Juego de Tronos.Temporada 3

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Menos mal que después de la primera temporada de Juego de Tronos, llevado por el entusiasmo de haber encontrado una familia donde ser adoptado, no fui, finalmente, al Registro Civil a cambiarme estos dos apellidos sin lustre y sin futuro, Rodríguez y Martínez, por el mucho más lustroso y promisorio de Stark, como hizo Homer Simpson cuando renegó de sus ancestros para rebautizarse como Max Power y entrar así, aunque fuera un paso efímero, en el mundo de la aclamación artística y el acercamiento de las gachíes. Stark era, y es, un apellido cojonudo, la verdad, porque tiene la fonética impetuosa de lo anglosajón, la brevedad eficiente de los bárbaros, la grandiosidad honorable de los Guardianes del Norte. Ese Norte de la ficción que tanto se parece al Norte ya reseco de mi infancia, donde antes del cambio climático siempre hacía frío, y nevaba, y uno paseaba protegido por un manto amoroso de nubes. Aunque el primo de Rajoy grazne como un cuervo de un solo ojo.

           Hace un mes escaso que quise ser un Stark, sí, Álvaro Stark, que suena muy bien si me lo permiten, como Watling, Leonor Watling, que además de ser una mujer bellísima también suena como una mujer sin par, medio de Madrid y medio de Inglaterra, como yo iba a ser medio de León y medio de Invernalia. Pero me pudo la pereza del sofá, el ridículo presentido ante el funcionario, y fui aplazando mi apostasía hasta que la Boda Roja me puso sobre alerta. Quizá no era tan buena idea, después de todo, apellidarse Stark, una genealogía que de pronto parecía maldita, marchita, barrida por los gélidos vientos del Invierno que llegaba. Tal vez me atropellara un coche al salir del Registro Civil, o un loco me acuchillara en mitad de la acera. Siendo un Rodríguez Martínez sin abolengo y sin alcurnia, corriente y moliente, iba a vivir mucho peor, pero mucho más tranquilo y seguro, eso fijo.



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White God

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Escribió hace años Arturo Pérez Reverte:
"¿Se acuerdan de aquel anuncio estremecedor, un perro abandonado en mitad de una carretera, bajo la lluvia, sus ojos cansados y tristes, bajo el rótulo: El nunca lo haría? Es cierto. Él nunca lo haría, pero buena parte de nosotros sí. Igual usted mismo, respetable lector que hojea El Semanal en este momento, acaba de hacerlo. ¿Y sabe lo que le digo? Pues que, de ser así, ojalá se le indigeste esa paella por la que van a clavarle veinte mil pesetas en el chiringuito, o se le pinche el flotador del pato y se ahogue, cacho cabrón. Porque ya quisiéramos los humanos tener un ápice de la lealtad y el coraje de esos chuchos de limpio corazón. No recuerdo quién dijo aquello de que cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro, pero es cierto. Al suyo, al mío, a cualquier perro".

              He guardado este recorte de palabras durante años, a la espera de una película  adecuada para soltarlo. Y hoy, después de haber visto White God, la ocasión la pintaban calva. ¿Para qué iba uno a lanzar su diatriba contra los maltratadores de perros, contra los abandonadores de chuchos, si un miembro de la Real Academia, todavía vivito y coleando, ha escrito un corpus entero de ladridos contra estos hijos de puta? ¿Para qué mancillar folios en blanco con mi torpe escritura, con mis insultos básicos de barriobajero, si lo que opino es exactamente lo mismo que opina don Arturo?

             Decir que he visto White God es una mentirijilla dramática, un modo de resumir mi presencia nerviosa ante la pantalla. Porque cada vez que un perro estaba a punto de ser maltratado, torturado o tiroteado, he apartado la mirada, o he abierto una ventana en el ordenador para buscar gilipolleces en internet, atendiendo sólo a mi oído por si cambiaban el tercio de una puta vez. Uno, que viene de asistir impertérrito a las primeras temporadas de Juego de Tronos, con sus hombres rajados, desmembrados, desangrados a borbotones por el cuello, no puede, en cambio, resistir el menor daño que le hagan a un chucho de Budapest, aunque sepa que todo es ficción y que al final de la barbarie aparecerá el tranquilizador "ningún animal fue herido en la realización de esta película". 

     Pero no estoy solo: somos muchos los tipos educados y cívicos, inofensivos y mansos, que preferimos, apoltronados en un sofá, un buen desparrame de intestinos humanos antes que ver a un chucho con una espina clavada en la patita. A la espera de que un psicólogo, o un biólogo evolutivo, venga a explicarnos esta contorsión de los instintos, yo les voy contando lo que hay.



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Chained

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Me hubiera gustado dedicarle esta entrada -que es la número 1000- a El club de los poetas muertos, que es mi película de cabecera, o a La guerra de las galaxias, que es mi pedrada de todos los tiempos. Pero la efeméride me ha pillado en tránsito veraniego, en Desembarco del Rey, muy lejos de mi señorío de La Pedanía, donde guardo mis películas como oro en paño -pues ellas, en mi biografía, valen tanto como el oro. Podría descargarlas, aducirán los que han llegado hasta aquí seducidos por mi prosa, o descojonados por mi tontuna. Pero es que mi DVDs son objetos sagrado, reliquias inviolables, y no pueden ser sustituido por cualquier objeto equivalente, por cualquier hechicería de megabytes transportados por el aire. Sólo el DVD, ya tan rancio, contiene la Verdad que alimentaría mi escritura recta y sabia. 

Así las cosas, para rellenar este vacío abrasador, he decidido hacerle caso a uno de mis lectores, a modo de homenaje extensivo a todos ellos, y he puesto en el portátil esta película desquiciante titulada Chained: una ida de olla que firma la hijísima -por estirpe, y por tamaño corporal- de David Lynch. La cosa va de un psicokiller que secuestra a un niño, lo ata con cadenas en un sótano, y lo obliga, durante años, a presenciar sus violaciones, sus asesinatos, sus enterramientos con cal viva de las pobres desventuradas, para que el chaval vaya aprendiendo un oficio y se prepare para la dura competencia laboral. Hay que estar muy enfermo para escribir una guión así; hay que estar muy enferma para rodar una historia así. Demasiada enfermedad, demasiada locura, demasiada pesadilla con ganas de epatar. Me he bajado en la segunda parada. 







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Blue Ruin


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El odio es la venganza del cobarde. Lo dijo George Bernard Shaw, a quien mi incultura, enciclopédica, sólo recordaba como autor de Pigmalión, la obra de teatro que con los años dio lugar a My Fair Lady. Famélica de saberes, mi ignorancia, supina, ha tenido que buscar a Bernard Shaw en la Wikipedia para ubicarlo en su siglo correspondiente, y para confirmar, de reojo, con una vergüenza que sólo a los íntimos me permito confesar, que George era ciertamente un escritor, y no una escritora, porque yo le estaba confundiendo con George Sand. Sí, sí...

          La frase de Bernard Shaw sobre la venganza la he encontrado por casualidad, mientras buscaba otra que soltaba Tywin Lannister en Juego de Tronos: una sentencia fría, brutal, muy propia de su talante, que no anoté a su debido tiempo en los cuadernos, y que ahora, justo cuando más la necesitaba, no logro recordar, ni recobrar entre las verborreas de los frikis de la serie. Me hubiera venido al pelo el cinismo de Tywin Lannister para hacer un comentario sobre la película de hoy, Blue Ruin, que es una historia de venganza morrocotuda, muy a la americana, muy de Puerto Urraco, con un pobre desgraciado que para hacer justicia empieza por blandir una navajita y termina enfrascado en tiroteos con armas automáticas y la de Dios es Cristo. Como Bruce Willis en Pulp Fiction, mismamente, que para liarse a hostias en el badulaque de los violadores primero le echaba el ojo a un martillo y terminaba esgrimiendo la espada del samurái.

       El odio es la venganza del cobarde... No habría películas como Blue Ruin con un tipo como yo, incapacitado para la acción. Pero, para nuestra suerte, Dwight es un hombre aguerrido y valiente -aunque algo fondón y con cara de lelo- que se lanza a cazar al asesino antes de que el asesino venga a por él, lo que da lugar a entretenidas balaceras y matanzas en el estado de Virginia. 


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A single man

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No soy homosexual, ni vivo en Los Ángeles, ni soy profesor de literatura. No he perdido recientemente a un ser querido. Me gustan las mujeres, vive en La Pedania, soy maestro de escuela, y el único ser querido que ha perdido en accidente de tráfico es Juan Gómez, Juanito, hace ya veintipico años, en aquel maldito viaje hacia Mérida.
 
    Quiero decir que George, el protagonista de A single man, más allá de las gafas de pasta y de cierta apostura natural (o eso dice mi madre), poco tiene en común con este escribano provincial de las películas. Y sin embargo, desde las primeras escenas, uno se reconoce en su melancolía, en su despertar tortuoso de cada mañana. Me reconozco en su cara de panoli legañoso, en la mueca torcida del primer cara a cara con el espejo.  George entra en la ducha, prepara el desayuno, se come las tostadas, planifica la jornada que habrá de mantenerlo ocupado, pero todo lo hace con el hastío de quien se enfrenta a varias horas interminables, deberes y gente, tiempo robado y estupidez incurable. Horas infinitas hasta que llegue la felicidad del ocaso, y las ovejas vuelvan a sus rediles, y los mochuelos a su olivos, y uno, por fin, ya recogido en su batcueva, vuelva a respirar el aire renovado que dejaron las ventanas abiertas, ya solo consigo mismo, y con las películas, y con los libros, con los tormentos  que uno ha elegido libremente para flagelarse.


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Juego de Tronos. Temporada 2

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Y concluye, ante mis ojos atónitos, ante mi estupor de habitante de Invernalia, la segunda temporada de Juego de Tronos, que esto es un no parar, y un gozoso y sangriento sinvivir. 

Cuando hace tres semanas uno se embarcó en este viaje, pensaba intercalar películas entre los episodios, series entre las temporadas, paréntesis que dieran de comer a este diario y me permitieran descansar de los árboles genealógicos. Pero una vez que haces pie en la tierra de los Siete Reinos ya no puedes escapar. Los universos paralelos de las otras ficciones carecen de pronto de todo interés, y se vuelven aplazables y secundarios. Termina un episodio de Juego de Tronos, a las once de la noche, y tienes que poner otro inmediatamente si quieres llegar a las doce sin comerte la uñas, sin devanarte los sesos. Sin pasearte como un orate por la habitación. Son demasiadas incertidumbres que luego no te dejan conciliar el sueño. Que se infiltrarían en los onirismos para hacerme dar mil vueltas sobre el colchón resudado. ¿Quién morirá, quién se desnudará, quién perderá la chaveta o recobrará la cordura? ¿Quién soltará la frase más jugosa, la filosofía más lúcida, la ironía más inteligente? ¿Quién es, espejito espejito, la mujer más bella de este reino? ¿Cersei, la malvada; Ygritte, la salvaje; Sansa, la doncella; Daenerys, la dragona; Melisandre (mi preferida), la bruja, Margaery, la predilecta? Ay, de mi intelecto, y de mi corazón, que no conocen un minuto de tregua desde que aquellos tres pardillos de la Guardia de la Noche salieron de reconocimiento, al inicio del invierno...




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Donnie Brasco

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¿Quién se acuerda hoy, casi treinta años después, de Donnie Brasco? ¿Quién la cita en sus recomendaciones, quien la coloca en sus listas, quién la descarga con fruición en las redes del pirateo? ¿Quién la rastrea en los catálogos interminables de las plataformas?  Apenas cuatro gatos de la cinefilia, que la recordamos con cariño. O cuatro gatos de la casualidad, que navegaban por la carreras de Al Pacino y Johnny Depp y se encontraron con esta joya tan poco publicitada. Hay algunos -los conozco-que le dieron al play pensando que Al Pacino es el Donnie Brasco del título, y no  saben, o no recuerdan, que Johnny Depp es el personaje principal de la función, el agente del FBI que se juega el pellejo infiltrándose en la mafia neoyorquina. Esta sí que es una película de infiltrados, y no la hongkonada aquella de Martin Scorsese.


          Y aun así, mira que está lúcido el viejo Al, en Donnie Brasco. Todos dando el coñazo con El Padrino, con Esencia de mujer, con El precio del poder, pero a nadie se le ocurre mencionarle aquí cuando le rinden pleitesía o le hacen la pelota. Pocas veces ha estado más versátil, más centrado, más trágicamente patético, el maestro. Aquí no le dejaron ponerse histriónico, ni decir "Hoo-ah", ni exorbitar los ojos como un orate, y gracias estas limitaciones, reducido a la esencia apocada de su personaje -el entrañable Lefty que jamás ascendió a matón de primera- Pacino firma una de sus actuaciones más memorables. Qué tunante. Qué puto genio. Ahí lo dejo, como un mensaje en la botella, para futuros viajeros de su filmografía.



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Siempre Alice

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La primera media hora de Siempre Alice sólo se aguanta porque Julianne Moore, además de ser una mujer guapísima, es una actriz excelente que te deja embobado con sus florituras. Es como si llevara un interruptor escondido en su cabellera pelirroja, y pudiera transmutarse, cada vez que se arregla el peinado, de arpía en bonachona, de convencida en dubitativa, de exultante en deprimida.

         Pero Julianne, la dulce Julianne, la pelirroja Julianne, no basta para reprimir nuestros bostezos. No alcanza para asesinar nuestro desinterés por las desventuras de Alice Howland, que ya había nacido famélico y muy poco convencido. El drama de esta mujer aquejada de Alzheimer ni siquiera es una película: es, como mucho, un telefilm de sobremesa, y como poco, un documental sobre la aparición inexorable de los síntomas. La progresión dramática de Siempre Alice es de redacción escolar para cuarto de Primaria: primera escena, la vida feliz; segunda escena, me olvido de una palabra; tercera escena, me lío con las calles; cuarta escena, me dejo el champú dentro del frigorífico; quinta escena, consulta médica; sexta escena, marido comprensivo; séptima escena (two months later), Alice languidece en la esquina de un sofá... Y todo así. Y entre medias, bonitos planos de Alice paseando por la playa, o entrañables encuentros con sus hijas modélicas, o músicas celestiales que van acompañando su decadencia como querubines que la fueran sosteniendo para no caer, como en los cuadros del Renacimiento. 

    Siempre Alice es una película blandurria, empalagosa, previsible. Ni siquiera Kristen Stewart, que es una mujer que siempre ha derretido mi deseo, es capaz de levantarme el ánimo, derrengado y deprimido en el sofá recalentado del pre-verano.




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