El hombre de las mil caras

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Algo falla en El hombre de las mil caras cuando en un momento de la película empezamos a sentir pena por Luis Roldán, ese hombre. Le vemos tan enamorado de su señora -y quién no estaría enamorado de una señora como Marta Etura-, le conocemos tan asustado por su futuro, tan arrinconado en ese piso-zulo de París donde Paesa y sus adláteres lo engañan como a un laosiano, que la simpatía empieza a ganarle terreno a nuestra repulsa. Tanto es así que casi dan ganas de levantarse del sofá para besarle la calvorota a este ladronzuelo tan entrañable: un tipejo que entre la alopecia, la barriga incipiente y la cara de tonto bien podría ser cualquiera de nosotros, los infortunados de la vida. 

    Pero uno se rehace rápidamente de esta compasión innoble, de este humanismo inadecuado, y vuelve a cagarse en las muelas de este funcionario que arrambló con los dineros públicos, y se llevó la pasta gansa, y lejos de devolver lo robado contrató al hombre de las mil caras para que se lo pusiera a buen recaudo en Singapur.


    Roldán es un chorizo, un delincuente, un chiquilicuatre de la corrupción noventera. Nosotros veníamos a ver una película de malos muy malos urdiendo sus trapicheos, sus puñaladas por la espalda; el espectáculo siempre fascinante de ver cómo trabajan los fontaneros del Estado y los especuladores del sistema, que son tipos que suponemos de hierro, de sangre de horchata, verdaderos "nasíos pa' robá" que tienen su aplomo y su prestancia. Y cuando nos encontramos a este hombre que duda, que llora, que casi se arrepiente de haber metido la mano en la caja, que es tan débil y tan poca cosa como cualquiera de nosotros, nos sentimos un poco contrariados. Nosotros veníamos a ver hombres muy hombres, decididos, el reverso tenebroso de nuestra triste figura, y nos encontramos con un Luis Roldán abrazado a su maletín como un niño se agarra a su cartera escolar. 

También nos encontramos a Francisco Paesa, el verdadero protagonista de la película, viviendo de prestado en un chalet de Las Rozas como si la dueña le hubiera puesto un piso de mantenido, y no al revés. Está visto que incluso los ladrones, y los liantes de altos vuelos, tienen poco glamur en nuestro país.






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Buenas noches, y buena suerte

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"Somos ricos, gordos, comodones y complacientes. Tenemos alergia a la información desagradable o inquietante. Nuestros medios reflejan esto. Si no nos levantamos de nuestros gordos traseros y reconocemos que la televisión se utiliza para despistar, engañar, divertir y aislarnos, entonces la televisión y los que la financian, los que la miran y los que trabajan en ella, puede que no se den cuenta hasta que sea demasiado tarde".

    Esto lo dijo Ed Murrow en 1958, ante sus compañeros de profesión, en un arranque de sinceridad que convirtió su fiesta y su homenaje en un desfile de rostros cariacontecidos. Cuarenta y nueve años después, para sofoco del alma en pena de Ed Murrow, nadie ha levantado todavía su gordo trasero de donde lo dejó. Ni el espectador que lo aprieta contra el sofá, ni el programador que lo menea en su silla de oficina. La televisión sigue siendo el instrumento inútil que Murrow ya barruntaba, incapaz de formar a la gente, de presentarle las noticias con objetividad, de ayudarle a tomar postura con las versiones contrastadas. No en vano, The Newsroom, que era el informativo quimérico que Aaron Sorkin ideó para los tiempos modernos, empezaba con Ed Murrow dignificando sus títulos de crédito, y avalando sus intenciones pedagógicas. 

    Por mucho que nos digan y nos mientan en nuestras televisiones posmodernas de los plasmas y los 4K, no existe la pluralidad real, el debate sano, la confrontación de ideas. Los informativos de los canales privados le bailan el agua a sus inversores, y a sus patrocinadores, como es lógico y normal, porque hay que dar de comer a los retoños y entre la dignidad y el frigorífico esto último es sin duda lo más importante. Y luego está nuestra televisión pública, ja, que sólo con el apellido ya te da la risa, porque no es tal, sino el chiringuito de cuatro inquisidores trajeados que han estudiado en prestigiosas universidades. Tipejos que cuando imponen su criterio y su opinión han de sujetarse el brazo fascistilla como hacía el Dr. Strangelove en lTeléfono Rojo, volamos hacia Moscú. A los efectos que nos ocupan, la televisión pública (ja) sólo es un desfile orquestado de ministras, portavoces y miembros guapísimos de la realeza que repiten como loros el mismo mensaje machacón: todo va de puta madre y la pobreza y la necesidad sólo son espantajos que agitan cuatro rojos muy vengativos. Incluso en esto no hemos cambiado nada desde los tiempos de Ed Murrow. 





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La doncella

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La doncella no es La vida de Adèle, pero casi. No ha pasado ni una semana desde que Emma y Adèle se amaron en mi televisor con el ímpetu de las amantes juveniles, y de pronto, en esta película coreana que yo esperaba de sangres y violencias -pues su director es un tipo muy dado a tales excesos- descubro que ahora los excesos que ocupan al director son sexuales, sabanísticos, de tórridas escenas. Las que entretienen a Lady Hideko -adinerada dama de la aristocracia coreana a la que todos los hombres pretenden sin coscarse de su predilección- y su criada, la dulce e impresionable Sook-Hee, que descubre en la señorita Hideko la hermosura de quien nunca le dio un palo al agua, y también la finura de quien recibió una educación esmerada desde niña. Y, sobre todo, la sorpresa infinita de saberse también deseada a pesar de su condición servil. 




    Pues luego, terminada la jornada, abrazadas y desnudas en la cama, ambas mujeres son indistinguibles en rango y clase social, y ya no es la señorita quien ordena y la criada quien obedece, sino que  se intercambian los roles, y muchas veces es la subalterna quien lleva el peso de las decisiones, y ordena el cambio de maniobras, y plantea nuevos objetivos militares, mientras la dama de alta cuna sonríe juguetona y se deja llevar. Y aún más: en la humillación de quien ya no porta la vara de mando, se excita todavía más, y gruñe maldades que son mucho de erotizar al personal. 

    En la cama de sábanas de seda, Hideko y Sook-Hee son la misma mujer, compenetradas y enamoradas, pero también son la misma mujer en un sentido visual, cognitivo, porque a ojos de un espectador occidental -que ya tiene dificultad en distinguir a dos actrices coreanas que hablan en el desayuno o pasean por la arboleda- cuánto mayor galimatías le resultan las identidades cuando los ojos se achinan aún más en el ardor del deseo, y los cuerpos se enredan en el fragor del espasmo, y los rostros se pegan tanto que uno ya no sabe quién es quién en la lucha sin cuartel sobre el tatami.


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Tres recuerdos de mi juventud

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Viendo Tres recuerdos de mi juventud -que es la historia de un amor adolescente con mucho desnudo en la cama y mucha verborrea de amantes que deshojan la margarita- he recordado, quizá por ser una película francesa, aquello que decía Michel Houllebecq en su novela Ampliación del campo de batalla:

    "La adolescencia no es sólo una etapa importante de la vida, sino que es la única etapa en la que se puede hablar de vida en el verdadero sentido del término. [...] A partir de ese momento ya está todo dicho, y la vida ya no es más que una preparación a la muerte".

    Algo así es lo que piensa Paul, el protagonista de la película, que ya de anciano recuerda su amor por Esther como el romance que al mismo tiempo inauguró y clausuró su vida sexual. Y no porque llegara virgen al encuentro, ni porque luego jurara voto de castidad, sino porque antes de Esther -la chica guapísima de los labios de gominola- sólo hubo tonterías y escarceos, y después de ella ningún amor alcanzó tales alturas de vértigo, ni tales valles de lágrimas. Una pasión irrepetible, desbocada, al mismo tiempo fundacional y definitiva. Los sentimientos son hormonas que se bañan en nuestra sangre como damiselas que chapotean en una tórrida tarde de verano; y el amor adolescente -y más si culmina en el sexo, y más si se practica en la romántica Francia- es el reino caótico, fueguino, maravilloso, de estos mensajeros químicos que son como el servicio de Correos de un país tercermundista.

      También escribe Michel Houllebecq en Ampliación del campo de batalla:

    "Siempre serás huérfano de esos amores adolescentes que no tuviste. En ti la herida ya es muy dolorosa; pero lo será cada vez más. Una amargura atroz, sin remisión, que terminará inundándote el corazón. Para ti no habrá ni redención ni liberación. Así son las cosas".

    Esto es así. Los amores que no se vivieron en la adolescencia no se recuperan jamás. No existe la redención, la superación, el tiempo recobrado. La asignatura pendiente de José Sacristán quedó suspensa para siempre. Por más polvos que echaran, y por más entusiasmo que le pusieran, a él y a Fiorella Faltoyano se les quedó el boquete y la amargura. No haber sido amado en la adolescencia -no haber conocido el gozo de la carne primeriza, el orgullo de ser deseado por quien uno deseaba- es una herida que jamás se cura. Queda ahí, abierta, fea, supurando, intoxicándolo todo...





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El fin de la comedia

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Un siglo después de que Friedrich Nietzsche proclamara la llegada del superhombre, Matt Groening dibujó al infrahombre definitivo, Homer Simpson, crisol de todos los defectos y de todas las estupideces, y enterró para siempre el sueño de una humanidad que evolucionaba hacia la cumbre.

   En aquel huevo interestelar que imaginara Arthur C. Clarke no se acercaba el nuevo hombre trascendido, sino un cerdo con poca pelambrera y escasas luces que se rascaba el culo, se emborrachaba con los amigotes y provocaba accidentes nucleares con su tontuna de trabajador sin cualificar. Un retroceso en toda regla. La desevolución que tarde o temprano nos devolverá a los árboles para rascarnos los sobacos. Nadie que haya leído Así habló Zaratustra se reconoce en ese sujeto que Nietzsche profetizó: demasiado listo, demasiado preclaro, demasiado guapo, incluso, si el libro hubiese venido con ilustraciones. En Homer, sin embargo, todos nos vemos reflejados: a veces un poco -en alguna tontería, en algún pecadillo venial- pero casi siempre mucho, y muy gravemente, en escalofríos que recorren la espina dorsal y que disimulamos con una carcajada que asusta a nuestros propios retoños, que sólo estaban allí para descojonarse con las tropelías y los trompazos de este mentecato sin parangón. Homer es todos nosotros, los hombres débiles, volubles, perezosos, desinformados, manipulables, cobardes, insolidarios, calvos incipientes y barrigudos ya consagrados. El reverso oscuro de nuestra tonta presunción, y de nuestro falso orgullo.




    Digo todo esto porque hoy he vuelto a ver El fin de la comedia, que es una sitcom que nada tiene que envidiar a las series americanas de las que bebe, y he descubierto que el personaje de Ignatius Farray es en realidad un Homer Simpson en carne y hueso, impreso en 3D, como aquel Homer que un día se escondió en el armario para huir de sus cuñadas y apareció en nuestro mundo de manos con cinco dedos. El alter ego de Ignatius es un tipo que también produce escalofríos cuando uno le ve penar por la vida, con su humorismo sin gracia, su exmujer que lo maltrata, sus vecinos que lo miran mal, sus ligoteos sin happy end, sus meteduras de pata en cualquier lugar y circunstancia. Un tipo gordo, poco agraciado, con mirada de pánfilo o de chiflado según salga la luna, al que no le sirve de excusa tener un gran corazón y buscar siempre la mejor de las intenciones. Ignatius II es un fulano como cualquiera de nosotros, los espectadores decadentes, que lo vemos, y simpatizamos, y nos descojonamos con sus desventuras. Un bípedo implume que al igual que los patos, cada vez que se para a tomar una decisión, deja una cagada en el suelo. 


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La vida de Adèle

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El amor es un sentimiento que viene sin llamar y se va cuando le apetece. Un ave de paso que a veces se queda durante años reconstruyendo el nido, y otras, las más, que sólo se queda unos días, o unas horas, porque venía con prisa y sólo reposaba del viaje hacia un amor más grande. El amor es un niño caprichoso que va a su puta bola, a su puto albedrío. Entra y sale de los cuerpos como Pedro por su casa, causando orgasmos y dolores de cabeza, llantos de mucho sufrir y risas de mucho regocijarse. Estremecimientos sísmicos de la piel y cagaleras de pasar largo tiempo en el retrete.

Y de todos los amores, no hay uno más imprevisible, más perturbador, que el primero. Porque es eso, el primero, el desconocido, el que hay que torear sin saber manejar el estoque y el capote. Sin saber si el toro nos viene de frente o de lado, manso o hijoputesco, afeitado o con los cuernos como puñales. Y si por desgracia -o por suerte- el primer amor no conoce el contacto carnal, éste se queda en un simple revoloteo de mariposas en el estómago, y cuando lo recuerdas de mayor te da un poco la risa, y un poco la añoranza inocente. Pero si viene con sexo húmedo y voluptuoso como las nubes cargadas de lluvia, se vuelve tormentoso cuando descarga su furia, y los vientos se vuelven imprevisibles y destructivos.


    El primer amor es también el primer huracán que habrá de arrasar nuestras vidas, cada uno con su nombre propio de mujer, o de hombre, y no empieza necesariamente por la letra A como en el mundo de la meteorología. En La vida de Adèle, sin ir más lejos, Adèle no es el primer amor de Emma, la chica del pelo azul. Ni muchísimo menos. Emma ya le ha sacado todo el jugo a su vida de universitaria, la estudiantil y la otra, y su primer amor se pierde en la bruma de los recuerdos. Para Adèle, sin embargo, que sólo ha conocido los romances tontos de la adolescencia, y el primer polvo con un tarugo sin arte ni conversación, Emma será el primer ciclón que pondrá su vida patas arriba. Y piernas arriba, también, en la cama de su habitación, que nunca conoció mujer, y piernas a un lado, y piernas al otro. Porque el amor primero de Adèle y el amor enésimo de Emma se acoplan como si estuvieran predestinados, y son como una estrella binaria en la que una parte se come a la otra en un baile de fuego, hasta devorarla y hacerle perder el sentido.


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Las ovejas no pierden el tren

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Treintañeros que luchan por salvar su matrimonio. Cuarentañeros que ya lo han perdido tras la refriega. Otoñales que aún no han apagado la última llama del deseo. Emparejados que no quieren desemparejarse, y desemparejados que buscan al emparejador que los vuelva a emparejar. Un trabalenguas de personajes que se buscan para el amor y no siempre se encuentran. Que a veces sólo se rozan, o chocan con tanta energía que se abrasan. O que simplemente no se entienden. Amantes -y aspirantes a amantes- que se engañan y son engañados con la mejor de las intenciones. Y niños por el medio. Y ancianos a los que cuidar. Y las apreturas económicas. Y los hombres, que son de Marte, y las mujeres, que proceden de Venus. La jungla de la jodienda, que no tiene enmienda, como dice el proverbio. La soledad de la cama, que es más llevadera en verano, pero muy jodida de soportar en invierno. El miedo a que pasen los años y llegue la enfermedad, y la demencia, y el amor exultante ya se vuelva del todo imposible. El sueño extinto de una plenitud perdida. La búsqueda de la última oportunidad, o de la penúltima, si hay un poco de suerte. Madrid y sus madrileños enamoradizos.

     Esto es, grosso modo, Las ovejas no pierden el tren, una película que así presentada parece contener grandes honduras y grandes filosofares, pero que en realidad es una tragicomedia que hemos visto cien veces en el cine nacional. Amores tópicos y desamores típicos que solventan un grupo de actores -y de actrices- que tienen el jeto preciso, el carisma contrastado, la presencia magnética. Y poco más. Te quiero, ya no te quiero, no puedo quererte, ojalá te quisiera. Margaritas que se deshojan. Margarita se llama mi amor, y también mi desamor. Rodríguez Garcés. Ovejas que salen y entran de los rebaños, y que temen perder el último tren del amor. Acojonadas perdidas.




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La vida privada de Sherlock Holmes

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Ni siquiera Sherlock Holmes es inmune a los encantos de una mujer: eso es lo que hemos aprendido viendo La vida privada de Sherlock Holmes. Que el detective de la inteligencia preclara, del espíritu impertérrito, el vulcaniano que se afincara en la Tierra mucho antes de construirse la nave Enterprise, también se cortocircuita como un robot averiado cuando una extraña dama aparece en Baker Street con el vestido mojado que transparenta las formas.

    Holmes, en una escena anterior, le ha dicho a su amigo Watson que ninguna mujer es digna de confianza. Que su dilatada práctica profesional, y su dolorosa experiencia personal, le han convencido de esta verdad incuestionable que guía sus pasos por la vida. Todos pensamos que Holmes es un misógino irredento que ve en las mujeres la encarnación del diablo, de la tentación, de la inferioridad intelectual incluso, pues no hay que olvidar que nos hallamos en el siglo XIX y que estos pensamientos eran muy comunes por la época. Pero luego, con el paso de los minutos, vamos comprendiendo que nuestro amigo Sherlock no es realmente un misógino, sino un sherlóckgino, si así pudiéramos decirlo. Es él mismo quien no se tiene demasiada confianza. Él mismo quien se achanta ante la presencia turbadora de una mujer. Lo descubrimos en su rostro preocupado, y en sus gestos envarados, la primera noche que Gabrielle Valladon hace posada en el 221B. Holmes sucumbe ante ese rostro hermosérrimo que solloza y pide ayuda. Ante ese cuerpo sonrosado que a veces se destapa en el revoltijo de las sábanas prestadas. Quizá no es amor todavía, pero sí su embrión, su semilla, y Holmes ya casi siente que la planta florida trepa por su garganta, ahogándole de gozo. Y lo que es peor: nublando su inteligencia, que hasta entonces no tenía rival en el otro centro neurálgico, allá en el escroto, donde el cerebro irracional dormía el sueño sin mujeres. 

    La vida privada de Sherlock Holmes es también la lucha privada de Sherlock Holmes: la que habrán de sostener la frialdad profesional y la calentura que ya le entibia los pantalones. El hombre supra-evolucionado frente al antropoide que nunca se había ido del todo.




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Avanti!

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La idea original de Avanti! era que el señor Wendell Armbruster  estuviera liado con el botones del hotel Excelsior, y que el escándalo mayúsculo de dos amantes adúlteros fuera todavía mayor. Pero corría el año 1972 y los ejecutivos del estudio disuadieron a Billy Wilder de rodar tal atrevimiento. El amor truncado que luego habrían de enterrar la señorita Piggott y el heredero Armbruster fue, finalmente, un romance de exquisita heterosexualidad, con cenas a la luz de las velas, rondalla de músicos italianos y playas accidentadas donde siempre hay un roquedo oculto en el que desnudarse.

    Curiosamente, los desnudos de Jack Lemmon y Juliet Mills -dos culos y dos pechos blanquecinos y mortales tostándose al sol- sí pasaron el filtro puritano de los mandamases en Hollywood, que tal vez lo consideraron un mal menor frente a la idea primera de colocar dos pollas contemplando las aguas del mar Tirreno, como dos periscopios en el ardor de la pasión, o dos polluelos de gaviota en el remanso de la satisfacción. La censura española -of course- no se dejó engañar por esta celebración del amor estival y retozón, por muy heterosexual que fuera. Y pporque, además, suponía el adulterio flagrante del heredero Armbruster, y el adulterio es un pecado muy gordo en cualquier orilla de los océanos.

    Donde no sé si existió otra censura mayor, radical, casi patriótica, de Avanti!, fue en la católica y soleada Italia, lugar idílico donde los nativos de la película se desviven para que los americanos con posibles dejen los dineros y las sonrisas. La imagen que se da de los italianos -y más concretamente de los italianos del sur- es un sainete casi tercermundista, con mafiosos desdentados, lugareños extravagantes, camareros chantajistas, burócratas ineficaces y mujeres tan cejijuntas y bigotudas que obligan a sus maridos a emigrar a Estados Unidos en busca del sueño de la Rubia Anglosajona. Y pasarse así, de polizones, a otra película muy famosa del año 1972 que ya no iba de americanos enterrando familiares en Italia, sino de italianos enterrando fiambres en los Estados Unidos. 



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Bésame, tonto

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Bésame, tonto es una película protagonizada por un marido celoso, una esposa amantísima, una prostituta de carretera y un ligón irresistible que hacía fortuna cantando en Las Vegas. Medio siglo después, Bésame, tonto, sin que nadie le haya quitado ni añadido nada -sólo una escena que en su día cortó la censura española- se ha transmutado en una película protagonizada por un marido maltratador, una esposa subyugada, una esclava del machismo y un acosador insufrible que no sabe refrenar sus instintos. Cuánto hemos cambiado... 

    Hoy nadie se atrevería a rodar una película como ésta. Ni siquiera en clave de comedia. El horno de los tiempos modernos no está para bollos, y miles de plumas afiladas -y quien dice plumas afiladas dice teclas como martillos- esperan el desliz o la sobrada para lanzarse a la yugular masculina del responsable. Muchas veces con razón, y otras -para mantener prietas las filas y las llamas en combustión- rizando los rizos inexistentes. Se ha declarado la guerra, y todos los hombres son sospechosos de patriarcado hasta que se demuestre lo contrario.

    En una línea de guión de Bésame, tonto se llega a decir que la mujer, sin un hombre que la lleve por la vida, es como un remolque sin vehículo. Un proyecto varado, sin motor propio. En fin: una barbaridad que en los tiempos modernos ya casi mueve más a la risa que a la indignación, como dicha por un borracho en plena melopea. 

    Wilder y Diamond eran dos tipos muy inteligentes, incisivos y puñeteros, pero también eran dos hijos de su época, y a veces se dejaban llevar por estos clichés de la mujer en la cocina y del hombre en la cacería. De la mujer que se realiza en el marido y del marido que se realiza en el trabajo. Luego llegó el feminismo, la mujer también quiso realizarse en el trabajo, y los empresarios, siempre tan avispados, aprovecharon para divir los trabajos en dos sueldos y los sueldos en cuatro migajas. Cuánto hemos cambiado también en eso.  Esta vez para peor.




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Black Mirror: Odio nacional

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Y nos quedaba, para rematar esta colección de pesadillas tecnológicas -pues todo en Black Mirror es pesadillesco salvo el paraíso californiano de San Junipero- el asunto espinoso del control gubernamental. Los crímenes que se investigan en Odio naciona, sólo son el mcguffin muy entretenido que distrae al espectador. Un recurso que hubiera firmado el mismísimo Alfred Hitchcock en sus buenos tiempos, pues él también usaba los suspenses para hablar siempre de algo más interesante, que en su caso solía ser el deseo sexual insatisfecho, o la simpleza estructural de los hombres frente a la complejidad desarmante de las mujeres. De hecho, como velado homenaje al orondo maestro, es imposible no acordarse de Los pájaros -y de su avícola y silenciosa animosidad- cuando en Odio nacional vemos esos enjambres de abeja-drones apostados en las azoteas de Londres, esperando la instrucción que los active...

Lo que le interesa de verdad a Charlie Brooker no es si el asesino es fulano de tal o mengano de cual, o si le mueven tales o cuales motivaciones, asuntos que al final se solventan con cuatro brochazos algo descuidados. El verdadero thriller se desarrolla en las cloacas que no vemos, en los despachos gubernamentales que sólo se insinúan. Allí donde cuatro hijos de puta con corbata han decidido que las cámaras de seguridad que nos vigilan en cualquier rincón de la ciudad, y en cualquier esquina del centro comercial, ya no son suficientes para tenernos bien amordazados. No sea que le miremos mal a un policía, o que le hagamos una higa al retrato del rey, o que nos sonemos los mocos con un pañuelo bordado en los colores republicanos. Estos tipejos que sueñan con el control absoluto del populacho seguirán, al parecer, ganando las elecciones en el futuro tecnológico donde viven los personajes de Black Mirror, y dispondrán de recursos más eficaces y sofisticados. De drones, por ejemplo, que ahora se ven a un kilómetro de distancia y se pueden derriban con la escopeta si te pillan en el campo, o con la escoba, si andas visitando a tu yerno en la ciudad. Pero que dentro de unos años, igual que se miniaturizaron los gramófonos o los transistores, se convertirán en pequeñas abejitas que podrán colarse por doquier y retratarnos en lo más secreto de nuestras tristes vidas.



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Kramer contra Kramer

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Una de las cosas que el Generalísimo creyó dejar atada y bien atada fue que en España no se iba a divorciar ni Cristo por mucha apertura que los sucesores negociaran con el populacho. Dios es lo primero -decía el Matarife- y el Concordato lo segundo, y para asegurarse de tal preeminencia dejó un rey a cargo que había jurado los principios fundamentales, y un embajador del Espíritu Santo que velaría por los españoles desde el Cerro de los Ángeles. 

    Seis años duró el sueño franquista de los matrimonios indisolubles, que para unos fueron un suspiro de la historia y para otros, los mal avenidos, seis siglos de tardanza. 

Un año antes de que se aprobara la Ley del Divorcio y los curas salieran a la calle para advertirnos del pecado, llegó a nuestras grandes pantallas -que todavía no eran minicines miserables- Kramer contra Kramer. Los divorciados eran personajes habituales en las películas americanas porque allí, al parecer, no había curas legislando en las recámaras del Congreso, y aunque también protestaban lo suyo y amenazaban con los fuegos eternos, la cosa se quedaba en las homilías parroquiales y en las telebasuras de la madrugada. Los americanos parecían casarse y descasarse como quien se compra un pantalón y luego lo devuelve porque le viene demasiado ancho, o demasiado estrecho, y eso despertaba las envidias entre los esposados que pedían una segunda oportunidad. 

    Había, incluso, un pueblo llamado Reno en el estado de Nevada que parecía vivir exclusivamente de este negocio tan poco romántico. Una auténtica ciudad del pecado que además ofrecía un sinfín de casinos para celebrar la alegría de la libertad recobrada. Aquello sí que parecía la Nueva Sodoma, o la Nueva Gomorra, que predicaban nuestros curas infatigables.

    Y así, entre la envidia y la perplejidad, veíamos a los americanos divorciarse alegremente en nuestras pantallas, casi sin traumas, como quien juega de adolescente al "verdad o consecuencia". Hasta que llegó Kramer contra Kramer y de pronto comprendimos que aquello no era la Jauja que nos habían vendido, y que en las separaciones matrimoniales ellos también sufrían y penaban. Como cuando aprendimos que los ricos también lloran en aquel culebrón insufrible de los mexicanos.





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Habitación 237

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Alguien de cuyo nombre no quiero acordarme me recomendó, con encendidas alabanzas, y adjetivos muy sonoros, Habitación 237, que al parecer es el documental definitivo sobre las simbologías y ocultas intenciones que Kubrick puso en El resplandor

    Uno pensaba, en su cortedad de miras, que El resplandor era la adaptación de una novela de Stephen King: la historia de un escritor frustrado que se enfrenta a la pesadilla del folio en blanco y termina desquiciado. Un cuento de terror sobre la ausencia de talento y el abandono de las musas. Pero esta interpretación, después de haber visto las sesudas lecturas que se exponen en Habitación 237, se queda corta, banal, muy propia de este blog perdido en la blogosfera. Por el documental pasan espectadores de perspicacia singular que dicen haber descubierto en tal detalle o en tal "error" la prueba fehaciente, incuestionable, de que Stanley Kubrick hablaba realmente sobre el genocidio de los indios americanos, o sobre el Holocausto de los judíos, o sobre el Minotauro cretense resucitado en las Montañas Rocosas. O -lo más jugoso de todo- sobre la falsa llegada del hombre a la Luna que el mismo Kubrick rodara en 1969 para que los rusos se murieran de envidia, y los occidentales reconociéramos el poderío supremo de nuestros amos. 

    El mismo título del documental ya es, según estos exégetas de El resplandor, una pista irrefutable de que Kubrick estaba confesando su impostura selenita, pues la habitación original de la novela -donde Jack Torrance bailaba con el fantasma salido de la bañera- llevaba el número 217 estampado en la puerta, mientras que la habitación de la película, en unas explicaciones muy confusas sobre negocios y maldiciones que a nadie convencen, lleva el 237. Y 237.000 millas es, milla arriba milla abajo, la distancia media entre la Tierra y la Luna... El que tenga ojos, que vea. Hay que joderse.


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El resplandor

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Ese sexto sentido que en la película llaman "el resplandor" no es un prodigio tan infrecuente. No hay que tener midiclorianos en la sangre, ni poseer el sentido arácnido de Peter Parker, para presentir la desgracia en cada recodo de la vida. Simplemente hay que hacerse mayor, pegarse varias hostias de campeonato, e ir aprendiendo poco a poco a distinguir los entornos hostiles y los personajes chalados. El cocinero del hotel Overlook, que se tira el rollo de poseer "el resplandor" y haberlo heredado de su abuela querida, en realidad sólo es un hombre veterano que ha visto pasar por el negocio a tipos de todo pelaje, lo mismo clientes que empleados. Y cuando conoce al próximo guardián de la época invernal -un desgreñado con cara de loco, aliento de alcohólico y sonrisa de psicótico inminente-, y descubre, además, la mirada asustada en su mujer, y la taradura extraña de un chaval que habla con su propio dedo, los pelos que no tiene en la cabeza se le erizan de miedo, y el presentimiento de que esa familia va a terminar siendo el ejercicio de un aizkolari ya no le deja disfrutar de sus merecidas vacaciones. Así que el pobre hombre, maldiciendo su suerte, su puto resplandor, decide internarse en las carreteras nevadas de Colorado para ir a rescatar a esos desgraciados que ya se defienden cuchillo en mano, allá en el cuarto de baño.






    Y qué decir de ese pobre chaval, que lleva años conviviendo con un padre que se parece mucho a Jack Nicholson, el actor que una vez hizo de loco en una película de manicomios y le dieron un Oscar por clavar la chifladura. Papá, el querido Jack, que para más inri se llama igual que el actor, es un tipo que también sonríe con todos los dientes, hace gestos raros con las manos y emite sonidos guturales cuando habla. Allá en Denver, cuando papá soltaba las maldiciones o sacaba la mano a pasear, había vecinos, policías, familiares incluso, y uno se sentía lejanamente protegido. Sólo había que abrir la ventana y gritar, o coger el teléfono y llamar. Pero aquí, en el hotel Overlook, en las montañas donde Cristo perdió el mechero y todavía no lo ha encontrado, no hay nadie que responda a la llamada. La emisora de radio no funciona, las líneas telefónicas se cortan con las nevadas, y el invento de internet es todavía un cuento de hadas en 1980. Él y su madre están indefensos contra este Homer Simpson sin puta gracia que sin tele y sin cerveza ha perdido la cabeza. Este chaval no tiene ningún "resplandor": sólo está acojonado. Y tiene pesadillas sangrientas.




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Los fabulosos Baker Boys

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La película se titula Los fabulosos Baker Boys porque trata de dos hermanos, los hermanos Baker, que se ganan la vida interpretando rancias canciones de amor. Pero fabuloso, lo que se dice fabuloso, aquí sólo hay uno, el menor, porque el otro, el mayor, es un  hombre derrotado que traiciona su música y su dignidad por ganar un puñado de dólares en garitos de viejos con sonotone, o de idiotas sin devoción. Frank Baker sólo quiere dar de comer a su familia, y pagar la hipoteca de su casa, y todo lo demás es secundario y negociable. Frank Baker es un tipo vulgar, corriente, sin chicha ni limoná. Un tipo majete e irrelevante como cualquiera de nosotros.

    El otro hermano, sin embargo, al que los dioses miraron de otra manera, es un tipo molón. Los designios genéticos le han hecho más alto, más guapo, más estiloso. Y también más inconformista. Cuando tiene que ganarse las perras junto a su hermano, toca el piano con sonrisa cínica y ademanes distantes. Cumple como un profesional mientras piensa en otra vida más fructífera y edificante. A él le dan por el culo los ancianos, los matrimonios, los asistentes a la boda. El público sin pedigrí. Terminada la función y cobrados los jayeres, Jack Baker busca refugio en los bares de la música incorrupta, donde el muy jodido, transmutado, toca el piano como un verdadero jazzman de aire melancólico y pensativo. Es allí dond Jeff Bridges expone su alma verdadera y dolorida. Cuando acaricia las teclas se le transfigura la cara, y se le transparentan las entrañas. 

    Luego se acomoda en la barra, pide un whisky on the rocks y las mujeres van haciendo cola para concertar una cita en su apartamento. Ni la mismísima Michelle Pfeiffer -el animal más bello de aquella era geológica- pudo resistirse a tantos encantos reconcentrados. Ella también le sonrió, le acechó en la distancia, pero sin éxito alguno en los primeros escarceos. Hasta que un día ella se vistió de rojo ceñido, y se subió al piano en un escorzo, y retozó sobre la madera barnizada como una gata en temporada de procrear. O como una pantera hambrienta.  Y el macho presuntuoso abrió las puertas de su castillo. Nos ha jodido.




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Black Mirror: La ciencia de matar

🌟🌟🌟

(Contiene un spoiler como una casa)

Por mucho que Joseph Goebbels vociferara en la radio que los judíos eran hijos del demonio que escupían fuego por la boca, los soldados alemanes, cuando se veían obligados a ejecutarlos en los campos de concentración, sólo veían seres humanos que en nada se diferenciaban de ellos mismos, sus verdugos. Los soldados disparaban porque desobedecer una orden costaba la propia vida, pero el trauma quedaba, el ardor guerrero languidecía, y la pesadumbre moral se propagaba entre la tropa. Fue por eso que los dirigentes nazis tomaron la determinación de construir las cámaras de gas, para que ya nadie tuviera que abatir a un prisionero desarmado. En las duchas de Zyklon B los judíos se morían ellos solitos, sin cámaras ni testigos, y los cadáveres eran retirados por sus propios compañeros de cautiverio, así que el soldado quedaba liberado de culpa para combatir fogosamente contra el comunismo del Este y la decadencia del Oeste.


    Lo que yo no sabía hasta hoy -y he conocido en Black Mirror: La ciencia de matar- es que esos mismos soldados, librados de los crímenes a sangre fría, llegaban al frente de combate y en su mayoría tampoco disparaban sobre los enemigos armados. Ni eran disparados por ellos. La cifra es sorprendente: sólo un 20 o 30 % de los combatientes usaron realmente sus armas en la II Guerra Mundial. Los demás quedaban paralizados por el miedo, o se veían incapaces de matar a seres humanos que correteaban al otro lado del río o de la explanada. El prurito moral que nos viene de serie les incapacitaba para el combate, incluso a riesgo de perder su propia vida en el tiroteo. El "no matarás" era a veces más poderoso que el instinto de supervivencia.

    Esta realidad fue bien conocida por los altos mandos militares, y se tomaron medidas para atajarla. En las guerras posteriores, el odio reconcentrado hacia el enemigo se convirtió en el objetivo prioritario de los instructores. Ahí nació el sargento Hartman de La chaqueta metálica, y el "salgento" Arensivia de Historias de la Puta Mili. Los porcentajes de soldados aguerridos subieron y subieron en cada conflicto, hasta alcanzar una eficacia casi total en las guerras recientes contra el terrorismo (?). El último paso para llegar a la perfección letal lo propone Charlie Brooker en La ciencia matar. Hay que ver el juego que las lentes Z-eyes le están dando al serial de Black Mirror.


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Rogue One

🌟🌟🌟🌟

Compro la entrada, saludo a los empleados, me acomodo en la butaca. Mientras la luces permanecen encendidas miro a mi alrededor buscando al masticador de palomitas, al pesado del teléfono, al hombre enamorado que no para de hablar con su chica. A todos esos intrusos que podrían joderme la película si se acercaran demasiado. Esos Lord Sith de los cojones que interrumpen la sosegada paz de este cinéfilo Jedi.
 
    Apago el teléfono móvil. Carraspeo. Rezo para que nadie se siente a mi lado con una bolsa de patatas fritas. Y mientras en la pantalla se suceden avances de películas que nunca veré, me pregunto qué hago allí de nuevo, a punto de ver otra película de Star Wars cuarenta años después de la primera, como si no hubiese pasado el tiempo ni la vida. Ni el amor ni los hijos. Ni la salud ni la enfermedad. Siento una pequeña punzada de vergüenza. Un segundo de duda. Un músculo de mi culo se tensa, se rebela, inicia el movimiento subrepticio de levantarse. Pero sólo se queda en un intento. En un espasmo. La voluntad de quedarme sentado ha prevalecido, y el músculo insensato será castigado por su motín cuando acabe la película. La Alianza Rebelde será aplastada.

    Pero las inquietudes no se disipan. Que en la sala haya otros cuarentones parecidos a mí -gafosos, intelectualoides, con aspecto de poco espabilados- no me hace sentir mucho mejor. Hace años que he dejado de frecuentar los cines y hoy, sin embargo, vengo a ver una película diseñada para la chavalada, con sus tiros, sus explosiones, sus efectos especiales que producen mareo en las personas de cierta edad. Hay películas más sesudas en la cartelera, más adultas, que tratan del espíritu y de la muerte, de la paternidad y del amor. Pero yo estoy aquí, escondido del cine solemne, dimitido de la cinefilia respetable, a punto de reencontrarme con la Estrella de la Muerte y con los destructores del Imperio.

    De pronto se apagan las luces, el cine queda en silencio, y en la pantalla negra aparece la vieja letanía del tiempo pretérito y de la galaxia lejana. Y entonces vuelve a obrarse el milagro de la sustitución. El adulto desaparece, se desvanece, sin dejar humo ni olor, y en la butaca desalojada vuelve a sentarse el niño que yo fui, con sólo cinco años de inocencia y de tontuna, boquiabierto ante el espacio interestelar surcado por las naves. El niño que se estremece, que se maravilla, que busca héroes a los que aplaudir y villanos a los que vilipendiar. Que se caga de miedo cuando Darth Vader aparece resollando sus maldades. El niño al que le importa una mierda que Rogue One no sea una película perfecta. Ni falta que hace. Porque ese niño no es cinéfilo, ni crítico, ni está infectado por el virus del análisis. Todo lo que pasa en Rogue One es mágico, fantástico, incuestionable. Rogue One -mientras dure la función, mientras no vuelvan a encenderse las luces- es la puta hostia de las galaxias. La pera limonera. La máquina de Zoltan que me devuelve a la infancia inmaculada.

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Muerte en León

🌟🌟🌟

Acostumbrado a ver series criminales basadas en "true storys" que suceden al otro lado del charco, o al otro lado de los montes meseteños, uno ve Muerte en León con la rara sensación de conocer bien el lugar del crimen. De haber pasado cien veces por allí camino de la estación de autobuses, o paseando al perro, o dando largas caminatas por la orilla del río. Ahora ya no, porque vivo muy lejos, en el Otro País de los Leoneses, pero sí hace unos años, donde uno pacía en el mismo paraje donde nació, y la carne y el espíritu moraban más o menos por el mismo vecindario.


    Uno pensaba que el asesinato de Isabel Carrasco era una trama estrictamente provinciana, con sus urdimbres locales y sus desdichas de aldeanos. Un crimen que tuvo sus quince minutos de gloria -o de miseria- en los telediarios nacionales y que rápidamente dejó de ser noticia para los habitantes de Móstoles, o para las paisanas de Jaén. Por eso, cuando supe que la tele de pago estrenaba una serie de cuatro episodios inspirada en el asunto, sentí, en la entraña más imbécil del orgullo, que ya no era un leonés alejado de las cosas importantes, sino que había emparentado con esos hombres de mundo de Madrid o de Nueva York para los que un tiroteo en la calle es casi el pan nuestro de cada día. 

    Aunque hay que decir, para orgullo todavía más idiota, que una presidenta de la Diputación no es asesinada todos los días ni siquiera en Madrid, ni en Nueva York tampoco, aunque allí las llamen de otra manera y lleven Colts del 45 en las cartucheras. De todos modos, cuando uno lee las entrevistas en la prensa local, el responsable de Muerte en León parece un poco sorprendido por la aldeanidad del asunto. Como si se arrepintiera de haber diseccionado un crimen que al final no tenía morbo ni pedigrí. Ni moraleja. Ni nada de nada. Un odio muy particular y muy visceral que terminó como tantos odios de nuestra vasta geografía: con un tiro a traición y "un no me arrepiento de nada". Una villanía sin glamour. Un ajuste de cuentas vecinal. Un crimen de provincias muy lejanas donde -casi- nunca pasa nada. 




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Snowden

🌟🌟🌟🌟

Si algo aprendimos en 2001: Una odisea del espacio es que las herramientas del hombre sirven primero para matar, y luego, si se muestran útiles y versátiles, se aprovechan para la vida doméstica. Cuando el mono empieza a jugar con el fémur cachiporril bajo la sombra del Monolito, lo primero que pasa por su cabeza es matar al fulano que le arrebató la charca. No piensa en partir nueces, en cascar cocos, en ablandar pulpos. Ni siquiera en inventar el béisbol aprovechando un pedrusco cuasiesférico de las cercanías. Todo eso vendrá después, en un estadio posterior de la evolución. Lo primordial es partirle el cráneo a ese hijo de puta, y recuperar la fuente de agua, y una vez culminada la venganza, en el rapto de alegría, lanzar el fémur al aire para que empiece a sonar el Danubio Azul de Johann Strauss.



    Y así, en una elipsis temporal de cuatro millones de años, descubrimos a su retataranieto sentado ante un ordenador, aporreando las teclas. Nuestro simio contemporáneo busca porno en internet, chatea en un foro de cinéfilos, whatsappea mensajes con su enamorada y participa en un crowfunding para salvar las focas del Ártico. El descendiente de aquel mono es un tipo maravillado ante la ciencia moderna, y cree sinceramente que internet es la proa de un progreso imparable y benefactor. No sabe, quizá, que el origen de la gran telaraña es un asunto militar, una necesidad tecnológica que nació en los despachos guerreros del Pentágono. Quizá no sabe, tampoco, que su ordenador, su móvil, su tablet, su reloj de muñeca con ciento una sofisticaciones, no son aparatos inventados por un alma generosa para hacerle la vida más fácil, abrirle una ventana al mundo, facilitarle la comunicación fraternal con el resto del planeta. Sus cachivaches con chip incorporado se han inventado para tenerle controlado, para saber qué dice, qué urde, qué malas compañías suele frecuentar. Como el fémur de 2001, los gadgets de la modernidad se han creado en primer lugar para hacer la guerra. Una que es silenciosa, soterrada, sin tiros de por medio. Lo otro, nuestro día a día en internet, o en las redes sociales, es un asunto secundario. La derivada doméstica de un armamento muy secreto y muy sofisticado. 

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El turismo es un gran invento

🌟🌟🌟

En El turismo es un gran invento, Benito Requejo, que es el alcalde de Valdemorillo del Moncayo, has a dream durante una noche de pesada digestión, y a la mañana siguiente, iluminado como Juana de Arco, convoca al vecindario para exponer su plan de desarrollo: convertir el pueblo en un gran centro turístico. 

Sólo así, argumenta, podrán evitar que los mozos se marchen a Barcelona a trabajar en las fábricas, y que las mozas los sigan detrás para servir como chachas. Pero al señor alcalde no sólo le mueve la preocupación por la demografía que se desploma: la vida en la gran ciudad es disoluta, perniciosa, con boîtes de luces coloreadas, y bailes agarrados en la oscuridad, y los jóvenes valdemorillenses, que han sido criados en el temor de Dios, son carne de cañón para los maleantes sin escrúpulos, para los tejemanejes de la tentación. La cruzada de don Benito es económica, pero también moral, en esa España vigilante y vaciada que aún resiste el azote del fornicio, y de la desvergüenza.


    Los vecinos de Valdemorillo reciben sus propuestas con escepticismo de paletos, pero don Benito, que es un pesado muy convincente, argumenta que si los pueblos de Levante eran villorrios de pescadores y ahora nadan en la abundancia gracias a que las suecas nadan en sus playas, por qué ellos, que también viven del sector agropecuario, y tienen los mismos cojones que cualquiera -y uno más escondido en el rabo de la boina- no van a desarrollar también su propia industria del turismo. Cierto es que en el Moncayo no hay playa. ¡Pero qué es una playa -con su arena incómoda, su basura flotando, sus niños dando por el culo- comparada con ese pasaje inigualable de los montecicos y los vallecicos! Con las plantaciones de malacatones y la ermita milenaria de la Virgen.

    Con estos argumentos irrebatibles, los vecinos tragan, las ilusiones se disparan, y en lo que ahora se llamaría un crowfunding -y que antes se llamaba suscripción popular- todos ponen un dinero para que don Benito y el secretario se vayan a la costa a estudiar las cosas del turismo. O lo que es lo mismo: alojarse en hoteles muy caros, tostarse los callos en las piscinas y sobre todo, por encima de cualquier estudio de mercado, departir con las extranjeras que por allí se exhiben, tan distintas a las cejijuntas y bigotudas que se han quedado en Valdemorillo rezando los rosarios y bailando las jotas. 

Don Benito y su secretario, que habían venido en misión espiritual, en cruzada aragonesa para salvar a sus compatriotas de la perdición, descubren que el turismo, al final, consiste en venderle el alma al diablo, y llenar la Plaza Mayor de rubias con poca ropa que provoquen el sofocón en las parientas, el infarto en el señor cura, y la masturbación compulsiva en los catetos que jamás vieron otra cosa en la vida, salvo los ángeles en las pinturas. 




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Melancholia

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El mero hecho de vivir ya es una melancolía constante. Todo sucede una sola vez y se esfuma para siempre. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río, dijo Heráclito de Éfeso, y ahí empezó la gran melancolía que siglos después retomó Lars von Trier para su película.

    Todo está condenado a extinguirse. Nosotros moriremos, y nuestros recuerdos morirán con nosotros. Nuestros hijos, que ahora nos parecen inmortales, también morirán algún día, y rogamos a los dioses cada mañana para no llegar vivos a ese momento. Nuestro paso por la vida será borrado por completo. Al final se perderán nuestros genes, se borrarán nuestras fotografías, se rayaran nuestros discursos. Se quemarán nuestras escrituras en los fogones de los servidores. Desapareceremos. Y será como si nunca hubiésemos existido. La esperanza que Black Mirror depositó en San Junipero sólo es un cuento para adultos. La nana infantil que por una noche nos libró de la angustia y del mal sueño. Por mucho que TCKR Systems nos curara de la melancolía, y pudiera regalarnos una eternidad erótico-festiva donde el río de Heráclito se secara, llegará un día en que las mismas máquinas se oxidarán y las cucarachas sin conocimientos informáticos tomarán el relevo de la obra divina. ¿Y si ellas fueran, finalmente, las depositarias de las Sagradas Escrituras? ¿Ellas la imagen y la semejanza? 

Pero las cucarachas, con toda su preeminencia, también serán pasto de la melancolía. Tras su largo reinado sin Cucal aerosol, la Tierra será despedazada por el impacto con un cometa, o por el choque con un planeta descarriado como el de la película. O eso, o será convertida en fosfatina por un rayo láser de la Estrella de la Muerte, que pasaba por allí y decidió hacer prácticas camino de Alderaan. Y si no suceden estas cosas terribles -que sólo son probabilidades catastróficas- queda la certeza insoslayable de que el Sol acabará por calcinarnos y engullirnos.  Todo lo que ahora vemos, tocamos, soñamos o juramos como amor eterno, se convertirá en gas informe, en átomos disueltos, en polvo de estrellas. El origen, quizá, de nuevos sistemas y mundos. Parece bonito, sí, poético incluso, pero es una mierda pinchada en un palo. Es la melancolía. 





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Black Mirror: San Junipero

🌟🌟🌟🌟🌟

(Contiene un gran e inevitable spoiler)

En 1987, Belinda Carlisle cantaba aquello de Heaven is a place on Earth en Los 40 Principales, y nosotros, quinceañeros que admirábamos sus canciones y todavía más su belleza, siempre hacíamos el chiste de que el Cielo, efectivamente, estaba en este planeta, y más concretamente donde Belinda ponía los pies, o comía los macarrones, o se acostaba con el suertudo de su maromo. Porque Belinda era una mujer preciosa, turbadora, una cantante muy distinta a las yogurinas bailongas que tanto nos enardecían por entonces. La primera MILF, quizá, en nuestra larga vida de deseos.

    Yo me acordaba mucho de Belinda Carlisle en las clases de religión porque mi ateísmo había tomado su canción por un himno de rebeldía. Y mientras el cura nos hablaba de la contemplación beatífica de Dios, que era el premio de mierda que les esperaba a los católicos de mis compañeros, yo canturreaba por lo bajini Heaven is a place on Earth convencido de que el único cielo estaba en esta vida, en esta corta oportunidad, muy posiblemente en el amor de una mujer que dijera que sí, que venga, que vamos a retozar sobre una nube, y que salgan los ángeles por Antequera.

    En la primera escena de Black Mirror: San Junipero, suena Heaven is a place on Earth en la discoteca donde la chavalada se busca para pasar un buen rato. Y uno, que es bastante cortico para pescar pistas y anticipar derroteros, se deja llevar por el canturreo tonto, por la evocación ñoña, y tiene que esperar tres cuartos de hora para caer en la cuenta de que Charlie Brooker no da puntada sin hilo, y que esa canción estaba puesta allí como un grandísimo spoiler para los espectadores más avezados. Porque la ciudad de San Junipero es el Cielo propiamente dicho: un villorrio a orillas del mar donde la temperatura siempre es agradable, la gente siempre es joven, y la música molona no para de sonar. 

San Juníepero es la ensoñación post-mortem que han elegido Kelly y Yorkie para ser eternamente jóvenes y amarse por las noches con la misma fogosidad con la que se aman por el día. Un Cielo californiano que a mí no termina de convencerme, porque yo soy más de arrejuntarse en bosques nevados y en cabañas con chimenea. Ese sería el Cielo que yo contrataría con la funeraria del futuro para pasar la eternidad en compañía femenina, y no ese San Junipero donde los muertos sudan a todas horas celebrando que el amor nunca termina.



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En la ciudad de Sylvia

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El protagonista de En la ciudad de Sylvia es un jovenzuelo desocupado que mata su tiempo acechando a las mujeres de Estrasburgo en las terrazas de los cafés. Donde otros menos atractivos nos llevaríamos la mirada reprobatoria, o la burla descarnada, él, que tiene rostro de niño y mirada de soñador, es capaz de sostener largas miradas que no incomodan a las damiselas, y hasta consigue arrancarles sonrisas de complicidad. Ellas son chicas muy hermosas que no salen a la calle sin un hombre que las arrulle, y una de dos: o lo tienen sentado a su vera vigilando la inversión, o esperan con impaciencia que aparezca dominante por una de las avenidas. Pero como nuestro hombre parece inofensivo, y además va armado con un bloc de dibujo y un lapicero de versos, todas se prestan al juego fugaz de ser retratadas por el artista que las dibuja, y por el poeta que las idealiza.




    Así pasa la mañana nuestro querido protagonista hasta que Pilar López de Ayala cruza ante su mirada y de pronto, como arrancado de un sueño estúpido, y devuelto a la  realidad cruda del amor, suspende los escarceos poéticos y aplaza los juegos pictóricos. Pilar es demasiado bella, demasiado trascendente, como para andarse con gilipolleces de rondador cafetero. Y además se parece mucho a Sylvia, su antiguo amor estrasburgués, a quien lleva seis años rebuscando y anhelando. Traspasado por la doble flecha del amor y del recuerdo, nuestro juglar moderno guarda el bloc, el lapicero, hace un medio simpa con cuatro monedas que se caen de los bolsillos y emprende la persecución callejera de esa mujer que es la condensación exacta de todas las mujeres. La perdición del instinto, y la locura de la razón.  En un abrir y cerrar de ojos, Estrasburgo deja de ser la capital de Europa para convertirse en la ciudad de Sylvia, sólo de Sylvia, que ya es la única mujer existente en su mirada, y en su deseo.



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Black Mirror: Cállate y baila

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Cuando llegamos a la adolescencia en el colegio de curas, los profesores de religión empezaron a advertirnos contra el grave pecado de la masturbación, que ellos no llamaban así porque les parecía una palabra muy fea, pecaminosa en sí misma -un atrevimiento lingüístico introducido por los socialistas- sino que decían tocamientos propios, o vicio solitario, de tal modo que al principio, en nuestra primera edad clandestina, no sabíamos muy bien de qué nos estaban hablando, y alguno llegó a creer que nos afeaban lo de comerse los mocos, o lo de morderse las uñas, que también eran asuntos muy feos del sucio tocarse.



    Nosotros ya sabíamos, porque éramos veteranos de las monsergas catequistas, que Dios lo sabía todo sobre nuestros malos comportamientos. Que su ojo vigilante, inscrito en aquel Triángulo que flotaba sobre nuestras cabezas como una nave extraterrestre, atravesaba muros y paredes, conciencias y disimulos. Y pronto supimos, por supuesto, que también traspasaba las sábanas de la cama, y las mamparas del baño, donde nosotros hablábamos de darle al manubrio, o de hacerse una gayola, en argot barriobajero que jamás apareció en las escolásticas del colegio. En Black Mirror: Cállate y baila, no es el Dios del catecismo quien observa cómo los personajes se pajean ante el ordenador, amorrados a páginas muy guarras y muy poco edificantes, sino unos tipos misteriosos que chantajean al pecador con difundir la grabación si no se presta a delictivos tejemanejes. Los personajes de Cállate y baila seguramente no contaban con que otro ser omnisciente, también monocular, los acechaba desde sus propios ordenadores, instalado en la misma carcasa, y enfocado directamente a sus pensamientos. La webcam de nuestros cacharros es un pequeño dios que también sobrevuela nuestras debilidades. Un duendecillo que casi siempre está apagado, pero que a veces, cuando se enciende por error, o cuando alguien lo activa sin consentimiento, alcanza las alturas del gran Ojo de la Providencia, y se convierte en el Dios terrible y puñetero de nuestra infancia que todo lo sabía y todo lo fiscalizaba. Un voyeur de espíritu negrísimo que también amenazaba con contárselo todo a nuestra mamá, y a nuestros amigos, para que sintiéramos la angustia infinita, y la vergüenza sin consuelo.


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Black Mirror: Playtest

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En las conversaciones que mantengo conmigo mismo sobre Black Mirror -pues soy el único habitante en veinte kilómetros a la redonda que parece seguir esta serie- ya me extrañaba que Charlie Brooker no hubiese dedicado un capítulo al mundo de los videojuegos, que como dirían David Broncano y sus secuaces de la radio son vida moderna pura, la avanzadilla de la realidad virtual que tarde o temprano será indistinguible de la vida real. De tal modo que nuestros nietos ya podrán irse de juerga o jugar al billar con los amigotes sin tener que levantarse del sofá, sólo con un casco puesto en la cabeza, y la imaginación echada a volar.
.


    En el futuro que plantea Black Mirror: Playtest, la industria del videojuego utiliza voluntarios que se dejan mangonear las meninges en pro de la ciencia y del progreso. Tipos como Cooper, el turista americano, que entre flirteos y desayunos post-coitales  no tuvo tiempo de sacar el billete de regreso a su país, y ahora se ha quedado colgado en la isla con la tarjeta de crédito inutilizada. Contratiempos de juventud que solventará haciendo de cobaya en un videojuego muy secreto, muy experimental, que diseña un jovenzuelo japonés en una mansión recóndita de la campiña. A Cooper lo seducen, lo lían, le prometen una pasta gansa a cambio de enfrentarse a sus propios miedos, pues en eso consiste el intríngulis del pasatiempo: caminar por los pasillos oscuros y recargados  como si se tratara de la Casa del Terror en las fiestas de Villaperales del Manzanar, e ir encarando fobias y tirrias, pesadillas y repeluses, que salen directamente del subsconciente. 

    Como Luke Skywalker internándose en el bosque pantanoso del planeta Dagobah...

    Al principio del viaje sólo hay bichos, ruidos extraños, abusones de la infancia... Pero luego la cosa se pone cruda, terrorífica, y Cooper ha de enfrentarse al mayor miedo de todos: parecerse a sus padres, sufrir sus mismas enfermedades, arrastrar las mismas carencias o padecer las mismas limitaciones. Un miedo común, ancestral, inherente a nuestra naturaleza de seres humanos. Nuestros padres son el origen, pero también son, en cierto modo, el destino, y el espejo en el que nos vamos reconociendo. Y envejeciendo. Y eso da, por supuesto, mucho miedo. El tic-tac de los genes. La bomba de relojería.







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Maelström

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Antes de que Denis Villeneuve fuera fichado por los sud-americanos (según miras desde Canadá) para rodar esas películas tan inquietantes y cojonudas, quien esto escribe, en su rincón de la provincia, a solas con su cinefilia, ya tenía el gusto de conocer a este director de apellido tan automovilístico. Nos conocíamos de Incendies, que era un dramón sobre dos hermanos que viajaban al Líbano para rastrear su genealogía bastarda. Y sobre todo, porque uno tiene sus rarezas, y sus obsesiones particulares, de Maelström, una película inexplicable, casi inencontrable, que yo busqué infatigablemente por los siete mares y por las siete montañas, por los siete desiertos y por los siete páramos del desaliento, anhelando el rostro, la presencia -el cuerpo, también, por qué no decirlo- de Marie-Josée Croze, que es la mujer más hermosa que he visto jamás en la virtualidad de las pantallas, e incluso en la carnalidad de la vida Marie-Josée es la campeona de ambos mundos. La defensora de ambos títulos, el olímpico y el mundial.


    En aquellos tiempos de cinefilia exasperada,  tardé varias semanas en dar con una versión subtitulada de Maelström, porque los barcos que arribaban sólo traían copias en francés vernáculo, y vernáculo del Quebec además, idioma que yo ni hablo ni entiendo. Pero un buen día, cuando ya desesperaba de encontrar a Marie-Josée en su papel de mujer reconcomida por la culpa, alguien enamorado de ella como yo vertió en la red la película completa, con sus subtítulos, su trama anecdótica, sus tonterías de director primerizo. Sus alusiones todavía incomprensibles a ese Maelström que es el vórtice oceánico que destroza barcos y sirenas allá en las islas Lofoten... Porque Maelström, la película -y eso ya lo sabía antes de revisitarla- no tiene gran valor como obra de arte. Pero había que verla para cerrar este ciclo dedicado a Denis Villeneuve. Y así, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, y el San Lorenzo por el Quebec, volver a recrearme en la hermosura inconcebible de esa mujer sin par. De esa actriz descomunal.



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Techo y comida

🌟🌟🌟

Al poco tiempo de ser designada para el cargo, nuestra subministra del subempleo, la tal Fátima Báñez, a quien le deseo grandes penurias en la vida y grandes penalidades en el averno, dijo que no había que preocuparse gran cosa por el paro. Que donde no llegara la política del Partido Popular, siempre tan combativa y tan eficaz, llegaría la Virgen del Rocío para echar una mano en lo que fuera. O lo que es lo mismo: que ya nos podían ir dando por el culo, y que ella estaba allí por el pito pito gorgorito de la cuota, y que los parados mejor harían en frecuentar las iglesias, siempre tan vacías, que presentarse en la oficina del Inem, siempre tan abarrotada. Que puestos a elegir entre dos milagros, mejor acudir al que menos gente se presentara puesta de rodillas, por aquello de las matemáticas y de las probabilidades.

    En Techo y comida, Rocío -que así se llama la protagonista para más inri- es una mujer desesperada de la vida que ha seguido el sabio consejo de doña Fátima. En su mesilla de noche ha colocado una estampa de la Virgen a la que reza devotamente antes de soñar otra pesadilla. Luego, por las mañanas, camino de sus humillaciones laborales, se detiene en una capilla para rezarle a los ojos de otra Virgen, a ver si allí anida la diosa benefactora que defiende la tal Báñez. Pero pasan los meses, y las facturas, y los impagos del alquiler, y la Virgen María no parece conmoverse ante la suerte de Rocío y de su chaval de ocho años, que juega al fútbol con unas botas rotas y una camiseta descolorida.

    Así las cosas, viendo que la caridad virginal parece congelada por culpa de un bloqueo en el Parlamento Celestial, Rocío decide probar otras suertes. La del latrocinio en los supermercados, y la del siseo en casa de las vecinas, que no terminan fructificando porque siempre hay un segurata que termina echándote el ojo, o un remordimiento que taladra el estómago. Y más allá, en la suerte definitiva, las ayudas públicas que presta el Estado a los parias de la tierra. Un Estado paralizado, en bancarrota, desarmado por las mismas huestes que eligieron a la tal Fátima para soltar sus sandeces. La ironía definitiva. Firme aquí, y aquí, y póngase a esperar, que esto va muy lento, la caja está muy vacía, y hay muchas madres solteras en su misma situación. Siéntese y espere unos cuantos meses. Mientras tanto, por probar, y para matar el aburrimiento, puede seguir rezando. 





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Nunca pasa nada

🌟🌟🌟

En 1963, las extranjeras de la falda muy corta ya habían desembarcado en nuestas costas para tostar sus pieles blanquecinas, y menear el body animadas con lingotazos de sangría. Los pueblerinos que hasta entonces vivían tan católicos con sus huertas y sus barcos de pesca, se acostumbraron rápidamente al nuevo y políglota paisanaje. Ellas eran unas guarras, y sus novios -porque algunas parejas ni casadas estaban- unos indecentes. Pero todos dejaban su dinero en los chiringuitos y en las pensiones, y la hinchada local, después de mucho santiguarse y mucho confesarse con el cura, hizo su pequeña fortuna gracias a que la inmoralidad europea encontró allí el sol y el cachondeo que revitalizaba la economía.  


    Estas cosas no pasaban en los pueblos interiores como Medina del Zarzal, que es el nombre ficticio que en Nunca pasa nada esconde el atraso socio-cultural de Aranda de Duero. Por no decir el paletismo desdentado, y la beatería gazmoña. A los pueblos castellanos también llegaban algunas extranjeras, por supuesto, pero siempre muy tapadas por culpa del frío. Mujeres licenciadas - que no licenciosas- que venían a estudiar el románico del Camino Francés, o el pasado histórico del Cid Campeador. Un turismo cultural muy alejado del desenfreno bailongo de las playas soleadas, a casi un día de tortuosas carreteras. Es por eso que cuando una rubia liberal caía por accidente en el secano, es como si estallara la bomba atómica en la Plaza Mayor, y en cuestión de segundos la temperatura se elevaba, los cuerpos se derretían, y la radioactividad del sexo reprimido envenenaba los espíritus.

    Cuando en Medina del Zarzal aparece Jacqueline, la cabaretera que sufre un ataque de apendicitis camino de Santander, los hombres se vuelven locos de deseo, las mujeres se hacen cruces hasta hacerse agujeros en el pecho, y los adolescentes, que en invierno sólo conocían los tobillos de sus amadas, comienzan a practicarse unas pajas históricas, descomunales, como nunca antes las habían soñado. Gracias a la memoria de Jacqueline, a quien todos llevan estampada en el reverso de los párpados como un póster clavado en la pared, los chavales descubren que en el fondo son muchachos tan europeos como los demás, con los mismos anhelos de libertad, y los mismos picores en los huevos. Así fue como empezó la historia de nuestra Transición. Nunca pasa nada es el capítulo 0 que nunca nos va a contar Victoria Prego.



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