París-Tombuctú

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Ayer mismo, con los amigotes, después de ampliar nuestra barriga con setas y salsas variadas, conocí un pueblo zamorano que tiene un casco histórico de piedras y blasones. Un castillo enriscado y señorial desde el que se divisa, a lo lejos, el culo del mundo. Subido en las almenas, mientras los amigos se reían de los males del mundo y de las pitopausias del cuerpo, yo me fijaba en el curso del río, en el temblor de la alameda, en la vida sencilla de aquel pueblo con farmacia y panadería. Hacía frío, incluso, en el ocaso del sol veraniego, y uno sintió por primera vez en semanas el vello erizado, y el repelús del refrescar. Y de pronto se sintió reconfortado y agradecido. Y ahí, en ese temblor que era físico pero también filosófico, tuve la certeza de que ya sólo podría ser feliz en un sitio así, lejos de todo lo conocido, y de todos los conocidos. Recibir unas visitas al cabo del año -algunas de protocolo y otras de cariño- y el resto del tiempo soledad, anonimato, sosegado olvido. Desaparecer poco a poco.




    Pocas horas después, traicionado una vez más por el subconsciente que elige las películas, veo el testamento cinematográfico de Luis García Berlanga, París-Tombuctú, una película atropellada, irregular, a ratos indigna y a ratos divertida, que quiere ser resumen de todo y se queda en parodia de nada. En París-Tombuctú, Michel Piccoli es un cirujano plástico harto de su vida y de su trabajo. En un arranque de lucidez decide dejarlo todo colgado, subirse a la bicicleta de carreras y emprender el camino de Tombuctú, provincia de Mali, para comprarse un chamizo, ponerse un turbante y perderse en la tormentas de arena y en los oasis esporádicos. El Tombuctú de la película es como mi pueblo zamorano: su última esperanza, su última frontera. Está tan determinado, en su aventura, que sólo unas tetas poderosas -cincuentonas, pero aún enérgicas- serán capaces de hacerle dudar, allá en el imaginario Calabuch donde cualquier cosa es posible, y cualquier tentación es ofrecida.  

    Entre el deseo por Tombuctú y el deseo por Concha Velasco, Piccoli va de aquí para allá rellenando minutos de metraje, deshojando margaritas del Mediterráneo mientras a su alrededor transcurre la España chapucera y cañí. Tiran más un par de tetas que cien carretas, y que cien sueños de aislamiento y lejanía. 



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Vive como quieras

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En Estados Unidos hubo un tiempo en que a los ricachones se les miraba mal en las películas. Incluso en aquellas que recibían premios y contaban con el beneplácito de los espectadores, y de los gobernantes. Películas donde el tipo malo era un banquero con puro, o un industrial con chistera, y la platea proletaria se ponía en pie para abuchear sus intervenciones. Fue mucho antes, por supuesto, de que Gordon Gekko declarara en Wall Street que la avaricia era buena, y que el cine americano empezara su cruzada contra los pobres y los vagos, los rojos y los insatisfechos.

    Ese tiempo feliz en el que un personaje adinerado era tomado al instante por un villano fue la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, al que nosotros, en clase de historia, con un respeto reverencial por el único socialdemócrata que gobernó aquellos destinos, llamábamos señor Delculo. Roosevelt sabía -como los nazis o los soviéticos de la época- que el cine era un arma de convicción masiva, y que deslizando su mensaje gubernamental en las películas se ahorraba un pico en discursos, y un presupuesto en viajes de propaganda. Delculo no tuvo mejor colaborador en sus afanes que Frank Capra, el director que encontró en el New Deal un telón de fondo económico y moral donde proyectar sus comedias de vodevil, y sus dramones de esperanza. Capra, que rodó sus grandes películas en la resaca de la Gran Depresión, se metía con los ricos por insolidarios y avariciosos, pero por si acaso, por si no terminaba de convencerlos, animaba a los pobres a ser felices a pesar de las apreturas, alejándolos de las tentaciones del dinero y del bienestar.

    En Vive como quieras, el malo de la película es el orondo señor Kirby, un industrial del armamento que ha olido los vientos de guerra en Europa y prepara un monopolio balístico que lo hará millonario hasta quedar enterrado en oro, como el tío Gilito. Sin embargo, por esas cosas de los guiones, todo su emporio vive pendiente de que una familia de trastornados le venda la casa donde viven: un chamizo con sótano donde los Sycamore, sustentados al parecer por los ángeles, o por una tía rica de Missouri, se pasan el día entero haciendo el indio. No trabajan en nada productivo, no pagan impuestos, invitan a comer a todo el que pasa por allí... Son unos anarquistas bonachones e irresponsables que tienen la inmensa fortuna, o la tremenda desgracia, de tener una moza guapísima en edad casadera, Jean Arthur, que será pretendida por el mismísimo hijo del señor Kirby, heredero in pectore del fortunón por venir. 

Y así, con el amor imposible pero férreo entre dos alejados sociales, casi dos extraterrestres en la misma ciudad, comienzan las risas y las reflexiones, los encontronazos y las puyas. Vive como quieras, tan alocada y tan anacrónica, sigue estando, de un modo difícil de explicar, tan fresca y cachonda como el primer día. Y esa es, que yo sepa, la definición reglamentaria de un clásico. 


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La puerta del cielo

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Hace algún tiempo, en el buzón de sugerencias de este blog, apareció la inquietud de un lector que me recomendaba la versión de tres horas y media de La puerta del cielo que acababa de emerger en los mares del pirateo. Tantos adjetivos le colgó, y tan sinceros salían de su escritura, que apenas tardé unos minutos en fletar el barco y ponerme manos a la obra. La he tenido en las bodegas durante meses, La puerta del cielo, porque tres horas y media no se las salta ni un gitano cinéfilo, y había que buscar la tarde propicia, veraniega y lánguida, después de la siesta del Tour del Francia, con un paréntesis de avituallamiento a la hora de cenar. Un día entero, vamos, dedicado a la memoria de Michael Cimino, que por esas cosas del destino se nos ha muerto justo cuando yo barajaba fechas para la función.

    Hace años vi la versión comercial de La puerta del cielo, aquella que los productores dejaron en dos horas y media en lugar de las cinco horas largas que el bueno de Cimino -que a dónde iba con semejante extensometraje- había propuesto como corte original. La película cercenada era muy bonita, de cielos espléndidos, montañas colosales, pastos inmensos acunados por el viento. Pero a la trama, como no podía ser de otro modo, le faltaban motivos, ilaciones, y los personajes iban y venían por Wyoming como pecadores de la pradera, y siete caballos venían de Bonanza. Había un tipo bueno que era Kris Kristofferson, uno malo con gorro que dirigía a los matones y un tipo de moral ambigua que era Christopher Walken caracterizado muy raro, como maquillado, o resucitado. Y John Hurt, que siempre salía borracho en medio de las discusiones, lanzando gracietas sin mojarse en los asuntos, como un político paniaguado del Congreso. La chica a la que todos querían calzarse sin descalzarse las botas era una pelirroja preciosa de acento europeo que sólo hoy, en esta desmemoria mía tan vergonzosa, he recobrado como Isabelle Huppert, la mujer que yo ya conocí como gran dama del cine francés, siempre con la mirada torva, y los labios fruncidos. Y la mirada indescifrable.

    Qué quieren que les diga: la versión de tres horas y pico añade muy poco a este esquema tan esquemático. Las conversaciones se estiran, los romanticismos se alargan, los jinetes tardan más minutos en llegar a los puntos de conflicto. Y poco más. Hay algo errático, indefinido, a veces contradictorio, que no termina de solucionarse por más minutos que Cimino eche por encima. El continente, ya sin remedio, se comió al contenido. De La puerta del cielo van a quedarnos los fotogramas, pero no la película.



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Ocho apellidos catalanes

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No tenía intención de ver Ocho apellidos catalanes, y eso que hace semanas que la anuncian a bombo y platillo en el Movistar Plus, a todas horas, como la película imprescindible de nuestras vidas. O casi. Y cuanto más porfiaban ellos, más tozudo me ponía yo. Pero varias amistades de apellidos notables, y de cinefilias contrastadas, me aseguraron que la secuela no era tan mala como la pintaban, y que además salía Berto Romero dando mucho risa. Y me lo decían a la segunda o tercera cerveza, cuando todavía son de criterio fiable, y de memoria fidedigna. Y uno, por los amigos, y por Berto Romero, se presta a lo que haga falta. A Berto le debo muchas risas: él es el señorito Francis del consultorio televisivo, el humorista radiofónico que al lado de Buenafuente filosofa sobre la vida, lanza teorías locas y diserta sobre la mecánica cuántica en la Península Ibérica y alrededores. Berto se merecía, por lo menos, el beneficio de mi duda.


    Y así, con el gancho de don Romero haciendo de hípster catalán,  he vencido el sueño mortificante de la siesta tropical, y a veces entretenido, a ratos descojonándome, y gran parte del tiempo mirando el reloj, he visto Ocho apellidos catalanes con la sensación de estar cometiendo un pecado venial: una pequeña traición a mi yo cultureta, y un pequeño homenaje a mi yo por culturizar. He llegado al final -que guardaba el mejor chiste de la película -jurando no ver esa tercera parte que ya apuntan los guionistas, los Ocho apellidos gallegos. Y no porque yo tenga nada contra los galaicos, sino porque este chicle ya no admite más estiramientos, y porque hacer humor con los gallegos, además, se me antoja una labor titánica, casi sobrehumana, a la que Borja Cobeaga y sus muchachos no podrían sobrevivir. Algunos humoristas han querido hacer carrera a costa de Mariano Rajoy y ahora son carteros, o empleados de Prosegur. 

Otra cosa sería que Cobeaga y compañía centraran sus esfuerzos en la cuarta república contestataria que nadie menciona en los periódicos, el Chiquitistán, donde sigue gobernando por aclamación Lucas Grijander. Ocho apellidos chiquitistaníes sí que sería una gran película, por la gloria de mi madre, con Clara Lago secuestrada por Chiquito de la Calzada en un castillo de Barbate, se da usté cuen, aunque ahora mismo, así de corrido, para volver a hacer el chiste de los apellidos, sólo me salgan Klander, Gromenauer y el consabido Grijander. Podríamos meter Fistro, y Diodenal, y tal vez Augenthaler, si forzamos un poco la cosa, que era aquel defensa central del Bayern de Munich que siempre le jodía al Madrid en las batallas europeas, dando patadas, o marcando goles desde Casadiós.


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El sueño del mono loco

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Tres años después de haberse deconstruido en mosca viscosa y de afear el orgullo al señor Hammond en Jurassic Park, Jeff Goldblum trabajó para Fernando Trueba en una insólita componenda internacional titulada El sueño del mono loco, con productores franceses, actores ingleses y dobladores españoles que no siempre aciertan con la sincronización. 

El personaje de Jeff Goldblum escribe guiones con pedigrí en la bella y lluviosa París. Tiene un piso del copón, una esposa complaciente y un hijo rubísimo que podría anunciar cualquier producto infantil en la televisión. Es la existencia feliz del homínido que tiene el cerebro y la polla trabajando en el mismo sitio, y velando por los mismos intereses. Durante el día, Goldblum escribe, juega con su hijo, sale de copas con los colegas; de noche, en el remanso del creador, en el reposo del juntaletras, encuentra la paz en una cama que está en el mismo piso donde vive, sin mentiras ni conflictos.

    Pero de pronto, ay, llega la maldición del hombre inteligente y atractivo. La disociación mente/genitales que es la principal dolencia que sufre esta especie tan altiva. La lucha desgarradora que esos hombres experimentan como un par de fuerzas opuestas: una que tira hacia abajo como la gravedad y otra que tira hacia arriba como la inercia. Una tensión que en los casos más graves puede partirles en dos, como despedazados por un monstruo con tentáculos. Los hombres feos y grises, intrascendentes, sólo sabemos de estas cosas por el cine, y por la literatura, porque nuestro deseo nunca se vio correspondido por las gallinas más coloridas de los corrales, y aprendimos muy pronto, desde la adolescencia misma, a no andarnos con hostias y a conformarnos con lo que Eros pusiera en nuestro camino, complacidos y sonrientes. Aún así, no somos tan estultos, ni tan autistas, para no ponernos en la piel desconsolada del pobre Jeff, que pone en riesgo su felicidad por acariciar el cuerpo de esa nínfula que le han puesto de cebo para que diga a todo que sí, que amén, que lo que vosotros digáis, en esa película sin pies ni cabeza que es El sueño del mono loco, la película dentro de la película. 

Ella, la actriz, se llama Liza Walker, y poco más se supo de ella tras su paso por nuestro deseo. Hizo varias series olvidables, se casó con un rapero de Bristol y regresó al universo recóndito de las bellezas inalcanzables. Qué suertudo, el artista, y qué huérfanos, nosotros.



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El golpe

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Las películas como El golpe pueden verse varias veces sin temor a perder la tarde, o a desaprovechar la madrugada. No importa que ya sepamos el desenlace, que anticipemos las sorpresas, que conozcamos el secreto último de cada personaje. Da lo mismo. Tantas reposiciones después, El golpe nos sigue divirtiendo como a niños primerizos porque está muy bien hecha, y muy bien escrita, y nos deleitamos en la contemplación del mecanismo interno, que es un reloj de mucha precisión. Ya no nos fascina la película, sino la arquitectura de la película, que es lo que distingue a los grandes clásicos de las cintas olvidables. Es como se distinguen también las grandes novelas, o los grandes partidos de fútbol, que puedes releer sin la gratificación de la sorpresa, o rescatar de los archivos aunque el marcador se haya quedado inamovible.


    Y luego están sus actores, claro, milagrosos y precisos como una conjunción astral de tres planetas. La partida de póker de Paul Newman nos sigue divirtiendo como el primer día, con su borrachera fingida y su impertinencia ahostiable. Su frotarse las manos de gañán en cada mano ganada. Nos importa un carajo saber de antemano el enredo de las barajas y el resultado de los órdagos. Nadie miró jamás a nadie con tanto odio reconcentrado como le dedica el señor Lonnegan en la partida, o Loniman, o como coño se llame, un excelso Robert Shaw que es el malo perfecto de la película, tan entrañable que a veces dan ganas de susurrarle desde el sofá que tenga cuidado, que esos listillos del barrio lo están enredando como a un tontaina fanfarrón. Hasta Robert Redford se nos descuelga con un par de gestos memorables, históricos, y me sigue saliendo la carcajada, descojonada e irreprimible, cuando Paul Newman pifia un juego de cartas y Redford le mira con los ojos desorbitados como queriendo decirle: "¿Y con esas manos de borrachuzo te vas a presentar ante Lonnegan, o Latiman, o como narices se diga, para contrarrestarle las trampas?".


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Bud Spencer

A Bud Spencer -y a su inseparable compañero de peleas Terence Hill-  los conocí en los autobuses que de niño me llevaban a la playa, a Asturias, huyendo del agosto insufrible de la meseta. Eran viajes que organizaban los bares donde mi padre jugaba las partidas y discutía de fútbol con los parroquianos. Excursiones de filete empanado y mantel a cuadros que salían muy pronto por la mañana y regresaban muy tarde por la noche, para que las familias sin coche, sin recursos, sin otra manera de matar la canícula, también pudieran asomarse al mar y quemarse la piel como los que veraneaban.



    Por aquel entonces la autopista aún estaba en construcción, y el viaje entre León y Asturias, por el puerto de Pajares, llevaba más de dos horas si terminabas en Gijón, que era el destino más a mano. Y tres horas redondas, si te desviabas a cualquier villa de los alrededores a conocer mundo. Para amenizar el viaje, el señor conductor ponía una película para ir y otra para volver, siempre elegidas entre lo más virtuoso del videoclub: las comedias de Pajares y Esteso, las payasadas de Jaimito, las catetadas de Paco Martínez Soria... Y siempre, siempre, una película de Bud Spencer y Terence Hill liándose a mamporros con mafiosos de pacotilla y extorsionadores de tercera. Lo bueno de Bud Spencer es que si tenías la mala suerte de viajar muy alejado de los exiguos televisores, él era tan grande, y ocupaba tanta pantalla, que no te perdías ninguna de aquellas hostiazas que él soltaba con la mano abierta, zas, en un impacto tremebundo que era mitad con la palma y mitad con la muñeca, un arte marcial que ningún chino mandarino soñó con emular jamás.


    Pasaron los veranos. Nosotros dejamos de ir a las excursiones y Bud Spencer y Terence Hill dejaron de hacer películas juntos. De adolescente, con los colegas, le dimos a Stallone, a Spielberg, al porno, a los hermanos Marx, y un día, en un revista de cine, nos enteramos de que Terence Hill se apellidaba Girotti, y era más italiano que los espaguetis, y que Bud Spencer, el gordo entrañable de los mandobles, era otro italiano de carné llamado Carlo Pedersoli. Nos habían engañado, los muy tunantes, y de pronto aquellas hostias históricas ya nos parecían menos míticas por venir de dos tipos mediterráneos, y no de dos cafres nacidos en Iowa, o en Wisconsin. Qué poco sabíamos entonces de casi nada, y de casi nadie, en aquel mundo de enciclopedias que se desfasaban nada más comprarlas, sin Wikipedias y sin foros de cinéfilos. Y ni así, porque hoy mismo, que andamos todos de luto por la muerte de Pedersoli, muchos hemos descubierto, boquiabiertos, y un pelín avergonzados, que Bud Spencer fue nadador olímpico, químico de vocación, trotamundos incansable. Mucho más que un actor de segunda que hizo fortuna dando mamporros. Mira que escondía secretos, y milagros, aquella barba tupida que yo veneraba en mi infancia. Mucho más que aquella otra -algo más lampiña- que sonreía desde las portadas del catecismo, que multiplicaba panes y resucitaba muertos. Grandes logros, sin duda, pero que no tumbaban, ni de lejos, a tres fulanos de un solo sopapo, como sí hacía Bud Spencer, derribándolos como a bolos sin brazos ni piernas. 

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Juego de Tronos. Temporada 6

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Termina la sexta temporada de Juego de Tronos y hay que reconocer, finalmente, que la espera mereció la pena. Los ocho bostezos primeros, con sus personajes y personajas que daban vueltas sobre sí mismos como tontos de remate, o como vacas sin cencerro, han desembocado en el mar impetuoso de los dos últimos episodios, con mucho muerto, mucha venganza, mucha mirada asesina y algún pestañeo lúbrico del amor. Eso sí: nos han vuelto a dejar sin desnudos, estos guionistas arrepentidos ante el Septón Supremo que juraron no propagar la indecencia entre los espectadores. Pero nos han regalado, a cambio, para compensar los estremecimientos corporales, unos cliffhangers de malvados sonrientes y buenos acojonados que nos han puesto los dientes muy largos.


    Los seriéfilos somos mucho de exagerar, de hacer literatura en los foros y montar bullas con los amigos. El marasmo de nuestras vidas civiles, tan aburridas y sentenciadas, se torna pasión cuando aposentamos el culo y nos convertimos en habitantes de los Siete Reinos, o del continente de Essos, y participamos de los acontecimientos como si nos fuera el destino en ello. Hemos llegado al punto de que nos importa más el Trono de Hierro que nuestra Monarquía Constitucional. Tan ilusorios se han vuelto los Borbones como los Targaryen, los carlistas como los Baratheon, y puestos a ejercer de plebe, preferimos, sin duda, soñar con repúblicas imposibles al otro lado del televisor, que es mucho más entretenido y más justiciero. Las reinas, además, con la notable excepción de la nuestra, suelen ser más jóvenes, y estar más guapas, y uno casi les perdona su arrogancia de sangre azul.

    Es por eso, porque vivimos más allí que aquí, más virtuales que reales, más pendientes de la próxima Mano del Rey que del nuevo presidente del gobierno, que nos habíamos enfadado mucho con la sexta temporada de la serie, tan pasiva al principio, tan dubitativa, tan inconcreta como la vida misma de la que huimos. Pero ya ha terminado el tiempo de luto, el paréntesis de frustración, y el invierno ha llegado para quedarse. Ya era hora. Entre que hace un frío del copón y que el trono vuelve a ser ilegítimo, los aspirantes, para no quedarse congelados, han vuelto a convocar a sus ejércitos y a sobornar a sus traidores, y dentro de un año la cosa pinta que va a estallar en una guerra definitiva, tan agónica y dramática que ya casi no nos importará que Daenerys Targaryen siga saliendo revestida y recatada. Ay. 



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