Yo, yo mismo e Irene

Los fieles lectores ya saben que dentro de mí vive un antropoide llamado Max, un eslabón perdido que mira mis películas pendiente de una teta, de un vello púbico, de un apareamiento lúbrico entre hombre y mujer. O entre mujer y mujer, si hay un poco de suerte. Como yo nunca veo los documentales de La 2, donde los simios fornican haciendo equilibrios sobre las ramas, Max, el pobre, que vive solitario en mis entrañas, se consuela con las sexualidades menos peludas y más sofisticadas de los seres humanos.
            Siempre que enciendo el televisor para ver una película, Max deja de columpiarse en el neumático y se asoma a mis ojos, a ver en qué trajines nocturnos me voy enredando. Cuando hay chicha y mondongo, él sonríe con sus dientes de macaco y le noto feliz y risueño. Cuando hay drama humano o filosofía existencial, Max lanza dos o tres bostezos de aliento fétido y regresa a sus aposentos, a jugar con las lianas y las cajas de plátanos. Le siento trastear sin ganas, apático, como atrapado en la jaula de un zoológico. Me da mucha pena el pobre animal, pero yo tengo un neocórtex que a veces necesita alimentos complejos para nutrirse. 



            Es por eso que a veces, cuando le noto al borde de la depresión, le concedo la oportunidad de elegir la película del día. Es su dedo simiesco el que recorre los lomos de los DVDs, o las entrañas de los discos duros, buscando un argumento simplón y divertido. Últimamente, no sé por qué, a Max le ha dado por las películas de los hermanos Farrelly, que tienen mucho chiste grueso y mucho cachondeo sexual, aunque a la hora de la verdad nunca se vea ninguna teta, ningún escorzo desnudo de artes amatorias. Y yo, que también tengo alguna mezcla genética de Neanderthal, doy mi plácet a la proyección de estas películas tan chuscas y lamentables. Y tan descojonantes, sí.

          Yo, yo mismo e Irene es una de nuestras películas preferidas. Hay chistes de masturbaciones, de consoladores, de actos sexuales prohibidos en varios estados de la Unión. Jim Carrey es lo más parecido a un mono saltimbanqui de los que pululan por la selva, y su compañera de reparto, Renée Zellweger, hace mohines labiales como de macaca enfurruñada. Antes de que engordara para hacer de Bridget Jones y se olvidara luego de adelgazar, y mucho antes de que confiara su rostro a las artes pictóricas de Cecilia la del Ecce Homo, Renée era la mujer más guapa que Max y yo habíamos conocido en el mundo virtual. Su rostro de adolescente noruega nacida en Texas nos volvía muy loquitos a los dos. A otros usuarios de la belleza les parecía que Renée tenía cara de empanada, de queso gallego, de mofleturas grasientas y poco estimables. Pero a Max y a mí nos molaban mucho estos pequeños excesos de la naturaleza, porque somos primates atados al instinto, y sabemos que lo imperfecto suele ser lo más sano y natural. Y Renée, con su cara de lapona, y su rubio de anglosajona, rezumaba salud por cada peca de su piel, por cada destello azul de sus ojazos achinados. Qué pena que te fuiste, Lulú.


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La cosecha de hielo

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Hace ocho años, cuando este sofá tenía ocho muelles más y soportaba ocho kilos menos, La cosecha de hielo me pareció una película ingeniosa, con unos diálogos chispeantes y una femme fatale, Connie Nielsen, de quitar el hipo y cantar todos juntos viva Dinamarca y la madre que la parió. Hoy, sin embargo, en este homenaje a la memoria de Harold Ramis, me he quedado tan frío como la cosecha de marras. Serán los kilos de más, que me incomodan, o los muelles de menos, que ya no me sustentan el culo. Sólo la señorita Nielsen, en la flor espléndida de sus cuarenta coronas, ha caldeado un poco estas nórdicas heladas de la madrugada. Y eso que esta vez, quizá porque me he vuelto un maniático con los detalles, o quizá porque llevo las gafas mejor graduadas que antaño, he encontrado en su rostrojutlándico  unas arrugas y unas patas de gallo que a punto han estado de aguarme la fiesta. Peccata minuta, en cualquier cosa, si hablamos de su belleza apabullante. ¡La encarnación mortal de Jessica Rabbit!, nada más y nada menos, con ese peinado de los años cuarenta y esos labios de rojo fuego que gritaban bésame, o cómeme, o las dos cosas a la vez.


Tal vez la película se ha quedado vieja, o yo me he vuelto muy quisquilloso, pero hoy los diálogos me han sonado forzados, literarios, como de personajes de novela que siempren tienen la frase exacta, el ingenio preciso, incluso encañonados por un revólver o atravesados por un puñal. Una cosa que podrías tragarte en las novelas, o en los westerns de la época, pero no ahora, que los espectadores nos hemos vuelto muy exigentes con la veracidad. Queda la excusa de que La cosecha de hielo quiere jugar la baza de la comedia, del intermezzo tarantiniano que divaga entre chistes y ocurrencias mientras se aproximan las matanzas. Pero estas cosas sólo las clava el entrañable frentón. Y Guy Ritchie, quizá, en sus primeros tiempos de los mafiosos deslenguados, antes de que Madonna le sorbiera los tuétanos, y más cosas, en las batallas de la cama. 



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Dos días, una noche

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La última película de los hermanos Dardenne iba a titularse Los juegos del hambre, porque sus personajes, trabajadores manuales de una empresa en crisis, están jugándose el pan y las habichuelas. Pero el título, que les venía al pelo, ya lo tenían cogido en la saga de Jennifer Lawrence, así que se decantaron por un título más escueto y convencional, Dos días, una noche, con resonancias a tiempo de condena, a tiempo de espera insoportable.

         Nuestro emprendedor de hoy reúne a sus trabajadores y les plantea que no hay dinero para todos: si quieren cobrar la bonificación de mil euros habrá que despedir a la compañera que en esos momentos está de baja, un ama de casa depresiva que lo ve todo negro y toma demasiadas pastillas para verlo blanco. Así de sencillo: o la paga, o la readmisión. Unos, la minoría, que son los menos necesitados o los más sensibles a estas cuestiones solidarias, preferirán quedarse sin bono antes que destrozar la vida laboral de una compañera. La mayoría, en cambio, que vive en la precariedad de unos sueldos misérrimos y de unos hogares que se les caen a trozos, escogerán la reforma de sus baños o de sus terrazas antes que entonar La Internacional con el puño en alto abrazados a su tovarich.

     Los proletarios de hoy han nacido con el corazón de pedernal, y con el egoísmo por bandera. La película de los Dardenne te arranca el socialismo del alma y te lo pisotea para devolvértelo ya sin sangre y todo engurruñado. No hay optimismos, ni concesiones, como en las otras películas combativas de Ken Loach, donde siempre hay un motivo para la esperanza.

            Por suerte para nosotros, la película de los Dardenne no hay cristiano ni socialista que se la crea. Las mujeres como Marion Cotillard no van por ahí mendigando trabajos mal pagados, ni están casadas con camareros del Burger King de cuarenta tacos. Como en la película. En la vida real, las mujeres tan hermosas como ella, por mucho que los Dardenne traten de afearla y de poligonizarla, están casadas con el jefe, con el capataz, con el esclavista de turno. Lucen sus cuerpos espléndidos y sus caras bellísimas en las piscinas privadas que sufragan las plusvalías. O se dedican, por supuesto, como la propia Marion, al noble arte de la actuación.  Dos días, una noche una película de ciencia ficción, y no un réquiem doloroso de la clase obrera. Menos mal. 


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El gato conoce al asesino

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"Cine noir mezclado con deliciosa comedia", leí hace unas semanas en la revista de cine a propósito de El gato conoce al asesino, jocoso-thriller de los años setenta. "Deliciosa", decía el crítico especializado...

    Hay que joderse. Vaya truño de experiencia. O algunas películas han cogido demasiado polvo, o yo he cogido demasiados prejuicios, demasiadas distancias con según qué cine. Será eso. El gato conoce al asesino es una película a ratos incomprensible, de tan enredosa que resulta, como si hubieran hecho un remake de El sueño eterno pero sin el carisma de Humphrey Bogart, ni la belleza de Lauren Bacall. Robert Benton, director y guionista del asunto, se debió de coscar de estas inconsistencias durante el rodaje, y a veces detiene la acción -vamos a llamarla así- para que sus personajes hagan resúmenes de la trama delictiva, y no perderse ellos mismos en sus farragosas deducciones:

    - Vamos a ver si me aclaro: Fulano mató a Mengana y luego robó a Zutano para encubrir a Perengano...



    Pero no es lo detectivesco lo peor de la película, porque al fin y al cabo, siempre que hay un investigador acechando y un criminal campando a sus anchas, uno tiene, desde los tiempos infantiles de Colombo o de Mike Hammer, el hábito reflejo de mirar y atender. Lo peor son los trazos de comedia, que son bobos, y estrafalarios, protagonizados por esa actriz tan adorada por los americanos y tan desconocida por estos lares llamada Lily Tomlin. Cuando te pones a contar chistes en mitad de un asesinato sangriento, hay que tener mucho cuidado de no caer en el abismo del ridículo. Y aquí, desde la primera gracia metida con calzador, la película se va despeñando en caída libre como la figura de Don Draper al inicio de Mad Men. No pega, no cuela, no casa, este intento pre-tarantiniano de buscar la descojonación en presencia de un cadáver destripado.

       Y así, muerto a muerto, parida a parida, el bostezo se fue adueñando de la medianoche dominguera. Regresaron los partidos de fútbol a la memoria, los de hoy, y los del sábado, en moviola continua de alegrías y frustraciones. Y mientras se me iba la pinza por los céspedes del balón, ellos, los detectives inverosímiles, seguían buscando al gato de marras, y al asesino que sólo él conocía. 




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Magia a la luz de la luna

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En la película Orígenes, Mike Cahill, que es un jovenzuelo que todavía disfruta del esplendor de la hierba, de la gloria de la juventud, no tuvo el valor de apoyar a su personaje en la cruzada científica contra el espiritismo. El doctor Ian, que con sus experimentos pretendía acabar con los des-razonamientos de los creacionistas, terminó convertido a la fe de los que defienden la reencarnación de las almas, en un guión tramposo y torticero que financiaba el poderoso lobby de los metafísicos. En Orígenes, tras las falsas esperanzas ofrecidas a los espectadores descreídos, finalmente triunfaba el más allá, el mundo fantástico de los espíritus. Y uno se quedó en el sofá con cara de tonto, como si le hubieran colado una homilía por toda la escuadra.



            En Magia a la luz de la luna, sin embargo, mi hermano Woody Allen, que ya va camino de los ochenta años, tiene la decencia moral, la valentía vital, de no dejarse engañar por los cantos de sirena que le anuncian un más allá donde podrá seguir rodando una película cada año. Woody Allen es demasiado inteligente, demasiado lúcido. El personaje de Colin Firth es un ilusionista que en sus ratos libres asiste a sesiones de espiritismo para desenmascarar los trucos de los adivinos, de los médiums, de los mensajeros que traen recados de los muertos. Stanley, que así se llama nuestro caballero cruzado, es un hombre de firmes convicciones que ha leído a Nietzsche, a Freud, a Schopenhauer, a los grandes filósofos de la refutación ultraterrena. Nadie va a convencerle de que los fantasmas nos visitan transustanciados en ese yogur líquido que los expertos en la majadería denominan ectoplasma. Nadie excepto una damisela tan hermosa como Emma Stone, por supuesto, que con sus trucos baratos de nigromanta lo dejará embobado, arrobado, perdidito de amor. Y quién no, pardiez, sucumbiría a ese cabello pelirrojo, a esos ojazos de niña vivaz, a esa voz cazallera que anuncia excitantes groserías en el dulce retozar… Emma Stone sigue siendo una de las reinas mimadas en este blog, tan republicano en convicciones, tan monárquico en sus amoríos.



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Algo pasa con Mary

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En Algo pasa con Mary, cuatro hombres hechos y derechos pierden la chaveta por culpa de Cameron Díaz -cosa que entendemos perfectamente- y se comportan como imbéciles en celo fingiendo minusvalías, impostando bonhomías, denunciándose las vergüenzas para salir vencedores en la ordalía del amor. La película de los hermanos Farrelly seguramente es una mierda, una caca, pero yo me he partido el culo con ella. Me va la escatología, qué le vamos a hacer: el chiste grueso y guarrindongo. Los Farrelly son muchachotes con canas que nunca salieron del instituto, y siguen cultivando ese humor grasiento que hace furor en las aulas y en los recreos. Y uno, que con los años sólo ha ido acumulando eso, años, se sigue riendo como un adolescente de estas gracias tan simplonas, y cerderiles. Es lamentable, sí, pero esto es lo que hay.

Algo pasa con Mary sólo es una comedia en apariencia. Aunque los pretendientes de Cameron Díaz se pasen toda la película haciendo el ganso, hay algo muy trágico, muy serio, en sus afanes reproductivos que nunca llegan a buen puerto (y el puerto no puede ser más bonito, ni más seductor).  Las payasadas que hacemos a este lado de la pantalla cuando nos cruzamos con una mujer no son muy distintas de las que perpetran estos chiquilicuatres. Y da lo mismo que seamos machos beta con escasas probabilidades de éxito: los engranajes del instinto se ponen en marcha de un modo automático, programados en el software insoslayable del ADN, y al paso de la señorita, casi sin darnos cuenta, ya estamos enredados en el pavoneo verbal, en la exageración de méritos, en la inflación del currículo escuchimizado. Quizá no fingimos ser paralíticos para dar pena, como en la película, o no inventamos un historial de acciones humanitarias en el África negra, pero a nuestro modo provinciano también nos volvemos gilipollas y mentirosos. Se habla mucho de la maldición del trabajo, en la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, pero muy poco del cortejo sexual y sus fatigosas y denigrantes exigencias, que son una maldición bíblica todavía mayor. 





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Un toque de violencia

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En el mismo momento en que Deng Xiaoping afirmó que "da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones", el Partido Comunista Chino dimitió de sus funciones y dejó que el capitalismo inversor campara a sus anchas. Deng sostenía que el objetivo fundamental era generar riqueza, a destajo, a cualquier precio social, y que después ya habría tiempo para repartir las montañas de oro. Que el Estado a fin de cuentas era comunista y estaba a favor de la clase obrera y campesina. Pero han pasado varias décadas desde que los gatos negros se lanzaron a "emprender" sus negocios, enriqueciéndose a costa de pagar salarios de miseria, sin que las estatuas de Mao Tse-Tung se hayan hecho carne indignada y justiciera. Y es que Deng no sabía, o no quiso saber, que a los emprendedores les dejas corretear por ahí sin correa, meando sin control en las esquinas y en las farolas, y en un par de años, con los fajos de billetes bien contados y preparados, corrompen cualquier sistema funcionarial que pretenda supervisarlos. Ellos son así, espíritus libres e indómitos, que no saben de injerencias ni de cortapisas.

            Un toque de violencia viene a denunciar el estado actual de este capitalismo chino donde los superricos se compran jets privados y los superpobres viven atados, literalmente, a sus sillas de coser o de atornillar. La película cuatro historias independientes de cuatro trabajadores explotados, ninguneados, reducidos a meros animales de corral, que producen beneficios a cambio del cobijo y del pienso compuesto. Cuatro miembros del lumpen-proletariado que en Un toque de violencia, como su mismo nombre indica, no van a salir a la calle con la pancarta y el altavoz en plan 15-M y canción protesta, sino que van a tomarse la justicia por su mano, porque esto es una película china y casi siempre acabamos enfangados en sanguinolencias.






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Richard Pryor: Omit the logic

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Llevado por los consejos de Ignatius Farray, que es un cómico muy respetado en este blog, descargo y veo ilegalmente el documental Richard Pryor: Omit the logic, que es un biopic sobre la figura desbordante, excesiva, contradictoria, del cómico norteamericano ya fallecido. Farray asegura que Richard Pryor es el comediante más grande que parió el género del stand-up, y eso que ahí se batieron el cobre tipos como Jerry Seinfeld, Louis C. K. o Woody Allen. Este humilde cinéfilo sólo conocía a Richard Pryor por sus malas películas, por sus gesticulaciones de actor clown que tal vez tronchaban a los americanos de Kansas City, pero que aquí, en los cines ibéricos, nos dejaban a los espectadores petrificados, buscando la gracia que tal vez revoloteaba por los techos, o se nos escurría entre las piernas. Uno -y que los dioses de la comedia me perdonen- sólo recordaba a Richard Pryor haciendo el ganso en Supermán III, o en No me chilles que no te veo, infraproductos que ahora mismo no resistirían ni la mera curiosidad. El consejo de Farray parecía exagerado y algo mitómano.



            Y vaya, si lo era. Si en las películas Richard Pryor no tenía ninguna gracia, el buen hombre, que se nos fue enfermo de casi todo y adicto a casi todo, en el stand-up comedy, la verdad, también le ha dado plantón a mi sonrisa. El documental va desgranando sus actuaciones antológicas, sus chistes celebérrimos que los americanos celebran a carcajadas como aquí todavía nos descojonamos con Chiquito de la Calzada. Un lago negro un lago blanco y pecador de la pradera, cosas así. El mérito de Richard Pryor residía en decir cosas que por los años 70 estaban censuradas y prohibidas. Criado en un burdel de los barrios bajos, Pryor era un tipo desinhibido y procaz que decía motherfucker, y kiss my ass, y nigger. Sobre todo eso, nigger, como en una precuela de las películas de Tarantino, y esos excesos encendían a su público y escandalizaban a los beatos, que colapsaban las centralitas para que alguien hiciera callar a ese negro obsceno y malhablado. 

    En la década de los 70 uno también se hubiera partido el culo con estos números, pero ahora, cuarenta años después, estas cosas suenan a caca-culo-pedo-pis. A Ignatius también le va el rollo escatológico en sus actuaciones, pero en el trasfondo de sus historias vive un tipo sencillo, buenote, que cuenta anécdotas bizarras con un punto de verdad y mala leche. Yo me río más con él que con Richard Pryor, desde luego. No le compro el consejo, a Ignatius, pero le sigo comprando a él. 




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Borgen. Temporada 3

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En España tenemos el sol, la playa, la cervecita fresca en la terraza. Mientras ningún gobierno cancele estos privilegios, va a dar igual que nos roben otras cosas, los dineros, o la dignidad, o la salud. La gente de este país, cansada, atracada, humillada, ha pasado el invierno conjurándose para dar un vuelco electoral en las próximas citas. Ha sido un invierno pre-revolucionario como aquellos de Odessa y del acorazado Potemkim, o casi. Pero ha llegado la primavera, ha salido el sol, la gente ha sacado las monedas que juraba no tener en diciembre, y las terrazas están llenas de clientes que ya no quieren hablar de política, que se encogen de hombros cuando los aguafiestas recuerdan que este país necesita una reforma de arriba abajo.

    “Como en España, en ningún sitio”, te dicen los mismos que hace dos meses renegaban del país, de la bandera, del carácter incorregible de nuestra raza, y que soñaban con los países limpios del bienestar donde los políticos dimiten y muchas veces dicen la verdad. El buen tiempo es el aliado natural de nuestros corruptos gobernantes, el opio verdadero del pueblo, y no la religión que dijera Marx, porque la religión, hasta los más creyentes se la toman ya un poco a cachondeo. Qué es, si no, la Semana Santa, este carnaval de gente disfrazada por el mismo modisto que sólo va cambiando los colores.



    En Dinamarca, en cambio, tienen el frío, las playas impracticables, la cerveza a unos precios desorbitados. Como el clima es arisco y la depresión amenaza con mandarlo todo al garete, los daneses se afanan en construir una sociedad que funcione y les dibuje una sonrisa de orgullo, e incluso de honda satisfacción. En esta serie modélica que es Borgen, hay mucho hijo de puta y mucho político indeseable pululando por los despachos, porque los daneses, hasta que no se demuestre lo contrario, pertenecen a la misma especie que nosotros los mediterráneos. Pero allí el sistema funciona, y los mecanismos punitivos están bien engrasados. Más allá de las ventanas donde transcurren los trapicheos, en Borgen se adivina una sociedad modélica que uno quisiera copiar en este país, con sus impuestos rigurosos, sus servicios públicos, su conciencia ecológica, su dominio del inglés, su comportamiento cívico... Sus mujeres de belleza infartante, también, que no son obra y gracia del Estado del Bienestar, por supuesto, pero que allí, por alguna razón insondable, sonríen más luminosas y felices. 
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Alma salvaje

🌟🌟🌟
Max, mi homínido interior, al que algunos lectores veteranos recordarán de otros escarceos sexuales y peliculeros, tarda mucho en reaccionar cuando la actriz que uno recordaba bellísima aparece en pantalla afeada, desastrada, maquillada de mujer mortal por exigencias del guion.
En Alma salvaje, que es una road movie con pocas carreteras y muchos senderos, Reese Witherspoon recorre los dos mil kilómetros que separan México de Canadá atravesando desiertos resecos, pasos de montaña, pueblos de paletos muy parecidos a Cletus el de Los Simpson. Max empieza muy excitado la función, porque Reese, en los compases iniciales, es nuestra querida Reese de toda la vida, tan rubia, tan pequeñita, tan morbosamente deseable. Sin embargo, nuestra heroína tarda pocos fotogramas en llenarse de barro, de polvo, de cicatrices que arañan su cara de sempiterna adolescente. Además, para interpretar a su personaje -que es una pelandusca y una drogadicta en busca de redención por el camino de Santiago- Reese frunce mucho el ceño, y se pone adusta, y pensativa, y hasta un poco fea, y Max se rasca la cabeza desorientado.

    Alma salvaje es muy entretenida cuando Reese avanza decidida por los paisajes de Norteamérica, que son bellísimos y realmente salvajes, casi como si el hombre blanco, o la mujer blanquísima, los estuviera pisando por primera vez. Pero el director de la función es un pesado de mucho cuidado, y convierte en truño cualquier oro que le confían. Él prefiere atormentarnos con flashbacks que nos arrancan del paisaje para depositarnos en las habitaciones de hotel donde Reese se pincha la heroína, o se deja follar por tipejos desdentados. Uno quiere volver rápidamente a las montañas, a los secarrales, a los bosques de coníferas que te dan la bienvenida cuando atraviesas la frontera de Oregón. Pero Jean-Marc, que busca su propio destino, y Nick Hornby, que lo sacas del fútbol y se nos pierde en florituras, han decidido que no, que lo importante es lo que Reese recuerda, y no lo que Reese contempla. Un viaje psicológico y trascendente para el que no se necesitaban tantas alforjas.




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Paco de Lucía: La búsqueda

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Paco de Lucía: La búsqueda es el documental inacabado sobre la vida del guitarrista algecireño. Y digo inacabado porque Paco se nos murió sin rematar los recuerdos, ni los aprendizajes, que aquí nos contaba desde su casa de Mallorca, y desde los hoteles europeos que fueron el reposo de su última gira.

    Paco de Lucía habla de sí mismo con melancolía, con distancia. Dice que le gusta sentirse querido, adulado incluso, como a cualquier hijo de vecino, pero que su satisfacción profesional nunca dependió del juicio ajeno. Paco fue un perfeccionista, un maniático de la exactitud, y eso, según confiesa, le fue amargando la vida poco a poco:
            “Qué más quisiera yo que tener la mitad, ¡un cuarto!, de esa felicidad y ganas de vivir e ilusión que yo tenía cuando era un niño. A partir de que la vida me ha ido bien, del reconocimiento, de que soy famoso en el mundo, que gano dinero, que todo el mundo me llama maestro, soy un amargado. Un amargado porque ya me ha puesto en un nivel en el que, si estoy por debajo, me critican. Entonces, con el carácter mío, del carácter que imprimió mi padre en mí, de eso de la perfección y de estar siempre al nivel que la gente espera de ti, eso no es agradable. Eso es un suplicio”.

            Es una confesión sorprendente, valiente, expresada con un deje de tristeza y hastío que desarma a cualquier espectador. Paco de Lucía tiene un ego chiquitín, huidizo, difícil de alimentar. Mientras otros se refugian en el aplauso de la crítica o del público, él se derrumbaba en los camerinos, o en los sofás de su casa, decepcionado consigo mismo, incorrecto en aquella nota, desacompasado en aquel acompañamiento, torpe en algún rasgueo que sólo los muy entendidos iban a detectar.

            “Cuando descubro algo, cuando compongo algo que me gusta, lo grabo, y me paso por lo menos un ratito en el que soy feliz. La palabra feliz está ahí. Al día siguiente, me levanto y digo, ay, vamos a escuchar lo de ayer. Lo escucho y digo: esto no vale nada. ¿Cómo ayer me gustaba esto, que hasta bailé y todo y me vio la muchacha, y de pronto hoy me parezca una mierda? A ver. Qué pasa aquí. A quién haces caso. ¿Quién tiene razón, el de ayer, o el de hoy? Ahí te pierdes”.




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Loreak

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Ane, que es una mujer vasca en miniatura, con una belleza extraña y algo marchita, recibe todos los jueves un ramo de flores. Loreak, en euskera, significa flores. Ane es una mujer casada, y su marido, que está pasando la crisis de los cuarenta y sólo sueña con jovencitas tumbadas sobre su cama, niega cualquier responsabilidad en el asunto. Los ramos vienen sin mensaje ni remitente, y las empleadas de la floristería, sometidas al interrogatorio, hablan de un hombre normal, sin facciones definidas, que un día pasó por allí e hizo el encargo del envío regular.

            Así expuesta, Loreak parece la historia de un cortejo amoroso, con sus flores anónimas, su miradas escurridizas, sus encuentros casuales en la cafetería o en el trabajo. Y uno, aunque Ane no le ponga la libido en guardia, saca el cuaderno de apuntes para tomar nota de las estrategias de su admirador. Porque nunca se sabe, en este loco mundo del deseo, cuándo van a necesitarse estos saberes prácticos de la seducción. ¿Y si un día apareciera en mi vida una mujer igualita en cuerpo y alma a Natalie Portman, tan idéntica a ella que podría ser Natalie misma, refugiada en el anonimato ibérico, cansada ya de la fama, de los focos, de los hombres apuestos que nunca le hicieron reír? Dado mi nivel de inglés lamentable, yo tendría que decírselo con flores, mi amor eterno y rendido, y en Loreak, al principio, uno sueña con aprender estos recursos tan coloridos y aromáticos.

            Pero no van por ahí los tiros, ni las flores. En un giro imprevisto de la trama, un personaje principalísimo de la película muere en accidente de tráfico, y lo que antes eran loreak de amor ahora son loreak de homenaje a los muertos. Loreak es muy bonita, muy delicada, y muy cursi también, como las propias flores del campo. Y además no tiene razón. A los muertos les importa un carajo que pensemos en ellos, o que los recordemos con flores. Están muertos. 





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Mis dobles, mi mujer y yo

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Para mi extrañeza de cinéfilo poco convencional, cuando se habla del añorado Harold nadie se acuerda de Mis dobles, mi mujer y yo, que en inglés llevaba el más corto y bonito título de Multiplicity. Debemos de ser muy pocos los que adoramos esta comedia absurda de planteamiento singular. En ella, Michael Keaton, superado por el ritmo frenético de sus jornadas, se fabrica tres clones de sí mismo para atender sus obligaciones cotidianas: el trabajo de contratista, el cuidado de los retoños y las atenciones románticas a su exigente esposa. Mientras sus clones van a la oficina, cocinan el pavo o discuten con la parienta, él se toma unas vacaciones de su propia vida jugando al golf o navegando por la costa del Pacífico. Su dejación de funciones tendrá, obviamente, consecuencias catastróficas, porque sus clones, por muy clones que sean, tienen carácter propio, y deseos personales, y no siempre se coordinan muy bien a la hora de sustituirse.


    Multiplicity es una comedia de estilo clásico, con patochadas de slapstick, confusión de identidades y puertas que se abren y se cierran al modo de Lubitsch. No es una película perfecta, porque a veces cae en el humor simplón, y su mensaje matrimonial rezuma catecismo por los cuatro versículos. Pero Michael Keaton está perfecto en sus cuatro papeles, Andie MacDowell rebosa belleza en la flor de su edad, y la idea de clonarse es tan atractiva que uno se pasa toda la pelicula dándole vueltas. Por supuesto que estaría bien disponer de varios yos que aligeraran la fatigosa tarea de vivir. De las versiones más simples de la felicidad no nos separa ni el amor ni el dinero. A los pobres de espíritu, y a los pobres de bolsillo, nos bastaría con disponer de dos horas más al día, limpias de polvo y paja como deseaba Bukowski en sus diarios. Sólo con que un clon bajara al supermercado, me hiciera las comidas, fregara los platos y aguantara a los pelmazos, ya tendría yo dos horas extra para ver otra película, o apuntarme al gimansio de la esquina. Podría, incluso, poner un clon a escribir este diario, y pasarle mis impresiones a través de un bluetooth, o de una conexión interneuronal, y ya sólo dedicarme al placer del visionado, sin pensamientos ni escrituras, sólo el nirvana del abandono completo, de la dimisión absoluta. 





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La sal de la Tierra

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La sal de la Tierra narra la vida y las andanzas del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, al que Wim Wenders conoció hace años y ahora dedica este retrato conmovedor, narrado en primera persona por el propio Sebastião, que ahí sigue, vivito y coleando, ya retirado de la aventura en su granja repoblada de la selva amazónica.


     Sebastião, en su juventud, estudió para economista, y realizó sus primeros trabajos para organizaciones que se dicen benefactoras de la humanidad pero sobrevuelan los países pobres como buitres al acecho. Sebastião iba para esbirro de los explotadores, para evangelizador del liberalismo, pero junto a su esposa Lélia tuvo una revelación, y camino de África, que no de Damasco, se cayó del caballo y decidió dedicarse a la fotografía para denunciar el mundo del hambre, de la miseria, de la explotación del hombre por el hombre. Un rojo muy peligroso al que los militares brasileños, entonces en el poder, mantenían exiliado en París para no corromper el feudalismo carioca de los terratenientes.

            Sebastião viajó por el mundo durante años, con el culo siempre inquieto y la cámara siempre presta. Retrató las miserias de Sudamérica, las hambrunas del Sahel, las matanzas de Ruanda, las barbaridades de la guerra de Yugoslavia. Vio morir a niños de hambre, a mujeres de cólera, a hombres de machetazos. A europeos hechos y derechos alcanzados por los disparos de un francotirador. Con su apariencia de Jesucristo moderno, con el cabello rubio y la barba neotestamentaria,  Sebastião tuvo que hacer milagros para esquivar la muerte varias veces. Después de dar tumbos durante treinta años terminó asqueado del género humano. 

            "Somos un animal muy feroz. Somos un animal terrible, nosotros, los humanos, sea aquí en Europa, en África, en Latinoamérica... Donde sea. Nuestra violencia es extrema. Nuestra historia es una historia de guerras. Es una historia sin fin, una historia de represión, una historia de locos."





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Borgen. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

Ahora que ha comenzado la primavera en el terruño donde escribo, la mayoría de mis conocidos dicen preferir el sol con corrupción al frío con transparencia. Puestos a elegir entre la España casposa que ven a diario en la televisión, o la Dinamarca modélica que se adivina en Borgen, ellos se quedan con la playita, con el chiringuito, con la cervecita en la terraza a cuarenta grados a la sombra, y que le den por el culo a los cielos grises y a las heladas del amanecer. Que España es el mejor país del mundo para vivir, te dicen sin rubor, y uno se queda mirándolos con cara de no entender nada, como recién aterrizado en una pesadilla de bobalicones. Y así nos va, claro, que cambiamos el bienestar social y la dignidad laboral por cuatro rayos de sol y una tapa de aceitunas.




            En el episodio número seis de Borgen, el presidente ficticio de Turgisia firma un contrato millonario con el gobierno danés para adquirir palas eólicas. La noticia es recibida con alborozo en la oficina de la Primera Ministra, porque eso supone miles de puestos de trabajo asegurados. Pero ay: el marido de la susodicha, que vive de sus propios recursos, tiene invertida una pasta en acciones de la compañía, y la opinión pública no vería con buenos ojos que él se lucrara gracias a un contrato firmado por su señora. Esa misma noche, en la intimidad de la alcoba, bastará una pequeña conversación para que él comprenda la gravedad del asunto, y decida vender unas acciones que iban a producirle unos réditos millonarios. 

    Uno se imagina esta escena en la intimidad ibérica de un dormitorio presidido por la gaviota, o por la rosa en el puño, y de la risa que te entra, y del cabreo que coges a continuación, te descubres en el aeropuerto más próximo comprando un billete para Copenhague. Sólo de ida.






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El sentido de la vida

🌟🌟🌟🌟🌟

Qué mejor día que el cumpleaños de uno mismo para buscarle un sentido a la vida. Cuando no es 16 de marzo, uno se entretiene con las películas, con el fútbol, con las mujeres amadas en secreto, y esas tonterías metafísicas apenas son el chispazo neuronal que se produce justo antes de dormir, cuando los enchufes se desconectan. Pero llega este día maldito y uno, aunque no quiera, aunque trate de evadirse en las naderías de lo cotidiano, se ve asaltado por la inquietud del futuro, por la nostalgia del pasado. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? Gilipolleces de primero de filosofía que flotan por encima de la cabeza, y que yo trato de apartar a manotazos como si fueran moscas de la mierda, o angelitos con  del Señor.

            La película del día tenía que ser, obligatoriamente, El sentido de la vida, porque los Monty Python hablan en ella de cualquier cosa menos del sentido de la vida. Ellos sabían -porque habían leído mucho, y eran tipos muy inteligentes- que la vida no tiene sentido. Que sólo es un accidente biológico, un capricho de la química. Una espiral de ADN que para copiarse a sí misma ha construido nuestros cuerpos y nuestras mentes, meros vehículos de custodia y transmisión. Ya lo cantaba Javier Krahe en El cromosoma:

Lo más confío en que seré algo eterno
gracias al cromosoma.


            Los Monty Python sabían que nuestra única misión es transmitir los genes. O hacer que los transmitimos, en el gozo de los cuerpos. Lo demás es literatura, religión, perifollo... Ganas de no entender. Los Monty dedican noventa minutos de su película -o lo que sea- a reírse de lo humano y lo divino, con números antológicos que en otros blogs están descritos con más gracia. Búsquenlos... Yo sólo quería contar que hoy era muy cumpleaños, y que sigo sin verme el sentido. Ni el sinsentido. Nada.

            "Llegamos al final de la película. Ahora, el sentido de la vida. Nada del otro mundo: ser amable con la gente, no comer grasas, leer un buen libro de vez en cuando, pasear, intentar convivir en paz y armonía con gente de todos los credos y naciones. Para terminar, hemos incluido imágenes de penes para molestar a los censores. En fin, ya está. Pasemos a la música final."  





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Borgen. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

En la ficción de Borgen, la mujer del primer ministro danés es una compradora compulsiva que una mala tarde de invierno, en una boutique del centro de Copenhague, se queda sin dinero para agenciarse un bolso carísimo. Para evitar la vergüenza pública, decide llamar a su marido, que anda muy ocupado en sus asuntos de gobierno. La mujer le grita al teléfono y exige su presencia inmediata en la tienda. En caso contrario, porque va muy loca y muy empastillada, amenaza con montar un escándalo de padre y muy señor mío. Nuestro hombre, resignado, se planta allí con su comitiva de asesores y guardaespaldas. Sólo lleva encima una tarjeta de crédito, la que está reservada para los gastos de su cargo, pero decide hacer una pequeña trampa, una que cualquiera de nosotros hubiese improvisado allí mismo: pagar el bolso con el dinero que pertenece a los contribuyentes, y al día siguiente, cuando abran los bancos, restituir el gasto desde nuestra cuenta personal. Cualquier cosa antes de escuchar a su mujer pegando voces. Fin del problema.



Pero esto, ay, es Dinamarca, y el Primer Ministro, como la mujer del César, no sólo tiene que ser honesto, sino además parecerlo. Porque al día siguiente restituye el dinero, sí, 70.000 míseras coronas que al cambio son 9000 míseros euro. Más o menos lo que aquí gastaban los impresentables de las tarjetas black en un centollo y en una buena mamada. El caso del Primer Ministro es filtrado a la prensa danesa y el asunto explota justo antes de las elecciones generales. El partido liberal queda sentenciado en las urnas. Nadie ha robado nada, pero el votante se siente molesto. El dinero de la compra, al fin y al cabo, era suyo, y nadie le pidió permiso para tomarlo prestado. Los daneses, como se ve, hacen una lectura muy radical del concepto de lo público, una idea que aquí en España nos suena a chino mandarino, a cosa muy difusa y poco respetable. Allí, sin embargo, en la península de Jutlandia, la cosa pública vertebra el engranaje social, y por eso ellos están como están, y nosotros estamos como estamos. 

Una serie como Borgen sería imposible de rodar en España, porque nadie se creería los comportamientos honrados de nuestros políticos. Acostumbrados al latrocinio indisimulado de las comisiones, de los sobresueldos, de los pagos en B, que luego, un alto dignatario ibérico, con el dinero de todos, y sin afán de restituirlo, le pagara un bolso de Loewe a su señora, nos parecería poco más que una travesura, el desliz inocente de un hombre detallista y muy enamorado.
           

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Apocalypto

🌟🌟🌟🌟

Nos parece muy lejana, y muy salvaje, la locura de estos pueblos de Mesoamérica que practicaban sacrificios humanos para contentar a sus dioses. Y más todavía si es Mel Gibson quien mete la cámara en el altar del holocausto, allá en lo alto de la pirámide. Porque a Mel le va mucho la hemoglobina, el gorgoteo de la sangre que sale a chorros por la garganta. En Apocalypto no se ahorra ni un detalle de los corazones arrancados de cuajo, de las cabezas que caen rodando por las escalinatas. De los cuerpos decapitados que se acumulan en el basurero de moscas gordísimas y golosas. Es como volver a ver La Pasión de Cristo, pero esta vez con amerindios cazadores, y no con carpinteros de Judea, en el papel de corderos sacrificados.


Como ya somos occidentales y posmodernos, nos creemos libres de estas salvajadas antiguas, de estos rituales sangrientos que se ejecutaban al dictado del peyote y el tambor. Pero más allá de las truculencias, y de las máscaras horripilantes que llevaban los sacerdotes, las cosas no han cambiado tanto. Las sociedades siguen estratificadas del mismo modo, con un rey sentado en su trono y unos mercaderes que buscan el máximo beneficio; un cuerpo policial que reprime cualquier protesta y, por supuesto, porque estos son como garrapatas que jamás se van de los organismos, unos sacerdotes que hacen así con la mano, o con el cuchillo, o con el hisopo, y bendicen el orden divino de las cosas. 

Ahora ya no aplacamos la ira de aquellos dioses tan sádicos llamados Yahvé o Tonatiuhtéotl, pero sí la voracidad de otras deidades que ya no tienen rostro ni personalidad: el Dinero, los Mercados, la Libre Competencia. Y para tenerlos contentos, sacrificamos a los ciudadanos más pobres de nuestro tejido social. Los que mandan ya no los abren en canal sobre un altar de piedra, porque los necesitan para limpiar los retretes, y para tirar a la baja los salarios misérrimos que pagan. Ahora los van matando poco a poco, suavemente, killing me softly, como la canción. Un día les privatizan un hospital, otro les quitan un medicamento y al siguiente les aplazan una operación. Los sacrificios multitudinarios lo pondrían todo perdido para los turistas. Ahora, a los parias, se nos mata silenciosamente. A plazos. En diferido. 




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Triangle

🌟🌟🌟

He tardado tres días en curar el dolor de cabeza que me provocó Coherence. Su enredo de universos alternativos me dejó las meninges turulatas, y las neuronas en grave cortocircuito. Para restaurar el sistema no he tomado analgésicos, ni he repasado las explicaciones del gato de Schrödinger. Simplemente he dejado que pase el tiempo: dormir mucho, pasear por el monte, renunciar a los acertijos. Empaparme de fútbol televisado, que es el bálsamo de los menguados, la escapatoria de los más cortos.     


        Pero hoy, tentado de nuevo por el demonio del intelecto, he tirado el tratamiento por la borda. Los designios de internet me han traído otra película de paradojas temporales, de personajes duplicados, y no he podido resistirme al desafío. Triangle es una película australiana de mucho intríngulis y mucho susto. Una mezcla extraña entre Atrapado en el tiempo y Los cronocrímenes. Me costará otros tres días de convalecencia mental. O quizá menos, porque Coherence tenía una explicación fundamentada en la física, y uno se quedó traumatizado por su falta de saberes. Triangle, por el contrario, es una película qure nadie ha entendido muy bien, y eso te quita mucha presión. 

    Los contrasentidos de Triangle tienen muchos agujeros, muchas trampas, y los guionistas recurren a hechos fantasmales para solucionar las incongruencias, como si usaran parches o tiras de típex. Pero no nos importa, el chapuceo. El objetivo de Triangle no es romperte la cabeza, ni humillarte en tu butaca. Aquí lo principal es entretenerse; aquí la chicha y la sustancia es contemplar, multiplicada por tres, o quizá por más, en las muchas líneas temporales, la belleza de esta actriz llamada Melissa George. Ya de dar la castaña con un personaje que reaparece y se reduplica, quién mejor que Melissa, con su camiseta mojada, con su boca perfecta de labios carnosos y entreabiertos. 




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Amador

🌟🌟🌟

Amador, la última película de Fernando León de Aranoa, quiere ser el retrato tragicómico de una pareja de peruanos que viven al borde de la desesperación, en los arrabales de Madrid. Él, Nelson, lleva un negocio ilegal de reparto de flores, y ella, Marcela, cuida a un anciano cascarrabias llamado Amador que da nombre a la película.

El tal Amador, aunque su hija opine lo contrario, y jamás se pase por la casa a visitarlo, está en las últimas fechas. Ya no sale de la cama si no es para mear o para tomar un baño. Allí tumbado noche y día, sin afeitarse y sin quitarse el pijama, Amador escucha la radio, ve la televisión, recibe a las visitas, completa sus puzzles... Cuando Marcela le reconviene, el anciano le suelta un par de sabidurías aprendidas en los bares para salir del paso. Da un poco de vergüenza que el otrora genial guionista, don Fernando, caiga en estas simplicidades de colegial. "La vida es como un puzzle en el que hay que ir colocando las piezas", y cosas así, en las líneas de diálogo. De primero de filosofía para parvularios; de culebrón jamaicano para marujas. De película del Oeste de bajo presupuesto donde la vida siempre está en el fondo de un vaso de whisky. 



    Es ahí, en las parábolas de la I Carta de Amador a los Corintios, cuando la película, a pesar de sus buenas intenciones, se cae sin remedio. Luego suceden cosas que no se pueden desvelar aquí, muy gordas y muy traumáticas, y uno, sin saber muy bien cómo, se encuentra repasando los conocimientos que aprendió en la tele sobre la velocidad de descomposición de un cadáver. Y aquí, en Amador, las cuentas no salen. Y mucho menos en Madrid, en plena canícula, en el extrarradio polvoriento. De Amador hemos pasado a un CSI Fuenlabrada en el que Grissom y compañía se enfrentan al extraño caso del cadáver que aguantó semanas y semanas sin pudrirse, emitiendo todo lo más un tufillo que unos ramos de rosas se encargaron de disimular. El brazo incorrupto de Santa Teresa, de nuevo. Un  milagro de la España Católica que lucha contra el laicismo voraz de Podemos. Una chapuza de guión que te corta el rollo solidario con estos peruanos exiliados. Qué nos importa ya, el devenir socioeconómico de estas pobres gentes, si vivimos pendientes de este nuevo desafío para la ciencia, de esta nueva intromisión –quizá de lo divino- en nuestras vidas de pecadores. 


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The honourable woman

🌟🌟🌟

The honourable woman cuenta la historia de Nessa Stein, una mujer millonaria, heredera del imperio de su padre, que trabaja sin descanso por la concordia entre israelíes y palestinos. Aunque ella es judía, y su padre participó activamente en las guerras de partición, Nessa sueña con la relación fraternal entre los dos pueblos. Para ello ha tendido una red de telecomunicaciones que une a todos los habitantes del secarral bíblico, para que se envíen whatsapps, y tweets, y mensajes de texto, en hebrero, o en árabe, o en arameo. Y así, tic a tic, y verso a verso, se vaya tejiendo la red que unirá las almas y los espíritus. "Por internet hacia la paz", viene a ser más o menos su lema.


     Nessa, obviamente, es una bobalicona sin remedio, un baronesa del Imperio Británico que se levanta por las mañanas y no tiene muchas cabras que ordeñar. Ela se ducha, desayuna, administra sus cuatro asuntos con los asesores y luego se pone a jugar con los mapas de Palestina, a ver si unimos Gaza con Hebrón, o Cisjordania con Tel-Aviv. Por encima de Nessa, sobrevolando como buitres sus valiosísimas redes de fibra, están el Mossad, Hezbolá, el MI6..., organizaciones que viven de la guerra y de la conspiración, y cuyos responsables no desean la paz que tanto sueña Nessa, porque se quedarían sin trabajo. 

    Y por encima de todos ellos, por supuesto, dirigiendo el cotarro desde las sombras, los americanos y sus agentes. En estas tierras ya no rascan mucho petróleo, pero siguen votando a congresistas y senadores muy temerosos de Yahvé, tipos muy religiosos que viven convencidos de que será allí, en la colina de Megido, donde tendrá lugar el Armagedón, la Lucha Final entre las huestes del Bien y del Mal. Ellos, por supuesto, piensan salir triunfantes a costa de los sarracenos, de los comunistas, de los chinos incluso, como sigan dando por el culo con sus estrategias comerciales.



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Coherence

🌟🌟🌟

Si algún lector ha caído en este blog buscando explicaciones sobre el intríngulis de Coherence, tengo que sugerirle, amablemente, que busque en otros rincones donde se hable con más criterio de física cuántica. Donde se explique con pelos y señales la paradoja del gato de Schrödinger, que es la base científica de la trama, y que aquí no va a ser abordada ni desvelada.

           En este blog del cinéfilo solitario, el lector sólo va a encontrar divagaciones sobre la belleza de Emily Baldoni, que también es un misterio de la hostia, dicho sea de paso. La señorita Baldoni es una na conjunción mágica de millones de átomos que se ponen unos encima de otros y se entrecruzan y al final conforman una nórdica de ver y casi no creer, como le pasaba a Alfredo Landa en las playas españolas de los años 60, que también se quedaba mirando a las suecas sin comprenderlas del todo. Como visitado por alienígenas, o atrapado en otra dimensión, o soñando un erotismo del que alguna medusa iba a despertarle con su roce venenoso. Aquello sí que era ciencia-ficción de la buena, de la inexplicable, de la que animaba los debates y las tertulias en el bar de Manolo: las extranjeras tumbadas en bikini sobre la arena del Mediterráneo, que la pareja de la Guardia Civil que rondaba las cercanías no sabía si tomar cartas en el asunto o regresar al cuartel a hacerse unas pajillas.






            Y el caso es que uno, en su juventud dorada, cuando leía libros complejos y no se quedaba dormido a los diez minutos, llegó a entender de verdad este enredo de los universos alternativos, de las líneas temporales paralelas, que la física cuántica nos propone como factibles porque son resultados de las ecuaciones, pero que nuestra intuición, limitada y homínida, rechaza como imposibles. Uno, en sus años de inteligencia más afinada, de retentiva más entrenada, llegó a comprender la paradoja vital del gato encerrado en la caja con la cápsula de veneno. A comprender, digo, que no a asumir, porque el sentido común es muy cerril, que uno puede estar vivo y muerto a la vez. Que puede estar aquí mismo, en la habitación del escribano, añorando la hermosura de Emily Baldoni, y al mismo tiempo, en otra realidad paralela, gracias a la magia de las partículas subatómicas, estar yaciendo con ella en una cama de Estocolmo, desnuditos los dos, en una vida completamente distinta y gozosa. Una existencia en la que tal vez, orgulloso de mi rubiaza y de mis millones en el banco, yo me descojono por dentro de la vida miserable que llevan esos cinéfilos de la vista desgastada, todo el día encerrados en su habitación, viendo películas y escribiendo sobre ellas, soñando con mujeres suecas que las putas partículas cuánticas han decidido construir en otra dimensión, fuera del alcance de los sentidos, y casi de la literatura.


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The imitation game

🌟🌟🌟

La realidad de mi vida y la ficción de mis películas han vuelto a cruzarse de un modo extraño. El mismo día en el que asisto a un curso sobre el síndrome de Asperger, me encuentro, por la noche, en el castillo inexpugnable de mi habitación, con otro hombre afectado por la misma discapacidad: uno muy famoso, y ya fallecido, Alan Turing, el matemático que rompió el código secreto de los alemanes en la II Guerra Mundial. El mismo tipo que desarrolló los primeros computadores en la prehistoria de la informática, allá por los años 50.


    Uno tenía muchas ganas de ver The imitation game, pues en la vida de Turing confluían la discapacidad social, la genialidad científica y la homosexualidad condenada por las leyes, todo un cóctel explosivo de trágicas consecuencias. Y el asunto del código Enigma, por supuesto, y el origen de los ordenadores, que ya te digo, y las reflexiones sobre la inteligencia artificial, que tienen su enjundia. Y el famoso Test de Turing, que inspiró la prueba que Rick Deckard pasaba a los replicantes en Blade Runner. Turing tocó todos los palos, y en todos fue pionero y visionario. Su vida fue un drama muy complejo, muy rico en matices y en circunstancias históricas, que bien encarrilado habría dado para una película memorable. Porque Cumberbatch, además, que ya interpretaba a otro Asperger de gran inteligencia en Sherlock, borda su papel a medio camino entre la lucidez y la inadaptación.  


Pero The imitation game, en incomprensible Oscar al guión adaptado, es un película rutinaria, plana, de emociones muy calculadas y previsibles. De momentazos dramáticos que hasta los más lerdos podemos anticipar y resolver, y que vienen subrayados por esa música infame que siempre ponen en estas películas, intrusiva, cursi, de ínfulas sinfónicas. Y mira que me sabe mal decir esto, por el bueno de Alexandre Desplat. The imitation game es una película prefabricada, una fórmula magistral, un campo trillado. Aún quedan treinta minutos de película cuando el código Enigma es descifrado –uy, que spoiler más tonto- y de ahí, hasta el final, sólo nos queda el marujeo de los sentimientos, la grandilocuencia de los discursos. La literatura puesta en boca de actores que declaman como si estuvieran sobre las tablas de un teatro, hablándole a la calavera de Yorick.




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Cypher

🌟🌟🌟

Cypher es una película que llevaba más de diez años esperando una revisión. Más de una década acumulando polvo en mi estantería, desde los tiempos gloriosos del Canal +, de cuando la grabé entusiasmado por el intríngulis de sus juegos de identidades, de sus cachivaches de ciencia-ficción que parecían del siglo XXII.
         
En Cypher trabajaba Jeremy Northam, que era un actor británico que entonces lo petaba, y Lucy Liu, que era la china guapísima de Kill Bill. Y Vincenzo Natali, claro, que era un director criado en Canadá pero de nombre italiano que filmaba cosas muy arriesgadas y algo lunáticas, como aquella película, Cube, que fue un acontecimiento rarísimo y demencial, y sumamente entretenido.  

Cypher tenía todas las papeletas para ser una gratificante revisión, un feliz reencuentro con estos amigos que ahora andan un poco dispersos por el mundillo: Northam con sus series, y sus obras de teatro; Lucy Liu, la pobre, sin encarrillar su estrellato; y Vincenzo, el Arriesgado, perdido en sus propios mundos de pasotes postcientíficos... Pero el tiempo, ay, no pasa en balde. Trece años contemplan los argumentos y las estéticas de Cypher, que entonces eran rompedoras y ahora ya las hemos visto mil veces. Pero, sobre todo, trece años me contemplan a mí, que me he vuelto perezoso y mentecato, cuarentón y pre-senil. El personaje de Jeremy Northam, por ejemplo, es una especie de James Bond que se dedica al espionaje industrial, y maneja a lo largo del metraje tres identidades distintas, y trabaja de doble agente para tres empresas diferentes. Hace trece años no me extravié en el laberinto, porque yo entonces estaba treintañero de cuerpo, y fresco de mente, y estos desafíos eran pan comido para mi atención de cinéfilo. Pero ahora, ay de mí,  me cuesta un mundo seguir ciertos argumentos a según qué horas, sobre todo en las jornadas laborales, que uno finaliza con la lengua fuera, y con los ánimos por los suelos. Yo sí que necesitaría un implante neuronal de esos...




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Magical Girl

🌟🌟🌟

Yo pensaba, por los avances, que la magical girl de la película Magical Girl era Bárbara Lennie, y que ella salía todo el rato, en presencia continua y perturbadora. Yo pensaba que su personaje era una iluminada religiosa, o una mujer con poderes paranormales, porque siempre la veía con esa cicatriz en la frente que parecía un estigma, y ese blanco mortuorio en la piel, y esos ropajes como de monja medieval, y todo me parecía como de cine onírico o espectral.
          
    Pero resulta que no, que mis imaginaciones eran infundadas, y que la magical girl de la película es una niña de doce años obsesionada con el mundo del anime, encaprichada con un disfraz ridículo que podría convertirla en hada madrina, en niña mágica de cuento.


            Bárbara Lennie, a la que no he dejado de amar desde que la conocí, tarda mucho tiempo en salir. Demasiado. Cuando por fin lo hace, su personaje te deja hipnotizado: no es sólo la belleza, sino la locura que ronda en sus miradas. El enigma interior de un personaje que presumimos retorcido y tortuoso. Uno queda prendado, absorto, colgado de sus movimientos y sus diálogos. Hay algo tremendamente morboso en su personaje, una sexualidad espiritual como de película de Dreyer y sus actrices danesas, aunque Bárbara sea morena, y de Madrid, y a mucha honra. 

    Magical girl, efectivamente, tiene mucho de película nórdica, con sus minimalismos y sus simbolismos. Y digo nórdica, esta vez, en el buen sentido, aunque Vermut, para mi gusto, se pase un poco de escandinavo, y en algunos momentos la frialdad casi nos deje congelados en el sofá. Son esas escenas, curiosamente, en las que Bárbara no está, porque Bárbara, ay, para desconsuelo de sus amantes, no sale todo el rato, y en sus ausencias uno se pasa los minutos echándola de menos, no indiferente a lo que nos cuentan, pero sí alejado, tristón, pesaroso, como si una bruma muy de Estocolmo, o de Helsinki, rodeara al resto de personajes. Pero esto no es culpa de Vermut, que se lo curra, sino de nosotros, que vivimos colgados de Bárbara, de tal modo que hasta sus falsas y horrendas cicatrices nos acrecientan el deseo, que fíjate tú como estaremos...



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