soldado de Napoleón o de la Wehrmacht invadiendo Rusia pero al revés.


    En el mismo instante en que Barton Fink se hospeda en el tétrico hotel regido por Chet, la película abandona cualquier pretensión de ser lógica, verosímil, porque el mundo al que llega Barton tampoco es lógico ni verosímil. Al menos para él, que viene de la otra costa del país y no entiende qué pretende de él la parte contratante de California. Qué narices hace allí -se pregunta- escribiendo basura para una película de serie B, él que es Barton Fink, y que viene aclamado por la crítica teatral de Broadway.

     Además hace demasiado calor, y en su habitación del hotel, enfrentado a la máquina de escribir, los mosquitos le sobrevuelan a sus anchas, y los vecinos de pared no paran de molestar con sus jadeos sexuales por una lado, y con sus tejemanejes secretos por el otro. Enfrentado al folio en blanco que es el anuncio de su fracaso, Barton es incapaz de conciliar un sueño reparador, y se desenfoca, y enloquece, y ya no puede distinguir lo que imagina de lo que ve. Su única salvación, su único remanso de paz, es el cuadro de la chica en la playa, abandonada al placer del rayo de sol. Ella es la única salida de ese manicomio de escritores alcoholizados, huéspedes asesinos y jefazos que viven al capricho de su humor.



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Paulina

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"Son cosas mías", decimos cuando nuestras razones van a sonar ridículas, alejadas del sentido común, y sin embargo las sentimos ciertas y sinceras. Cuando queremos explicarnos pero no sabemos cómo, y en esa disonancia de los argumentos la lengua se enreda, y el lenguaje no alcanza, y preferimos refugiarnos en el misterio antes que ser recriminados por los demás, que nos estudian con la mirada, y no salen de su pasmo.

    Son cosas mías, dice Paulina, la joven que aparca su carrera en la abogacía para irse al norte de la Argentina, a participar en un proyecto pedagógico con jóvenes que viven en la selva, al borde de la civilización. Ningún allegado de Paulina entiende su destierro del mundo, su afán misionero allá en la tierra de Misiones, que parece un juego de palabras, pero no lo es.  Ni su padre, el juez orgulloso, que se tira de los pelos sin consuelo, ni su novio, el chico enamorado, que de pronto no la reconoce y pierde la chispa en la mirada. El espectador, limitado por lo que Santiago Mitre quiere mostrarnos, tampoco tiene a acceso a las motivaciones últimas de Paulina, y sólo puede conjeturar que tal vez tenga la vocación de una monja laica, o el idealismo revolucionario del Che Guevara. O que sólo sea, después de todo, una pija de la capi que quiere ponerse a prueba viviendo entre los pobres, habitando casas prefabricadas y soportando las picaduras de los mosquitos.

Son cosas mías, volverá a repetirse Paulina poco después, cuando un grupo de homínidos la violen al abrigo de la noche, y ella se niegue a denunciar, a delatar, y prefiera vivir su labor misionera como si nada hubiera pasado, conviviendo con sus agresores en el paraíso del perdón y la fraternidad. Son cosas suyas, desde luego, pero nadie las entiende ni dentro ni fuera de la película. Los personajes que la quieren se vuelven locos, y el espectador en su sofá vuelve a moverse en el terreno de la conjetura, del misterio psicológico. ¿Es Paulina una cripto-cristiana que lleva la doctrina del perdón hasta las últimas consecuencias? ¿Una mujer que ha encontrado en la indulgencia -"me han violado, pero no pasa ná"- la paz espiritual que necesita para continuar con su misión? ¿Es el síndrome de Estocolmo, que ha llegado hasta las selvas amazónicas adaptándose al calor y a la humedad? ¿O es, simplemente, el pavor, que la paraliza?



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Relatos salvajes

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La venganza es el tema común que une los seis episodios de Relatos salvajes. La pasión que hermana a estos hombres y mujeres traicionados por los seres queridos, o insultados por los seres ajenos, que deciden prescindir de la justicia para traer de nuevo el equilibrio a la galaxia, como caballeros Jedi muy preocupados por los caminos de la Fuerza.

    La primera venganza de Relatos salvajes se sirve en un plato muy frío, casi helado, tras varios años de permanecer guardada en el congelador. El desquite del tal Pasternak es casi un genocidio, una auténtica barbaridad,  pero en el fondo tiene algo de civilizado, de ser humano con pretensiones. Casi diríamos que tiene estilo, y hasta un poco de arte, y de guasa, como si su autor hubiera decidido pasar a la posteridad legando una venganza como Dios manda, de las del Antiguo Testamento, calculada con una paciencia infinita de años y ejecutada con una pericia de ingeniero. El producto criminal de un auténtico homo sapiens que ha seguido los rectos caminos de la evolución.

    Las otras venganzas, en cambio, tienen algo de mono muy básico que devuelve el golpe, lanzando un coco, o blandiendo un hueso. Son impulsos que surgen casi en el momento, calientes, como volcanes de mal genio que brotan del subsuelo. Son, propiamente, los relatos salvajes de la película, por selváticos, por sabanescos. Lo que viene a decirnos Damián Szifron, el director de la función, es que por debajo del maquillaje, de la capa de cemento y asfalto que cubre nuestra civilización, bulle el magma primario de los animales. Caminamos vestidos, repeinados, muy educaditos gracias a los colegios, pero en el fondo no somos más que un puñado de instintos. Los cinco millones de años que nos separan del macaco nos han ayudado a disimular nuestros impulsos, a contenerlos, a administrarlos. A abrir la espita sólo de vez en cuando, cuando nadie nos ve, o el peligro está bajo control. La civilización no es más que una contención, o un disimulo.



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