Hermanos de sangre

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En el primer episodio de Hermanos de sangre, antes de que se inicie la acción bélica sobre Normandía, salen los soldados reales que saltaron en paracaídas o se batieron en las playas. Son octogenarios todavía muy lúcidos que cuentan la batallita de cómo fueron reclutados por el tío Sam allá en sus granjas de maíz, o en sus barrios periféricos de la ciudad. Ellos no dudaron ni un segundo en alistarse cuando les advirtieron que su país, su democracia, corría serio peligro. Dicen que fue tal el fervor patriótico, el ardor guerrero, que algunos muchachos se suicidaron al ser rechazados por el ejército, avergonzados de tener una miopía, un pie plano, un cerebro disfuncional, y quedar impedidos para combatir junto a sus camaradas en las selvas del Pacífico, o en los bosques europeos.

    La intención de Hermanos de sangre es, obviamente, que nos estremezcamos de simpatía por estos abueletes del sonotone. Que aplaudamos su arrojo, que admiremos su valor, que nos pongamos en su lugar si algún día los marroquíes invadieran Algeciras, o los norcoreanos bombardeasen Albacete, y tuviéramos que responder a la llamada rojiguáldica de nuestra bandera... ¿Nos invadiría el mismo afán, el mismo calor que hierve la sangre? Yo, en mi caso, que vivo despatriado de la tierra, alérgico al himno nacional, inmune a la arenga y a la soflama, lo dudo mucho. O eso, o que quizá soy un cobarde que racionaliza su postura. A saber... 

    Aunque los veteranos de la Easy Company se han convertido en unos ancianos entrañables y venerables, y uno, acojonadito en el sofá, no tiene más remedio que envidiar su valor en la batalla, y su destreza en el combate,  a mí estos yayos de la II Guerra Mundial me dan un poco de yuyu. Quien coge el fusil alegremente para ir a la guerra sin sopesar los riesgos vitales, sin cagarse por la pata abajo, sin cuestionarse seriamente si la guerra es justa o necesaria, es, pienso yo, alguien capaz de hacer cualquier cosa, lo mejor y lo peor. Un héroe benefactor, o un matarife sin entrañas. Según el talante, o las circunstancias.



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Black Mirror: The Waldo Moment

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Antes de que se estrenara la tercera temporada de Black Mirror -de la que todavía no tengo visionado ni criterio-, The Waldo Moment era el episodio peor valorado por los seguidores del serial. Sobre la aventura electoral del dibujo animado existía un consenso del cual yo también era partícipe y abajofirmante. Había algo que no encajaba, que se salía del molde perturbador de las otras historias. Hoy que he vuelto a reencontrarme con el osito Waldo, y con su José Luis Moreno en las sombras, he creído comprender las razones del experimento fallido. The Waldo Moment es el único episodio que no va más allá de nuestro tiempo. El único que no es futurista ni distópico, porque su denuncia ya está aquí, instalada entre nosotros, y ya no produce miedo ni inquietud. Aunque sí algo de tristeza.

    El mensaje de Charlie Brooker viene a ser algo así como: "Llegará un día en que el votante será tan superficial, tan ignorante, tan desapegado de los temas que le conciernen, que preferirá votar a un dibujo animado que sólo dice tonterías, y que se saca la pirula, antes que confiar en un político razonable que hable sobre tasas de impuestos, o sobre degradación medioambiental". Pero ese día ya esta aquí. Ya estaba aquí hace tres años, cuando Waldo dio el salto a la pantalla. Ya no tenemos que prevenirnos, ni que prepararnos, para la advertencia sociológica de Charlie Brooker. Waldo no es el asteroide que chocará, ni la máquina que desobedecerá, ni el virus que nos barrerá. Ya vivimos inmersos en esta pelea, en esta desesperación. El votante ya no sabe lo que vota, y se deja seducir por cualquier chiquilicuatre que se cuela en Eurovisión. Los referéndums de este mismo año, en nuestra patria, y en patrias ajenas, son la prueba fehaciente de que Waldo, y los otros Waldos, ya triunfan en las elecciones soltando paridas y proponiendo gilipolleces. Y sacándose la minga de vez en cuando... Viva la democracia. La famosa sentencia de Winston Churchill cada vez tiene menos validez. 



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El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante

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La teoría cinematográfica de Ignatius Farray asegura que una película es buena si cuenta lo mismo que promete en el título, y una mierda si sale por peteneras y se embarca en narraciones divergentes. Según este criterio, Asalto al tren del dinero es una obra maestra porque se centra en el robo de un tren que lleva dinero, mientras que Alguien voló sobre el nido del cuco es un excremento porque en el manicomio de Jack Nicholson nadie volaba sobre el nido de ningún pájaro. Parece una tontería, la ocurrencia de Farray, pero no es más aleatoria, ni más injustificada, que las columnas de algunos críticos muy afamados, que también escriben silogismos muy extraños, querencias y extravíos que de poco nos sirven, y de poco nos guían.


    Siguiendo al maestro Ignatius, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante debería ser una película cojonuda, canónica, pues ofrece justamente lo que promete: un cocinero que trajina en las entrañas del restaurante, un ladrón que es el dueño vociferante del negocio, una mujer que no aguanta sus peroratas de macho con metralletas, y un amante de la señora que espera su oportunidad desnudico en los retretes. Cuatro personajes que pululan por el teatral escenario acechándose, abroncándose con las palabras, amenazándose con terribles venganzas de sanguinolencias y canibalismos. Y sin embargo, para quien esto escribe, que no conoce más teoría del cine que sus bostezos de gañán, o sus entusiasmos infantiles, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante es una película insufrible, indigerible: la "experiencia Greenaway", que me ha quitado las ganas de insistir en este director tan peculiar y extravagante. Porque tengo que confesar -oh, sí- que mi famélica, ridícula, vergonzosa cinefilia, nunca se había cruzado hasta hoy con el artista galés, y mira que llevaba tiempo con la curiosidad, y con la intención, desde los tiempos de Carlos Pumares en Polvo de Estrellas, cuando llamaban los oyentes que habían visto una de sus películas y flipaban en colores, y caminaban desorientados, y pedían consejo al bueno de don Carlos, que tampoco sabía muy bien qué responderles. Cosa que no me extraña, visto lo visto.


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Black Mirror: White Bear

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El sufrimiento ajeno fue durante siglos el gran espectáculo de las clases populares. Y de las otras también, claro. Hasta que los hermanos Lumière no filmaron sus películas, los británicos no inventaron el fútbol y los italianos no nos trajeron Tele 5, la gente se aburría mucho cuando llegaba el fin de semana. Para tenerlos contentos, y no darles tiempo a pensar en revoluciones, los garantes del orden social les ofrecían todo tipo de torturas y sacrificios. Los habitantes de Judea, por ejemplo, eran muy fieles al espectáculo de ladrones crucificados y mujeres lapidadas. En la antigua Roma, los circos explotaban de regocijo con los cristianos comidos por los leones, y los esclavos convertidos en gladiadores. Aquí mismo, en los reinos de Castilla, raro era el domingo o la fiesta de guardar en que los inquisidores no servían un auto de fe de primer plato, y un churrasco de pecador como acompañamiento con proteíanas. Eran tiempos de barbarie, si... Ahora la pena de muerte -cuando la hay- se ejecuta en la más estricta intimidad de los familiares, y la tortura ha pasado a ser una práctica de intramuros, muy poco edificante. Los sociópatas tienen que conformarse con verla en las películas, o hacer oposiciones para entrar en la policía o en el ejército, y esperar a escondidas su propia oportunidad.

    En Black Mirror: White Bear, Charlie Brooker ha imaginado otro mundo futurista en lo tecnológico, pero medieval en usos y costumbres. Si en lo económico estamos regresando al vasallaje y a los siervos de la gleba, no hay motivo para pensar que en otros aspectos vayamos a sufrir un retroceso similar. De todos modos, en el mundo distópico de White Bear algo hemos avanzado. Aquí la tortura física del delincuente sigue estando muy mal vista, pero la psicológica es otro cantar, y sirve para hacer negocio en programas de televisión de máxima audiencia, y en atracciones de circo que reúnen a toda la familia. No hay límites para la humillación, para la vergüenza, para el puteo, para la tortura neurológica, mientras el reo se conserve físicamente intacto. Todo un detalle, y todo un síntoma de urbanidad, como cantaba Serrat. Los padres filman con sus móviles, los niños aplauden divertidos, y el empresario se llena los bolsillos con neosestercios y neodoblones.





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The Duke of Burgundy

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De amantes que se alejan del mundanal ruido, se construyen su propio búnker, y se entregan fogosamente hasta que el cuerpo aguante -o hasta que el espíritu desfallezca- está la historia del cine llena. Misántropos vocacionales, o transitorios, que ya no conciben más compañía que su pareja, y quedan ciegos a lo que no sea su cuerpo, y sordos a lo que no sean sus palabras. Algunos de estos enajenados se van literalmente al quinto pino a vivir su arrebato, como Supermán y Lois Lane en la Fortaleza de la Soledad, o Jeremiah Johnson y su mujer india en las Montañas Rocosas.  Otros, como John Wayne y Maureen O´Hara en El hombre tranquilo, construyen su cabaña a la distancia justa de la civilización: ni muy lejos, para bajar a comprar pan los domingos, ni muy cerca, para que no se escuchen los homéricos orgasmos que rasgan la paz de los praderíos. Otros, como Antoine y Mathilde en El marido de la peluquera, instalan su castillo de amor en medio del pueblo, y atienden su negocio con una sonrisa de cordialidad, pero en realidad sólo fingen un interés educado. Ellos nunca ven la hora de despedir al último cliente, echar el cierre, apagar las luces y quedarse a solas entre los afeites y las colonias.


    En The Duke of Burgundy, Cynthia y Evelyn son dos mujeres que viven su loca entrega en una mansión victoriana, en una época indefinida. Y en una película muy rara, que a veces induce al sueño mortal y otras veces regala momentos de absoluta belleza.  
   
    Durante el día, porque de algo hay que comer, las dos amantes transitan por el mundo disfrazadas de entomólogas, y acuden a conferencias y a simposios, y allí disertan sobre las diferencias morfológicas entre la mariposa de tal y la mariposa de cual. Pero luego, por la noche, despojadas de sus disfraces y revestidas para el amor con ropajes muy sexys, -y hasta muy dominátricos- su único interés científico y romántico es la mujer que susurra, que besa, que se desahoga al otro lado de la almohada. El vínculo que une a estas dos damiselas es un juego muy extraño, difícil de desentrañar para el mirón no iniciado en el misterio. Una fantasía erótica a medio camino entre la dominación y la sumisión, entre la realidad y el teatro. Allá cada cual, con sus placeres.



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Están vivos

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En la Guía ideológica para pervertidos, Slavoj Zizek, nuestro filósofo de guardia, presentaba Ellos viven como una obra maestra del cine rojo americano, tan escaso por aquellas latitudes. Una película que el mismísimo Lenin -de haber llegado hasta nuestros días- habría disfrutado en su dacha con las pantuflas puestas, y con un bol de palomitas recién traídas del koljós. 

    Ellos viven es, en efecto, una película muy revolucionaria, de mensaje que arenga a las masas y pone en la picota a los explotadores. Una película protagonizada por un obrero de la construcción que vive a una sola chispa de lanzarse contra las tropas del Zar, o contra la policía de Los Ángeles, que vienen a ser los mismo maderos. Nuesro héroe es un proletario muy similar a los que Marx y Engels eligieron para darle vuelta a la historia, aunque éste de la película lleve tejanos, y el pelo largo, y se parezca más a un anglosajón de Wisconsin que a un ruso de Leningrado.


    En la distopía de Ellos viven, la raza humana vive engañada por la publicidad, y por los medios de comunicación. Detrás de cada artículo de prensa, de cada show en la televisión, de cada anuncio estampado en las revistas, vive escondido un mensaje subliminal que pretende adocenarnos: compra, trabaja, desea, no pienses... Alguno dirá: menudo descubrimiento el de John Carpenter, y menudo vocero, el bloguero éste, que lo repite como si acabara de caerse de un guindo. Vaya par de iluminados, y de mentecatos. Pero tate, queridos lectores, porque aquí, en Ellos viven, la gran novedad es que el mensaje encriptado no hay que deducirlo, ni que repensarlo. Basta con ponerse unas gafas de sol muy especiales para pasear la mirada por el mundo y descubrir, literalmente, los textos y las imágenes que subyacen a lo que vemos. Los extraterrestres que gobiernan esta ficción son más efectivos que cualquier aparato de propaganda: ellos no pagan a un ejército de articulistas, ni de tertulianos, ni de políticos encorbatados. Ellos conciben sus doctrinas mondas y lirondas, y luego lanzan unas ondas electromagnéticas al espacio para que el cerebro humano traduzca directamente al idioma de los esclavos. Muy sofisticado, o muy básico, según se mire.




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Un niño grande


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Los adultos que han olvidado su niñez suelen tratar a los niños con aires de superioridad. Se creen capacitados para darles lecciones sobre esto y sobre lo otro. Pero su único mérito es haber vivido más tiempo. Nada más. Y eso ni siquiera eso es un mérito: sólo hay que levantarse por las mañanas y dejarse llevar, día tras día, hasta acumular calendarios en el trastero. La mayoría de los adultos, si no tienen hijos, si no tienen empleos relacionados con la niñez, pierden la perspectiva de la infancia, y se tragan por entero la ilusión de ser especímenes superiores y distinguidos.

    Todo esto es muy falso, y muy nocivo. Un malentendido cultural. El adulto solo es un niño que ha aprendido a disimular sus tonterías con mayor o menor habilidad. Un chaval con pelos, nada más, al que un mal día se le desbordaron las hormonas, y se le descorchó el cuerpo, y terminado el colegio y los juegos infantiles fue arrojado al mundo de las grandes responsabilidades. El adulto que da el pego de la madurez sólo es un actor consumado. Nada más. De Big -que ya se ha convertido en un clásico de nuestras videotecas- aprendimos que un niño de trece años, transformado en adulto de la noche a la mañana, puede encontrar trabajo y amante en Nueva York sin que nadie se cosque del malentendido.


    Sí queridos amigos, y queridas amigas: todos somos un poco como Hugh Grant en Un niño grande. Al igual que él, hombres y mujeres nos entregamos al juego de la sofisticación, del pensamiento elaborado. Del Monopoly de las haciendas verdaderas. Pero en el fondo nadie ha salido del patio del colegio donde jugábamos el partido de fútbol, o saltábamos a la comba, o nos reíamos de la estupidez del sexo contrario. O cambiábamos cromos como ahora intercambiamos contratos o dineros. Para darse cuenta de esto hay que tener un hijo, o trabajar con niños, o encontrar un chaval por la calle como éste de la película, tan lúcido y clarividente que mete miedo, el jodío.



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El novato

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El libro que cambió mi perspectiva de la función paterna es El mito de la educación, de Judith Rich Harris. Judith es una psicóloga americana que ingresó muy tarde en los círculos más respetables, y eso le dio gran libertad para seguir caminos no trillados, pistas que otros psicólogos más acomodados hubieran desechado por heterodoxas. 

La teoría de Judith Harris -que yo acepté nada más leerla porque encajaba perfectamente en mis propias intuiciones- es que los padres influimos muy poco, o casi nada, en la personalidad de nuestros hijos. Que ésta viene dada en un cincuenta por ciento por los genes, y que la otra mitad se moldea entre el grupo de iguales, allá en el colegio, en el parque del barrio, en el campo de fútbol. El ambiente influye, sí, pero sólo en el entorno de amigos y compañeros. Lo que los padres decimos, aconsejamos, exhortamos, les entra por un oído y les sale por el otro. Básicamente. La teoría es antiintuitiva, difícil de masticar, y yo mismo la traiciono en alguno de mis comportamientos. Pero creo, sinceramente, que esto es lo que hay.

    Algo deben de saber también, o de sospechar, los responsables de la película El novato. El director y sus guionistas nos cuentan las andanzas de Benoît, un muchacho de provincias que aterriza en un instituto parisino donde el patio ya tiene asignados sus roles y sus grupos. Sólo en la primera escena conocemos a los padres de Benoît, que conversan con él plácidamente a la hora del desayuno. A partir de ahí, el chaval está solo en su lucha por ganarse un lugar en el ecosistema. 

    En el clásico recorrido del novato pardillo, Benoît se juntará con la pandilla más gamberra, se enamorará de la chica más solicitada, y se aliará finalmente con el lumpen más marginal del sociograma. El novato es una película de chicos y chicas que se cruzan y se acechan. Que se respetan o se persiguen. Ni siquiera los profesores tienen un papel dramático en la película: simplemente están ahí, al fondo de las aulas, al final de los pasillos, asistiendo en silencio a la soterrada refriega por hacerse un buen nombre y ganarse un espacio. No hay adultos que valgan en estos arreglos. Uno está solo, combate con sus propias armas, y del éxito o del fracaso en estas misiones dependerá que la vida, poco a poco, nos vaya colocando en nuestro sitio.



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