Red Army

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“¿Qué es eso de la Guerra Fría, pá?”, me preguntó el retoño hace pocas semanas, con dieciséis añazos que a veces parecen dieciséis añitos, porque había escuchado la expresión en uno de los cien raps que escucha a diario, recitados por jovenzuelos que al parecer sí conocen el conflicto de la Antigüedad. Cosa que, por cierto, no deja de extrañarme, en chavales con pinta de repetidores y hasta de tripetidores, pero que tienen, por lo que se ve, unos estudios y una conciencia social que yo no dejo de admirar. Porque cuando ellos nacieron, la URSS ya solo era un logotipo en las camisetas capitalistas, y un recuerdo de los ancianos que vivieron el puto gol de Marcelino.

    Yo viví la Guerra Fría, le respondí al chaval con un aire de militar veterano, como si realmente me hubiera pelado el culo en alguna trinchera o tuviera el cuerpo lleno de cicatrices. Le expliqué, grosso modo, el asunto belicoso, pero cómo resumir, ay, cinco décadas de hostias amagadas en apenas treinta segundos de parloteo, que es el tiempo máximo que un hijo de la LOGSE aguanta una disertación sobre tiempos pasados y nombres desconocidos. Iba a decirle, en el segundo treinta y uno, justo antes de que se pusiera los cascos de nuevo, que  tenía pendiente de ver un documental sobre la selección soviética de hockey sobre hielo, con sus glorias y sus miserias, y que podíamos aprovechar esto para matar dos pájaros de un tiro, o de un golpe de stick. Pero ya era demasiado tarde para mi retoño: él ya estaba en otro rap, cagándose en el gobierno y haciendo poesía del suburbio.

    Mi hijo, por tanto, nunca verá este documental que hoy he visto en la soledad del horno veraniego. Se titula Red Army, y narra la enjundiosa historia de Viacheslav Fetisov, capitán de la selección y héroe de la Unión Soviética que luego se vio condenado al ostracismo, a la vigilancia telefónica. A la amenaza militar de trabajar en Siberia por querer ganar un contrato allá donde los yanquis, en la NHL. Poco importa que Red Army hable de un deporte tan rudo y aburrido como el hockey, porque que no hay cristiano que siga sus evoluciones por la televisión, con ese disco diminuto y esos gestos fulgurantes. Si Red Army hubiese hablado de baloncesto o de halterofilia nos hubiera dado lo mismo, porque lo que nos interesaba, además de recordar  que la Guerra Fría se luchó en mil frentes de combate, era revivir aquellos tiempos de nuestra roja juventud, resignada y frustrada, de cuando queríamos que un avión Mig le volara la cara al guaperas de Maverick, o que un puñetazo de Ivan Drago derribara al tontolculo de Rocky Balboa. Que el Firefox robado por Clint Eastwood se estrellara en los hielos árticos para que los putos yanquis nunca obtuvieran el secreto de tal maravilla.

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Black coal

🌟🌟🌟

Black coal es una película china que ganó muchos premios en los festivales de postín, y por eso le he abierto un hueco en mi agenda estival, que es cuando tengo tiempo para ver estas cosas exóticas que durante el curso, con el fútbol y la NBA, el rugby y los billares, duermen en lo más profundo de los pisapapeles. Black coal tiene asesinatos misteriosos, femme fatale de ojos rasgados, y un detective borrachín  que poco a poco va desfaciendo el entuerto. Un Philip Marlowe salteado con bambú y setas chinas que se llevará varias hostias y varios desengaños en el honroso empeño de cumplir con su obligación.



             Se ve que al director de la película -un tipo de nombre impronunciable e intranscribible- no le gusta demasiado el estado actual de las cosas, y filma su película en entornos que dan un poco de grima, sudorosos del trabajo o decadentes del vicio. Lo que no sabemos es si Diao Yinan –no era tan difícil, después de todo- se pasa de comunista y le parece que el capitalismo está rompiendo el encanto de la China maoísta, o si, por el contrario, es un admirador de Esperanza Aguirre y considera que el Estado es el culpable de la mugre y la dejadez que asola las ciudades industriales. La estética de Black coal guarda un extraño parecido con el Los Ángeles de Blade Runner, donde la gente se arracimaba en calles de tráfico imposible, siempre lluviosas y de aire malsano. 

   El problema de Black coal, para los habitantes poco civilizados del Lejano Occidente, es que los directores chinos, criados en otra cultura narrativa, en otra manera de interpretar el tiempo, tienen un sentido del ritmo muy particular –por no decir cansino, o desesperante- y aceleran la trama justo cuando los caucasianos ya echábamos el primer sueño, y desaceleran justo cuando más pegados teníamos los ojos. Cuando las películas chinas van, uno viene, y viceversa, y al final es como una comedia del cine mudo que termina en persecuciones circulares alrededor del árbol, o de la puerta giratoria del hotel.

     Luego, por supuesto, está el problema de los actores chinos, que no tienen la culpa de parecerse todos como gotas de agua, a no ser que lleven un ojo tuerto, o peinados estrafalarios, o estén gordos como Budas. Al menos, en Black coal, el detective lleva un bigotón a lo mexicano que lo hace identificable para mi escasa y poca paciencia fisonómica. En eso, al menos, Black coal tiene una deferencia con el espectador acostumbrado al mestizaje, al poso fenotípico de las culturas.


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Malditos Bastardos

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Hay que reconocer que el mal nos fascina, y que las malas personas nos resultan más interesantes que las personas decentes. Aunque las maldigamos, y las repudiemos, y tratemos de no coincidir con ellas ni por casualidad.

       En esta contradicción entre la estética y la moral, entre el sentido de la rectitud y la cosa de la curiosidad, los nazis se llevan la palma de nuestra sugestión. No los nazis de ahora, que parecen orcos rapados si te los encuentras en el fútbol, sino los nazis fetén, los del Tercer Reich, esos que conocemos de pe a pa gracias a los documentales del canal Historia y a las películas que nos acompañan desde que nacimos. La estética de los nazis tiene un poder hipnótico sobre el mismo espectador que los odia. Sabemos de su locura, de sus fechorías, de sus crímenes sin parangón, pero mezclada con el asco hay una curiosidad malsana, una atracción culpable por esa estética imperial que al final, tras tanto sueño de grandeza, fue su único legado y el más longevo.

          En Malditos Bastardos, Christoph Waltz crea un personaje inolvidable que mereció los premios más golosos del mundillo. El coronel Hans Landa es un rastreador implacable y un ejecutor eficiente. Un hijo de puta sin entrañas. Un hombre sin moral al que la guerra, por circunstancias de nacimiento, colocó en el lado de Adolf Hitler y su pandilla de trastornados. El no odia a los judíos, pero le pagan muy bien por sacarlos de sus escondites. Hans Landa es un personaje despreciable, execrable, pero el espectador de Malditos Bastardos, engañado por la magia del cine, enredado por las artes comediantes, acaba sintiendo por él algo muy parecido a la… simpatía. Y que los dioses nos perdonen. Landa es un hijoputa ocurrente, chisposo, de inteligencia pronta y acerada. Con este personaje, el dúo Tarantino-Waltz es capaz de sacarnos todas las vergüenzas al aire, y de ponernos en un brete moral de no contar a los amigos. Debemos, como seres humanos, como personas instruidas, odiar a Hans Landa, pero nuestras neuronas, más atávicas que nuestra cultura, quedan embelesadas ante su encanto. Menos mal que sabemos que todo es ilusión, artificio, mangoneo de nuestras emociones, y que cuando termine la película y nos metamos en la cama, volveremos a saber que los nazis no hacían – ni siguen haciendo- ni puta la gracia.




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Kill Bill. Volumen 2

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Me aburre, un poquito, Kill Bill vol. 2. He dicho un poquito, nada más. Que no empiecen a aplaudir los nostálgicos de Qué grande es el cine, ni empiecen a abuchearme los monjes guerreros de Pai Mei. Consagrado a su guion, Tarantino se marca una hora final que es toda ella conversación, soliloquio, confesión resentida de los amantes. Y está muy bien, y no digo que no, pero veníamos de la hostia pura y dura, de la katana presta y afilada, de la marcianada cachonda de las artes marciales y los kung-fús de leyes imposibles. Y de pronto, como niños arrancados de un sueño feliz, nos sientan en un sofá para hablarnos del amor traicionado, de los sueños rotos, de los hijos que pudieron ser y no fueron. Todo muy maduro, muy adulto, de película respetable y casi francesa si no fuera porque nos sabemos el final y la trampa. 

    Sólo nos interesa el rollo que suelta Bill sobre los superhéroes que se levantan por la mañana siendo tipos normales a excepción de Supermán, que ya se levanta siendo Supermán, tiene su punto divertido y tarantiniano. Y hasta filosófico, diría yo. Lo demás lo veo inquieto en el sofá, mirando los minutos de reojo, deseando que acabe la cháchara con los cinco golpes fatídicos en el corazón. Donde los críticos de renombre y los tertulianos de postín se reconciliaban con Tarantino, y decían que por fin había vuelto a la recta senda del cineasta y bla, bla, bla, nosotros, los espectadores plebeyos y muy poco sofisticados, los que íbamos disfrutando como tontos de las violencias en caricatura, de las tontacas de la venganza, nos sentimos muy culpables de bostezar un tantico así, absorbiendo más aire de lo debido. Pero sólo un poquito, repito. 



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Juego de Tronos. Temporada 4

🌟🌟🌟

Mira que mueren, a puñados, los personajes de Juego de Tronos, pero deberían morir muchos más. A cientos, y no a decenas, como soldados en una gran batalla. Como mendigos hambrientos en las calles de Desembarco del Rey. Los secundarios de Juego de Tronos se reproducen al ritmo de una infección bacteriana que amenaza con cargarse el cuerpo muy sano de esta intriga sin igual. Por cada personaje que la palma de un espadazo o de una caída al vacío, surgen tres nuevos que ocupan su lugar para soltar su confesión de marras, su soliloquio sin trascendencia. Su trauma personal, que nos despista de los centros neurálgicos de la trama, de los nudos gordianos que últimamente se han reducido a sólo cuatro: las hostias en el Muro, las magias en Rocadragón, los Lannister en la capital y la inconcebible belleza de Daenerys Targaryen liberando esclavos en el otro continente. Lo demás empieza a ser reiterativo, superfluo, minutaje prescindible que uno -lo confieso- ya ha empezado a saltarse con la tecla de avance, sin mayor menoscabo para la comprensión del enredo, o para el sentimiento de culpa, que ya no pincha ni muerde.

             Después de haber visto las primeras temporadas, uno no pensaba que tal cosa fuera a suceder en esta serie que nació tan contenida y redonda. Entre reyes y reinas, amantes y bastardos, consejeros de postín y putas de tronío, Juego de Tronos ya tenía un elenco más que suficiente para rellenar horas y horas de jugosos diálogos y sorpresivas traiciones. Pero algo ocurrió en la sala de los guionistas, o en el despacho de los productores, que dio al traste con esta minimalista intención. Me temo que han encontrado una gallina que pone huevos de oro y  quieren mantenerla viva alimentándola con cualquier cosa, para que dure temporadas y temporadas de soporífero culebrón. 

    Que los dioses, ay, no lo permitan. Que los secundarios figuren, den sus réplicas, pongan color al paisaje humano y nada más. Que no nos cuenten su triste vida, su trágico origen, sus estúpidos sueños de riqueza. Que cierren la puta boca y se limiten a matar con eficacia, a servir con prontitud, a follar con esmero. Aquí, y sólo aquí, en el mundo ficticio de los Siete Reinos, que nos dejen tranquilos a los aristócratas.



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Kill Bill. Volumen 1

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi Kill Bill fue el 11 de marzo de 2004, el mismo día en que los terroristas islámicos reventaron aquellos trenes infaustos de Madrid. Fue en un cine de Invernalia, en la primera sesión de la tarde. Nos juntamos allí veinte o treinta personas que habíamos decidido ver una de Tarantino para limpiar con violencia de mentira la violencia de verdad que nos había dejado noqueados. Quien diga que la violencia de Kill Bill es nociva para el espíritu, e incita a cometer más violencias fuera de los cines, o de los salones de casa, no tiene ni puta idea de lo que dice. Quien asi habla no estuvo aquel día, en aquella sala, lavándose con sangre artificial, con coreografía de cómic, con gilipolladas de kung-fu, la sangre real que nos había saltado a la cara desde los reportajes del telediario. 

    A los encargados de censurar imágenes en el telediario se les escaparon -o dejaron escapar- varios muertos que permanecían inmóviles en sus asientos, apoyadas las cabezas en los respaldos o en los laterales reventados de los vagones. Creo que a ningún españolito se le iban esas víctimas de la cabeza. Eran como cualquiera de nosotros, vestidos con ropa de paseo o de trabajo, viajeros de un tren que todos habíamos tomado alguna vez. Mientras los sociópatas que nos gobernaban utilizaban la masacre para asustarnos con el coco de ETA y arañar trescientos mil votos decisivos, los ciudadanos, que ya escuchábamos en las noticias el lejano tronar del jamalajá, seguíamos a nuestros quehaceres con la imagen de aquel hombre y de aquella mujer reventados por dentro, mansamente desmadejados en su trayecto ya detenido para siempre.



           Cómo será de buena, de entretenida, de bien hecha, Kill Bill, que yo juraría que no sólo yo, sino todos los demás refugiados en aquella sala, llegamos a olvidar, durante dos horas, aquella movida madrileña tan poco fiestera y enrollada. Pero la ilusión duro poco: al salir del cine rápidamente volvimos a los telediarios, a las radios, a las webs cochambrosas que por entonces no adelantaban demasiado los contenidos. Kill Bill, volumen 1, tuvo que esperar nuevas oportunidades para ser valorada en su justa medida. Y que se vayan al carajo, los que dicen que es una película vacía, de personajes mal dibujados y trama más bien esquemática. Porque fue esa simpleza, esa tontuna, esa aparente nadería, la que aquella tarde nos concedió el respiro del alma y la sensación rediviva de normalidad. 




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La historia de Marie Heurtin

🌟🌟🌟🌟

Después de una semana entera dedicada a las travesuras de Quentin Tarantino y de Juanma Bajo Ulloa -con sus asesinos y sus drogatas, sus prostitutas y sus chuloputas- La historia de Marie Heurtin es como un retiro espiritual allá en el convento de Francia, donde no llegan los disparos de las submachines guns, ni las discusiones de los gángsters. Gracias al cine, que es la única máquina del tiempo conocida por los hombres, esta habitación que me cobija ha abandonado los barrios bajos de Los Ángeles y los puticlubs baratos de Euskal Herria para viajar -como aquella nave que llevaba a Carl Sagan en su periplo de Cosmos- a las cercanías de Poitiers, Francia, a finales del siglo XIX, donde unas monjas casadas con monsieur Jesús cuidan de su huerto, rezan antes de dormir y tratan de enseñar el lenguaje de signos a las niñas sordas que los padres desesperados les confían.

       Al principio de la película todo es paz y alegría en el convento, pero una mala tarde de las que tiene cualquiera, aparece Marie Heurtin acompañada de sus padres, dos granjeros demacrados que ya no saben qué hacer con la chavala. Marie es sorda, y ciega; va desgreñada, viste túnica llena de mierda y su única relación con los humanos es la patada y el gruñido. O el mordisco, o el escupitajo, o el arañazo en la cara, porque Marie es una niña salvaje que parece poseída por el demonio. La madre superiora, acojonada por la presencia del diablo, rechazará la petición de asilo político, pero sor Marguerite, que es la monja más abnegada o más descerebrada del convento –además de la más bella- aceptará el reto de convertir a la señorita Heurtin en una comunicativa mujer de provecho.


     Así empieza, propiamente, la película, que es un toma y daca muy parecido al que mantenían, rodando por los suelos, batallando en los comedores, chapoteando en las bañeras, la profesora Ana Sullivan y la niña Helen Keller, que también era ciega y sorda, primitiva y puñetera, y también, aunque no lo parezca, perteneciente al reino true story de las personas reales. El milagro de Ana Sullivan era una película más dura, menos poética, casi un documental de cómo encarrilar a una niña de tan extremas complejidades. La historia de Marie Heurtin, por el contrario, opta por los silencios espirituales, y por la comunión de las almas. Por las musiquillas de las altas esferas donde Jesús y la Virgen María agradecen complacidos los esfuerzos ímprobos de sor Marguerite. 

    
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Airbag

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Airbag es el corte de mangas que Juanma Bajo Ulloa y sus compinches le dedicaron al cine español de la época, el de la Guerra Civil y las chatinas, los muermos de Garci y las comedias tontonas del happy end. Una gamberrada que yo celebré en su tiempo con grandes carcajadas, pero que que casi había olvidado por completo, salvo las apariciones estelares de Manuel Manquiña, of course, que entre el “muy profesional” y “las hondonadas de hostias” y la “sub machine gun” se hizo un hueco para siempre en nuestro lenguaje populachero. Las veces que no habré dicho yo lo de las hondonadas, o lo del muy profesional, poniendo acento gallego incluso. Airbag, a su modo ibérico y jamonero, viene a ser una tarantinada ambientada en los desiertos prostibulares de Euskadi. Aunque aparenta ser un despelote –y es, de hecho, un despelote- la película lanza sus dardos contra la Iglesia, contra la burguesía, contra la política, contra el nacionalismo rancio, y eso, al viejo jacobino que rasguña estos escritos, siempre le estremece un poquito el corazón.



         Me estaba gustando Airbag, sí, a pesar de que las críticas contemporáneas hablaban de un esperpento, de una aberración para el cinéfilo de pro. Uno repasa los periódicos de la época y es para echarse a temblar. Y yo, la verdad, mientras trataba de conciliar el sueño a los 30 grados centígrados de esta puta habitación, no entendía la razón de tanto ensañamiento. La primera hora de Airbag es divertida, intrépida, gamberra a más no poder, y además sale mucho María de Medeiros, que es una actriz portuguesa que siempre me encendió el amor hispano-luso que llevo dentro. Pero claro: luego llega la segunda mitad, y la película ya no es un despelote, sino un desparrame. Los chistes de derriten, las tramas se difuminan, los actores se dedican a hacer el indio de acá para allá. Airbag 2, si pudiéramos llamarla así, tal vez se merece tales anatemas y excomuniones. Pero sin pasarse, coño, sin pasarse, que el primer rato era muy de agradecer, y nos ha dejado imágenes y concetos muy arraigados en nuestra memoria. 

Pazos: Interesante no, Carmiña, estresante




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El hijo

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La fórmula de los hermanos Dardenne es siempre la misma: cogen a un personaje en situación desesperada -físicamente, moralmente o diplomáticamente desesperada- y le persiguen, cámara en mano, doquiera que corre para resolver sus tribulaciones, con el objetivo pegado al rostro, o a las manos, o muchas veces al cogote, según el efecto dramático que anden buscando. Así acosaron a Rosetta, en su búsqueda desengañada de empleo, y a Lorna, en su lucha por obtener la nacionalidad belga, o al niño de la bicicleta, que no paraba de dar por el culo. A Marion Cotillard, también, en su humillante súplica para no ser despedida... 

    A los Dardenne a veces les salen películas plomizas, reiterativas, y te quedas adormilado con un hilo de babilla si te entrampaste a la hora de la siesta. Otras veces, sin embargo, los hermanos aciertan con la tecla, y su neurótica persecución de paparazzis nos regala historias realmente desoladoras, inquietantes, de las de ponerse uno en la piel del protagonista, y pasarlas canutas resolviendo dilemas y tomando decisiones inciertas...

            El hijo, por fortuna, pertenece a las películas afortunadas de los Dardenne, y uno, en esta tarde abrasada de julio, ha encontrado en ella el divertimento que no le dieron los ciclistas del Tour de Francia, estancados en sus posiciones del pelotón. Y digo divertimento en su acepción de distracción momentánea, de huida temporal de la realidad, porque quién coño se iba a reír con el drama de este pobre carpintero llamado Olivier, maestro de taller en un centro de rehabilitación para adolescentes, que una buena mañana, de esas tan chulas de Bélgica, con el sol encerrado a buen recaudo, se encuentra con que su próximo alumno será el mismísimo asesino de su hijo, un chavaluco que acaba de salir del reformatorio y anda buscando una salida laboral a sus malandanzas. ¿Cómo reaccionará Olivier, el padre despadrado, sin sospechar que dos cineastas palizas lo persiguen con una cámara invisible? ¿Renunciará, perdonará, asesinará...? ¿Se tornará neurótico, psicótico, comprensivo...?

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Juego de Tronos.Temporada 3

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Menos mal que después de la primera temporada de Juego de Tronos, llevado por el entusiasmo de haber encontrado una familia donde ser adoptado, no fui, finalmente, al Registro Civil a cambiarme estos dos apellidos sin lustre y sin futuro, Rodríguez y Martínez, por el mucho más lustroso y promisorio de Stark, como hizo Homer Simpson cuando renegó de sus ancestros para rebautizarse como Max Power y entrar así, aunque fuera un paso efímero, en el mundo de la aclamación artística y el acercamiento de las gachíes. Stark era, y es, un apellido cojonudo, la verdad, porque tiene la fonética impetuosa de lo anglosajón, la brevedad eficiente de los bárbaros, la grandiosidad honorable de los Guardianes del Norte. Ese Norte de la ficción que tanto se parece al Norte ya reseco de mi infancia, donde antes del cambio climático siempre hacía frío, y nevaba, y uno paseaba protegido por un manto amoroso de nubes. Aunque el primo de Rajoy grazne como un cuervo de un solo ojo.

           Hace un mes escaso que quise ser un Stark, sí, Álvaro Stark, que suena muy bien si me lo permiten, como Watling, Leonor Watling, que además de ser una mujer bellísima también suena como una mujer sin par, medio de Madrid y medio de Inglaterra, como yo iba a ser medio de León y medio de Invernalia. Pero me pudo la pereza del sofá, el ridículo presentido ante el funcionario, y fui aplazando mi apostasía hasta que la Boda Roja me puso sobre alerta. Quizá no era tan buena idea, después de todo, apellidarse Stark, una genealogía que de pronto parecía maldita, marchita, barrida por los gélidos vientos del Invierno que llegaba. Tal vez me atropellara un coche al salir del Registro Civil, o un loco me acuchillara en mitad de la acera. Siendo un Rodríguez Martínez sin abolengo y sin alcurnia, corriente y moliente, iba a vivir mucho peor, pero mucho más tranquilo y seguro, eso fijo.



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White God

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Escribió hace años Arturo Pérez Reverte:
"¿Se acuerdan de aquel anuncio estremecedor, un perro abandonado en mitad de una carretera, bajo la lluvia, sus ojos cansados y tristes, bajo el rótulo: El nunca lo haría? Es cierto. Él nunca lo haría, pero buena parte de nosotros sí. Igual usted mismo, respetable lector que hojea El Semanal en este momento, acaba de hacerlo. ¿Y sabe lo que le digo? Pues que, de ser así, ojalá se le indigeste esa paella por la que van a clavarle veinte mil pesetas en el chiringuito, o se le pinche el flotador del pato y se ahogue, cacho cabrón. Porque ya quisiéramos los humanos tener un ápice de la lealtad y el coraje de esos chuchos de limpio corazón. No recuerdo quién dijo aquello de que cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro, pero es cierto. Al suyo, al mío, a cualquier perro".

              He guardado este recorte de palabras durante años, a la espera de una película  adecuada para soltarlo. Y hoy, después de haber visto White God, la ocasión la pintaban calva. ¿Para qué iba uno a lanzar su diatriba contra los maltratadores de perros, contra los abandonadores de chuchos, si un miembro de la Real Academia, todavía vivito y coleando, ha escrito un corpus entero de ladridos contra estos hijos de puta? ¿Para qué mancillar folios en blanco con mi torpe escritura, con mis insultos básicos de barriobajero, si lo que opino es exactamente lo mismo que opina don Arturo?

             Decir que he visto White God es una mentirijilla dramática, un modo de resumir mi presencia nerviosa ante la pantalla. Porque cada vez que un perro estaba a punto de ser maltratado, torturado o tiroteado, he apartado la mirada, o he abierto una ventana en el ordenador para buscar gilipolleces en internet, atendiendo sólo a mi oído por si cambiaban el tercio de una puta vez. Uno, que viene de asistir impertérrito a las primeras temporadas de Juego de Tronos, con sus hombres rajados, desmembrados, desangrados a borbotones por el cuello, no puede, en cambio, resistir el menor daño que le hagan a un chucho de Budapest, aunque sepa que todo es ficción y que al final de la barbarie aparecerá el tranquilizador "ningún animal fue herido en la realización de esta película". 

     Pero no estoy solo: somos muchos los tipos educados y cívicos, inofensivos y mansos, que preferimos, apoltronados en un sofá, un buen desparrame de intestinos humanos antes que ver a un chucho con una espina clavada en la patita. A la espera de que un psicólogo, o un biólogo evolutivo, venga a explicarnos esta contorsión de los instintos, yo les voy contando lo que hay.



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Chained

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Me hubiera gustado dedicarle esta entrada -que es la número 1000- a El club de los poetas muertos, que es mi película de cabecera, o a La guerra de las galaxias, que es mi pedrada de todos los tiempos. Pero la efeméride me ha pillado en tránsito veraniego, en Desembarco del Rey, muy lejos de mi señorío de La Pedanía, donde guardo mis películas como oro en paño -pues ellas, en mi biografía, valen tanto como el oro. Podría descargarlas, aducirán los que han llegado hasta aquí seducidos por mi prosa, o descojonados por mi tontuna. Pero es que mi DVDs son objetos sagrado, reliquias inviolables, y no pueden ser sustituido por cualquier objeto equivalente, por cualquier hechicería de megabytes transportados por el aire. Sólo el DVD, ya tan rancio, contiene la Verdad que alimentaría mi escritura recta y sabia. 

Así las cosas, para rellenar este vacío abrasador, he decidido hacerle caso a uno de mis lectores, a modo de homenaje extensivo a todos ellos, y he puesto en el portátil esta película desquiciante titulada Chained: una ida de olla que firma la hijísima -por estirpe, y por tamaño corporal- de David Lynch. La cosa va de un psicokiller que secuestra a un niño, lo ata con cadenas en un sótano, y lo obliga, durante años, a presenciar sus violaciones, sus asesinatos, sus enterramientos con cal viva de las pobres desventuradas, para que el chaval vaya aprendiendo un oficio y se prepare para la dura competencia laboral. Hay que estar muy enfermo para escribir una guión así; hay que estar muy enferma para rodar una historia así. Demasiada enfermedad, demasiada locura, demasiada pesadilla con ganas de epatar. Me he bajado en la segunda parada. 







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Blue Ruin


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El odio es la venganza del cobarde. Lo dijo George Bernard Shaw, a quien mi incultura, enciclopédica, sólo recordaba como autor de Pigmalión, la obra de teatro que con los años dio lugar a My Fair Lady. Famélica de saberes, mi ignorancia, supina, ha tenido que buscar a Bernard Shaw en la Wikipedia para ubicarlo en su siglo correspondiente, y para confirmar, de reojo, con una vergüenza que sólo a los íntimos me permito confesar, que George era ciertamente un escritor, y no una escritora, porque yo le estaba confundiendo con George Sand. Sí, sí...

          La frase de Bernard Shaw sobre la venganza la he encontrado por casualidad, mientras buscaba otra que soltaba Tywin Lannister en Juego de Tronos: una sentencia fría, brutal, muy propia de su talante, que no anoté a su debido tiempo en los cuadernos, y que ahora, justo cuando más la necesitaba, no logro recordar, ni recobrar entre las verborreas de los frikis de la serie. Me hubiera venido al pelo el cinismo de Tywin Lannister para hacer un comentario sobre la película de hoy, Blue Ruin, que es una historia de venganza morrocotuda, muy a la americana, muy de Puerto Urraco, con un pobre desgraciado que para hacer justicia empieza por blandir una navajita y termina enfrascado en tiroteos con armas automáticas y la de Dios es Cristo. Como Bruce Willis en Pulp Fiction, mismamente, que para liarse a hostias en el badulaque de los violadores primero le echaba el ojo a un martillo y terminaba esgrimiendo la espada del samurái.

       El odio es la venganza del cobarde... No habría películas como Blue Ruin con un tipo como yo, incapacitado para la acción. Pero, para nuestra suerte, Dwight es un hombre aguerrido y valiente -aunque algo fondón y con cara de lelo- que se lanza a cazar al asesino antes de que el asesino venga a por él, lo que da lugar a entretenidas balaceras y matanzas en el estado de Virginia. 


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A single man

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No soy homosexual, ni vivo en Los Ángeles, ni soy profesor de literatura. No he perdido recientemente a un ser querido. Me gustan las mujeres, vive en La Pedania, soy maestro de escuela, y el único ser querido que ha perdido en accidente de tráfico es Juan Gómez, Juanito, hace ya veintipico años, en aquel maldito viaje hacia Mérida.
 
    Quiero decir que George, el protagonista de A single man, más allá de las gafas de pasta y de cierta apostura natural (o eso dice mi madre), poco tiene en común con este escribano provincial de las películas. Y sin embargo, desde las primeras escenas, uno se reconoce en su melancolía, en su despertar tortuoso de cada mañana. Me reconozco en su cara de panoli legañoso, en la mueca torcida del primer cara a cara con el espejo.  George entra en la ducha, prepara el desayuno, se come las tostadas, planifica la jornada que habrá de mantenerlo ocupado, pero todo lo hace con el hastío de quien se enfrenta a varias horas interminables, deberes y gente, tiempo robado y estupidez incurable. Horas infinitas hasta que llegue la felicidad del ocaso, y las ovejas vuelvan a sus rediles, y los mochuelos a su olivos, y uno, por fin, ya recogido en su batcueva, vuelva a respirar el aire renovado que dejaron las ventanas abiertas, ya solo consigo mismo, y con las películas, y con los libros, con los tormentos  que uno ha elegido libremente para flagelarse.


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Juego de Tronos. Temporada 2

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Y concluye, ante mis ojos atónitos, ante mi estupor de habitante de Invernalia, la segunda temporada de Juego de Tronos, que esto es un no parar, y un gozoso y sangriento sinvivir. 

Cuando hace tres semanas uno se embarcó en este viaje, pensaba intercalar películas entre los episodios, series entre las temporadas, paréntesis que dieran de comer a este diario y me permitieran descansar de los árboles genealógicos. Pero una vez que haces pie en la tierra de los Siete Reinos ya no puedes escapar. Los universos paralelos de las otras ficciones carecen de pronto de todo interés, y se vuelven aplazables y secundarios. Termina un episodio de Juego de Tronos, a las once de la noche, y tienes que poner otro inmediatamente si quieres llegar a las doce sin comerte la uñas, sin devanarte los sesos. Sin pasearte como un orate por la habitación. Son demasiadas incertidumbres que luego no te dejan conciliar el sueño. Que se infiltrarían en los onirismos para hacerme dar mil vueltas sobre el colchón resudado. ¿Quién morirá, quién se desnudará, quién perderá la chaveta o recobrará la cordura? ¿Quién soltará la frase más jugosa, la filosofía más lúcida, la ironía más inteligente? ¿Quién es, espejito espejito, la mujer más bella de este reino? ¿Cersei, la malvada; Ygritte, la salvaje; Sansa, la doncella; Daenerys, la dragona; Melisandre (mi preferida), la bruja, Margaery, la predilecta? Ay, de mi intelecto, y de mi corazón, que no conocen un minuto de tregua desde que aquellos tres pardillos de la Guardia de la Noche salieron de reconocimiento, al inicio del invierno...




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Donnie Brasco

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¿Quién se acuerda hoy, casi treinta años después, de Donnie Brasco? ¿Quién la cita en sus recomendaciones, quien la coloca en sus listas, quién la descarga con fruición en las redes del pirateo? ¿Quién la rastrea en los catálogos interminables de las plataformas?  Apenas cuatro gatos de la cinefilia, que la recordamos con cariño. O cuatro gatos de la casualidad, que navegaban por la carreras de Al Pacino y Johnny Depp y se encontraron con esta joya tan poco publicitada. Hay algunos -los conozco-que le dieron al play pensando que Al Pacino es el Donnie Brasco del título, y no  saben, o no recuerdan, que Johnny Depp es el personaje principal de la función, el agente del FBI que se juega el pellejo infiltrándose en la mafia neoyorquina. Esta sí que es una película de infiltrados, y no la hongkonada aquella de Martin Scorsese.


          Y aun así, mira que está lúcido el viejo Al, en Donnie Brasco. Todos dando el coñazo con El Padrino, con Esencia de mujer, con El precio del poder, pero a nadie se le ocurre mencionarle aquí cuando le rinden pleitesía o le hacen la pelota. Pocas veces ha estado más versátil, más centrado, más trágicamente patético, el maestro. Aquí no le dejaron ponerse histriónico, ni decir "Hoo-ah", ni exorbitar los ojos como un orate, y gracias estas limitaciones, reducido a la esencia apocada de su personaje -el entrañable Lefty que jamás ascendió a matón de primera- Pacino firma una de sus actuaciones más memorables. Qué tunante. Qué puto genio. Ahí lo dejo, como un mensaje en la botella, para futuros viajeros de su filmografía.



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Siempre Alice

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La primera media hora de Siempre Alice sólo se aguanta porque Julianne Moore, además de ser una mujer guapísima, es una actriz excelente que te deja embobado con sus florituras. Es como si llevara un interruptor escondido en su cabellera pelirroja, y pudiera transmutarse, cada vez que se arregla el peinado, de arpía en bonachona, de convencida en dubitativa, de exultante en deprimida.

         Pero Julianne, la dulce Julianne, la pelirroja Julianne, no basta para reprimir nuestros bostezos. No alcanza para asesinar nuestro desinterés por las desventuras de Alice Howland, que ya había nacido famélico y muy poco convencido. El drama de esta mujer aquejada de Alzheimer ni siquiera es una película: es, como mucho, un telefilm de sobremesa, y como poco, un documental sobre la aparición inexorable de los síntomas. La progresión dramática de Siempre Alice es de redacción escolar para cuarto de Primaria: primera escena, la vida feliz; segunda escena, me olvido de una palabra; tercera escena, me lío con las calles; cuarta escena, me dejo el champú dentro del frigorífico; quinta escena, consulta médica; sexta escena, marido comprensivo; séptima escena (two months later), Alice languidece en la esquina de un sofá... Y todo así. Y entre medias, bonitos planos de Alice paseando por la playa, o entrañables encuentros con sus hijas modélicas, o músicas celestiales que van acompañando su decadencia como querubines que la fueran sosteniendo para no caer, como en los cuadros del Renacimiento. 

    Siempre Alice es una película blandurria, empalagosa, previsible. Ni siquiera Kristen Stewart, que es una mujer que siempre ha derretido mi deseo, es capaz de levantarme el ánimo, derrengado y deprimido en el sofá recalentado del pre-verano.




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Matrimonio compulsivo

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En Matrimonio compulsivo los hermanos Farrelly se nos han vuelto blanditos y muy ñoños. Debe de ser el otoño de la edad, o la responsabilidad de las canas. Los personajes de la pelicula siguen mostrando las tetas, sacándose los mocos, comentando las idiosincrasias cansinas de sus aparatos reproductores. Después de cada tregua, los Farrelly disparan la artillería escatológica que triunfa entre los adolescentes y los adultos desnortados. Pero en Matrimonio compulsivo, para nuestro estupor, para nuestro enfado, el fondo del asunto se ha vuelto romántico y trascendente. Tontaina, diría yo. Esto ya no es cine para neuronas descarriadas, ni para cuarentones inmaduros, sino para adultos con muy mal gusto.


     A los cerdícolas del ancho mundo, las películas de los Farrelly nos gustaban no sólo por los chistes guarros, sino porque además, por debajo de las chorradas, del semen utilizado como fijador, o del consolador esgrimido como porra, comulgábamos con la filosofía que animaba los guiones: que la gente es estúpida, y el amor una ridiculez. Sus personajes buscaban el amor como quien busca rascarse un grano, o desfogar un grito. Un imperativo orgánico que sólo el arte -la literatura, el cine, la música de los bardos- ha convertido en un asunto cuasi espiritual, cuasi divino, como si fuera el alma inexistente, y no el cromosoma cotidiano, quien se afanara en el asunto. Nos descojonábamos con los Farrelly porque nos reconocíamos en las cuitas de sus hombres obcecados. Cuando uno está enamorado se cree investido de un aura, de una espiritualidad, porque las drogas del cerebro trabajan a destajo para mantener el hechizo. Las películas de los Farrelly, cuando topábamos con ellas, servían para devolvernos a la biología mundana, a la realidad cruda del primate deseoso. Por supuesto que hay que emparejarse, y follar, y cuidar mucho de nuestra pareja, venían a decir los Farrelly, pero vamos a discutirlo en el barro, en la acera, en la visión desnuda ante el espejo. No en una comedia romántica como esta tontería de Matrimonio compulsivo, donde el amor -y quién no se enamoraría de Michelle Monaghan- vuelve a ser un algo etéreo, inaprensible, quizá metafísico como un cuento de hadas. 




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Juego de Tronos. Temporada 1

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Tres días. Diez episodios. La primera temporada de Juego de Tronos ha sido un visto y no visto. Los desnudos integrales de Daenerys Targaryen -el primero virginal, el segundo chamuscado- han sido el alfa y el omega de este reestreno triunfal en mis pantallas. Los amigos más puristas, aferrados a lo clásico, no comprenden mi entusiasmo, y me echan en cara este renovado interés por la serie. Ellos pensaban que yo había dejado Juego de Tronos por decencia de espectador culto, por aversión instintiva a la eucaristía de las hostias y las sangres. Adónde vas -me dicen ahora- triste de ti, con cuarenta y tres tacazos a repartir mandobles. Qué hace un hombretón como tú en un sitio como éste, abarrotado de jóvenes, de frikis, de políticos con pantalón vaquero que regalan Blu-rays a los monarcas.


         Yo ya les he explicado, pero no les he convencido. Mi resentimiento con Juego de Tronos provenía de mis neuronas, de mi memoria flaqueante, de mi senectud anticipada. La serie me gustaba tanto -un sueño infantil hecho realidad- que no podía verla de esa manera, de Pascuas a Ramos, con intervalos de varios días entre episodios, con treguas de varios meses entre temporadas, rascándome la cabeza como un mono que siempre olvidaba quién era el hijo de Fulano o la amante de Mengano. Ni siquiera ahora, que gracias al privilegio funcionarial dispongo de largas horas, soy capaz de atar muchas ramas de los árboles genealógicos. Juego de Tronos, lo reconozco, es un culebrón muy sofisticado, y necesitaría, para su óptimo aprovechamiento, para su mayúsculo disfrute, de la memoria prodigiosa de nuestras madres y abuelas, que en el capítulo 500 de sus tonterias sudamericanas son capaces de recordar el linaje de cualquier personaje. Si no fuera por las cabezas cortadas o por las prostitutas de Desembarco, ellas, nuestras marujas, con sus rulos y sus batas, serían las verdaderas depositarias de Juego de Tronos. Y no los hipsters, ni los gafapastas, ni la insultante juventud. Ni los carcamales que aún disfrutamos con los dragones y las mazmorras. 




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Fuerza mayor


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En un episodio de Seinfeld, George Costanza acude a una fiesta de cumpleaños donde los niños no paran de gritar y molestar. George aguanta estoicamente las travesuras  porque quiere follar esa noche, y sabe que su pareja no le perdonará un mal gesto con la chavalería. Con el objetivo casi cumplido, se declara un pequeño fuego en el horno de la cocina, y él, que es el único hombre presente en la fiesta, es también el único que sale despavorido arrollándolo todo a su paso, sillas y prometidas, globos y niños. Aunque luego buscará mil excusas para justificar su espantada, su suerte sexual queda vista para sentencia.


            Algo así le sucede al protagonista de Fuerza mayor, un sueco muy atractivo que nada tiene en común con George Costanza. Thomas, el sueco, pasa las vacaciones en Les Arcs, en Francia, la misma estación de esquí donde Miguel Induráin sufrió la pájara descomunal. Thomas disfruta de la nieve acompañado de su bellísima esposa, Ebba, y de su pareja de retoños, niño y niña, escandinavos ideales que podrían anunciar cualquier marca de cereales. El hotel es de lujo, la nieve de primera calidad, la armonía familiar de cuento de hadas... Pero un mal día, sentados en la terraza del restaurante, un alud de nieve desciende por la ladera y amenaza con enterrar las instalaciones en pocos segundos. El susto es mayúsculo. Ebba agarra a sus dos hijos y busca refugio bajo una mesa. Pero Thomas, emulando a George Costanza, decide salir corriendo en dirección opuesta. Al final el alud se queda en poquita cosa, apenas una niebla que rápidamente se disipa. Thomas, casi silbando, regresará a la mesa como si tal cosa, pero su suerte sexual, que es la enjundia del resto de la película, quedará sometida a intensos y filosóficos debates.

            ¿Es Thomas un cobarde, un padre irresponsable, un hombre sin agallas? ¿ O es, simplemente, un ser humano que en décimas de segundo se ve preso del instinto de supervivencia? ¿De haber contado con más tiempo para la reflexión se hubiera quedado en la terraza, protegiendo a su familia? ¿Qué haríamos los padres del ancho mundo en tal tesitura? ¿Cómo reaccionaríamos si acompañados de nuestro hijo viéramos una maceta a dos metros de nuestras cabezas, o a un cazador trastornado que sale de la espesura? ¿Sacrificaríamos nuestro cuerpo para salvar la integridad de nuestro retoño? ¿O reaccionaríamos como Thomas, antropoides primarios y muy poco sofisticados? Las preguntas que plantea Fuerza mayor son muy jugosas; sus respuestas -crípticas, alargadas, plúmbeas en el sentido más nórdico de Bergman- ya no tanto. 



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It follows

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El planteamiento de It follows, la nueva película de terror que lo peta entre los adolescentes, y que se ha convertido en película de culto para las Nuevas Generaciones del PP, es el siguiente: como castigo por haber mantenido relaciones sexuales antes del matrimonio, un zombi indestructible te perseguirá doquiera que vayas; pero sólo lo verás tú, y el mundo entero pensará que estás como una cabra. El zombi nunca tendrá el mismo aspecto: puede ser cualquiera que camine pacíficamente por la calle, un niño, un abuelete, una gorda con gafas... Un político de izquierdas con coleta. El espectro te atosigará con paso cansino, casi desganado, pero nunca se detendrá. Con esa pachorra que Belcebú le ha dado, cogerá aviones, tomará ferrys, cabalgará monturas, y un mal día, seguramente a la hora de la siesta, que es la hora de todos los inoportunos , aporreará tu puerta para cobrarse el precio de tu alma. Podrás refugiarte en las Chimbambas, o en Siberia, o en el ático marbellí de Ignacio González, pero dara igual, porque tarde o temprano el bicho te alcanzará.



Si te coge, follará contigo como un salvaje y morirás en el acto tras el acto. Es de justicia que así sea, tras tu horrendo pecado de la carne. El único modo de escapar a esta maldición, a este mal de ojo de los curas, es acostarte con otro pecador o pecadora de la pradera. Si lo consigues, el zombi dejará de perseguirte, y aunque lo sigas viendo caminar, porque la mancha del pecado es indeleble, la tomará con tu compañero o compañera de cama y te dejará en paz. He ahí el dilema moral. He ahí, también, la oportunidad de vengarte de algún majadero –o majadera- que se ríe de ti, que no te deja en paz, que pone la música muy alta y no atiende a razones. Acércate, chaval, o chavala, que vamos a firmar las paces en mi cama… Una excusa de la hostia, el zombi, para practicar la justa venganza. Ya de arder en el infierno, arder a gusto, qué coño.




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Carros de fuego

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De Carros de fuego sólo nos han quedado los minutos bellísimos del inicio, con los atletas corriendo por la playa mientras suenan las notas melancólicas de Vangelis. Mira que dieron el coñazo en los Juegos Olímpicos de Londres, con la música de marras, pero ni aún así consiguieron que la odiáramos. Hay algo muy poético en ese pelotón que corre a cámara lenta mientras la banda sonora parece llevarlos en volandas, como acariciados por el viento, como bendecidos por los dioses. Una nostalgia de la juventud perdida, de los amigos fallecidos, de los tiempos gloriosos en los que el deporte no estaba corrompido por el dinero, y sólo se corría por el orgullo de pertenecer a Dios y al Reino Unido. La última carga de la brigada atlética en Balaclava.


            Dos horas después, Carros de fuego se cierra con la misma secuencia de la playa, ahora con el reparto de actores sobreimpresionado en pantalla. Esta vez, sin embargo, el efecto poético queda diluido en nuestro largo aburrimiento. Entre playa y playa nos han contado la historia de Eric Liddell y Harold Abrahams, los corredores que triunfaron en los Juegos Olímpicos de Paris. La historia daba para hacer un fresco histórico, un retrato de los distinguidos caballeros que inventaron los deportes que ahora consuelan nuestros domingos. Pero Carros de fuego, para nuestro disgusto, se nos ha quedado en una americanada de hombres que se hacen a sí mismos y superan todas las adversidades e incomprensiones de los malvados y bla bla bla...  Una britanada, mejor dicho, pues es la Union Jack la que palpita en los pechos. 

    En Carros de fuego no hay comunistas, ni musulmanes, ni coreanos de Kim Jong-il que metan drogas en los botellines o paguen prostitutas para despistar a los atletas. Pero sí hay franceses, ojo, que para los ingleses son como la bicha, tipos retorcidos y tontainas parecidos a Pierre Nodoyuna que hacen zancadillas en las carreras y no conocen el honor deportivo de los isleños. Los carros de fuego yo no los he visto por ningún lado, pero los autos locos casi se dejaban ver por las carreteras.




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Camino de la cruz

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Hace unos meses me sulfuré por culpa de I Origins, aquella película del científico darwinista que terminaba enredado en las creencias de la reencarnación. Y ahora, casi sin tiempo para sacudirme el azufre, me llega, recién cocida en Alemania, esta hostia sacramental que se titula Camino de la cruz. La película, en sus compases iniciales, es una cosa que da mucho miedo, con ese cura preconciliar que prepara a sus pupilos para la próxima Confirmación. Entre ellos está María, la niña mártir que se va tragando las enseñanzas como Lacasitos de chocolate. Una feligresa disciplinada que emprenderá su propio Via Crucis de sacrificio y salvación... 

    Uno quiere reírse del cura cuando suelta sus barbaridades sobre la vida y el ultramundo, pero el tono es tan crudo, y el plano es tan hierático, como de Michael Haneke o de Ulrich Seidl, que la risa se queda ahogada en la tráquea, y en su lugar asciende un regüeldo de la cena que sabe a hiel y a cosa fermentada. En la segunda escena descubrimos a la madre de María, una pirada que aún no ha salido del  Concilio de Trento y que lleva con mano férrea las riendas de su educación. Una mujer de gesto adusto que además, al reñir en alemán, multiplica por cien su efecto acojonativo, como una guardiana nazi de los campos de concentración. Uno siente compasión por María, la pobre tontaina embaucada, y una repugnancia infinita por esta pandilla de iluminados que no ven más allá de sus alucinaciones neuronales. Llevado por el laicismo militante, uno se cree envuelto en una cruzada como las que encabezaba Voltaire, y casi le grita al televisor "Écrasez l'Infâme", enardecido por tanta majadería. Pero ojo, repito, que esto es cine sibilino y untuoso, y al final, para dejarnos mudos a los ateos, Camino de la cruz esconde una sorpresa y un giro de cámara que hará las delicias de los católicos que ya abandonaban la sala derrotados, o se levantaban del sofá para tomarse un refrigerio de vino consagrado. Nuestro gozo, en un pozo. De perdición.



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Ratas a la carrera

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Mientras espero a un amigo para tertuliar sobre cine y mujeres, en la tele del bar están pasando una comedia de Rowan Atkinson y John Cleese. El título me es desconocido, pero luego, gracias a internet, sabré que se trata de Ratas a la carrera. Tiene pinta de ser una película mala, mala a rabiar, con persecuciones de coches, fulanos travestidos y muchos resbalones con mondas de plátano. Pero los cuatro parroquianos que están jugando al tute se parten el culo con las trapisondas. Tanto se ríen que al final, después de interrumpir la partida varias veces, deciden dejar los naipes sobre la mesa y entregarse a la carcajada sin soltar la copa de coñac. Se han perdido la mitad de la trama, y la tele, además, no tiene sonido, porque en este bar, como en tantos otros, sólo la ponen para gastar luz y atraer a los mosquitos. Pero los abueletes no se arredran ante estas insignificancias, tan propias de los señoritos de ciudad. Ellos se descojonan con los travestís, con los encontronazos, con las pechugas de las señoras. Cuando un personaje pone caras raras o se pega un leñazo, se congestionan de la risa y le pegan manotazos a la mesa. "¡Es cojonuda!", dice uno. "¡La hostia, qué peli!", le confirma el otro. Uno de ellos llega a afirmar, en voz alta, mientras se seca las lágrimas: “Es la mejor película que he visto en mucho tiempo. ¡La hostia, qué buena…"

            Y yo, que además carezco de tierras, de regadíos, de gallinas ponedoras..., ¿qué puedo tener en común con mis vecinos de pedanía? Nada, definitivamente. 




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Mr. Turner

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J.M.W. Turner fue el gran pintor de los amaneceres, de los atardeceres, de los barcos que transitaban lánguidamente el Támesis o se enfrentaban a los navíos franceses. En sus cuadros -que ahora, con la excusa de la película, cuestan un huevo más en las casas de subastas- los seres humanos son figuras diminutas que se adivinan en los muelles, en las bordas, en los campos de trigo, como hormigas que buscan el sustento mientras por encima sucede el gran milagro de la luz, que quita y pone las formas, las siluetas, los colores. 

    A Mr. Turner no le agradaba mucho la gente: tramitaba los asuntos imprescindibles del día -la comida, las pinturas, los escarceos sexuales con la criada- y luego, en las horas que su estudio se veía iluminado por el sol, pintaba paisajes donde los humanos sólo eran figuras decorativas como las piedras o los árboles. No los estimaba en su vida diaria, y no los estimaba tampoco en sus cuadros de paisajes bellísimos, o de naturalezas atroces.


            Un tipo difícil, el señor Turner, si nos atenemos a lo que cuenta Mike Leigh en su película. Una película de narrativa extraña, fragmentada, como si paseáramos por el museo biográfico del personaje y fuéramos contemplando, en cuadros separados, hechos cruciales o aclaratorios de su vida. No hay condenas morales, ni juicios de valor, en estas estampas coloridas del señor Turner. Ni se abuchean sus defectos ni se subrayan sus virtudes. Mike Leigh es un tipo demasiado inteligente, demasiado british, para caer en los retratos de brocha gorda que tanto gustan a los americanos. Los americanos habrían filmado un biopic de loosers y winners con esta vida huraña y genial del pintor: una cosa moralista, pastosa, de músicas grandilocuentes. Un despelote de medios para filmar el mismo guión simplón y torpón. Gracias, Mr. Leigh. Y gracias, también, Mr. Spall, al que Cannes reconoció y los Oscars olvidaron.




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Tristram Shandy

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Tristram Shandy es una película muy difícil de explicar, y de definir. Una comedia bizarra que despierta odios y entusiasmos, exabruptos y aplausos encendidos. Este humilde escribano la tiene por una de sus películas predilectas, tan atrevida, tan peculiar, tan a contracorriente de los usos habituales. Es el mismo cine libérrimo que ya practicara Winterbottom en 24 Hour Party People, otro clásico de su cinematografía  inclasificable.

            Tristram Shandy, la película, cuenta el accidentado rodaje de "Tristram Shandy", la película dentro de la película, que es la adaptación imposible de la novela homónima, un clásico de las letras británicas que carece de narrativa lineal. Una verborrea satírica de mil páginas reconcentrada en un guión de coherencia inabordable. Un imposible artístico que convierte el rodaje en una batalla diaria, en una frustración permanente. 

    Steve Coogan, actor por el que siento una irresistible simpatía no-sexual, interpreta tres papeles diferentes en esta locura de los planos superpuestos: el primero, el Steve Coogan ficticio, que es la estrella de "Tristram Shandy", con sus problemas personales, su ego artístico, su queja continua sobre la altura de los tacones o la emotividad nula de las escenas; el segundo, el propio Tristram Shandy, que en la película dentro de la película narra su propio nacimiento y las circunstancias extraordinarias que lo rodearon; y el tercero, porque el rodaje va escaso de recursos, y hay que ahorrarse dineros en los actores, el padre del propio Tristram, en las escenas atribuladas de su nacimiento. 

    Ya les dije que era un lío mayúsculo, una película inefable, un juego de realidades y ficciones que este diario no alcanza a resumir. Sólo a recomendar. La historia de una polla y un toro...

            Y alrededor de Steve Coogan, dando por culo todo el rato, la mosca cojonera de Rob Brydon, que también se interpreta a sí mismo fuera del rodaje, y que en el Tristram dentro del Tristram es el trastornado Tío Toby, héroe emasculado de la batalla de Namur. Coogan y Brydon, en los sets de rodaje, en las trastiendas del vestuario, en las habitaciones del hotel, protagonizan un duelo de egos simulado, un cachondeo competitivo que nace de su amistad real fuera de las ficciones. 


                                
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Kingsman: Servicio secreto

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Viajaba tan mareado en esta montaña rusa de peleas y matanzas que es Kingsman, tan abrumado por los efectos especiales y las cabezas que revientan como calabazas, que sólo al final, en los títulos de crédito, me doy cuenta de que Mark Hamill -Luke Skywalker, el redentor de la galaxia muy lejana- figura como Dr. Arnold en el reparto de esta locura juvenil. ¿Y quién coño era el Dr. Arnold, me pregunto yo, a las doce y pico de la noche, con un dolor de cabeza que sólo el paracetamol y la tertulia deportiva de la radio sanarán media hora más tarde?



            Tengo que regresar a este teclado para recordar que el Dr. Arnold era el tipo que secuestraban al principio de la película, un profesor con pajarita que anunciaba a sus alumnos de Oxford, o de Cambridge -tampoco lo recuerdo bien- la venganza definitiva del planeta Tierra contra sus parásitos humanos. Mark Hamill chupa sus buenos minutos de pantalla, con varias líneas de diálogo que lo fijan claramente en el objetivo, y no puedo decir, ahora que lo veo en las imágenes de Google, que salga muy deformado o maquillado. Es él, redivivo, el hijo de Anakin Skywalker, el caballero Jedi que devolvió el equilibrio a la galaxia, aunque aquí salga viejuno y con barbita, regordete y con cara de pánfilo. 

    Yo, en Kingsman, andaba en los subtítulos, en la tontería, en la fascinación idiota por estas peleas a cámara lenta donde los aprendices de James Bond clavan sus cuchillos, disparan a quemarropa, retuercen cuellos comunistas para salvar a la civilización occidental. Las películas preferidas de Esperanza Aguirre... Y así, engatusado por estas majaderías para adolescentes, me perdí el guiño, el homenaje, la aparición estelar del guardián de las estrellas. Así voy de perdido y de bobo, en estos primeros calores del año, que llueven como tormentas de fuego. Y lo que me rondarán, morena. 




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Control

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Con su epilepsia, sus arrebatos de éxtasis y su lenguaje florido, Ian Curtis, el vocalista y líder de Joy Division, estaba llamado a fundar una nueva religión. Ian no era carpintero, sino funcionario de la Oficina de Empleo, pero también mataba las tardes hablando del amor y de los misterios interiores. Las gentes de Manchester, arrastradas por su aura de chico extraño, escuchaban arrobadas sus poesías enrevesadas. Ian iba camino de ser el Pablo Coelho de las Islas Británicas cuando en 1976, en el mítico concierto de los Sex Pistols que retratara Michael Winterbottom en 24 Hour Party People, tuvo la revelación que marcaría su destino: no predicaría a orillas de los lagos, ni en las bodas de los ricos, sino que agarraría un micrófono, se rodearía de músicos próximos al punk y se dejaría llevar por el ritmo hipnótico de las notas.


            La película que nos cuenta su vida se titula Control, porque el gran miedo de Ian Curtis era perder el control sobre su enfermedad, que lo asaltaba incluso sobre los escenarios, o sobre su vida amorosa, marido infiel que sentía remordimientos cuando se acostaba con la bella Annick. La película es solvente, fría, a ratos hipnótica, como la música misma de Joy Division. Uno lamenta que se hable tan poco de la movida musical, y de los conciertos legendarios. Que el personaje de Tony Wilson, que en 24 Hour Party People era protagonista principal, aquí sea el secundario encargado de poner los chistes y las tontacas. Anton Corbjin prefiere irse por los cerros del amor y los celos, de los flirteos y las coyundas, y en estos dislates del corazón, Ian Curtis, el poeta, el maldito, pierde todo su carisma. Cuando se baja del escenario y se toma unas cervezas en el pub de la esquina, Ian es uno más entre nosotros, sus admiradores, o sus curiosos, con su matrimonio rutinario, su piso humilde, su esposa inapetente. Un Mariano más de los chistes de Forges.




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