El abrazo de la serpiente

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Uno de los libros que conforman los siete pilares de mi escasa sabiduría se titula Armas, gérmenes y acero. Lo escribió hace veinte años un hombre del Renacimiento llamado Jared Diamond, una americano que lo mismo escribe sobre idiomas en Nueva Guinea que sobre biología evolutiva en los primates. En las páginas de su libro, que son muchas y jugosas, Diamond trata de responder a una pregunta tan tonta como intrigante: ¿por qué fueron los pueblos europeos los que llegaron a América y la conquistaron, y no los indios americanos los que surcaron el océano Atlántico en sentido inverso para someternos a la voluntad de sus dioses? En 500 páginas de alto valor nutritivo se habla de agricultura, de ganadería, de metalurgia, de enfermedades víricas y de caprichos climáticos, y al final, sumándolo todo, tenemos a Cristóbal Colón desembarcando en Guanahaní como resultado final de una complejísima y azarosa ecuación. Era el destino el que soplaba, y no el Dios verdadero.



    Aquel encuentro brutal entre civilizaciones "avanzadas" y pueblos "atrasados" creó una onda sísmica que varios siglos después todavía retumba en los parajes. A comienzos del siglo XX, los europeos seguían adentrándose en zonas desconocidas del Amazonas buscando intereses espurios si trabajaban para una empresa depredadora, o elevados, si los empujaba el afán de conocer nuevos pueblos y culturas. O incluso demenciales, si algún tarado se refugia en la selva creyéndose el Mesías redivivo, y funda una comunidad de colgados muy parecida a la que el coronel Kurtz creó en la ficción de Apocalypse Now

    También navegan por el Amazonas biólogos y farmacéuticos, que buscan remedios naturales y venenos beneficiosos, y que, aprovechando el viaje, preguntan a los chamanes por alguna droga dura como la mítica "yakruna" para experimentar otro viaje más profundo y revelador. Todos estos tipos, más un chamán  llamado Karamakate que guarda la memoria de su pueblo y el secreto de las plantas, son los protagonistas entrelazados -y enzarzados- de El abrazo de la serpiente, una película colombiana que primero te fascina con su propuesta y luego te adormece como envenenado por curare. Porque la selva -si no es intrépida, si no es azarosa, si no está plagada de peligros- es un paisaje monótono y relajante que te induce al sueño mientras navegas por los meandros del gran río.



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Laberinto de pasiones

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Hace cuatro millones de años nuestros antepasados vivían el paraíso perdido de la promiscuidad entre los árboles. Los primates intercambiaban dos o tres gruñidos de protocolo y se entregaban sin culpa a los placeres de la selva. Las palabras follar y follaje comparten una etimología que se remonta a esos tiempos que todavía no conocían la posición erguida, ni el destierro en la sabana. 

Los milenios arborícolas fueron muy locos, y muy descocados, una época de absoluto desenfreno que los libros sagrados quisieron borrar de nuestra memoria, asegurándonos que no descendíamos de aquellas bestias lujuriosas, sino que habíamos sido creados de un barro nuevo e inmaculado, insuflado de alma y de altos valores etéreos. Hubo que esperar mucho tiempo para que el abuelo Darwin desmontara tales patrañas, y nos volviera a colocar en la rama correcta del gran árbol de la vida.  Pocas décadas después, la ciencia vino a demostrar que sólo un puñado de genes sin demasiada trascendencia nos separa de esos suertudos bonobos que todavía fornican a lo grande encaramados a los árboles. Unos primos carnales que todavía siguen de fiesta a las tantas de la madrugada, mientras que nosotros, "dignificados" por el trabajo, nos seguimos levantando muy temprano para derribar y reconstruir civilizaciones.


    Pero no todo ha sido sufrimiento y castidad para el homo sapiens. En cualquier época siempre hubo guerrilleros que trataron de revivir el sexo sin trascendencias, el placer sin remordimientos. Unos subversivos que fueron quemados, ahorcados, desterrados, maldecidos, sin que su llama fogosa llegara a extinguirse. Uno de estos risorgimentos del amor libre y locuelo lo vivimos no hace mucho en la Movida Madrileña, donde nativos y manchegos, mediterráneos y cantábricos, se juntaban en ciertos locales para celebrar la juventud y la alegría de vivir. Antes de que los dioses vengativos les enviaran el virus terrible de la muerte, y la fiesta tuviera que aplazarse sine die entre nostalgias y tragedias, Madrid se convirtió en un verdadero laberinto de pasiones que Pedro Almodóvar, protagonista y cronista de aquellos excesos, dejó retratados en esta película inclasificable de príncipes moros y golfas enamoradas. Una cosa que no tiene ni pies ni cabeza, ni orden ni concierto, pero que se ve con una sonrisa en la boca, y con una envidia en la mirada: la de quien no pudo vivir aquellos tiempos por edad, y por lejanía. Y porque uno, en el fondo, es un monógamo -aunque monógamo sucesivo- muy tradicional.


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The Big One

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Diez años antes de que estallara la crisis económica que todavía padecemos (algunos), cuando en España todavía era fiesta y comprábamos alegremente el piso en la ciudad y la segunda residencia en la playa y la moto de gran cilindrada para el chaval, Michael Moore, en Estados Unidos, recorría las ciudades deprimidas donde la clase media ya las estaba pasando putas. Pero que muy putas. Y corría el año del Señor de 1997... Nadie en este lado del Atlántico supo interpretar los augurios, porque nadie vio The Big One ni otros documentos parecidos. Y aunque los hubiéramos visto, nosotros, tan estúpidos, vivíamos en un país único donde el Gran Bigote iba a comerse los mercados y a competir con los alemanes de tú a tú y bla, bla, bla...

    En la gira promocional de su libro Todos a la calle, nuestro entrañable gordito, como un Borbón campechano que se saltara el protocolo, aprovecha las firmas de libros para conocer a trabajadores que acaban de ser despedidos de sus fábricas, o que han visto recortados sus sueldos hasta límites de subsistencia. Y no porque el negocio vaya mal, sino justamente por lo contrario: porque va viento en popa gracias a su trabajo, y a sus sacrificios, y los dueños, y los accionistas, ávidos de más dinero, han decidido trasladar los bártulos a otro lugar donde pagar todavía menos a sus esclavos. Y ya, directamente, forrarse el escroto de oro, y las nalgas de platino. 

    En el último tramo de The Big One, Michael Moore se entrevistará con el mismísimo CEO de Nike, Phil Knight, para afearle que la marca produzca sus zapatillas en Indonesia, pagando cuatro chavos a adolescentes descalzos que zurcen y pegan telas en hangares de mala muerte. El gachó, impasible, se agarrará a los principios básicos del neoliberalismo para justificar todas las tropelías de su empresa, desde el sueldo indigno hasta la deslocalización de las fábricas, pero con una sonrisa en la boca, eso sí, y con un compadreo muy amable, calzado con unas zapatillas deportivas -suponemos que Nike- y vestido de casual para la ocasión.

En The Big One, Michael Moore es entrevistado en un programa de radio.

ENTREVISTADOR: Usted al comienzo de su libro ha puesto dos fotos con la leyenda: "¿Qué es terrorismo?" Se trata de dos fotos casi idénticas. Edificios destruidos. Uno en Oklahoma City, en 1995, tras la explosión de la bomba. Y abajo, Flint, en Michigan, en 1996 [una fábrica derruida]. Resulta difícil distinguirlas. Dos muestras de destrucción. De ahí la pregunta: "¿Qué es terrorismo?"

MICHAEL MOORE: Evidentemente, si un camión cargado de explosivos hace saltar por los aires un edificio matando a 168 personas, eso es terrorismo. No cabe ninguna duda. Pero, ¿cómo le llamamos entonces si evacúan el edificio antes de hacerlo saltar por los aires? Los años siguientes, los que trabajaban allí, al haberles quitado su medio de ganarse la vida algunos de ellos murieron... Murieron por suicidio. O por malos tratos. O por drogas. O por alcoholismo. Todos los problemas que rodean a los que pierden su empleo. Aquella gente murió como la gente de Oklahoma. Pero a eso no lo llamamos un acto "terrorista", ni a la empresa "asesina". Yo considero que se da un acto de terrorismo económico cuando las empresas, no satisfechas con los beneficios realizados, echan a la gente para poder ganar tan sólo un poquito más.


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El juez

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La fascinación del hombre que convalece por la enfermera que lo cuida es un sentimiento universal que trasciende épocas y culturas. Yo he leído teorías para todos los gustos, sobre este impulso irrefrenable. La primera, que son sus uniformes, tan livianos cuando son blancos, y tan amables cuando llegan en tonos pastel, los que entre las luces extrañas de los hospitales, y el aturdimiento inevitable de la enfermedad, hacen que uno, en el ensueño, llegue a pensar que ellas son ángeles del cielo pululando alrededor de la cama. Pero ángeles con sexo, no bíblicos, de carne tibia y atributos inequívocos. 

La segunda, que allí expuestos, en el lecho, semidesnudicos y frágiles, sufrimos una regresión infantil que nos hace tomar a las enfermeras por nuestra madre solícita, y que no es, en puridad, un deseo sexual lo que sentimos por ellas, sino un complejo de Edipo que regresa tardío y baqueteado por la vida. 

    En El juez, Michel Racine es un ídem de gesto adusto y rituales mecánicos que dicta sentencias muy severas a sus condenados. A Michel, como a uno muy cercano que yo conozco, se le está pasando el arroz de la edad, el sueño del gran amor, y vaga por los tribunales con la esperanza decreciente de recibir un último regalo. No es sólo el pito, que le reclama, ni el orgullo, que lo zahiere. Es que, además, él imparte justicia en crímenes muy horrendos, que dicen muy poco del ser humano, y que lo arrastran a una misantropía que lo tiñe todo en tonos grises. Para pintar el mundo de colores, como en la canción de la acuarela, necesita una mujer luminosa que lo haga sonreír y confiar.

    Cuando quizá ya desesperaba, y aceptaba resignado su aciago destino, el juez Racine reencontrará, entre los miembros del jurado recién nombrado, a la señorita Ditte Lorensen, una cuarentona de muy buen ver con los ojos tan azules como los mares de Dinamarca. Ditte, en un pasado algo lejano, fue su doctora de guardia en una complicada operación, y aunque ella apenas lo recuerda, porque las enfermeras y doctoras reparten sus gracias entre centenares de pacientes, él, Racine, lleva su imagen en el corazón, grabada a fuego. A partir de ahí, la película dejará de ser un thriller judicial, y un documental encubierto sobre los tribunales franceses, para convertirse en la universal historia del hombre al que ya le importa todo un comino, y sólo piensa en su amada, a la que llama, y solicita, y requiebra, y dedica versos encendidos, como un adolescente enamorado. Cosa que no es para menos, con esta actriz llamada Sidse Babett Knudsen, la que un día fuera presidenta de Dinamarca y luego amante de Tom Hanks en el desierto. Y que hace de lesbiana feroz y voraz en una película que todavía no he visto, pero que ya ardo en deseos de tal. 


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Verano del 42


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1. Muchos años después de 1942, en los veranos de los ochenta, mis amigos y yo accedíamos a las revistas pornográficas que algunos padres no escondían demasiado bien, encima de armarios, o en cajones de fácil acceso. El progreso era evidente: nos iniciábamos antes, y a todo color, sin remilgos de germanías. Pero desde entonces, desde 1982, han vuelto a llover los tiempos y las tecnologías, y nosotros, comparados con los chavales de ahora, que campan por internet como exploradores intrépidos y de rápido aprendizaje, ya parecemos unos mequetrefes, unos tontainas, casi unos candidatos a la beatificación. Qué te voy a contar, entonces, de los muchachuelos del verano del 42, que contemplados desde esta atalaya nos parecen unos auténticos retardados, y casi mueven más a la compasión que a la risa.

2. Nada -con excepción de los discos de Frank Sinatra- ha hecho más por el amor en Estados Unidos que las bolsas de compra sin asas. En Verano del 42, Hermie y Dorothy se conocen gracias a que ella sale del supermercado con varias bolsas de más, abrazadas torpemente al cuerpo, y una de ellas cede a la prensión y cae al suelo. Ahí está Hermie, atento a la jugada, aprovechando la oportunidad pintiparada para darse a conocer. Allí, en Estados Unidos, si te gusta una chica, o una mujer, basta con seguirla en su itinerario comercial y esperar pacientemente el estropicio. Aquí, en cambio, que somos tan listos, hemos otorgado a nuestras amadas la escapatoria perfecta de la bolsa con asas, que pueden llevarse hasta diez en cada viaje, una en cada dedo, sin que el hombre dispuesto a ayudar tenga excusas para presentarse y darse a valer.

3. La belleza de Jennifer O'Neill en la flor de su edad no admite literaturas. Ni aproximaciones siquiera. Ni un congreso de mil poetas enamorados acertaría con los adjetivos precisos y necesarios. En ella todo está tan bonito, y tan bien puesto, que te ahoga el discurso en la garganta. Si luego, encima, cada vez que aparece en pantalla, nos ponen esa música maravillosa e inolvidable, el efecto de su hermosura se multiplica hasta límites casi intolerables. Contemplándola con la boca abierta, y con los instintos encendidos,  he recordado aquello que decía Karl Pilkington sentado en la cueva frente a las ruinas de Petra:

    “Es mejor vivir en el agujero, viendo el palacio, que vivir en el palacio viendo el agujero, ¿no? [...] Pero no hablaba sólo de edificios. De la vida, en general. Incluso entre una persona guapa y otra fea. De alguna manera, es mejor ser la persona fea que aprecia las cosas bonitas”.

    Es el consuelo que nos queda.





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Léolo

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A los dioses no debió de gustarles mucho Léolo, la obra maestra de Jean-Claude Lauzon, porque años después, cuando el director trabajaba en su siguiente película, un soplo divino estrelló la avioneta en la que volaba y el mundo cinéfilo se quedó huérfano de sus poesías. 

A los dioses, por lo general, no les gustan las películas que vienen a recordarles lo imperfecto de su creación. Las piedras y las ranas pasan por este mundo -su mundo- sin cuestionarse el dolor o el sufrimiento. Pero los seres humanos, que salimos del barro demasiado listos y respondones, a veces nos atrevemos a protestar al árbitro porque no ha sancionado la patada, o ha permitido demasiado el juego sucio. O porque el reglamento, directamente, es una mierda sin sentido. Y así, cuando un director de cine retrata la guerra o el hambre, la miseria o la locura, es como si metiera un dedo acusatorio en el Ojo que nos vigila, y se gana muchos números para que le caiga encima la lotería de una venganza. Pobre Jean-Claude...


    Y pobre Leo, también, Leo Lozeau, que nació en una familia de sangre tarada, en el barrio pobre de Montreal. Él no está loco -todavia- porque sueña que el gen de la locura no anida en sus cromosomas. Que él es hijo de un siciliano que se masturbó sobre un tomate, y que el tomate acabó por accidente en las intimidades de su madre, y que él, por tanto, no es el hijo del loco, ni el nieto del demente, ni el hermano de las lunáticas. Que no es Leo Lozeau, sino Léolo Lozone, el italiano secreto que vive enamorado de Bianca la italiana, la vecina que canta como los ángeles cuando tiende la ropa, y es más hermosa que todos ellos, y huele a campiña y a viñedos de la Umbría, o de la Toscana. 

    Pobre Léolo, Léolo Lozone, que imagina para no ceder a la realidad; que nada para no caer en las profundidades; que sueña para no ser arrastrado por la pesadilla. Y pobres de nosotros, también, los Léolos del mundo, que no renegamos de nuestra estirpe ni de nuestros cromosomas, pero que también apechugamos con lo nuestro, y que también desearíamos no ser de aquí, sino de otro lugar, en mi caso mucho más al norte de Sicilia: un país de mucho frío donde las vikingas paseen en bicicleta por las calles. Aquí cada uno sueña con lo quiere, para ir sobreviviendo y no caer en el pozo. 


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Vaya par de gemelos

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Las personas que me conocen superficialmente piensan que soy un tipo culto, leído, que se expresa con una corrección lingüística infrecuente, y también algo pedante, si se cruzan dos cervezas por el gaznate. A ello me ayuda, y mucho, esta facha que Dios me dio, a medio camino entre el empollón irritante y el jesuita exclaustrado. Un siniestro parecido a ese vaticanista insoportable de Juan Manuel de Prada, que escribe en los periódicos y diserta en las tertulias. Mi némesis.... Yo reniego de ese parecido, y si he bajado kilos en los últimos tiempos no es para cuidarme la salud, ni para pavonearme ante las mujeres, que la salud y las mujeres son dos suertes caprichosas como el rayo o como el pedrisco, sino por dejar de encontrarme con Juan Manuel en los espejos, y dejar de pegarme unos sustos de muerte cuando voy medio dormido, o medio inconsciente, por el pasillo, y pienso durante un segundo terrorífico que el gachó se ha colado en mi casa para afearme las conductas y los pensamientos. 



    Parezco muy fino, sí, pero sólo doy el pego ante las personas que me frecuentan poco y mal. Los que me conocen saben que por debajo de estas imposturas sigue hablando el chico criado en el arrabal, uno que fue a colegios de curas muy severos y exigentes, sí, pero que luego pasaba el fin de semana jugando al fútbol con lo peor de cada casa. Con el paso de los años, y de las cinefilias, y de las largas horas perdidas ante el televisor, he ido incorporando a mi lenguaje decenas de muletillas, de gracietas, de paridas estúpidas que ya forman parte del acervo incultural, y que echan por tierra cualquier pretensión lingüistica de parecer un tipo serio y respetable. Yo soy de los que digo "fistro" cuando hablo de un chapucero, y "pecador de la pradera" cuando me ahorro un insulto más grave, y digo "comooorl", y "jaaarl", y "ten cuidadín", y muchas más chorradas que vinieron del Chiquitistán. Yo soy de los que digo "potito" en lugar de bonito, y "Encanna" cuando conozco una tal, y "digamelón" cuando cojo el teléfono y hay confianza entre las partes. Yo soy de los que digo "efectiviwonder", y "cuñaaaao", y "no, hija, no", y "piticlín, piticlín", y cientos de sandeces más que se han quedado pegadas a mi paladar con cola de carpintero. 

    Hoy por la tarde, avergonzado por estar partiéndome el culo con Vaya par de gemelos, la comedia de Paco Martínez Soria, he recordado que al tal Lucas le debo lo de llamar "tísicos" a los físicos, y de decir "culuculado" en lugar de calculado, y "buenisma" en vez de buenísima, gilipolleces que suelto con toda la conciencia de estar hablando mal porque pienso que los demás comparten la gracia y la génesis, la tontería y el guiño, y que suelen dejarme en un ridículo lamentable, y en un mal lugar difícil de remontar.

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The Missing

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Hace  años, cuando desapareció de su hotel la niña Madeleine McCann, se desató un tsunami de psicosis colectiva que llegó a inundar, incluso, los parques infantiles de este tranquilo rincón del noroeste. Donde antes había niños jugando alegremente y madres ociosas que charlaban de sus asuntos, y padres aburridos que desarrollaban sus análisis futbolísticos, de pronto se implantó un régimen de campo de concentración en el que los niños se volvieron reos estrictamente vigilados, y los progenitores, guardias apostados en las torretas que iluminaban con los focos. Sólo faltó rodear los recintos con alambres de espino, y acreditar el libro de familia para poder acceder a ellos. Fueron unos años muy raros, neurotizados, que a mí me pillaron en plena faena del parquear, sin creer del todo lo que pasaba a mi alrededor. Una cosa era la responsabilidad y otra, muy distinta, aquella angustia que alteraba los nervios y las conductas. Niños habían desaparecido toda la vida, desde que el mundo es mundo, pero es como si la pobre Madeleine, que sonreía desde los carteles con cara de muñeca, viniera a recordarnos que nadie estaba a salvo de la desgracia, y que si  tal cosa podía sucederle a una niña rubia de sonrisa angelical, qué no podría pasarle a nuestros retoños ibéricos, mucho más feos y prosaicos.


    Alguien que buscaba la publicidad facilona ha tenido la mala idea de anunciar The Missing como una especie de versión encubierta del caso Madeleine. Sí, hay un niño desaparecido, y sí, sus padres son dos británicos pudientes que están de vacaciones. Pero ahí terminan las similitudes. La desaparición de Oliver Hughes no da lugar a un circo mediático, ni a una búsqueda internacional. Ni a un melodrama muy propicio para un telefilm de sobremesa. La ausencia de Oliver Hughes es un terremoto muy localizado que altera o destroza la vida de muy pocas personas: de los padres desconsolados, de los policías atribulados, de los sospechosos perseguidos. Nadie volverá a ser el mismo tras el terrible suceso. En The Missing no existen los colores, ni siquiera el blanco y el negro: todo es gris, sórdido, inquietante. Casi siempre llueve, o está nublado, o sale un sol impropio para la circunstancia. Víctimas y verdugos, amigos y observadores, todo el mundo esconde un pasado, una vergüenza, un acto inconfesable. El paisaje moral es deprimente. Y la serie, que además termina y acaba, para respiro del teleadicto que se agradece mucho, es cojonuda.




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