La habitación

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Ya he confesado varias veces en este blog que en la intimidad de mi habitación, a resguardo de la gente, soy un llorón de mucho cuidado cuando la película me pilla por los lagrimales. Al principio, cuando siento el palpitar, un ejército de castores construye un dique para contener las lágrimas, con troncos y ramitas, hasta que al final, impepinablemente, todo se desborda y me pongo perdidas las mejillas, y los cristales de las gafas, que da mucha grima verlas, y ver a través de ellas. Qué tendrán las lágrimas que al secarse dejan en el vidrio esos churretones como de semen.

     Las mujeres, porque son una especie muy rara, y todavía están sin explicar por los científicos, a veces se sientan en el sofá con la intención de poner una película "para llorar", y se acomodan con los kleenex a mano, y las piernas recogidas en un abrazo. Ellas son así: sufridoras de vocación. Los hombres, en cambio, siempre lloramos por sorpresa, en películas que al principio podemos intuir tristes, o difíciles de encarar, pero que confiamos en superar con nuestra masculinidad velluda y musculosa. Quizá por eso nos ponemos así de perdidos, porque nunca tomamos medidas preventivas, y luego nos restregamos las lágrimas y el moco, y la misma vergüenza de haber llorado, mientras que ellas, solventada la suciedad, se ponen tan guapas con los gimoteos, tan tiernas y sonrosadas.


    La habitación, que es la película que hoy me ocupa, es una película hecha con la mala intención de hacernos llorar, a hombres y mujeres por igual. La historia de esta madre secuesrtrada no debería dejar un ojo seco en butacas y sofás. Y sin embargo, yo he resistido. Y no por vergüenza, sino porque me molesta, sobremanera, que quieran hacerme llorar. Yo sólo lloro desprevenido, con la guardia baja, en debilidades muy particulares. La habitación, vaya por delante, es una bonita película, emotiva, primorosa, con una actriz de tronío, Brie Larson, que en este blog ya quedó como santa de obligada devoción tras su papel en Las vidas de Grace. Pero La habitación tiene músicas tramposas, y trucos sucios, y a veces -perdónenme la indecencia- uno siente la mano del director metiéndose por mi culo, queriendo manejar mis reacciones como un ventrílocuo con su muñeco. Una colonoscopia que me incomoda y que me predispone a la rebeldía. 

    Y aún así, al final,  una lagrimita furtiva se me escapa de la voluntad y resbala suave por la mejilla, sin tocar cristal de gafa, eso sí. Menos mal.




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The Yes Men are revolting

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En The Yes Men are revolting, nuestros queridos gamberros andan un poco de capa caída. Cuarentones y canosos, empiezan a cuestionarse su vida de activismo tocapelotas. Se les ve perezosos, nostálgicos, distanciados de la batalla. Llevan veinte años de lucha molestando a las grandes empresas y corporaciones, pero sus picaduras, aunque graciosas, y esforzadas, apenas han traspasado la piel de los elefantes. El sistema económico, tras la crisis, se ha rehecho en poco tiempo, rejuntando a los ladrones como el T-1000 de Terminator rejuntaba sus moléculas. Los espectadores de sus películas hemos celebrado sus gamberradas, y hemos aplaudido sus osadías, pero al final nos hemos quedado en el sofá tan ricamente, con el único compromiso de votar a las izquierdas cada cuatro años. Han sido muy pocos los reclutados para la lucha. Muy escasos, los valientes que se han alistado en esta guerra para jugarse el tipo, la denuncia, la cárcel incluso.

    El asunto principal que ahora preocupa a los Yes Men es su vida personal: los hijos, el amor, la estabilidad laboral. Ellos no son hombres de piedra, ni superhéroes de acero. Tienen su vida propia, sus sueños legítimos. A la lucha universal suman ahora su lucha doméstica, y no hay tiempo para todo, ni fuerzas que abarquen tanto. Pero no se rinden, por supuesto. Tener familia les ha hecho pensar más que nunca en el legado que habremos de dejar a la próxima generación. Y es ahí, en la confluencia de su egoísmo genético y de su altruismo belicoso, donde han encontrado el ánimo para perpetrar nuevas fechorías. En The Yes Men are revolting, el cambio climático se convierte en su renovada cruzada contra el Mal. Andy y Mike, con sus caras de panolis y sus trajes de ejecutivos, volverán a colarse en la Cámara de Comercio, en la compañía Shell, en la Cumbre del Clima de Copenhague... Sí: siguen riéndose en la puta cara de los ávidos de dinero, de los tipos sin escrúpulos. Para seguir despertando conciencias y arrancando las carcajadas. 


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The Yes Men fix the world

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Seis años después de su debut en las pantallas, Andy Bichlbaum y Mike Bonanno, los Yes Men, vuelven a la carga contra las corporaciones que saquean el planeta. Contra los bancos que financian el tinglado. Contra las instituciones democráticas que esconden la suciedad bajo las alfombras parlamentarias. Mientras los demás arreglábamos el mundo en las tertulias del bar o en el sofá de nuestras casas, insultando a los próceres pero sentados muy cómodamente, ellos, los Yes Men, cuando el mundo financiero se derrumbaba, salieron a las calles para realizar sus "performances" en el corazón mismo del enemigo. The Yes Men fix the world. O, al menos, de no poder arreglarlo, dada la magnitud inalcanzable de la tarea, poner el dedo en las llagas, con mucha risa, y mucha mala hostia, y mucha reflexión inquietante también.

    Es impagable, ver a Andy Bichlbaum travestido de ejecutivo anunciando en un informativo de la BBC que Union Carbide va a pagar millones de dólares a los afectados de Bhopal. Verle, más tarde, infiltrado en las filas de Exxon, anunciando el nuevo petróleo del siglo XXI, que será un compuesto refinado a partir de los restos crematorios de cadáveres humanos. Es una descojonación ver a Mike Bonanno, quintacolumnista en Halliburton, presentando el kit de salvamento Sobrevivola, una burbuja de supervivencia para que los ricos salgan indemnes de cualquier catástrofe natural. 

    No sé si The Yes Men fix the world es un buen o un mal documental. Y me da lo mismo, además. Este blog jamás entró, ni entrará, en cuestiones técnicas. Sólo diré que los Yes Men son dos genios, dos héroes, dos santos de incorporación inmediata a los laicos altares. No es que sigan la estela protestona de Michael Moore, mi entrañable gordito: es que le adelantan a toda hostia por la izquierda, añadiendo a la denuncia la parodia de los tiburones capitalistas. Aterroriza -no se me ocurre otra expresión- ver cómo los Yes Men sueltan auténticas salvajadas en estos foros de postín, y cómo los asistentes se descojonan de la risa, y toman notas, y hacen preguntas sobre riesgos y rendimientos sin tomar en consideración la idea disparatada, y deshumanizada, que se les propone.
     




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The Yes Men

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Los Yes Men son Andy Bichlbaum y Mike Bonanno. Ellos son dos gamberros maravillosos que en su tiempo libre, cuando no trabajan en sus cosas, y no están cumpliendo con sus obligaciones familiares, se dedican a protestar contra las multinacionales que empobrecen el Tercer Mundo, y contra los organismos oficiales que consienten la rapiña.

    Los Yes Men, estadounidenses ambos, de profesión diseñadores gráficos, llevan desde 1999 dando por el culo a los poderosos. No han impedido sus latrocinios, pero sí les han provocado algún que otro forúnculo. Su primera fechoría fue crear una web falsa que reproducía, casi exactamente, aquella en la que George W. Bush se daba a conocer al pueblo americano. Ellos introdujeron "sutiles" diferencias políticas y "novedosas" revelaciones biográficas, que crearon gran controversia en su momento. El mismo Bush, en una entrevista para la televisión, les llamó "basureros de la información", y aprovechó la circunstancia para lanzar una proclama, muy democrática, a favor de  limitar la libertad de prensa. Las cosas de Georgie, como luego supimos...

    Los Yes Men, gracias a la cuchipanda, encontraron la inspiración que habría de guiar su camino. Acto seguido calcaron la web de la Organización Mundial del Comercio, creándose perfiles de expertos economistas. Algunos visitantes se daban cuenta del engaño, pero otros, que no se fijaban demasiado en los contenidos, empezaron a invitarles para dar charlas en nombre de la OMC. Ahí nació el personaje de Hank Hardy Unruh, un ejecutivo que se cuela en las conferencias de los poderosos, de los ávidos de ganancias, para soltar auténticas barbaridades que lejos de estremecer a los presentes, y de mover al abucheo o a la denuncia, arrancan encendidos aplausos, y grotescas risotadas de satisfacción, retratando a cada cual. 

     Verbigracia: Hank aprovechará unas jornadas comerciales en Salzburgo para proponer un sistema de compra de votos que garantice una democracia mejor dirigida. En Finlandia, en un congreso de empresas textiles, argumentará, con datos y estadísticas, un regreso al sistema de trabajo esclavista, y presentará, como novedad mundial, un sistema de control remoto de los trabajadores, con chips bajo la piel que avisan de sus progresos y de sus descansos no permitidos. En Nueva York, en el marco de unas charlas sobre alimentación, lanzará el revolucionario proyecto "Reburger", un compromiso de McDonald's para vender hamburguesas baratas a los países pobres, con carne directamente reconstruida a partir de heces y materias fecales... 

    Si además de conciencia social tienes sentido del humor, del negro, o del marrón, los Yes Men son tus hombres para pasar un buen rato: indignándote, y partiéndote el culo, al mismo tiempo.





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Spotlight

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Un recuerdo personal:
En Invernalia, en el patio del colegio, cuando te raspabas las rodillas o el codo, el encargado del recreo te enviaba al dispensario, un garito con cuatro tiritas y un bote de alcohol que gestionaba, vamos a llamarle así, el hermano Jesús. El hermano Jesús era un docente retirado al que colocaban allí para darle una distracción matinal. Aquel hombre vivía en el colegio, en comunidad religiosoa, seguramente desempeñando mil tareas productivas. Pero nosotros, los alumnos externos, sólo le conocíamos en aquel dispensario por el que pasábamos dos o tres veces al año, cuando nos dábamos un tortazo en el baloncesto o en el futbito.
    Al hermano Jesús le daba igual la superficie lastimada que le presentases. Su primera instrucción, invariable, era que te bajaras los pantalones.

    - "Pero, hermano... me he raspado el antebrazo"
    - Ya lo sé, hijo, tú bájate los pantalones.

    Como éramos timoratos y merluzos, y desconocíamos los intrincados caminos de la anatomía, que tal vez requería mercromina en las rodillas para curar los rasguños del codo, nos bajábamos dubitativos los pantalones, sólo un poquitín, hasta la altura del medio muslo. El hermano Jesús echaba un vistazo furtivo a los asuntos esenciales, siempre cubiertos por el calzoncillo o por el faldón de la camisa, y rápidamente te ordenaba que restablecieras el vestido decoroso. Al instante, como liberado del trance, te limpiaba la herida diligentemente, sin un roce de más.

    - Tened más cuidado para la próxima vez, perillanes- nos decía.

    Aquella situación, más que vergüenza, nos producía mucha risa cuando regresábamos al patio. Los amigos se partían la caja con la anécdota de siempre, pero renovada. Incluso montábamos un teatrillo, imitando la escena, si el encargado del recreo andaba despistado. En realidad nadie le daba la menor importancia al asunto. Comparado con estos curas de Boston abusadores gruesos y delictivos, el hermano Jesús era una hermanita de la caridad. Con nosotros, digo. Los internos del colegio seguro que podrían contar historias más truculentas.
    Hacía más treinta años que no me acordaba del hermano Jesús. De ese tipo asqueroso. De ese hombre indeseable.




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Frío en julio

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Decía Carlos Pumares en aquel programa suyo de las madrugadas que de vez en cuando había que ver una mala película para luego saborear mejor las buenas. Decía, con sabiduría, que si uno, en su cinefilia desbocada, iba continuamente de peliculón en peliculón, al final caía en la insatisfacción rutinaria de quien come caviar y bebe champán todos los días. Lo que Pumares no explicaba era si él elegía malas películas a conciencia, como una especie de purga o de penitencia, o si le bastaba con las se que encontraba en los festivales del ancho mundo, o en sus obligaciones profesionales de programador.

    Uno, la verdad sea dicha, jamás ha visto una mala película a sabiendas. Mi intención de cada noche es limpiarme la mierda del día con una película de risas o de lágrimas, de sustos o de emociones. Con los años he ido desarrollando un sexto sentido que falla muy pocas veces. Frío en julio, por ejemplo, es una película que no pensaba ver ni en pintura, ni en pixelación. De venganzas entre tejanos hormonados ya está uno muy informado y muy resabiado. Estaba borrada de mis agendas hasta que el otro día, en el pasillo laboral, una amiga de gusto exquisito me la puso por las nubes. En esos momentos uno casi siente, físicamente, la disonancia cognitiva que provoca un terremoto en las neuronas. Por un lado la compañera, disfrazada de abogada, que te canta loas y alabanzas, y por otro lado, sulfúrico y enrojecido, el instinto que te ruega no escucharla. Son segundos decisivos, inquietantes, en los que pones en juego la amistad si tuerces el morro con desagrado, o dices que no con sequedad. 

    Frío en julio, efectivamente, era una película que no encajaba en mi perfil, por decirlo de manera suave. Pero no voy a pedirle daños y perjuicios a mi compañera. Ella, otras veces, me ha enseñado joyas que yo no conocía, maravillas que me habían pasado desapercibidas. Las películas que entran por las que salen. Además, gracias a estos bostezos, como bien enseñaba el maestro Pumares, mi próxima película me sabrá a teta de monja. Ya me estoy relamiendo.







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The Martian

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Los hombres de La Pedanía, que es el pueblo donde yo vivo, nunca van a ver The Martian, la última película de Ridley Scott. Ellos nunca van al cine, ni tienen televisión de pago, ni entienden bien cómo funciona un DVD. Dentro de unos años, si acaso, cuando pasen la película después del No-Do  y de la información del tiempo, mis convecinos le echarán un vistazo distraído mientras apuran el vaso de vino y cortan el queso con la sirla de Albacete. Yo sé que les va a interesar mucho el tema de las patatas hidropónicas, porque aquí, en este villorrio, como en cualquier villorrio que se precie, que las patatas crezcan o no es el asunto sustancial de cada día. Lo que viene antes del cultivo de Matt Damon, y sobre todo lo que viene después, les va a aburrir soberanamente, y van a verlo con el volumen bajado, o con la atención puesta en otro sitio. 

Sí levantarán la ceja cuando Damon se ponga a cacharrear con los vehículos espaciales, porque ellos, hombres prácticos donde los haya, saben mucho de arreglar cualquier cosa, y de trastear mucho con sus tractores, aunque ellos siempre tengan la patata en mente, y no entiendan muy bien qué hace un tío con un casco en mitad del desierto, buscando artilugios sepultados bajo el polvo.


    Escribía Andrés Trapiello en sus diarios, de cuando iba a su finca extremeña y se topaba con la dura realidad del agro:

    “Yo no sé de dónde se habrán sacado eso de la sabiduría de los hombres de campo. Por uno sabio, se topa uno con cien brutos y desalmados. Sólo hay que observar la saña con que un hombre de campo mira crecer unas dalias, una rosa, todo lo que no dé patatas”.

    No diré yo tanto de mis vecinos, Dios me libre. Como yo no tengo tierras ni casa propia, nos saludamos amablemente sin que nuestras vidas tengan un punto de intersección, ni de conflicto. Trapiello, en el exabrupto, se desahogaba de un problema de lindes, o de unas obras en casa, y aprovechaba la escritura para quedarse descansado. Mi desencanto con los hombres de campo es más liviano que el suyo, pero más sostenido en el tiempo. Más decepcionante en realidad. Aquí no hay nadie para comentar una película como The Martian. Nadie con quien compartir el amor volcánico que Jessica Chastain sigue despertando en mis entrañas. Nadie, por supuesto, con quien recordar el sueño viajero de Carl Sagan, ni hacer memoria de las otras aventuras espaciales de Ridley Scott. Nadie a quien comentarle que The Martian, en esencia, tiene el mismo argumento, y el mismo brete moral, y el mismo actor rescatable, que Salvar al soldado Ryan. Aquí, en el villorrio, las únicas películas que se ven son las de vaqueros, y sólo si sale John Wayne en ellas. Vivo rodeado de gente, ahíto de comida, en un rincón ubérrimo del Noroeste. Pero vivo solo, muy solo. Me siento, en espíritu, como Matt Damon atrapado en Marte.




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Mozart in the Jungle. Temporada 1

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Se cuenta en IMDB, respecto a Mozart in the jungle, que un estudio de la universidad de Harvard, allá por los años noventa, encontró que la satisfacción laboral de un músico de orquesta era más baja que la de un guardián de prisiones, o de la cajera de un supermercado. El dato, tan extraño como revelador, viene a explicar muchas de las cosas que suceden en esta ficticia Filarmónica de Nueva York que dirige Rodrigo, el chiflado director al que da vida Gael García Bernal.


       Mozart in the jungle está basada en las memorias de la oboísta Blair Tindell. Ella subtituló su biografía con un “sexo, drogas y música clásica” que es mucho más que un chiste malo sobre el famoso “sexo, drogas y rock and roll”. De las vidas de los grandes compositores hemos visto documentales, y hemos leído biografías, y sabemos que la mayoría eran unos rijosos que dedicaban su música a las amantes perdidas o conquistadas. Incluso cuando aseguraban que componían sus sinfonías inspirados por Dios, no hacían más que sublimar los instintos de quien chorreaba libido por sus dedos. Sin embargo, de los intérpretes de esa música siempre hemos tenido una visión equívoca y mojigata. Los veo en el canal Mezzo, siempre tan atildados y tan virtuosos, y pienso en ellos como en seres angélicos, asexuados, que una vez terminada la función se retiran a sus aposentos a beber agua mineral y a seguir practicando con sus instrumentos. De qué otro modo, si no, iban a alcanzar ese dominio magistral, ese arte inalcanzable. Es una impresión falsa, por supuesto, que no resiste ni cinco segundos de análisis racional. Mozart in the jungle nos recuerda que estos músicos de élite, cuando guardan el violonchelo en la funda o el oboe en el cajetín, son como cualquiera de nosotros, con sus orgullos y sus amores, sus vidas arruinadas o sus vidas en recomposición.





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Mis almuerzos con Orson Welles

Entre 1983 y 1985, allá en los restaurantes de postín, Orson Welles y el director de cine Henry Jaglom mantuvieron jugosas conversaciones sobre el mundillo de Hollywood, y sobre las tribulaciones artísticas del propio Orson. Welles, que confiaba en la discreción de su amigo, no puso impedimento para que estas conversaciones fueran grabadas en un magnetófono. Un documento que ahora, gracias a la labor editora de Peter Biskind, nos llega en forma de libro imprescindible: Mis almuerzos con Orson Welles.

   La mitad del texto se nos va en los proyectos inacabados de Orson Welles. En esos tres años previos a su muerte, incombustible y obsesivo, el ciudadano Kane todavía soñaba con dineros llovidos del cielo, y confianzas renovadas de los productores. Algunos proyectos los tenía con el guión inacabado; otros con el rodaje a medio empezar; otros con los actores sin dar el OK definitivo. Un sindiós de películas y documentales que mantenían a Welles ocupado de la noche a la mañana, cuando no estaba comiendo en los restaurantes, claro, o cuando no estaba en España de parranda, impregnándose de tauromaquias y flamenqueos.




       Para un cinéfilo como yo, de los de andar por casa, la parte más enjundiosa del libro es aquella en la que el gordinflón no opina, sino que pontifica, sobre sus gustos y manías. Una verdulera que opina a calzón quitado, y a cinturón desabrochado, sobre películas y cineastas, actores y damiselas. Uno esperaba, la verdad, razonamientos sesudos, análisis cinematográficos. Fulano es muy bueno porque tal y fulana es un horror porque cual... Pero no: Orson Welles se viste de cinéfilo de café para soltar sus inquinas y prejuicios. No le gusta Spencer Tracy porque es irlandés; odia a Woody Allen porque es feo y bajito; trata a John Huston como un borracho incompetente. Detesta Vértigo porque sí, y Chinatown porque le da la gana, y All that jazz porque le parece una memez.

A otro interlocutor no le hubiera consentido yo tamañas herejías: que me toquen a Woody Allen es como que tocaran a mi hermano; que se metan con All that jazz es como si se mearan en el copón de mis hostias consagradas. Pero a Welles, por aquello del respeto, y porque en un párrafo confiesa ser lector admirado de Montaigne, le voy siguiendo hasta la última página, asombrado a veces de su inteligencia, indignado, a veces, con su pedestre humanidad. Un tipo orgulloso, pagado de sí mismo, que sin embargo, en ocasiones, se declara perdido y confuso.



- Soy mucho más inseguro de lo que piensas, Henry.
- No me lo creo. Eres arrogante y estás muy seguro de ti mismo.
- Sí, es verdad, estoy muy seguro de mí mismo. Pero de nadie más.



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Mientras seamos jóvenes

🌟🌟

No puedo engañarme a mí mismo. Sé que por debajo de mi cinefilia maniobra un individuo caprichoso que vive en el inconsciente. Un tipo enmascarado que me persuade, con voz meliflua, de ver películas que sólo le interesan a él. Como ésta de hoy, Mientras seamos jóvenes, un truño que aburre a los quince minutos y ya no se detiene hasta el final en sus gracias que no dan risa, en sus filosofías que no dan nada en qué pensar.

      Noah Baumbach es el director de un montón de películas extrañas que nunca me dejaron poso. De su filmografía, tan cacareada, no soy capaz de recordar ni siquiera los argumentos. Y sin embargo, seducido por mi Batman interior, y enamorado hasta las cachas de Naomi Watts, mal aconsejado también por algún crítico de postín, he vuelto a caer en las redes de estos neoyorquinos con ínfulas que quieren ser personajes de Woody Allen y se quedan en panolis de TV movie.



      Mi inconsciente ha vuelto a engatusarme con otra película de cuarentones desnortados, de los que empiezan a sufrir hernias y artritis. De los que no saben si volverse ya viejunos del todo o darle una nueva oportunidad a su joven interior. Mi inconsciente anda muy preocupado con la velocidad supersónica del calendario, y como sabe que yo vivo infeliz pero despreocupado, aprovecha las películas para meterme el miedo en el cuerpo. Pero, yo, la verdad, poco puedo aprender de estos cuarentones imaginarios. Ellos son mucho más guapos que yo, y viven en Nueva York, y tienen talentos artísticos, y lloran en hombros de mujeres bellísimas y comprensivas. Así cualquiera.... Mi crisis otoñal es muy típica, muy de andar por casa. De la meseta superior cuando hace frío, con el sillón-ball y la mantica, la sopa de ajo y la morcilla con cebolla. De paseos por el bosque y tertulias melancólicas con los amiguetes. De la tecla F5 del ordenador siempre cerca, para actualizar las páginas de amores a ver si alguna cuarentona busca un hombre como yo.




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Dheepan

🌟🌟🌟

De vez en cuando, acuciado por la vagancia de no preparar la cena, me dejo caer por los restaurantes orientales del Pakistán y alrededores. Hay un tugurio, en concreto, en esta capital de Invernalia, donde preparan un kebab que es una obra de arte de la glotonería. Me río yo, del masterchef o del chefmaster, de sus perejiles y de sus vinagres reducidos, mientras sostengo uno de esos prodigios entre las manos, conteniendo a duras penas el relleno que se escurre entre los panes, como en una cornucopia rebosante. Tras el atracón viene el sentimiento de culpa, y el juramento de no volver a repetir, vigilado como estoy por un médico que lo sabe todo sobre mi colesterol. Pero al cabo de un mes me puede el nervio, y la gula, y regreso a la escena del crimen con la cabeza gacha y la cara medio escondida, para que ningún conocido me reconozca. Como quien entra en un puticlub, o en una agrupación del Partido Popular.


   Mientras espero la confección de mi suicidio, observo con detenimiento antropológico a estos restauradores anónimos. Mi incultura, tan poco viajada, me impide saber de dónde proceden. Alrededor del golfo de Bengala se me enredan los países y las coloraciones. Me pregunto qué pintan aquí, en esta ciudad que casi no llega ni a pueblo, tan lejos de sus terruños, siempre pegados a unos fogones verticales que son de volverse loco de calor. Qué piensan de sus clientes, tan orondos; de los españoles, tan gritones; de la cultura occidental, en general, que quizá en las antenas parabólicas de sus países siempre salía de colorines y con pibones semidesnudos.

    Hoy, cenando sopa de fideos y fruta multicolor, he vuelto a pensar en mis viejos amigos. Y no por el hambre canina –que también- sino porque estaba viendo Dheepan, la última película de Jacques Audiard. Dheepan es un exiliado tamil que huye de la guerra en Sri Lanka, y que encuentra asilo político, y trabajo precario, en un arrabal conflictivo de París. Huyendo de las balas de su tierra, se encontró con las balas francesas del narcotráfico pandillero, que se disputa los edificios como en un episodio de The Wire. Dheepan es un tipo duro que no se deja pisar por nadie. Podría escurrir el bulto y hacerse pasar por un anónimo trabajador que sólo quiere el permiso de residencia. Pero a Dheepan le bullen las entrañas: es un justiciero de barriada, un Charles Bronson bengalí. Se parece mucho, en el físico, al hombre que aquí en Invernalia rellena mis kebabs de la muerte. Ése al que siempre le digo que ponga un poco de picante, y que añada un poco más de cebolla. La próxima vez que le vea casi estoy romper el hielo, y por entablar conversación. A ver qué me cuenta. 



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Camino a la perdición

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El personaje trágico de Camino a la perdición es el mafioso John Rooney, al que da vida, y altura, un inmenso Paul Newman. Un protagonista de tragedia griega, si no estuviéramos entre irlandeses con metralleta y borsalino.

    A punto ya de jubilarse por edad, o temeroso de que lo jubilen a tiros las bandas rivales, el anciano sopesa a quién legar los negocios ilícitos que lo han hecho un hombre respetable. El hijo genético, la carne de su carne, es un psicópata de gatillo fácil que no sabe mantener la boca cerrada, ni el arma en la cintura. El personaje de Daniel Craig es, además, un tipo apocado y rencoroso, que no tiene el don de la paciencia ni la virtud de la mansedumbre. Un perfecto inútil que dilapidará en poco tiempo la herencia recibida. Tantos asesinatos, tantas piernas rotas, tantas cabezas descalabradas en el Medio Oeste americano, para que luego llegue el chaval y lo arruine todo con tres locuras y cuatro tonterías. Una inversión de alto riesgo, como poco.

    El otro hijo de Paul Newman es Michael Sullivan, el personaje de Tom Hanks. Un matarife profesional, como aquellos que añoraba el gallego Pazos en Airbag. Sullivan es un sicario que sabe cuándo hablar y cuándo disparar. Cuándo conceder la prórroga y cuándo empezar la balacera. Cuándo dejar un testigo vivo y cuándo no. Un tipo responsable y cabal que sin embargo, ay, no lleva en su venas la sangre de los Rooney. Él es un hijo adoptado, como el Tom Hagen de la familia Corleone, y aunque sería el candidato ideal para suceder al anciano, los imperativos genéticos pueden más que los raciocinios de la conveniencia. Cuando la película se enrede, y John Rooney tenga que mojarse en su elección, se desatará la tragedia anunciada en el título. El camino hacia Perdición, y hacia la perdición, que tanto monta y monta tanto.

    Mientras veía la obra maestra de Sam Mendes, y contemplaba las dudas desgarradoras de John Rooney, he recordado aquel discurso que Tywin Lannister le soltaba a su hijo Jaime en la tienda de campaña. Para ilustrar a quienes vieron Camino a la perdición y se echaron las manos a la cabeza:

    "En poco tiempo yo habré muerto. Y tú, y tu hermano, y tu hermana, y todos su hijos. Todos moriremos. Todos nos pudriremos en la tierra. El apellido de la familia es lo que pervive. Todo cuanto pervive. Ni la gloria personal, ni el honor. La familia". 


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American Beauty

🌟🌟🌟🌟🌟

Este blog es un porno soft de mi mundo interior. Una exhibición de anatomías íntimas que aparecen medio tapadas por las sábanas. Usando las películas como excusa, mezclo medias verdades y medias mentiras para hablar de mis mandangas, de mis opiniones sobre el mundo. Los cinéfilos de verdad, los que buscan análisis profundos o datos curiosos, hace tiempo que emigraron a otras páginas, donde ven satisfechas sus respetables apetencias. Aquí se han quedado los cuatro parroquianos despistados: los amigos de verdad -que vienen a curiosear- y los amigos de mentira –que vienen a reírse de mi yo y de mi circunstancia. Y las incautas, claro, que descubren a un literato de mediana edad y sueñan con leer poesías en colores pastel, y cantos otoñales a la belleza de la vida. Pobrecicas mías...


      Con algunas películas, sin embargo, no puedo explayarme sin caer en el desnudo total. Hablar, por ejemplo, de American Beauty me exigiría pasar del porno blando al porno duro. Retratarme en primeros planos, y en HD, con los pelillos y los pliegues al descubierto. Una cosa muy fea y de muy mal gusto. El personaje de Lester Burnham tenía cuarenta y dos años cuando contaba su triste historia. Y yo tengo ahora uno más. Y quizá porque muchos cuarentones seguimos el mismo camino de las baldosas amarillas, me hallo en su misma encrucijada. La vida de Lester Burnham, en mi caso, es como el negativo de los pápeles de Bárcenas: todo es cierto "salvo alguna cosa". Las peores del repertorio, no se preocupen...

Lo más triste es que yo no tenía ni treinta años cuando me presentaron a Lester Burnham allá por 1999, y entonces ya supe, en un escalofrío del alma, que tarde o temprano me encontraría maldiciendo su misma desgracia. Que el mismo desaliento, y la misma frustración, y la misma sensación dolorosa del tiempo perdido, me esperaba a la vuelta de una esquina. Que iba a llegar un día -que sería el primero de muchos- en  que después de la ducha matinal todo iba a ser bastante peor. El amor y la salud; el trabajo y la esperanza

     Y sin embargo... La vida es tan... hermosa. Está llena de humor, de carcajadas, de benditas estupideces. Hay músicas que me erizan el vello, paisajes que me dejan atónito, sabios que me iluminan las meninges. Partidos de fútbol que me devuelven la alegría tonta de la niñez. Y están las películas, claro, que me dan oxígeno y alimento cada noche. Y está el amor, tal vez...

     "A veces hay tantísima... belleza... en el mundo, que siento que no lo aguanto. Y que mi corazón se está... derrumbando".



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Regresión


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Minnesota, en los últimos tiempos, desde que los hermanos Coen ambientaran allí Fargo –y eso que Fargo está en Dakota del Norte-, se ha convertido en el chiste recurrente de Norteamérica.  Cada vez que alguien quiere rodar una ficción de paletos con pocas luces, o de rústicos sin ninguna prisa, allá que van con las cámaras y los focos, como aquí íbamos a los secarrales castellanos en tiempos del cine franquista, a descojonarnos del labrador con boina, y de su mujer con dislalia. Ya incluso en las retransmisiones de la NBA, cuando juegan los Minnesota Timberwolves y algún jugador de la franquicia anda despistado en ataque, o merluzo en defensa, se escuchan algunas bromitas sobre el asunto: “Este tío parece sacado de Fargo, o nació en el centro mismo de Minnesota…”

      Esta semana, por esos designios de los hados, he visitado Minnesota dos veces. El primer viaje me ha llevado a Luverne, donde los personajes de Fargo 2 siguen haciendo de las suyas, bobos geniales los unos e inteligentes limitados los otros. Nada ha cambiado por esas tierras desde que los hermanos Coen establecieran el estereotipo. Y bien que lo agradecemos, la verdad, porque los espectadores nos seguimos descojonando con ese humor negro que ya es una Denominación de Origen. Ya dijo Cipolla que la estupidez era universal, pero allí, al parecer, en la rectilínea frontera con Dakota, existe un pico estadístico que es un filón para los guionistas.

         El segundo viaje astral a Minnesota lo he hecho con Regresión, la última película de Amenábar. Aquí los lugareños parecen algo más espabilados que en el universo de los Coen, quizá porque hay menos nieve y los andares son más rápidos, o porque hace menos frío y las cabezas parecen menos abotagadas. Los palurdos de Amenábar no cometen crímenes estúpidos que luego hay que ocultar durante diez episodios. No: a estos lugareños, cuando les pega el siroco, les da por celebrar ritos satánicos en un granero abandonado, sacrificando bebés y entonando salmos al revés. Luego, durante el día, cuando el ojo de Dios les pregunta, dicen no acordarse de nada, o recordarlo vagamente de una pesadilla. 

    Así las cosas, para resolver los crímenes, el pobre Ethan Hawke buscará ayuda en el hipnotizador de la comisaría (sic), un tipo que saca verdades del subconsciente con un metrónomo de cruz invertida (sic también). Y aquí me detengo, para no hacer sangre. Podría poner veinte sics igual de absurdos para subrayar las veinte demencias de este guión tan ridículo. No hay suspense en Regresión: sólo susticos, golpes de efecto, actores que nunca se creen las chorradas que van soltando por los páramos.



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La duda

🌟🌟🌟🌟

La simpatía y la antipatía son sentimientos que surgen de la nada. Sin tiempo para juzgar a la nueva persona, nos creamos una opinión que solidifica a la velocidad temible del cemento. Son sensaciones que nacen en la trastienda de nuestras emociones, allí donde Sigmund Freud descubrió la veta profundísima del subconsciente, y empezó a extraer un mineral que todavía no hemos agotado. El abuelo de Viena, que para algunas cosas se ha quedado en un viejo verde, o en un plasta ilegible, en otras es todavía un maestro competente. Él nos enseñó que cualquier conocido nuevo nos remite a otros cien que guardamos en el recuerdo. Y que a veces, en el procesado rápido de información, sacamos conclusiones que pueden ser precipitadas, pero que necesitamos para ponernos en alerta o para abandonarnos libremente a la amistad, o al amor...


      La duda, que es la película que hoy me ocupa, es la historia de una antipatía visceral, radical, freudiana hasta la médula. La de la monja Aloysius por el padre Flynn. Muchos, en su día, se quedaron con la trama secundaria del supuesto abuso sexual ¿Se trajinaba el sacerdote al niño negro, allá en los oficios de monaguillo? ¿O le ofrecía, simplemente, unos cariñitos espirituales? ¿Se derramaba algo más que vino, en la sacristía del internado neoyorquino? Rodada en plena eclosión de las meteduras de mano sacerdotales, y de las meteduras de pata obispales, La duda, en realidad, no tenía nada que ver con el asunto. O muy poco. El contacto sexual sólo era el viejo mcguffin de don Alfredo. La trama verdadera, el meollo del asunto, es se odio exacerbado e irracional, que siente la monja alférez por su sacerdote. Una antipatía rabiosa que sólo buscaba una excusa para explotar. 

    La duda es un concepto de psicología básica. El retrato de un prejuicio que nos parece vidrioso y malévolo, pero que sólo es, ojo, la exageración dramática de un pecado que todos hemos cometido alguna vez. 


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The Newsroom. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Me topo, en los canales de pago, con un documental que aborda los entresijos periodísticos de The Newsroom. Uno un poco viejuno, de cuando estrenaron la serie en Canal +. En él, varios periodistas españoles expresan su opinión sobre la utopía de Aaron Sorkin. Les parece estupendo y tal, como no podía ser de otro modo. Ellos también sueñan con una información objetiva y guerrillera, libre de cortapisas e intereses partidistas. No nos explican, por supuesto, la razón de que ellos sólo puedan soñar ese periodismo y no practicarlo. No nos dicen quiénes son los patrones les coartan, los jefes que les vigilan, los anunciantes que les acojonan. Qué partido político les envía cada mañana un argumentario para seguir sembrando la desinformación y la falacia. Entre su triste realidad de paniaguados y la alegre rebeldía de los personajes de Sorkin, media un abismo de explicaciones que nadie, por supuesto, nadie va a a ofrecernos ante la cámara.


    Es una gran farsa, este documental del Canal +. Pero resulta, al mismo tiempo, muy educativo. Uno de los personajes entrevistados es Antonio Caño, que por aquel entonces era corresponsal de El País en Washington. Le sacan a la palestra por su condición de hombre de PRISA, y por su amplio conocimiento de la  política americana. Caño, como todos los demás, es un rendido admirador de la serie. Caño, como todos los demás, no explica por qué su empresa no tiene un informativo como el de ACN. Dos años después, este fulano será llamado a filas por Juan Luis Cebrián para dirigir El País desde Madrid. Y dirigirlo, en este caso, es redirigirlo. Un eufemismo para hacer limpia, poner orden, rendir pleitesía... Acabar con cualquier atisbo de rojerío, de socialismo, de librepensamiento sedicioso. De traicionar a los viejos lectores, que desertamos en manada y todavía no hemos regresado. De volver indistinguible este diario de todos los demás. Incluido el de Mahruenderrr. Ver ahora, con tres años de retraso, a Antonio Caño hablando maravillas del periodismo que se practica en The Newsroom, es una ironía del destino. Una broma macabra de los calendarios. 



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Black Mass

🌟🌟🌟

Al final de Black Mass, en los títulos de crédito, aparecen las fotos reales de los mafiosos que durante años colaboraron con el FBI allá en los arrabales de Boston. Unos matones de baja estofa que mientras largaban de la mafia mayor, la italiana, gozaron de total impunidad para manejar sus asuntos delictivos. Que si unas extorsiones por aquí o unos asesinatos por allá. Poca cosa, al parecer.

     Como suele suceder, los jetos auténticos de los mafiosos son insulsos, decepcionantes, de una normalidad pedestre que está más cerca de la estulticia que de la brillantez. Tipos que uno se encontraría en cualquier bar del pueblo, jugando a la baraja, o disputándose la posesión del Marca. La psicopatía, en el mundo real, viene enmascarada en rostros neutros, insustanciales, como bien advierten los manuales de psiquiatría. Lo del psicópata de sonrisa cínica y mirada perturbadora es una cosa que ponen en las películas para que los espectadores más lerdos no se pierdan en la trama. Lo del mafioso con glamour también fue una estupidez aventada por el cine: una tontería que El Padrino elevó a la categoría de arte, hasta que un buen día nos topamos con la jeta de James Gandolfini y con sus camisetas imperio manchadas de salsa napolitana.

        En Black Mass no hay nada que objetar sobre la caracterización de los matones secundarios, que podrían ser perfectos clientes del Bada Bing!, una pandilla de garrulos que celebran su amistad trajinando whiskies y junando putas. Pero el Jimmy Bulger que le han plantado en la cara a Johnny Depp parece una broma. Uno ve las fotos reales del hampón y tiene un aire parecido al tío Paulie de Los Soprano, sólo que un poco más delgado y estiloso. Nada que ver con esta criatura infernal de lentillas azules y dentadura retorcida que parece sacada del Drácula de Coppola. Se han pasado tres pueblos con el maquillaje y con la plastilina. Tres pueblos, concretamente, de la provincia de Albacete, pues uno mira y remira el emplaste y no deja de pensar en Joaquín Reyes imitando a Jimmy Bulger con acento de La Mancha:

        "Que soy el recopetín de la mafia bostoniana, copón, ¿no os doy repeluco?"


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The Newsroom. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

La ciencia-ficción que consumo estos días no es sólo la galaxia muy lejana de Star Wars. Y no estoy muy seguro, además, de que Star Wars sea realmente una ficción... Del mismo modo que otros creen en la multiplicación de los panes o en la intervención de la Virgen María en los partidos de fútbol, yo estoy en mi derecho de tomarme en serio a Luke Skywalker como el poderoso Jedi que trajo el equilibrio a la galaxia. Yo creo en la Fuerza como otros creen en el rayo divino, o en la infalibilidad del Papa, asuntos todos relacionados con la fe, con el capricho de las entrañas, y a ver quién es el guapo que me quita la ilusión.


         No tengo mucha fe, sin embargo -porque estos sí que son personajes inverosímiles, porno duro de la ficción dramática- en los periodistas que pululan por The Newsroom, ahora que estoy repasando la serie de Aaron Sorkin. En estos tiempos de telediarios manipulados, de tertulias vocingleras, de periódicos censurados por los magnates -y los mangantes-, uno acude al informativo imaginario de ACN a sabiendas de que Aaron Sorkin ha planteado una utopía de periodistas íntegros. Un sueño reconfortante pero imposible. En el mundo real, los chicos de MacKenzie son una especie en extinción que asoma las cabezas en ciertos reductos de internet, donde libran la guerra armados de tirachinas. También hay periodistas honrados dentro de la prensa dirigida, pero están solos, y atemorizados. Les da vergüenza lo que hacen, lo que obedecen, lo que se ven obligados a escribir o a investigar, pero el paro es muy jodido, y suele haber hijos y exesposas que alimentar. 

    La ficción mayúscula que imaginó Aaron Sorkin es que estos héroes vivan todos bajo el mismo techo, en el prime time de las noticias, y que un capítulo tras otro se las arreglen para desafiar al share, a la mentira, a los propios dueños de la emisora, que quieren cargárselos y no encuentran el resquicio. Se necesita mucha fe para dejarse llevar por esta serie ejemplar.







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La visita

🌟🌟🌟🌟

Las películas de terror se construyen sobre los miedos de nuestra infancia, que dormitan en el trastero hasta que alguien sube a jugar con las cajas y nos despierta con el ruido. Allí esperan su oportunidad los monstruos del armario, y los habitantes del pasillo oscuro. La fauna terrible que se cría en los hogares al calor de los chavales, y que luego, cuando estos ya no están, hiberna en nuestra conciencia hasta que una película como La visita vuelve a sacarla del letargo.


          M. Night Shyamalan, que es el viejo amigo recuperado, el hombre que nos acojonó vivos en El sexto sentido o en El bosque y luego se fue por los cerros de Úbeda, a experimentar con las gaseosas, ha vuelto por sus fueros con una película de terrores como dios manda. De sustos muy clásicos que sin embargo funcionan. Y mira que uno es receloso con el tema, que hasta bostezo en las casas encantadas donde otros se cagan por la pata abajo. La visita, para aplacar las apetencias de los incondicionales, sigue el manual establecido de la aparición por sorpresa y los ruidos de la noche. Pero en el fondo se trata de una película sobre recelos familiares. Y ahí el miedo se vuelve muy real, muy orgánico. Porque estos abuelos trastornados de la película no son ectoplasmas de la noche, sino carne de la carne, y sangre de la sangre, y los dos nietos que andan de visita sienten el miedo añadido de parecerse a ellos algún día.

    Es el mismo pavor, aunque tratado con humor, que sintió Lisa Simpson cuando conoció a la familia completa de su padre y se sumió en la más profunda depresión. El mismo miedo que atenazaba al niño Leolo cuando un allegado caía en la locura irremediable, en aquella obra maestra del fallecido Jean-Claude Lauzon. El mismo resquemor que sentiríamos todos al reconocernos en un familiar que ha perdido la chaveta. Una persona con la que se comparte una ceja, una mirada, un gesto en las manos, un parecido heredado, aunque nimio, que tal vez sólo sea la punta del iceberg… 


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Anacleto

🌟🌟🌟

Apagué las luces para ver Anacleto con una mosca detrás de la oreja, molestando. Una muy zumbona que no paraba de advertirme del peligro.  Aquello, nada más arrancar, parecía un cómic para desfogue de adolescentes. Un homenaje a Tarantino con exceso de metralletas. Una pérdida de tiempo para el cuarentón que leía los tebeos de Anacleto en la infancia, hace ya demasiados años. Anacleto, tal como yo lo recordaba, no tenía adaptación posible al cine. No al menos como película de acción, en plan Misión Imposible y tal. Sí, quizá, como comedia disparatada, casi subversiva, porque Vázquez, el dibujante, era un coñón que usaba sus personajes para hacer mofa y befa de la España retrasada y carpetovetónica. Una España que, groso modo, sigue más o menos igual, aunque ahora todos usemos teléfono móvil y entendamos los títulos en inglés de las películas.

     No pensaba ver Anacleto, la verdad, pero la crítica española, sospechosamente unánime, prietas las filas con el producto nacional, había proclamado un entusiasmo contagioso con la cuchipanda. Y te hacen dudar, estos mamones, porque a veces aciertan en el contubernio y te llevan por el buen camino de una película desconocida. Pero a veces, las más, te engañan como a un bobo, para que apoquines la entrada o el DVD y engroses la cuenta del director o el actor de turno, que suele ser un amiguete, o un compañero de copas. 

    Entre que sí y entre que no, finalmente me decidí, más que nada por descubrir a Berto Romero en un papel para el cine, porque Berto es un tipo que me hace reír mucho en la radio y en la tele, un comediante ocurrente y chisposo, un mitómano gafudo y cuarentón como yo que ha bebido en las mismas fuentes y en los mismos humores.

    Casi desisto del anaclético empeño a los diez minutos, cuando descubro al padre de los Alcántara descerrajando tiros en un desierto. Pero tengo que reconocer que luego me he reído como un tontorrón, en un buen puñado de ocurrencias. Las persecuciones y los tiros me aburren soberanamente, pero no algunos diálogos, algunos excesos verbales. Las coñas del viejo Vázquez... Anacleto es una película excesiva, desparramada, demasiado moderna para este anciano escribiente. Pero conserva algo del viejo tebeo: un espíritu, una chapuza, una españolidad disparatada. Y con eso me vale para entretener otra noche de invierno, en el sofá, con la mantica, con los mandos sobre el regazo. Esperando a Phil, la marmota, que ya nos dirá.








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Catastrophe. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Mientras llega el amor -y el invierno tiene pinta de ir para largo, como en Juego de Tronos- voy ejercitando las dialécticas románticas con las series de la televisión. El aprendizaje vicario -que es un término que da mucho la risa, como de escuela de tenis, o de estudios seminaristas- es la academia última de los amantes olvidados. De los hombres ninguneados. Uno ve a las parejas catódicas en sus trifulcas y arrumacos, y casi sin querer va tomando nota de las estrategias, de las componendas, del sutil arte de entenderse con las mujeres, esos alienígenas tan extraños como necesarios, tan distintos como adorables. Uno, por supuesto, conoce el peligro de confundir el cine con la realidad y sabe que estos amores son asunto de guionistas con mucha imaginación, y de productores con mucha avaricia. Que relajen el dedo, pues, los que ya iban a escribirme para advertirme del absurdo.


     En la segunda temporada de Catastrophe ya no se dirimen los asuntos del acercamiento impulsivo, del conocimiento trastabillado que estalla en el amor gozoso y algo alocado. Ahora Sharon y Rob ya tienen dos hijos, y conviven bajo el mismo techo. Sus asuntos se han vuelto domésticos y matrimoniales, y aunque uno se sigue divirtiendo con sus peripecias de pareja asimétrica, porque los diálogos derrochan ingenio, y los actores exudan química por los poros, esta segunda parte, en el aspecto pedagógico, en el sentido estrictamente académico del amor, se ha vuelto muy previsible. Uno ya ha pasado por estas Domestic Wars de las indirectas en la cocina y de las alambradas en la cama. Asignatura aprobada, que diría José Luis Garci. 

    La asignatura pendiente, que llevo suspensa desde tiempos remotos, sigue siendo el acercamiento primero. El primer trance de la publicidad. Cómo convencer a las señoritas de que en este body y en este brain todavía se guardan algunas alegrías, y algunas pequeñas satisfacciones. Mientras estudio las lecciones, el invierno se apodera de los interiores y los exteriores. A ver qué pronostica la marmota Phil en Punxsutawney, el próximo 2 de febrero...


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Eres lo peor

🌟🌟🌟

Las sitcom que uno guarda en sus estanterías son aquellas que protagonizan hombres malvados o mujeres estúpidas. O viceversa. Mujeres retorcidas y hombres insoportables. La vida misma, en definitiva, trasladada al universo ficticio de las risas enlatadas. Modern Family jamás dormirá en mi habitación porque en el fondo todos sus personajes son buenas personas, seres imperfectos con el alma inmaculada. Y eso, como bien saben los filósofos y los sacerdotes, es una imposibilidad estadística que le resta cualquier credibilidad al asunto. 
    
    Quien esto escribe se siente más cercano a los inmaduros de Seinfeld, a los estúpidos de Larry David, a los mentecatos de Veep, a los incapaces de The Office... A los cuarentones decadentes y barrigudos como Louie. Ese es el fango del ser humano en el que yo me reconozco, y me echo las carcajadas sinceras, y me dejo los dineros comprando los DVDs. Pero siempre hay, por supuesto, excepciones. Frasier fue una serie de personajes bonachones y decentes que tengo guardada como un tesoro. No se han vuelto a escribir unos guiones como aquellos. 

    Eres lo peor es una comedia irreverente, desvergonzada, de personajes impresentables que deberían seducirme casi al instante. Su protagonistas son dos treintañeros traviesos con la edad mental de dos adolescentes de instituto. Jimmy y Gretchen pasan el tiempo libre follando, desfollando, discutiendo, chinchándose, poniéndose los cuernos... Probando drogas, catando licores, contrastando excesos. Ellos viven la vida loca que cantara Ricky Martin. Son dos individuos modernos, desprejuiciados, altamente egoístas e inmaduros. Deberían caerme de puta madre. Y sin embargo, con todo a favor, no termino de reírme con sus cuitas. Sobrevuelo sus enfados y sus reconciliaciones con la sonrisa preparada, lista para la acción, pero casi nunca solicitada en realidad. Hago esfuerzos para conectarme a esas vidas tan distintas a la mía, tan cercanas en el pecado de pensamiento, y tan lejanas en el pecado de obra. Pero me veo ya muy mayor para el ejercicio.

    A veces, en el portátil, en un mal ángulo de visión, veo reflejado mi rostro sobre la pantalla, superpuesto al de estos dos amantes alocados, y me descubro ridículo, y algo voyerista, tratando de entender una juventud que nunca viví. Y que ya no me toca vivir. El esplendor en la hierba de los cojones, que cantara el poeta. 



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Robot Chicken: Star Wars III

🌟🌟🌟🌟🌟

Seth Green y sus secuaces cerraron su particular trilogía en 2010, con el poco original título de Robot Chicken: Star Wars III. Se guardaron su imaginación -desbordante, traviesa, decididamente friki- para los sketches hilarantes. Si alguien dudaba de que en la tercera entrega iban a flaquear las imaginaciones, estos muchachos dan el do de pecho y se marcan un especial de tres cuartos de hora, para tapar las bocas de los agoreros, y abrir las nuestras, que sí confiaban, en sucesión de carcajadas. 

    La galaxia muy lejana, pasada por el turmix de su gamberrismo, vuelve a convertirse en un culebrón de hijos secretos, de amores no confesados, de secundarios maltratados por la historia. Y entre todos ellos, revoloteando como una mosca cojonera, el impagable personaje de Boba Fett, el chulo más engreído de toda la galaxia.
  

1. ¿Quién baja por las pizzas en las reuniones del Alto Consejo Jedi?

2. El cuarto para hablar de asuntos no sexuales de la reina Amidala.

3. Anakin estrena piernas y traje  un sábado por la noche...

4. C3PO, que domina 6 millones de formas de comunicación, recibiendo sus clases de español...

5. ¿Qué ocurrió realmente en la granja del tío Owen?

6. Chewbacca presenta su familia a Han Solo, tras tantos años de amor inconfesado...

7. Incómodo reencuentro en la gasolinera espacial...

8. La nueva desventura del stormtrooper Gary, esta vez en la luna de Endor, con el ewok atropellado.

9. La larga -muy larga- y filosófica -muy filosófica- muerte del Emperador Palpatine.

10. Boba Fett y su amigo, entreteniendo los mil años de lenta digestión dentro del Sarlacc.



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Robot Chicken: Star Wars II

🌟🌟🌟🌟🌟

Robot Chicken: Star Wars episodio II es la continuación de las gamberradas que Seth Green y sus secuaces perpetraron un año después de su primer delito. En contra de lo que sostiene el manido refrán, segundas partes vuelven a ser buenas, y esta travesura en stop-motion es tan divertida y audaz como la primera. El universo de Star Wars, y la imaginación malvada de los guionistas, dan para hacer infinidad de homenajes descacharrantes. 

    Las ocurrencias de Robot Chicken recuperan a los personajes secundarios que tuvieron la mala suerte de cruzarse en el camino de los Jedi y de los Sith. Víctimas colaterales de una guerra que ni les iba ni les venía. Gracias a esta serie animada podemos conocer el antes y el después de sus vidas: qué tristes circunstancias les empujaron a su destino, y qué fue de ellos, tras su peripecia personal en las guerras galácticas.  Un verdadero ¿Qué fue de...? que a los frikis de la saga nos satisface las curiosidades y las risotadas. Y que a los ignorantes del mundillo les va a traer muy sin cuidado. Aviso.

Selección personal de sketches:

1. Boba Fett regresando de la muerte para cargarse a los Ewoks, esos osos tan modosos y apestosos.

2. La fatigosa aventura de Gary, el stormtrooper que lleva a su hija al trabajo justo cuando toca abordar la nave consular de la princesa Leia.

 3. El spin-off del Dr. Ball, la bola negra que portaba la inyección torturadora de la princesa.

4. Anakin asesinando a los aprendices de la Escuela Jedi mientras imagina que parte girasoles con su espada láser, allá en los campos de Naboo, donde se enamoró de Amidala.

5. La carrera suicida de los AT-AT, en homenaje a American Graffiti, la película que  George Lucas filmó con coches y no con naves espaciales.

6. La triste historia de Krayt Dragon, el dinosaurio aventurero.

7. Comida "entre amigos", en la Ciudad de las Nubes de Bespin.

8. Bob Goldstein, el abogado de Naboo que representa a los damnificados por los caballeros Jedi. Un Saul Goodman de la galaxia muy lejana...

9. Vader y Luke recuperando el tiempo perdido, as father and son.

10. El Emperador esperando su maleta perdida, en el aeropuerto de la Estrella de la Muerte.




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Robot Chicken: Star Wars I

🌟🌟🌟🌟🌟

Robot Chicken es una serie de animación que utiliza la técnica del stop-motion para versionar, de modo hilarante, el universo de nuestras películas y series favoritas. En el año 2007, con motivo del 30º aniversario del estreno de La Guerra de las Galaxias, Seth Green y su entrañable pandilla de pirados le dedicaron un programa especial al universo Star Wars. Veinticinco minutos de pura inspiración, de pura descojonación. Treinta sketches que ponen patas arriba las escenas memorables, los diálogos archisabidos. Que rescatan del olvido a los personajes secundarios y sacan los colores a los protagonistas principales. 

    Cada vez que me encuentro con otro friki por los caminos de la Fuerza, le recomiendo Robot Chicken: Star Wars encarecidamente, como un buen samaritano que soy. Al común de los mortales, en cambio, prefiero no mencionársela, porque sé que no van pillar las coñas marineras, Y porque a uno le consta, además, que los pirados de la saga galáctica les caemos muy gordos a estas gentes sencillas de nuestra galaxia, de lo plastas que podemos llegar a ser con nuestra obsesión. Que el Cielo nos perdone, y que la Fuerza nos acompañe.


Selección personal de sketches:

1. El soldado imperial que cagaba en el AT-AT antes de ser liquidado por la bomba de mano de Luke.

2. El anuncio de los cereales para el desayuno del Almirante Ackbar.

3. La triste historia de Ponda Babas, el alienígena bonachón que perdió el brazo en la taberna de Mos Eisley.

4. (El mejor de todos, sin duda) El curso de orientación para oficiales del Imperio Galáctico donde aprenden a fingir un ahogamiento ante Darth Vader, y evitar, así, ser atravesados por su espada láser en los raptos de ira.

5. Los devoradores del asteroide pidiendo comida china por teléfono al no poder zamparse el Halcón Milenario.

6. George W. Bush convertido en caballero Jedi por obra y gracia de los gamberros midiclorianos.

7. El duelo de raperos entre el Emperador y Luke Skywalker, insultando en verso a sus respectivas madres.

8. Darth Vader atormentado por el fantasma de Jar Jar, su “querido amigo” de la infancia.

 9. Darth Vader explicándole a su hijo el culebrón entero de Star Wars, allá en la Ciudad de las Nubes de Bespin.

10. El disco de Grandes Éxitos de Max Reebo, el músico elefante de Jabba el Hutt.




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