A single man

🌟🌟🌟🌟

No soy homosexual, ni vivo en Los Ángeles, ni soy profesor de literatura. No he perdido recientemente a un ser querido. Me gustan las mujeres, vive en La Pedania, soy maestro de escuela, y el único ser querido que ha perdido en accidente de tráfico es Juan Gómez, Juanito, hace ya veintipico años, en aquel maldito viaje hacia Mérida.
 
    Quiero decir que George, el protagonista de A single man, más allá de las gafas de pasta y de cierta apostura natural (o eso dice mi madre), poco tiene en común con este escribano provincial de las películas. Y sin embargo, desde las primeras escenas, uno se reconoce en su melancolía, en su despertar tortuoso de cada mañana. Me reconozco en su cara de panoli legañoso, en la mueca torcida del primer cara a cara con el espejo.  George entra en la ducha, prepara el desayuno, se come las tostadas, planifica la jornada que habrá de mantenerlo ocupado, pero todo lo hace con el hastío de quien se enfrenta a varias horas interminables, deberes y gente, tiempo robado y estupidez incurable. Horas infinitas hasta que llegue la felicidad del ocaso, y las ovejas vuelvan a sus rediles, y los mochuelos a su olivos, y uno, por fin, ya recogido en su batcueva, vuelva a respirar el aire renovado que dejaron las ventanas abiertas, ya solo consigo mismo, y con las películas, y con los libros, con los tormentos  que uno ha elegido libremente para flagelarse.


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Juego de Tronos. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Y concluye, ante mis ojos atónitos, ante mi estupor de habitante de Invernalia, la segunda temporada de Juego de Tronos, que esto es un no parar, y un gozoso y sangriento sinvivir. 

Cuando hace tres semanas uno se embarcó en este viaje, pensaba intercalar películas entre los episodios, series entre las temporadas, paréntesis que dieran de comer a este diario y me permitieran descansar de los árboles genealógicos. Pero una vez que haces pie en la tierra de los Siete Reinos ya no puedes escapar. Los universos paralelos de las otras ficciones carecen de pronto de todo interés, y se vuelven aplazables y secundarios. Termina un episodio de Juego de Tronos, a las once de la noche, y tienes que poner otro inmediatamente si quieres llegar a las doce sin comerte la uñas, sin devanarte los sesos. Sin pasearte como un orate por la habitación. Son demasiadas incertidumbres que luego no te dejan conciliar el sueño. Que se infiltrarían en los onirismos para hacerme dar mil vueltas sobre el colchón resudado. ¿Quién morirá, quién se desnudará, quién perderá la chaveta o recobrará la cordura? ¿Quién soltará la frase más jugosa, la filosofía más lúcida, la ironía más inteligente? ¿Quién es, espejito espejito, la mujer más bella de este reino? ¿Cersei, la malvada; Ygritte, la salvaje; Sansa, la doncella; Daenerys, la dragona; Melisandre (mi preferida), la bruja, Margaery, la predilecta? Ay, de mi intelecto, y de mi corazón, que no conocen un minuto de tregua desde que aquellos tres pardillos de la Guardia de la Noche salieron de reconocimiento, al inicio del invierno...




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Donnie Brasco

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¿Quién se acuerda hoy, casi treinta años después, de Donnie Brasco? ¿Quién la cita en sus recomendaciones, quien la coloca en sus listas, quién la descarga con fruición en las redes del pirateo? ¿Quién la rastrea en los catálogos interminables de las plataformas?  Apenas cuatro gatos de la cinefilia, que la recordamos con cariño. O cuatro gatos de la casualidad, que navegaban por la carreras de Al Pacino y Johnny Depp y se encontraron con esta joya tan poco publicitada. Hay algunos -los conozco-que le dieron al play pensando que Al Pacino es el Donnie Brasco del título, y no  saben, o no recuerdan, que Johnny Depp es el personaje principal de la función, el agente del FBI que se juega el pellejo infiltrándose en la mafia neoyorquina. Esta sí que es una película de infiltrados, y no la hongkonada aquella de Martin Scorsese.


          Y aun así, mira que está lúcido el viejo Al, en Donnie Brasco. Todos dando el coñazo con El Padrino, con Esencia de mujer, con El precio del poder, pero a nadie se le ocurre mencionarle aquí cuando le rinden pleitesía o le hacen la pelota. Pocas veces ha estado más versátil, más centrado, más trágicamente patético, el maestro. Aquí no le dejaron ponerse histriónico, ni decir "Hoo-ah", ni exorbitar los ojos como un orate, y gracias estas limitaciones, reducido a la esencia apocada de su personaje -el entrañable Lefty que jamás ascendió a matón de primera- Pacino firma una de sus actuaciones más memorables. Qué tunante. Qué puto genio. Ahí lo dejo, como un mensaje en la botella, para futuros viajeros de su filmografía.



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Siempre Alice

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La primera media hora de Siempre Alice sólo se aguanta porque Julianne Moore, además de ser una mujer guapísima, es una actriz excelente que te deja embobado con sus florituras. Es como si llevara un interruptor escondido en su cabellera pelirroja, y pudiera transmutarse, cada vez que se arregla el peinado, de arpía en bonachona, de convencida en dubitativa, de exultante en deprimida.

         Pero Julianne, la dulce Julianne, la pelirroja Julianne, no basta para reprimir nuestros bostezos. No alcanza para asesinar nuestro desinterés por las desventuras de Alice Howland, que ya había nacido famélico y muy poco convencido. El drama de esta mujer aquejada de Alzheimer ni siquiera es una película: es, como mucho, un telefilm de sobremesa, y como poco, un documental sobre la aparición inexorable de los síntomas. La progresión dramática de Siempre Alice es de redacción escolar para cuarto de Primaria: primera escena, la vida feliz; segunda escena, me olvido de una palabra; tercera escena, me lío con las calles; cuarta escena, me dejo el champú dentro del frigorífico; quinta escena, consulta médica; sexta escena, marido comprensivo; séptima escena (two months later), Alice languidece en la esquina de un sofá... Y todo así. Y entre medias, bonitos planos de Alice paseando por la playa, o entrañables encuentros con sus hijas modélicas, o músicas celestiales que van acompañando su decadencia como querubines que la fueran sosteniendo para no caer, como en los cuadros del Renacimiento. 

    Siempre Alice es una película blandurria, empalagosa, previsible. Ni siquiera Kristen Stewart, que es una mujer que siempre ha derretido mi deseo, es capaz de levantarme el ánimo, derrengado y deprimido en el sofá recalentado del pre-verano.




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Matrimonio compulsivo

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En Matrimonio compulsivo los hermanos Farrelly se nos han vuelto blanditos y muy ñoños. Debe de ser el otoño de la edad, o la responsabilidad de las canas. Los personajes de la pelicula siguen mostrando las tetas, sacándose los mocos, comentando las idiosincrasias cansinas de sus aparatos reproductores. Después de cada tregua, los Farrelly disparan la artillería escatológica que triunfa entre los adolescentes y los adultos desnortados. Pero en Matrimonio compulsivo, para nuestro estupor, para nuestro enfado, el fondo del asunto se ha vuelto romántico y trascendente. Tontaina, diría yo. Esto ya no es cine para neuronas descarriadas, ni para cuarentones inmaduros, sino para adultos con muy mal gusto.


     A los cerdícolas del ancho mundo, las películas de los Farrelly nos gustaban no sólo por los chistes guarros, sino porque además, por debajo de las chorradas, del semen utilizado como fijador, o del consolador esgrimido como porra, comulgábamos con la filosofía que animaba los guiones: que la gente es estúpida, y el amor una ridiculez. Sus personajes buscaban el amor como quien busca rascarse un grano, o desfogar un grito. Un imperativo orgánico que sólo el arte -la literatura, el cine, la música de los bardos- ha convertido en un asunto cuasi espiritual, cuasi divino, como si fuera el alma inexistente, y no el cromosoma cotidiano, quien se afanara en el asunto. Nos descojonábamos con los Farrelly porque nos reconocíamos en las cuitas de sus hombres obcecados. Cuando uno está enamorado se cree investido de un aura, de una espiritualidad, porque las drogas del cerebro trabajan a destajo para mantener el hechizo. Las películas de los Farrelly, cuando topábamos con ellas, servían para devolvernos a la biología mundana, a la realidad cruda del primate deseoso. Por supuesto que hay que emparejarse, y follar, y cuidar mucho de nuestra pareja, venían a decir los Farrelly, pero vamos a discutirlo en el barro, en la acera, en la visión desnuda ante el espejo. No en una comedia romántica como esta tontería de Matrimonio compulsivo, donde el amor -y quién no se enamoraría de Michelle Monaghan- vuelve a ser un algo etéreo, inaprensible, quizá metafísico como un cuento de hadas. 




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Juego de Tronos. Temporada 1

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Tres días. Diez episodios. La primera temporada de Juego de Tronos ha sido un visto y no visto. Los desnudos integrales de Daenerys Targaryen -el primero virginal, el segundo chamuscado- han sido el alfa y el omega de este reestreno triunfal en mis pantallas. Los amigos más puristas, aferrados a lo clásico, no comprenden mi entusiasmo, y me echan en cara este renovado interés por la serie. Ellos pensaban que yo había dejado Juego de Tronos por decencia de espectador culto, por aversión instintiva a la eucaristía de las hostias y las sangres. Adónde vas -me dicen ahora- triste de ti, con cuarenta y tres tacazos a repartir mandobles. Qué hace un hombretón como tú en un sitio como éste, abarrotado de jóvenes, de frikis, de políticos con pantalón vaquero que regalan Blu-rays a los monarcas.


         Yo ya les he explicado, pero no les he convencido. Mi resentimiento con Juego de Tronos provenía de mis neuronas, de mi memoria flaqueante, de mi senectud anticipada. La serie me gustaba tanto -un sueño infantil hecho realidad- que no podía verla de esa manera, de Pascuas a Ramos, con intervalos de varios días entre episodios, con treguas de varios meses entre temporadas, rascándome la cabeza como un mono que siempre olvidaba quién era el hijo de Fulano o la amante de Mengano. Ni siquiera ahora, que gracias al privilegio funcionarial dispongo de largas horas, soy capaz de atar muchas ramas de los árboles genealógicos. Juego de Tronos, lo reconozco, es un culebrón muy sofisticado, y necesitaría, para su óptimo aprovechamiento, para su mayúsculo disfrute, de la memoria prodigiosa de nuestras madres y abuelas, que en el capítulo 500 de sus tonterias sudamericanas son capaces de recordar el linaje de cualquier personaje. Si no fuera por las cabezas cortadas o por las prostitutas de Desembarco, ellas, nuestras marujas, con sus rulos y sus batas, serían las verdaderas depositarias de Juego de Tronos. Y no los hipsters, ni los gafapastas, ni la insultante juventud. Ni los carcamales que aún disfrutamos con los dragones y las mazmorras. 




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Fuerza mayor


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En un episodio de Seinfeld, George Costanza acude a una fiesta de cumpleaños donde los niños no paran de gritar y molestar. George aguanta estoicamente las travesuras  porque quiere follar esa noche, y sabe que su pareja no le perdonará un mal gesto con la chavalería. Con el objetivo casi cumplido, se declara un pequeño fuego en el horno de la cocina, y él, que es el único hombre presente en la fiesta, es también el único que sale despavorido arrollándolo todo a su paso, sillas y prometidas, globos y niños. Aunque luego buscará mil excusas para justificar su espantada, su suerte sexual queda vista para sentencia.


            Algo así le sucede al protagonista de Fuerza mayor, un sueco muy atractivo que nada tiene en común con George Costanza. Thomas, el sueco, pasa las vacaciones en Les Arcs, en Francia, la misma estación de esquí donde Miguel Induráin sufrió la pájara descomunal. Thomas disfruta de la nieve acompañado de su bellísima esposa, Ebba, y de su pareja de retoños, niño y niña, escandinavos ideales que podrían anunciar cualquier marca de cereales. El hotel es de lujo, la nieve de primera calidad, la armonía familiar de cuento de hadas... Pero un mal día, sentados en la terraza del restaurante, un alud de nieve desciende por la ladera y amenaza con enterrar las instalaciones en pocos segundos. El susto es mayúsculo. Ebba agarra a sus dos hijos y busca refugio bajo una mesa. Pero Thomas, emulando a George Costanza, decide salir corriendo en dirección opuesta. Al final el alud se queda en poquita cosa, apenas una niebla que rápidamente se disipa. Thomas, casi silbando, regresará a la mesa como si tal cosa, pero su suerte sexual, que es la enjundia del resto de la película, quedará sometida a intensos y filosóficos debates.

            ¿Es Thomas un cobarde, un padre irresponsable, un hombre sin agallas? ¿ O es, simplemente, un ser humano que en décimas de segundo se ve preso del instinto de supervivencia? ¿De haber contado con más tiempo para la reflexión se hubiera quedado en la terraza, protegiendo a su familia? ¿Qué haríamos los padres del ancho mundo en tal tesitura? ¿Cómo reaccionaríamos si acompañados de nuestro hijo viéramos una maceta a dos metros de nuestras cabezas, o a un cazador trastornado que sale de la espesura? ¿Sacrificaríamos nuestro cuerpo para salvar la integridad de nuestro retoño? ¿O reaccionaríamos como Thomas, antropoides primarios y muy poco sofisticados? Las preguntas que plantea Fuerza mayor son muy jugosas; sus respuestas -crípticas, alargadas, plúmbeas en el sentido más nórdico de Bergman- ya no tanto. 



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It follows

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El planteamiento de It follows, la nueva película de terror que lo peta entre los adolescentes, y que se ha convertido en película de culto para las Nuevas Generaciones del PP, es el siguiente: como castigo por haber mantenido relaciones sexuales antes del matrimonio, un zombi indestructible te perseguirá doquiera que vayas; pero sólo lo verás tú, y el mundo entero pensará que estás como una cabra. El zombi nunca tendrá el mismo aspecto: puede ser cualquiera que camine pacíficamente por la calle, un niño, un abuelete, una gorda con gafas... Un político de izquierdas con coleta. El espectro te atosigará con paso cansino, casi desganado, pero nunca se detendrá. Con esa pachorra que Belcebú le ha dado, cogerá aviones, tomará ferrys, cabalgará monturas, y un mal día, seguramente a la hora de la siesta, que es la hora de todos los inoportunos , aporreará tu puerta para cobrarse el precio de tu alma. Podrás refugiarte en las Chimbambas, o en Siberia, o en el ático marbellí de Ignacio González, pero dara igual, porque tarde o temprano el bicho te alcanzará.



Si te coge, follará contigo como un salvaje y morirás en el acto tras el acto. Es de justicia que así sea, tras tu horrendo pecado de la carne. El único modo de escapar a esta maldición, a este mal de ojo de los curas, es acostarte con otro pecador o pecadora de la pradera. Si lo consigues, el zombi dejará de perseguirte, y aunque lo sigas viendo caminar, porque la mancha del pecado es indeleble, la tomará con tu compañero o compañera de cama y te dejará en paz. He ahí el dilema moral. He ahí, también, la oportunidad de vengarte de algún majadero –o majadera- que se ríe de ti, que no te deja en paz, que pone la música muy alta y no atiende a razones. Acércate, chaval, o chavala, que vamos a firmar las paces en mi cama… Una excusa de la hostia, el zombi, para practicar la justa venganza. Ya de arder en el infierno, arder a gusto, qué coño.




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Carros de fuego

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De Carros de fuego sólo nos han quedado los minutos bellísimos del inicio, con los atletas corriendo por la playa mientras suenan las notas melancólicas de Vangelis. Mira que dieron el coñazo en los Juegos Olímpicos de Londres, con la música de marras, pero ni aún así consiguieron que la odiáramos. Hay algo muy poético en ese pelotón que corre a cámara lenta mientras la banda sonora parece llevarlos en volandas, como acariciados por el viento, como bendecidos por los dioses. Una nostalgia de la juventud perdida, de los amigos fallecidos, de los tiempos gloriosos en los que el deporte no estaba corrompido por el dinero, y sólo se corría por el orgullo de pertenecer a Dios y al Reino Unido. La última carga de la brigada atlética en Balaclava.


            Dos horas después, Carros de fuego se cierra con la misma secuencia de la playa, ahora con el reparto de actores sobreimpresionado en pantalla. Esta vez, sin embargo, el efecto poético queda diluido en nuestro largo aburrimiento. Entre playa y playa nos han contado la historia de Eric Liddell y Harold Abrahams, los corredores que triunfaron en los Juegos Olímpicos de Paris. La historia daba para hacer un fresco histórico, un retrato de los distinguidos caballeros que inventaron los deportes que ahora consuelan nuestros domingos. Pero Carros de fuego, para nuestro disgusto, se nos ha quedado en una americanada de hombres que se hacen a sí mismos y superan todas las adversidades e incomprensiones de los malvados y bla bla bla...  Una britanada, mejor dicho, pues es la Union Jack la que palpita en los pechos. 

    En Carros de fuego no hay comunistas, ni musulmanes, ni coreanos de Kim Jong-il que metan drogas en los botellines o paguen prostitutas para despistar a los atletas. Pero sí hay franceses, ojo, que para los ingleses son como la bicha, tipos retorcidos y tontainas parecidos a Pierre Nodoyuna que hacen zancadillas en las carreras y no conocen el honor deportivo de los isleños. Los carros de fuego yo no los he visto por ningún lado, pero los autos locos casi se dejaban ver por las carreteras.




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Camino de la cruz

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Hace unos meses me sulfuré por culpa de I Origins, aquella película del científico darwinista que terminaba enredado en las creencias de la reencarnación. Y ahora, casi sin tiempo para sacudirme el azufre, me llega, recién cocida en Alemania, esta hostia sacramental que se titula Camino de la cruz. La película, en sus compases iniciales, es una cosa que da mucho miedo, con ese cura preconciliar que prepara a sus pupilos para la próxima Confirmación. Entre ellos está María, la niña mártir que se va tragando las enseñanzas como Lacasitos de chocolate. Una feligresa disciplinada que emprenderá su propio Via Crucis de sacrificio y salvación... 

    Uno quiere reírse del cura cuando suelta sus barbaridades sobre la vida y el ultramundo, pero el tono es tan crudo, y el plano es tan hierático, como de Michael Haneke o de Ulrich Seidl, que la risa se queda ahogada en la tráquea, y en su lugar asciende un regüeldo de la cena que sabe a hiel y a cosa fermentada. En la segunda escena descubrimos a la madre de María, una pirada que aún no ha salido del  Concilio de Trento y que lleva con mano férrea las riendas de su educación. Una mujer de gesto adusto que además, al reñir en alemán, multiplica por cien su efecto acojonativo, como una guardiana nazi de los campos de concentración. Uno siente compasión por María, la pobre tontaina embaucada, y una repugnancia infinita por esta pandilla de iluminados que no ven más allá de sus alucinaciones neuronales. Llevado por el laicismo militante, uno se cree envuelto en una cruzada como las que encabezaba Voltaire, y casi le grita al televisor "Écrasez l'Infâme", enardecido por tanta majadería. Pero ojo, repito, que esto es cine sibilino y untuoso, y al final, para dejarnos mudos a los ateos, Camino de la cruz esconde una sorpresa y un giro de cámara que hará las delicias de los católicos que ya abandonaban la sala derrotados, o se levantaban del sofá para tomarse un refrigerio de vino consagrado. Nuestro gozo, en un pozo. De perdición.



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Ratas a la carrera

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Mientras espero a un amigo para tertuliar sobre cine y mujeres, en la tele del bar están pasando una comedia de Rowan Atkinson y John Cleese. El título me es desconocido, pero luego, gracias a internet, sabré que se trata de Ratas a la carrera. Tiene pinta de ser una película mala, mala a rabiar, con persecuciones de coches, fulanos travestidos y muchos resbalones con mondas de plátano. Pero los cuatro parroquianos que están jugando al tute se parten el culo con las trapisondas. Tanto se ríen que al final, después de interrumpir la partida varias veces, deciden dejar los naipes sobre la mesa y entregarse a la carcajada sin soltar la copa de coñac. Se han perdido la mitad de la trama, y la tele, además, no tiene sonido, porque en este bar, como en tantos otros, sólo la ponen para gastar luz y atraer a los mosquitos. Pero los abueletes no se arredran ante estas insignificancias, tan propias de los señoritos de ciudad. Ellos se descojonan con los travestís, con los encontronazos, con las pechugas de las señoras. Cuando un personaje pone caras raras o se pega un leñazo, se congestionan de la risa y le pegan manotazos a la mesa. "¡Es cojonuda!", dice uno. "¡La hostia, qué peli!", le confirma el otro. Uno de ellos llega a afirmar, en voz alta, mientras se seca las lágrimas: “Es la mejor película que he visto en mucho tiempo. ¡La hostia, qué buena…"

            Y yo, que además carezco de tierras, de regadíos, de gallinas ponedoras..., ¿qué puedo tener en común con mis vecinos de pedanía? Nada, definitivamente. 




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Mr. Turner

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J.M.W. Turner fue el gran pintor de los amaneceres, de los atardeceres, de los barcos que transitaban lánguidamente el Támesis o se enfrentaban a los navíos franceses. En sus cuadros -que ahora, con la excusa de la película, cuestan un huevo más en las casas de subastas- los seres humanos son figuras diminutas que se adivinan en los muelles, en las bordas, en los campos de trigo, como hormigas que buscan el sustento mientras por encima sucede el gran milagro de la luz, que quita y pone las formas, las siluetas, los colores. 

    A Mr. Turner no le agradaba mucho la gente: tramitaba los asuntos imprescindibles del día -la comida, las pinturas, los escarceos sexuales con la criada- y luego, en las horas que su estudio se veía iluminado por el sol, pintaba paisajes donde los humanos sólo eran figuras decorativas como las piedras o los árboles. No los estimaba en su vida diaria, y no los estimaba tampoco en sus cuadros de paisajes bellísimos, o de naturalezas atroces.


            Un tipo difícil, el señor Turner, si nos atenemos a lo que cuenta Mike Leigh en su película. Una película de narrativa extraña, fragmentada, como si paseáramos por el museo biográfico del personaje y fuéramos contemplando, en cuadros separados, hechos cruciales o aclaratorios de su vida. No hay condenas morales, ni juicios de valor, en estas estampas coloridas del señor Turner. Ni se abuchean sus defectos ni se subrayan sus virtudes. Mike Leigh es un tipo demasiado inteligente, demasiado british, para caer en los retratos de brocha gorda que tanto gustan a los americanos. Los americanos habrían filmado un biopic de loosers y winners con esta vida huraña y genial del pintor: una cosa moralista, pastosa, de músicas grandilocuentes. Un despelote de medios para filmar el mismo guión simplón y torpón. Gracias, Mr. Leigh. Y gracias, también, Mr. Spall, al que Cannes reconoció y los Oscars olvidaron.




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Tristram Shandy

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Tristram Shandy es una película muy difícil de explicar, y de definir. Una comedia bizarra que despierta odios y entusiasmos, exabruptos y aplausos encendidos. Este humilde escribano la tiene por una de sus películas predilectas, tan atrevida, tan peculiar, tan a contracorriente de los usos habituales. Es el mismo cine libérrimo que ya practicara Winterbottom en 24 Hour Party People, otro clásico de su cinematografía  inclasificable.

            Tristram Shandy, la película, cuenta el accidentado rodaje de "Tristram Shandy", la película dentro de la película, que es la adaptación imposible de la novela homónima, un clásico de las letras británicas que carece de narrativa lineal. Una verborrea satírica de mil páginas reconcentrada en un guión de coherencia inabordable. Un imposible artístico que convierte el rodaje en una batalla diaria, en una frustración permanente. 

    Steve Coogan, actor por el que siento una irresistible simpatía no-sexual, interpreta tres papeles diferentes en esta locura de los planos superpuestos: el primero, el Steve Coogan ficticio, que es la estrella de "Tristram Shandy", con sus problemas personales, su ego artístico, su queja continua sobre la altura de los tacones o la emotividad nula de las escenas; el segundo, el propio Tristram Shandy, que en la película dentro de la película narra su propio nacimiento y las circunstancias extraordinarias que lo rodearon; y el tercero, porque el rodaje va escaso de recursos, y hay que ahorrarse dineros en los actores, el padre del propio Tristram, en las escenas atribuladas de su nacimiento. 

    Ya les dije que era un lío mayúsculo, una película inefable, un juego de realidades y ficciones que este diario no alcanza a resumir. Sólo a recomendar. La historia de una polla y un toro...

            Y alrededor de Steve Coogan, dando por culo todo el rato, la mosca cojonera de Rob Brydon, que también se interpreta a sí mismo fuera del rodaje, y que en el Tristram dentro del Tristram es el trastornado Tío Toby, héroe emasculado de la batalla de Namur. Coogan y Brydon, en los sets de rodaje, en las trastiendas del vestuario, en las habitaciones del hotel, protagonizan un duelo de egos simulado, un cachondeo competitivo que nace de su amistad real fuera de las ficciones. 


                                
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Kingsman: Servicio secreto

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Viajaba tan mareado en esta montaña rusa de peleas y matanzas que es Kingsman, tan abrumado por los efectos especiales y las cabezas que revientan como calabazas, que sólo al final, en los títulos de crédito, me doy cuenta de que Mark Hamill -Luke Skywalker, el redentor de la galaxia muy lejana- figura como Dr. Arnold en el reparto de esta locura juvenil. ¿Y quién coño era el Dr. Arnold, me pregunto yo, a las doce y pico de la noche, con un dolor de cabeza que sólo el paracetamol y la tertulia deportiva de la radio sanarán media hora más tarde?



            Tengo que regresar a este teclado para recordar que el Dr. Arnold era el tipo que secuestraban al principio de la película, un profesor con pajarita que anunciaba a sus alumnos de Oxford, o de Cambridge -tampoco lo recuerdo bien- la venganza definitiva del planeta Tierra contra sus parásitos humanos. Mark Hamill chupa sus buenos minutos de pantalla, con varias líneas de diálogo que lo fijan claramente en el objetivo, y no puedo decir, ahora que lo veo en las imágenes de Google, que salga muy deformado o maquillado. Es él, redivivo, el hijo de Anakin Skywalker, el caballero Jedi que devolvió el equilibrio a la galaxia, aunque aquí salga viejuno y con barbita, regordete y con cara de pánfilo. 

    Yo, en Kingsman, andaba en los subtítulos, en la tontería, en la fascinación idiota por estas peleas a cámara lenta donde los aprendices de James Bond clavan sus cuchillos, disparan a quemarropa, retuercen cuellos comunistas para salvar a la civilización occidental. Las películas preferidas de Esperanza Aguirre... Y así, engatusado por estas majaderías para adolescentes, me perdí el guiño, el homenaje, la aparición estelar del guardián de las estrellas. Así voy de perdido y de bobo, en estos primeros calores del año, que llueven como tormentas de fuego. Y lo que me rondarán, morena. 




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Control

🌟🌟🌟

Con su epilepsia, sus arrebatos de éxtasis y su lenguaje florido, Ian Curtis, el vocalista y líder de Joy Division, estaba llamado a fundar una nueva religión. Ian no era carpintero, sino funcionario de la Oficina de Empleo, pero también mataba las tardes hablando del amor y de los misterios interiores. Las gentes de Manchester, arrastradas por su aura de chico extraño, escuchaban arrobadas sus poesías enrevesadas. Ian iba camino de ser el Pablo Coelho de las Islas Británicas cuando en 1976, en el mítico concierto de los Sex Pistols que retratara Michael Winterbottom en 24 Hour Party People, tuvo la revelación que marcaría su destino: no predicaría a orillas de los lagos, ni en las bodas de los ricos, sino que agarraría un micrófono, se rodearía de músicos próximos al punk y se dejaría llevar por el ritmo hipnótico de las notas.


            La película que nos cuenta su vida se titula Control, porque el gran miedo de Ian Curtis era perder el control sobre su enfermedad, que lo asaltaba incluso sobre los escenarios, o sobre su vida amorosa, marido infiel que sentía remordimientos cuando se acostaba con la bella Annick. La película es solvente, fría, a ratos hipnótica, como la música misma de Joy Division. Uno lamenta que se hable tan poco de la movida musical, y de los conciertos legendarios. Que el personaje de Tony Wilson, que en 24 Hour Party People era protagonista principal, aquí sea el secundario encargado de poner los chistes y las tontacas. Anton Corbjin prefiere irse por los cerros del amor y los celos, de los flirteos y las coyundas, y en estos dislates del corazón, Ian Curtis, el poeta, el maldito, pierde todo su carisma. Cuando se baja del escenario y se toma unas cervezas en el pub de la esquina, Ian es uno más entre nosotros, sus admiradores, o sus curiosos, con su matrimonio rutinario, su piso humilde, su esposa inapetente. Un Mariano más de los chistes de Forges.




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Leviatán

🌟🌟🌟

Me gustan mucho las películas de Andrei Zvyagintsev, el director ruso del apellido impronunciable y las películas herméticas. Pero luego, no sé por qué, nunca las recuerdo. Sólo su ópera prima, El regreso, aquella historia del padre y sus dos hijos en los parajes de Siberia, permanece erguida en mi memoria, con recuerdos nítidos y sensaciones rescatables. En cambio, de Izgnanie y de Elena, que son dos películas a las que dediqué esforzados comentarios en este blog, no guardo apenas nada. Los argumentos se me han evaporado, los paisajes se me han confundido, los personajes se me han enredado... Sólo imágenes sueltas, y alguna mujer eslava de rompe y rasga, de las que Max, mi antropoide interior, lleva cumplida cuenta en su colección fotográfica. 


            En los paisajes desolados de Leviatán, como en cualquier película de  Zvyagintsev, reina la corrupción, el alcoholismo, el fin de fiesta de sus desgraciados moradores, que pensaron que con McDonald's llegaba la despensa llena y el rock and roll a las aldeas. Los rusos, a cambio de la televisión por satélite y de la libertad ficticia de votar, perdieron sus trabajos estables, sus pensiones garantizadas, sus servicios gratuitos. Les engañaron como a chinos, o como a indios pre-colombinos, fascinados como estaban por los colorines. Los comisarios políticos se reciclaron en caciques; los soldados en matones; los dictadores de Moscú en gánsteres de San Petersburgo. Como en la manida sentencia de El Gatopardo, todo cambió para que todo siguiera igual. Y los sacerdotes, claro, que renacieron del suelo como gusanos tras la lluvia. Fue caer la primera estatua de Lenin y ya estaban todos en sus puestos de combate, ortodoxos y pulcros, monsergando desde los púlpitos contra el atroz comunismo que los mantuvo amordazados. Ahora, salvo honrosas excepciones, callan cristianamente ante los desmanes y los atropellos. Gestionan su cuota de poder y se sienten satisfechos. Son iguales en todos los sitios, estos tipejos. Incluso en las tierras bañadas por el Ártico, donde los personajes de Leviatán se quedaron sin futuro.




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Maps to the stars

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Maps to the stars es el nuevo tratado de David Cronenberg sobre el alma podrida de los seres humanos. Su filmografía entera es un recorrido por las basuras interiores que no podemos reciclar: los traumas de la infancia, la taradura de los genes, las desgracias de la vida... Se nos acumulan las bolsas de mierda, y nos volvemos hediondos por dentro, y tristes por fuera. O coléricos, si la frustración estalla. O depresivos, si la rabia implosiona. Ninguna película de Cronenberg termina con un canto a la esperanza, con una banda sonora que cante a la felicidad. No hay cura posible para sus personajes. Los desdichados que caen en sus manos nacen condenados desde las escenas iniciales, y siempre dan algo de pena, algo de cosilla, aunque luego, en este mundo cronenbergiano de excesos y salvajadas, se revelen como unos hijos de puta nada recomendables.


      Los neuróticos que pueblan Maps to the stars son personajes del mundillo hollyvudiense capaces de cualquier cosa por medrar, por triunfar, por tener las letras más grandes en los títulos de crédito. Una gentucilla que luce muy bien en las fotografías y en las alfombras rojas, pero que luego, en sus salones, en sus cuartos de baño, son mezquinos y vengativos como cualquier espectador que asiste a sus tribulaciones. A estos tipos ya los conocíamos de otras películas, pero en Maps to the stars, gracias a la mala uva de David Cronenberg, nos resultan especialmente desagradables y sucios. Unos, porque Julianne Moore o John Cusack son actores cojonudos que esconden mil registros en las mangas, y otros, porque Mia Wasikowska o Evan Bird ya tienen de por sí unos jetos extraños e inquietantes. 

    También sale, en Maps to the stars, esta actriz de belleza inconcebible que es Sarah Gadon. Ella es el fantasma nocturno que atormenta al personaje de Julianne Moore. Su piel blanquísima flota en las tinieblas de la noche. Su perfidia crece en el territorio de las pesadillas. Sarah es el personaje más terrorífico de la función. Siendo tan guapa y tan mala, provoca en los hombres un miedo instintivo y primitivo. Cagadito y enamorado, me quedé.


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Tusk

🌟🌟🌟

Kevin Smith ya no hace películas de humor transgresor. Los tiempos salvajes de Jay y Bob El silencioso se han perdido en la lluvia como lagrimones de la risa. La juventud de Kevin, como la nuestra, ya ha cumplido cuarenta y tantos años, y se nos ha puesto en la edad de filosofar, y de sonreír con más cinismo que alegría. Los dependientes de Clerks se han convertido en padres de familia que llegan a casa derrotados, barrigudos, sin ganas de hacer chistes sobre los obreros masacrados en la Estrella de la Muerte, ni sobre vecinos que se rompieron la espalda tratando de chuparse su propia polla.


            En Tusk, su última película, Kevin Smith quiere hacer cuchipanda del cine de psicokillers, y uno, que vive cansado de este género reiterativo que atiborra las pantallas, agradece el esfuerzo satírico de nuestro orondo y barbudo amigo. El problema es que el Kevin adulto no ha querido que el Kevin jovenzuelo tomara las riendas de la trama, y en esa lucha interior, Tusk se  ha quedado a medio camino de todos los géneros, y de todas las intenciones. A ratos es El silencio de los corderos y a ratos es Muchachada Nui. Cuando parece que la película se decanta por ser una salvajada al estilo de Quentin Tarantino, aparece Johnny Depp haciendo una mala imitación -o un homenaje sin gracia- del inspector Clouseau, y todos los esquemas vuelven a romperse y a enredarse. Tusk se queda en divertimento, en astracanada, en película  extrañísima e intraducible. Hay que verla para creerla. No queda otro remedio. Si el aburrimiento es mucho, la curiosidad es insaciable. 

    También sale el tipo que un día se comió a Haley Joel Osment. Con patatas y Coca-cola. Y suplemento de McNuggets.



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Filth

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Llego muy desconfiado a Filth, que se anuncia como una película de humor posmoderno al estilo de Guy Ritchie. En los compases iniciales, que no son nada prometedores, aparece Irvine Welsh en los títulos de crédito, y uno, por esas cosas de la nostalgia, siente un escalofrío de bendición al recordar Trainspotting y sus locas travesuras. Me arrellano, pues, en el hueco homersimpsoniano del sofá, algo más confiado y risueño. Son las once de la noche y el sueño todavía está lejos, muy lejos, acercándose a veinte por hora por una carretera secundaria del cerebro.



            El primer chiste de Filth, acompañado de música punk y molona, es el asesinato de un chico japonés a mano de unos poligoneros escoceses, o mejor dicho, a pie, porque estos, apostados en un paso subterráneo, lo cosen a patadas mientras el muchacho se defiende haciendo escorzos patéticos de Bruce Lee, por ver si les asusta. La violencia es, a falta de otro adjetivo mejor, gratuita, y no tiene ni puta gracia. Y esto lo dice un espectador que se lo pasa teta con las películas de Quentin Tarantino. No es el asunto moral lo que me indigna, sino lo tonto de la situación, lo ridículo de la banda sonora, la gracia estúpida del pobre japonés imitando al profesor Miyagi.

            El segundo chiste es un niño malcriado haciéndole la puñeta a nuestro dicharachero protagonista, un detective que va echando pestes de sus compatriotas escoceses. El antihéroe, que es un tipo duro de gesto desafiante, le devuelve la puñeta al chaval, y por partida doble, con ambos dedos corazón señalando al cielo nublado, y además, de premio, para regocijo de los espectadores más limitados, le quita el globo de las manos y lo suelta al albur de los vientos. Un jicho, el tío. Un descojone, vamos.

            El tercer chiste -por llamarlo de algún modo, y aún no hemos superado los diez minutos de metraje- es el mismo detective soltando un pedo silencioso en la reunión mañanera de la comisaría, y descojonándose por dentro al ver la reacción de sus compañeros, que olisquean las heces volátiles lanzándose miradas acusadoras. Humor inglés, que se dice. La música que acompaña estas memeces no ha dejado de sonar, discotequera, popera, como de canal VH1 a las seis de la tarde. Filth, por mucho Irvine Welsh que avale sus argumentos, es un truño de mucho cuidado, ridículo y desquiciado. A lo mejor la novela es un deshueve, no digo que no, pero su traducción en imágenes es una cosa de vergüenza ajena. Son las once y diez de la noche y el sueño todavía está en las primeras curvas de su sinuoso trayecto. Ascensor para el cadalso, el clásico noir de Louis Malle, espera turno en el disco duro. Pero eso, queridos gatos del callejón, será otra película...


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Babadook

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Entre los episodios más divertidos de Los Simpson están esos en los que Homer, al borde ya del infarto o de la psicosis, y aconsejado por el socarrón doctor Hibbert, decide contener la ira que le provocan las trastadas de Bart. Éste, que es un hijoputa de mucho cuidado, viendo que su padre ya no puede reaccionar agarrándole del cuello ni soltándole amenazas, redobla sus travesuras hasta que la ira acumulada estalla en formas muy cómicas. 

    Llevado al límite de su paciencia, hemos visto a Homer convertido en La Masa, en La Cosa, en el Jack Torrance de El resplandor. Dentro de unos años, cuando le hagan un guiño cinéfilo a esta película titulada The Babadook, veremos no a Homer, sino a Marge Simpson, transformada en una madre demenciada que ya no aguanta ni un minuto más a su retoño.


            The Babadook, que es el último grito de terror venido de Australia, cuenta la historia de una madre que trajina con un hijo aún más insoportable que Bart Simpson, un auténtico demente de siete años que pega a sus compañeros, escupe a su profesores, fabrica ballestas en el sótano de su casa y dice ver fantasmas horripilantes por todos los sitios. El actor -este niño llamado Noah Wiseman- o es un genio precoz, o en su vida real es igual de ahostiable que en la vida ficticia. Tan inquietante y oscuro como el niño Damien de La Profecía. La madre de Samuel, que además es viuda prematura, y tiene un trabajo de mierda, se pasará media película conteniendo las ganas de ahogarlo en la bañera o despeñarlo por la Roca Tarpeya de Adelaida, hablando consigo misma en tono conciliador y respirando muy despacio y muy profundo. Hasta que una mala noche, sin que nadie lo haya robado o comprado, aparece en la estantería el cuento de Mister Babadook, donde un fantasma peludo con sombrero de copa anuncia su pronta llegada a la casa, con presagios funestos de infanticidios sangrientos, y suicidios arrepentidos. La sombra de la depresión es alargada. Y hasta aquí, queridos amigos y amigas, puedo leer...



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Zoolander

🌟🌟🌟

El 27 de marzo de 2009, en otro foro de cinéfilos más concurrido que éste, un yo mismo que aún no transitaba la crisis de los cuarenta escribía estas cosas sobre Zoolander, la tontaca de Ben Stiller sobre el mundo de la moda y sus chanantes sujetos:

            "Es una peli, que si te la cuentan, sales huyendo. No tiene ni pies ni cabeza: es ridícula, absurda, gilipollesca. Sin embargo, cuando la ves en una noche tonta, acabas riéndote como un imbécil. Zoolander no es, desde luego, una comedia de Billy Wilder (y que los dioses me perdonen por introducir aquí su nombre), pero tiene el mérito incuestionable de ser una chorrada autoconsciente de serlo. La película no engaña a nadie, no va de proyecto interesante, se parodia cruelmente a sí misma. Y esa honestidad me llega al alma. Ben Stiller podrá ser obvio, zafio, bobo, pero no es, desde luego, ningún majadero que presuma de hacer comedias con mensaje. La escena del "duelo en la pasarela" es de lo más demencial y divertido que he visto en mucho tiempo".


            Ése era yo con treinte y siete tacos recién cumplidos. Casi un chaval que se reía por cualquier cosa. Que le sacaba zumo incluso a una película tan lamentable como Zoolander. Un cinéfilo mucho menos exigente que el que ahora se adueña del sofá, que tiene más canas y más kilos, y se ríe haciendo esfuerzos con los labios. Estos seis últimos años han sido como de vida perruna: cuarenta y dos, en realidad, si los multiplicamos por siete de los humanos. En los ochenta tacos, pues, me he puesto en un visto y no visto. Quizá por eso, anciano y medio gagá, con las pastillicas y la babilla, hoy no le he sacado ni una sonrisa con Zoolander. Ni con la famosa escena del "duelo en la pasarela", que parecía una cosa de Los Morancos haciendo el merluzo sobre el Puente de Triana. 

    O ha sido, tal vez, la derrota del Madrid en Turín, el enésimo Waterloo de nuestras huestes en los campos europeos, la que me ha tiznado el humor de negro, una suciedad de vergüenza que seguramente necesitaba un detergente más poderoso que éste de Ben Stiller y su alegre muchachada. 




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Homer loves films

Encuentro esta declaración de amor al cine en el personaje más insospechado: Homer Simpson
  • Homer Simpson: Las películas no son estúpidas. Nos llenan con romances, y odios, y fantasías de venganza. Arma letal nos enseñó que el suicidio era divertido.
  • Mel Gibson: No era realmente mi intención…
  • Homer Simpson: Antes de Arma letal 2 nunca pensé que podría haber una bomba en mi retrete, pero ahora lo reviso cada vez que voy.
  • Marge Simpson: Es verdad. Lo hace.
  • Mel Gibson: ¿Las películas significan mucho para ti, Homer?
  • Homer Simpson: Son mi única vía de escape para la esclavitud del trabajo y la familia. 



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Yo, yo mismo e Irene

Los fieles lectores ya saben que dentro de mí vive un antropoide llamado Max, un eslabón perdido que mira mis películas pendiente de una teta, de un vello púbico, de un apareamiento lúbrico entre hombre y mujer. O entre mujer y mujer, si hay un poco de suerte. Como yo nunca veo los documentales de La 2, donde los simios fornican haciendo equilibrios sobre las ramas, Max, el pobre, que vive solitario en mis entrañas, se consuela con las sexualidades menos peludas y más sofisticadas de los seres humanos.
            Siempre que enciendo el televisor para ver una película, Max deja de columpiarse en el neumático y se asoma a mis ojos, a ver en qué trajines nocturnos me voy enredando. Cuando hay chicha y mondongo, él sonríe con sus dientes de macaco y le noto feliz y risueño. Cuando hay drama humano o filosofía existencial, Max lanza dos o tres bostezos de aliento fétido y regresa a sus aposentos, a jugar con las lianas y las cajas de plátanos. Le siento trastear sin ganas, apático, como atrapado en la jaula de un zoológico. Me da mucha pena el pobre animal, pero yo tengo un neocórtex que a veces necesita alimentos complejos para nutrirse. 



            Es por eso que a veces, cuando le noto al borde de la depresión, le concedo la oportunidad de elegir la película del día. Es su dedo simiesco el que recorre los lomos de los DVDs, o las entrañas de los discos duros, buscando un argumento simplón y divertido. Últimamente, no sé por qué, a Max le ha dado por las películas de los hermanos Farrelly, que tienen mucho chiste grueso y mucho cachondeo sexual, aunque a la hora de la verdad nunca se vea ninguna teta, ningún escorzo desnudo de artes amatorias. Y yo, que también tengo alguna mezcla genética de Neanderthal, doy mi plácet a la proyección de estas películas tan chuscas y lamentables. Y tan descojonantes, sí.

          Yo, yo mismo e Irene es una de nuestras películas preferidas. Hay chistes de masturbaciones, de consoladores, de actos sexuales prohibidos en varios estados de la Unión. Jim Carrey es lo más parecido a un mono saltimbanqui de los que pululan por la selva, y su compañera de reparto, Renée Zellweger, hace mohines labiales como de macaca enfurruñada. Antes de que engordara para hacer de Bridget Jones y se olvidara luego de adelgazar, y mucho antes de que confiara su rostro a las artes pictóricas de Cecilia la del Ecce Homo, Renée era la mujer más guapa que Max y yo habíamos conocido en el mundo virtual. Su rostro de adolescente noruega nacida en Texas nos volvía muy loquitos a los dos. A otros usuarios de la belleza les parecía que Renée tenía cara de empanada, de queso gallego, de mofleturas grasientas y poco estimables. Pero a Max y a mí nos molaban mucho estos pequeños excesos de la naturaleza, porque somos primates atados al instinto, y sabemos que lo imperfecto suele ser lo más sano y natural. Y Renée, con su cara de lapona, y su rubio de anglosajona, rezumaba salud por cada peca de su piel, por cada destello azul de sus ojazos achinados. Qué pena que te fuiste, Lulú.


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La cosecha de hielo

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Hace ocho años, cuando este sofá tenía ocho muelles más y soportaba ocho kilos menos, La cosecha de hielo me pareció una película ingeniosa, con unos diálogos chispeantes y una femme fatale, Connie Nielsen, de quitar el hipo y cantar todos juntos viva Dinamarca y la madre que la parió. Hoy, sin embargo, en este homenaje a la memoria de Harold Ramis, me he quedado tan frío como la cosecha de marras. Serán los kilos de más, que me incomodan, o los muelles de menos, que ya no me sustentan el culo. Sólo la señorita Nielsen, en la flor espléndida de sus cuarenta coronas, ha caldeado un poco estas nórdicas heladas de la madrugada. Y eso que esta vez, quizá porque me he vuelto un maniático con los detalles, o quizá porque llevo las gafas mejor graduadas que antaño, he encontrado en su rostrojutlándico  unas arrugas y unas patas de gallo que a punto han estado de aguarme la fiesta. Peccata minuta, en cualquier cosa, si hablamos de su belleza apabullante. ¡La encarnación mortal de Jessica Rabbit!, nada más y nada menos, con ese peinado de los años cuarenta y esos labios de rojo fuego que gritaban bésame, o cómeme, o las dos cosas a la vez.


Tal vez la película se ha quedado vieja, o yo me he vuelto muy quisquilloso, pero hoy los diálogos me han sonado forzados, literarios, como de personajes de novela que siempren tienen la frase exacta, el ingenio preciso, incluso encañonados por un revólver o atravesados por un puñal. Una cosa que podrías tragarte en las novelas, o en los westerns de la época, pero no ahora, que los espectadores nos hemos vuelto muy exigentes con la veracidad. Queda la excusa de que La cosecha de hielo quiere jugar la baza de la comedia, del intermezzo tarantiniano que divaga entre chistes y ocurrencias mientras se aproximan las matanzas. Pero estas cosas sólo las clava el entrañable frentón. Y Guy Ritchie, quizá, en sus primeros tiempos de los mafiosos deslenguados, antes de que Madonna le sorbiera los tuétanos, y más cosas, en las batallas de la cama. 



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Dos días, una noche

🌟🌟🌟

La última película de los hermanos Dardenne iba a titularse Los juegos del hambre, porque sus personajes, trabajadores manuales de una empresa en crisis, están jugándose el pan y las habichuelas. Pero el título, que les venía al pelo, ya lo tenían cogido en la saga de Jennifer Lawrence, así que se decantaron por un título más escueto y convencional, Dos días, una noche, con resonancias a tiempo de condena, a tiempo de espera insoportable.

         Nuestro emprendedor de hoy reúne a sus trabajadores y les plantea que no hay dinero para todos: si quieren cobrar la bonificación de mil euros habrá que despedir a la compañera que en esos momentos está de baja, un ama de casa depresiva que lo ve todo negro y toma demasiadas pastillas para verlo blanco. Así de sencillo: o la paga, o la readmisión. Unos, la minoría, que son los menos necesitados o los más sensibles a estas cuestiones solidarias, preferirán quedarse sin bono antes que destrozar la vida laboral de una compañera. La mayoría, en cambio, que vive en la precariedad de unos sueldos misérrimos y de unos hogares que se les caen a trozos, escogerán la reforma de sus baños o de sus terrazas antes que entonar La Internacional con el puño en alto abrazados a su tovarich.

     Los proletarios de hoy han nacido con el corazón de pedernal, y con el egoísmo por bandera. La película de los Dardenne te arranca el socialismo del alma y te lo pisotea para devolvértelo ya sin sangre y todo engurruñado. No hay optimismos, ni concesiones, como en las otras películas combativas de Ken Loach, donde siempre hay un motivo para la esperanza.

            Por suerte para nosotros, la película de los Dardenne no hay cristiano ni socialista que se la crea. Las mujeres como Marion Cotillard no van por ahí mendigando trabajos mal pagados, ni están casadas con camareros del Burger King de cuarenta tacos. Como en la película. En la vida real, las mujeres tan hermosas como ella, por mucho que los Dardenne traten de afearla y de poligonizarla, están casadas con el jefe, con el capataz, con el esclavista de turno. Lucen sus cuerpos espléndidos y sus caras bellísimas en las piscinas privadas que sufragan las plusvalías. O se dedican, por supuesto, como la propia Marion, al noble arte de la actuación.  Dos días, una noche una película de ciencia ficción, y no un réquiem doloroso de la clase obrera. Menos mal. 


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El gato conoce al asesino

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"Cine noir mezclado con deliciosa comedia", leí hace unas semanas en la revista de cine a propósito de El gato conoce al asesino, jocoso-thriller de los años setenta. "Deliciosa", decía el crítico especializado...

    Hay que joderse. Vaya truño de experiencia. O algunas películas han cogido demasiado polvo, o yo he cogido demasiados prejuicios, demasiadas distancias con según qué cine. Será eso. El gato conoce al asesino es una película a ratos incomprensible, de tan enredosa que resulta, como si hubieran hecho un remake de El sueño eterno pero sin el carisma de Humphrey Bogart, ni la belleza de Lauren Bacall. Robert Benton, director y guionista del asunto, se debió de coscar de estas inconsistencias durante el rodaje, y a veces detiene la acción -vamos a llamarla así- para que sus personajes hagan resúmenes de la trama delictiva, y no perderse ellos mismos en sus farragosas deducciones:

    - Vamos a ver si me aclaro: Fulano mató a Mengana y luego robó a Zutano para encubrir a Perengano...



    Pero no es lo detectivesco lo peor de la película, porque al fin y al cabo, siempre que hay un investigador acechando y un criminal campando a sus anchas, uno tiene, desde los tiempos infantiles de Colombo o de Mike Hammer, el hábito reflejo de mirar y atender. Lo peor son los trazos de comedia, que son bobos, y estrafalarios, protagonizados por esa actriz tan adorada por los americanos y tan desconocida por estos lares llamada Lily Tomlin. Cuando te pones a contar chistes en mitad de un asesinato sangriento, hay que tener mucho cuidado de no caer en el abismo del ridículo. Y aquí, desde la primera gracia metida con calzador, la película se va despeñando en caída libre como la figura de Don Draper al inicio de Mad Men. No pega, no cuela, no casa, este intento pre-tarantiniano de buscar la descojonación en presencia de un cadáver destripado.

       Y así, muerto a muerto, parida a parida, el bostezo se fue adueñando de la medianoche dominguera. Regresaron los partidos de fútbol a la memoria, los de hoy, y los del sábado, en moviola continua de alegrías y frustraciones. Y mientras se me iba la pinza por los céspedes del balón, ellos, los detectives inverosímiles, seguían buscando al gato de marras, y al asesino que sólo él conocía. 




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Magia a la luz de la luna

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En la película Orígenes, Mike Cahill, que es un jovenzuelo que todavía disfruta del esplendor de la hierba, de la gloria de la juventud, no tuvo el valor de apoyar a su personaje en la cruzada científica contra el espiritismo. El doctor Ian, que con sus experimentos pretendía acabar con los des-razonamientos de los creacionistas, terminó convertido a la fe de los que defienden la reencarnación de las almas, en un guión tramposo y torticero que financiaba el poderoso lobby de los metafísicos. En Orígenes, tras las falsas esperanzas ofrecidas a los espectadores descreídos, finalmente triunfaba el más allá, el mundo fantástico de los espíritus. Y uno se quedó en el sofá con cara de tonto, como si le hubieran colado una homilía por toda la escuadra.



            En Magia a la luz de la luna, sin embargo, mi hermano Woody Allen, que ya va camino de los ochenta años, tiene la decencia moral, la valentía vital, de no dejarse engañar por los cantos de sirena que le anuncian un más allá donde podrá seguir rodando una película cada año. Woody Allen es demasiado inteligente, demasiado lúcido. El personaje de Colin Firth es un ilusionista que en sus ratos libres asiste a sesiones de espiritismo para desenmascarar los trucos de los adivinos, de los médiums, de los mensajeros que traen recados de los muertos. Stanley, que así se llama nuestro caballero cruzado, es un hombre de firmes convicciones que ha leído a Nietzsche, a Freud, a Schopenhauer, a los grandes filósofos de la refutación ultraterrena. Nadie va a convencerle de que los fantasmas nos visitan transustanciados en ese yogur líquido que los expertos en la majadería denominan ectoplasma. Nadie excepto una damisela tan hermosa como Emma Stone, por supuesto, que con sus trucos baratos de nigromanta lo dejará embobado, arrobado, perdidito de amor. Y quién no, pardiez, sucumbiría a ese cabello pelirrojo, a esos ojazos de niña vivaz, a esa voz cazallera que anuncia excitantes groserías en el dulce retozar… Emma Stone sigue siendo una de las reinas mimadas en este blog, tan republicano en convicciones, tan monárquico en sus amoríos.



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