Finales de agosto, principios de septiembre

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De vez en cuando uno se topa con películas que intuye aburridas de antemano, pero que vienen envueltas en un título de resonancias muy personales, y ya no puede refrenar el impulso de asomarse. Finales de agosto, principios de septiembre, era, más que un título, una señal. Justo cuando uno transitaba las mismas fechas del calendario, aparece esta película de Olivier Assayas en las pesquisas por internet, como si los dioses juguetones, o los duendes traviesos, la hubieran dejado ahí para tentarme, y hacer experimentos conmigo.

        Los finales de agosto y los principios de septiembre son los tiempos de iniciar el curso, de volver al fútbol, de colocar la primera manta en la cama. De reencontrarse con las personas que uno aprecia y también con las que uno odia. Tiempos de cambio, de reacomodo, a veces también de crisis, si la cosa viene muy jodida. Yo quería ver, en la película, gentes atrapadas en ese mismo enredo postvacacional, a ver cómo se las apañaban, y extraer, si fuera posible, alguna enseñanza del aprendizaje. El vicario, claro. Personajes que también fueran maestros, como uno mismo, que regresaran a su trabajo con el mismo aire compungido y quejica. Pero no iban por ahí, los tiros. Los protagonistas de Finales de agosto, principios de septiembre son dos urbanitas franceses que se pasan la película entera follando y desfollando, lo mismo en agosto que en septiembre, en enero que en febrero. Dos treintañeros irresolutos que cuando se cansan de una mujer la cambian por otra todavía más guapa, o más joven, o más chic. Nada que ver con la vida de uno, ay, ni en lo geográfico ni en lo sexual. 


    Entre polvo y polvo, nuestros amigos han de vender pisos, alquilar apartamentos, tomar café en las terrazas. Enfrentarse a los primeros achaques del cuerpo. La vida misma, vamos, solo que hablada en francés, y muy aburrida y desesperante, como me temía en un principio. No sé a cuento de qué venía lo de agosto y septiembre. Si la hubieran llamado Finales de marzo, principios de abril, habría sido exactamente la misma película, y yo, desinteresado por el título, me hubiese ahorrado el tiempo invertido.




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Rompenieves

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Rompenieves es el nombre del tren donde viajan los últimos seres humanos. Un arca de Noé rodante que describe círculos alrededor de Eurasia mientras espera que llegue el deshielo. Algún político iluminado -seguramente un eurodiputado español, que vivía su retiro dorado en  Bruselas- decidió combatir el cambio climático echando no sé qué mierda en el aire, y consiguió, como en los cómics de Mortadelo y Filemón, cuando el profesor Bacterio le ponía remedio a las desgracias, congelar el planeta hasta casi acabar con la humanidad.

       El Rompenieves, como no podía ser de otro modo, está estrictamente jerarquizado. En los vagones delanteros, que parecen de un Orient Express futurista, viajan los millonarios que se abrieron camino en la vida. En los traseros, que parecen transportes fletados por Adolf Eichmann, viajan los desgraciados que no supieron emprender en los negocios. En el medio, armada hasta los dientes, una legión de seguratas impide la revuelta de los perroflautas, a tiro limpio si fuera menester. Como se ve, el Rompenieves es toda una metáfora del sueño ultraliberal. Libres ya del Estado tocapelotas, los ricos campan a sus anchas en sus vagones de primerísima clase, mientras los pobres comen mierda en pastillas y beben agua oxidada. “Es el orden natural de las cosas”, afirma Mr. Wilford, el dueño del tren. Ytal felonía, que en la ficción nos parece una cosa de ser muy hijo de puta, es lo mismo que repiten a todas horas nuestros prohombres de derechas, cuando salen en las tertulias o en los artículos de opinión, negando la existencia de la lucha de clases. Los mismos tipos que luego, tras ofenderse mucho por haberles mencionado la estructura piramidal de la sociedad, se suben al tren, o al avión, o al autobús “Supra”, y se compran un billete de primera clase para no coincidir con parásitos como tú, quejica de la taberna, y perroflauta con piojos. Lo que no harían, y no dirían, estos golfillos, subidos en el Rompenieves.


          De todos modos, a este coreano que dirige la función, el tal Joon-ho Bong, le importa una mierda la lucha de clases. Rompenieves, aunque pudiera parecerlo, no es ni de lejos el Octubre de Serguei M. Eisenstein. Las diferencias de status sólo crean la tensión necesaria para que el personal se líe a hostias, y a partir del minuto treinta uno se ve enredado en otro blockbuster oriental de peleas a cuchillo y patadas voladoras. Ni un pelo de la barba de Marx sale volando en los fotogramas. 


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Monsieur Hire

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Desde la ventana de mi habitación veo el patio de la casa vecina, con sus plantas y sus bancos de madera. Más allá, la planicie agrícola de las lechugas y las patatas. Al fondo, altas pero redondeadas, las montañas que separan Invernalia de Galicia. El paisaje es bonito; en verano invita a levantarse de la cama y echar a caminar; en invierno, con la lluvia, induce a pensar cosas melancólicas detrás de los cristales. Que apenas se vea gente también contribuye a la belleza del panorama. Los paisajes, con humanos dentro, siempre tienen algo de inquietante y amenazador.



            El señor Hire, en Monsieur Hire, cuando se asoma por la ventana a contemplar el mundo no ve paisajes bucólicos del agro productivo. Él vive en París, encerrado entre edificios, pero lejos de maldecir su mala suerte de urbanita, goza de la visión perpetua de una vecinita que se desviste sin percatarse de sus ojos lascivos, que se vuelven turulatos. Monsieur Hire es un calvorota de mediana edad que se parece mucho a Pepe Viyuela, y está lejos, muy lejos, en el mercado del amor, de llegar a tratos provechosos con tan bella damisela. Le queda, como consuelo, el amor platónico, que es una puta mierda ensalzada por los juglares.


         Patrice Leconte, en su afán por epatar al espectador, tira por una tercera vía que bordea peligrosamente el ridículo. Nuestra chica, cuando descubre el pastel humeante del señor Hire, en lugar de gritar y llamar a los gendarmes de Louis de Funes, se deja admirar mientras el novio le hace el amor sobre la cama. Como invitándole a participar, como soñando un ménage à trois que en París se ve que es costumbre y hasta regalo de bienvenida a los vecinos. Como las tartas de manzana de los americanos, o los ruidos a las tres de la mañana de los españoles. 




   


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La vida en tiempos de guerra

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Alguien dijo una vez que Bernardo Bertolucci sólo rodaba películas para exhibir pollas sin pudor, de un modo artístico y honorable. La malicia es, por supuesto, exagerada e injusta, porque Bertolucci es mucho más que un pornógrafo enmascarado, y sus pollas, que han sido realmente muchas y variadas, a veces quedaban bien encajadas en las exigencias del guion. A veces, sin embargo, en sus películas más crípticas y truñescas, uno, en el fastidio absoluto, en el bostezo total, se preguntaba si aquel hater de don Bernardo no tendría parte de razón, porque cuando el sentido común brillaba por su ausencia, la polla de turno seguía allí, casi siempre flácida y post-coital, tal vez un simbolismo de la decadencia de Occidente, o de la inoperancia del homínido macho, o vaya usted a saber.



          Me temo que con Todd Solondz está ocurriendo una cosa parecida. En este mismo diario se han escrito loas y alabanzas a su cinismo afilado, a su misantropía poco disimulada, pero de un tiempo a esta parte sus películas, como esta cosa insufrible de La vida en tiempos de guerra, sólo parecen una excusa para hablar de pedófilos y niños traumatizados. Hay más personajes, claro, mujeres de mediana edad que buscan el amor sin comprender que los hombres, en su mayoría, sólo quieren follar y poquito más. Mujeres ridículas que parecen recién salidas del parvulario de la vida, y que sin embargo hablan con un estilo literario que suena a tesis doctoral o a teatro de altos vuelos. Un sinsentido. Y el pederasta, claro, que mariposea por la función como un ángel oscuro que anunciase plagas de Egipto. O no, no sé, quizá divago, porque a los cuarenta y cinco minutos desistí de todo empeño, harto ya de la truculencia impostada y del pesimismo sin ironía. Hay mucho más cinismo en cualquier episodio de Larry David, y además, ahí, te ríes un buen rato. 


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Show me a hero

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El héroe de Show me a hero es el alcalde de Yonkers en los años ochenta, Nick Wasicsko. Era el regidor más joven de los Estados Unidos, casi un pipiolo de la política, y tuvo que acatar el mandato federal de construir viviendas sociales para negros en barrios residenciales de gente blanca. ¿Resultado? Wasicsko perdió el apoyo y el respeto de sus propios vecinos, que lo insultaban y lo escupían, y lo zarandeaban en el coche. Masas vociferantes de white people que temían la depreciación de sus viviendas, que se imaginaban un infierno vecinal de drogadictos en las aceras, robos en las madrugadas y loros con el chunda-chunda puesto a toda potencia.

           Mientras otros concejales de Yonkers -unos por miedo y otros por populismo- se declaraban en rebeldía contra el gobierno federal, Wasicsko tuvo que apechugar con su juramento constitucional, y con sus propias convicciones de demócrata ilustrado. Aunque el apellido es de origen polaco, el actor que lo encarna es Oscar Isaac, un tipo muy solvente que sin embargo nació en Guatemala, y que tiene un aspecto guatemalteco que no desmiente su documento de identidad. Yo pensaba, mientras veía los seis episodios de la serie, que el error de casting era morrocotudo, impropio de David Simon y de su equipo de linces, pero luego, en el capítulo final, que se cierra con imágenes de archivo, uno descubre que en realidad se han quedado cortos con la caracterización, pues el Wasicsko verdadero parece un jinete del ejército de Pancho Villa, con su bigotón y su pelazo moreno.


          Aun así, el look de Oscar Isaac es sin duda lo más discutible de Show me a hero. Yo, al menos, no puedo empatizar con Nick Wasicsko porque se parece demasiado a José María Aznar. Nadie más lejano a mi concepto de héroe político, de hombre bueno y honrado. Cada vez que Oscar Isaac aparece en pantalla, no puedo reprimir una punzada en el estómago, como de miedo o de asco, como si volvieran los tiempos de la conquista de Perejil y de la manipulación del telediario. Wasicsko habla con los jueces, con los concejales, con los vecinos indignados, pero uno, en su alucinación auditiva, cree escuchar "váyase señor González", y "España va bien", y "estamos trabajando en ellooooo". Sólo son unas décimas de segundo, hasta que uno se reencuentra con la ficción, pero Wasicsko sale tantas veces que al final los nervios quedan deshechos, y la taquicardia amenazando. 

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Mad Men. Temporada 7

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Asisto con interés decreciente a las tracas finales de Mad Men. Sólo me quedan dos episodios para conocer el destino último de Don Draper, que es el único motivo que aún me ata a la serie. Los demás personajes me importan un pimiento. Incluso Roger Sterling, el amigo de Don Draper, que al principio era un tipo de inteligencia acerada y filosofías luminosas, ha ido convirtiéndose en un personaje ridículo, con sus peinados, su hija hippy, sus tontunas con las secretarias... 

Los demás hombres de Mad Men jamás le enseñaron nada de provecho a este provinciano que los contemplaba desde la distancia del tiempo y del océano. Comparados con Don Draper sólo han sido unos chiquilicuatres de la vida. La mayoría sólo ha figurado para estirar los minutajes de la serie, y robarle protagonismo al verdadero jicho de la función, al que uno siempre siguió con un cuaderno puesto en las rodillas, para tomar nota de sus recursos profesionales y de sus trucos amatorios, a ver si por imitación, o por ósmosis, algo se quedaba pegado. Mad Men, reducida a su esencia argumental, ha sido un documental de National Geographic sobre cómo se las gastaban los machos alfa en el ecosistema de Madison Avenue.


      En Mad Men también han salido muchas mujeres, claro, pero uno, desde la distancia añadida de su género, jamás ha empatizado con sus traumas. Uno, por supuesto, ha simpatizado con su lucha por la igualdad, en el trabajo o en los matrimonios, pero más allá de eso, en cuestiones de sentimientos y amoríos, se ha visto incapaz de seguirles el rollo, porque ellas, al fin y al cabo, no dejan de ser mujeres, y cualquiera que trate de comprender ese caos no puede salir cuerdo de la ficción. Los guionistas, además, no sabemos si por pura maldad o si por conflictos con el calendario, nos hurtaron muy pronto la presencia de January Jones, esa rubia perfecta que nos volvía locos con aquellos camisones de ensueño que Don Draper le arrancaba cuando volvía del trabajo. 

    Para compensar esta tragedia, nos colocaron a Megan Draper como musa de nuestras pasiones, pero Megan, la pobre, aunque era una buena chica de cuerpo escultural, no podía esconder una dentadura caballuna que nos sacaba del ensueño cada vez que sonreía. En fin... Siempre tuvimos, eso sí, como estrella polar en el cielo de la belleza, el poderío tridimensional de Christina Hendricks, que trascendió el alto y el ancho de nuestro televisor para hacerse también profunda y tangible. Pero su milagro carnal, su desafío aerostático, no ha sido suficiente para compensar tantos minutos de aburrimiento que nos endilgaron sus compañeras de reparto. Su visión era un oasis en el desierto cansino y monótono. Horas desperdiciadas por este espectador que jamás compró nada de lo que Sterling & Cooper publicitó.



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Todos al suelo

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Todos al suelo -que siendo del año 82 no es una parodia del golpe de Tejero, sino una versión muy libre de Tarde de perros- es una película de Pajares y Esteso, y eso, dicho así, predispone a la risa y al cachondeo. El problema es que Pajares y Esteso están diluidos, enredados en un reparto con demasiadas vedettes que reclaman su chiste y su minuto de gloria.

    Antonio Ozores, por ejemplo, ha pasado de secundario magistral en Los Bingueros, o en Yo hice a Roque III, a prima donna que siempre cuenta la misma gracia, y además tiene un asunto romántico con una prostituta de buen corazón. Lamentable, el intento lacrimógeno. O Juanito Navarro, que hace de abuelo salvafamilias al estilo de Paco Martínez Soria, y tiene un nietecico que sufre depresión porque sus padres van a divorciarse gracias a la ley implantada por los comunistas. O Paloma Hurtado, que grita y pone caras tontas, y siempre fue una comediante insoportable que jodía incluso el Un, dos, tres cuando salía junto a las hermanas.

    Los mismos Pajares y Esteso están como idos, como espesos, perdidos en una trama tardofranquista que les impide desarrollar su humor imbatible de trazo grueso. Sin señoritas desnudas y sin sarasas que los persigan, ellos se ciñen al guión como actores profesionales, pero ya sin chispa ni salero. Dicen cabrón, y culo, y coño, y hacen chistes sobre el divorcio y el adulterio, cosas así, para que se note que estamos en el año 82, y que los socialistas ya están asomando la patita electoral. Pero Todos al suelo, aunque quiera disimularlo, tiene un tufillo, un aire, una cosa como de Cine de Barrio que les encanta a nuestros abuelos de derechas, de toda la vida. En Todos al suelo trabajan Andrés Pajares y Fernando Esteso, sí, pero no es una película de Pajares y Esteso.




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Bienvenidos a la casa de muñecas

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No sé si fue un filósofo del bachillerato o un cómico del stand-up comedy el que dijo que la gran tragedia del mundo es que los feos también quieren follar. Queremos follar... Porque la libido, atrapada bajo muchas capas de tejido cerebral, es un resorte que no sabe nada del cuerpo que lo alberga, y es un impulso autónomo, preprogramado, que se despierta con las hormonas y anhela y desea los otros cuerpos con la misma intensidad que la top-model o que el macho alfa.


             Para que ambas subespecies se mezclen lo menos posible, la naturaleza ha creado esa etapa de ensayo y error que es la adolescencia. La muchachada, alegre, inexperta, engañada por la publicidad, prueba suerte con sus objetos de deseo, y coleccionando síes y noes va ubicándose en el escalafón de la belleza. Los elegidos aprenden pronto que han nacido para triunfar; los relegados, en cambio, necesitarán varias hostias para asumir que  habrán de renunciar a sus sueños sexuales y conformarse. Sólo los chicos muy listos y las chicas muy inteligentes aprenden su papel en el mercado con rapidez, y ya no pierden el tiempo en sueños inútiles ni en flirteos con lo imposible. Siempre queda, en cualquier caso, un dolor sordo y triste. La adolescencia, para los menos afortunados, es un trance doloroso y poco fructífero, que a veces deja heridas tan profundas que nunca se curan. Heridas que vuelven a escocer cuando en las películas salen personajes que se parecían mucho a nosotros, tontorrones, incautos, desubicados en las tablas de los percentiles. Las desgracias afectivas de Dawn Wiener en Bienvenidos a la casa de muñecas nos devuelven a hojas ya descompuestas del calendario, y por culpa de este hijo puta llamado Todd Solondz, que es un cineasta de intenciones ladinas y diagnósticos certeros, volvemos a sentir esa olvidada opresión del corazón, esa melancolía del sueño cercenado. 

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