El arca rusa

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En The Story of Film, de Mark Cousins, que es un documental del que hablé muchísimo aunque casi siempre para mal, se mencionaba El arca rusa como una obra maestra de los tiempos modernos. Una virguería estilística del director Alexander Sokurov que en un plano-secuencia de hora y media recorría siglos de historia paseándose por las salas del Hermitage, museo del que ahora mismo no sabría citar ni un solo cuadro, ni una sola escultura, tan afamado e imprescindible como aparece en las guías turísticas, y en las siestas de La 2. De San Petersburgo sé que allí al ladito, en el mismo complejo arquitectónico a orillas del Neva, empezó el sueño proletario que luego terminó en psicopatía bigotuda, y en hecatombe de los ideales.
            El arca rusa se la robé a un galeón español que hacía las Américas el mes pasado, pero lo hice más por curiosidad que por convencimiento, aprovechando una incursión que buscaba joyas menos sofisticadas. El noventa por ciento de lo que recomendaba Cousins  eran películas insufribles, plúmbeas, que él usaba para hacerse pajas porque contenían un avance técnico o un recurso expresivo nunca visto. A Cousins le iban más las formas que los fondos, más los continentes que los contenidos. Justo lo contrario que en este blog... Es por eso que hoy, aprovechando la derrota del Madrid, y la cara de tonto que se me ha quedado, he decido suicidar el sábado de una vez por todas y sustituir el Trankimazin por El arca rusa, que sí, consta de un único y meritorio plano-secuencia; y sí, es un experimento fílmico pocas veces visto; y sí, tiene tropecientos actores danzando por las salas del museo en precisa coreografía; y no, no enseña nada sobre el devenir histórico del pueblo ruso; y menos, mucho menos, mantiene engatusada la atención del cinéfilo provinciano. Menudo rollesky, Mr. Cousins.



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Red State

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Desde que aquellos yihadistas entraron a sangre y fuego en las oficinas de Charlie Hebdo, aquí, en España, por las mañanas, en las radios de derechas, los tertulianos hablan de la superioridad moral de la civilización cristiana en contraste con esa otra de los musulmanes que vive anclada en su particular Edad Media, y que produce terroristas casi como una consecuencia lógica de sus doctrinas. Es, por supuesto, un razonamiento interesado, vomitivo, de un elitismo moral que me recuerda al cura que nos daba religión en el Bachillerato, el padre Ángel, cuando nos aseguraba que todos los no-católicos del mundo irían derechitos al infierno por conocer la palabra de Dios y no haberla incorporado a sus creencias.

      La película Red State nos viene al pelo para recordar que ninguna religión está libre de sus fanáticos violentos. Que en todos los credos cuecen habas, y que siempre hay un trastornado que no tiene reparos en morir empuñando un arma, pues en el Cielo le aguardan mujeres desnudas, o asientos VIP situados a la derecha de Dios Padre. Según lo estipulado en el contrato. Estos cristianos fundamentalistas que retrata Kevin Smith en la película son tipos que hemos visto muchas veces en los telediarios, en los documentales, sectas dirigidas por un mesías que se atrincheran en una granja y terminan liándola parda con sus armas semiautomáticas. Uno pensaba que esta iglesia ficticia de Red State era una cosa muy exagerada, un poco traída por los pelos, pero resulta, para mi asombro de navegante, que esta gente existe de verdad, y que el mismo Jordi Évole, en un programa de Salvados, entrevistó a la familia de este predicador de carne y hueso llamado Fred Phelps. Se autotitulan la Iglesia Bautista de Westboro, y practican su apostolado veterotestamentario  allá en las llanuras agrícolas de Kansas. God hates fags -Dios odia a los maricones- es el slogan que lucen en sus pancartas cuando se presentan en los funerales para insultar al homosexual fallecido, y recordarle que el infierno es su destino ineludible.
Hosti, nen.





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Canciones del segundo piso

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Citan, en la revista de cine, una película sueca del año 2000 que al parecer es una obra maestra olvidada. Se titula Canciones del segundo piso y fue recibida con grandes aplausos y muchos premios en los festivales. A uno, la verdad, le huele mal el asunto desde el principio, pero las películas desconocidas, cuando te las presentan así, con tanto adjetivo, y en revistas de postín, son una tentación imposible de resistir.
         ¿Y si Canciones del segundo piso fuera ciertamente una gran película que yo, en mi ignorancia, en mi desidia exploradora, he pasado por alto durante años? ¿Y si ahí, en su imágenes, en su guion, en su moraleja filosófica, encontrara yo una revelación que me iluminara las entendederas...? Así que aprovecho la ola de buen humor que me inunda tras la victoria del Real Madrid y doy comienzo a la función. Todavía no he aposentado bien el culo cuando sé, a ciencia cierta, aunque le conceda treinta minutos más de gracia, que Canciones del segundo piso va a ser un error mayúsculo, un esfuerzo intelectual de mucho sudor y mucho fastidio. Porque antes incluso de que surjan las primeras imágenes, aparece, sobre fondo negro, rotulado en blanco, el título original en sueco vernáculo, SANGER FRAN ANDRA VANINGEN, y es justo así como empezaban muchos tostones de Ingmar Bergman que prefiero no recordar, y me entra como un escalofrío, como un mal presagio, y en la primera escena de la película, que ya es una cosa rara que no termino de entender muy bien, se me cae la voluntad de persistir por los suelos. 
    Pasan los minutos y Canciones del segundo piso se vuelve cada vez más surrealista, más incomprensible, con simbolismos que sólo los espectadores suecos, o los familiares del director, sabrán descifrar y explicarnos a los legos. Hay compatriotas míos que aseguran haber entendido Canciones del segundo piso de cabo a rabo. Que se trata, aunque no lo parezca, de una radiografía social de la Suecia que entra con temor en el nuevo milenio y bla, bla, bla... Pero yo, que soy tan cortico sólo veo a tipos diciendo tonterías, a multitudes haciendo el indio, a hombres extraños -gordos, calcinados, tarados, maquillados como furcias- que vagan como anormales por las calles de una Suecia apocalíptica. Si usted buscaba una explicación coherente de Canciones del segundo piso, con toda su complejidad de cosa nórdica e ignota, éste no es su blog. Mil perdones. 
    Le anuncio, además, que en treinta minutos de película no vislumbré a ninguna actriz sueca de rompe y rasga. Lo que ya es el colmo de la rareza, y de la mala intención.



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Nightcrawler

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Dice Fernando Savater en su Diccionario Filosófico:
            "La gente que se queda en su casa entretenida en sus cosas rara vez hace daño a nadie: lo trágico de la vida es que en casa la mayoría de la gente se aburre".
            Esto lo había leído yo en algún pensador de los tiempos pasados, tal vez Voltaire, o Heine, pero no he encontrado la cita por ningún sitio, y no he tenido más remedio que poner este pensamiento de Savater, que es un tipo que me cae como una patada en el culo, pero que me viene de perillas para poner la introducción en esta entrada.


           
           En Nightcrawler, Louis Bloom, que es un tipo savateriano incapaz de quedarse en casa, recorre la noche de Los Ángeles armado con una cámara de vídeo y con una radio que sintoniza la frecuencia policial, filmando accidentes y crímenes sanguinolentos que luego venderá a los noticieros. Otros ilustres de la noche y de las películas, que también se aburrían de la vida y se desesperaban por la falta de sueño, fundaron clubs de la lucha, como Tyler Durden, o hicieron justicia, aunque muy particular, en el lumpen de los barrios, como Travis Bickle. Pero Bloom, al que da vida un inquietante Jake Gyllenhaal que jamás parpadea y jamás sonríe con sinceridad, decide hacerse un nombre en el negocio de la telebasura. 

    En la ficción de Nightcrawler, es el canal 6 quien más dinero ofrece por las imágenes de heridos desangrándose y muertos sorprendidos en descoyuntadas posturas, pero hay muchas emisoras que pujan por las durísimas filmaciones. La hora del desayuno es una refriega periodística en la que se sirven fiambres muy poco hechos y casquería cocinada al calor del asfalto. Mientras los niños desayunan su bol de cereales y su mazorca a la parrilla, en la tele se inducen otras conductas carnívoras del primate.

            Aquí, de momento, en la Piel de Toro, no hemos llegado a tanto, pero vamos camino de conseguirlo. Existen dos telediarios nocturnos -por así llamarlos- que dedican cinco minutos a las informaciones económicas y políticas, y que luego, antes de la hora eterna de los deportes, lo llenan todo de accidentes y explosiones, de robos y palizas, de asesinatos y suicidios. Son minutos y minutos que la publicidad nunca corta, porque es ahí donde está el meollo de la audiencia, tan parecida en voracidad a la que se vende en Nightcrawler. En España sólo vemos salpicaduras de sangre, restos humeantes, hierros retorcidos, lejanas víctimas embutidas en sacos negros. Pero queda poco para que llegue el primer "nightcrawler" de las calles madrileñas, o barcelonesas, y el productor televisivo que compre su material explícito para inaugurar un nuevo tiempo, aberrante y grotesco, en los informativos. Al tiempo.


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El pasado

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Asghar Farhadi es un director iraní que en estos escritos ha gozado siempre de grandes simpatías, y que me obliga a escribir  panegíricos que son lo peor de mi repertorio -que ya es decir- pues me siento más cómodo atacando a los directores que me aburren o que me irritan. Lejos de las películas insufribles que perpetran sus compatriotas Kiarostami o Panahi, Farhadi es un tipo que rueda cosas inteligibles, inteligentes, con personajes atribulados que uno sigue con interés, y no gentes cansinas a las que uno desea el accidente mortal que los borre de la pantalla.

                Nader y Simin, una separación, se quedó durante días rondando en mi cabeza, repasando los argumentos, los nudos dramáticos, quitando y dando razones a los personajes. Una maravilla que vino del Golfo Pérsico cuando ya pensaba que allí sólo había niñas perdidas y cabras triscando en el monte. Venía, pues, con muchas ganas de ver El pasado, a la que tenía reservada un horario especial en mi programación semanal, para cuando no hubiera fútbol, ni socializaciones, y el mal tiempo golpeara en la ventana para zanjar cualquier tentativa de huida. Farhadi, al que los ayatolás andan tocando un poco las narices, esta vez ha rodado en Francia, pues allí le han sufragado los gastos, y le han puesto de protagonista a esta mujer bellísima llamada Bérénice Bejo, a la que por más que miro, y remiro ,no soy capaz de encontrar una imperfección en su rostro, o en su sonrisa. Bérénice parece salida de un cómic de Mortadelo y Filemón, pues en el universo de Ibáñez todos los personajes llevan su descripción colocada en el apellido, de tal modo que los ricos se apellidan Millonetis, y los zánganos Holgazánez, y las mujeres preciosas Bejo, que se pronuncia "bello", y es como si a Bérénice, al nacer, la hubiesen bendecido para siempre.

            Pero la sola presencia de Bérénice no puede impedir que yo, esta vez, reniegue de los entretenimientos que ofrece  Farhadi. A mitad de película empiezo a dar cabezaditas, a mirar de reojo el teléfono, a pensar en lo que tendré que escribir al terminar la película, mientras en la pantalla, en ese París brumoso y tristón del arrabal, se suceden los lloros, los lloriqueos, los adultos que se gritan, los restos naufragados de tres hombres que amaron a Bérénice y chocaron contra su cuerpo menudo y su rostro inmaculado, que son como la atracción fatal de unos acantilados rocosos. No le ha sentado bien el exilio, a nuestro querido director. Lo que en otras películas era fluido e inquietante, aquí se ha vuelto culebronesco y casi teatral. No queremos que regrese a su patria si allí lo siguen vigilando y amonestando; pero sí queremos que haga películas como las que hacía allí, que le salieron más occidentales que esta misma que rodó en Occidente.




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La entrega

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No hay mucho que rascar en La entrega, película de hampones que van robándose los dineros en los bajos fondos de Brooklyn.  Ni siquiera los pómulos de Noomi Rapace -que en otras películas me inspiran versos escritos en  sueco moreno- me han dejado hoy la visita de las musas. Aunque la verdad sea dicha, los jueves esas tunantas casi nunca aparecen por este escritorio, ahuyentadas por el cansancio que flota sobre mi cabeza como una boina de contaminación madrileña.


       Al otro lado del puente que retratara Woody Allen en sus nostalgias, existe un submundo de extorsionadores que guardan sus ganancias en bares nocturnos de confianza. Grandes fajos de billetes -como sólo los americanos son capaces de reunir- que son la tentación de los atracadores de poca monta, y de los ladronzuelos necesitados de efectivo. De incautos que prueban suerte y después de gastarse lo robado son convertidos en picadillo por los dueños reales de la pasta. Uno de los que sueña con dar el gran golpe es el primo Marv, que al borde de la jubilación delictiva sueña con viajar a Europa y tumbarse a la bartola en las playas de Marbella o de Croacia. El primo Marv es nuestro añorado James Gandolfini,  y a mí se me parte el alma cada vez que entra en pantalla, comiéndose las escenas con su corpachón, con su voz cazallera, con esa mirada de cervatillo asesino que es un imposible biológico, una quimera de la naturaleza, y que él sin embargo clavaba como nadie. Fue así como Gandolfini convirtió a Tony Soprano en un tipo entrañable, en un asesino al que de un modo inexplicable, como si fuéramos cómplices de sus crímenes, o espectadores ya desalmados de la televisión, seguíamos queriendo después de partirle la cabeza a un soplón, o de apuñalar a un rival comercial en un callejón oscuro. Ningún espectador de Los Soprano quedó libre de esta molestia moral, de este prurito de vergüenza. 

    Nuestro deber moral era sentir repugnancia por Tony Soprano, cachalote violento que podía joderle la vida a cualquiera que pasara por allí. Y sin embargo el tipo nos caía bien, y le poníamos en los fondos de escritorio, y nos poníamos camisetas negras del Bada Bing!, y  comprábamos tazas de desayuno con su estampa gordinflona y desafiante, para conmemorarlo en cada café y en cada croissant como si participáramos en una Eucaristía de la religión criminal.




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La isla mínima

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Estos escritos -además de mal escritos- jamás tendrán muchos seguidores porque siempre llegan con retraso a la película, cuando las polémicas ya son rescoldos en la chimenea. Hace mucho tiempo que uno dejó de ir al cine porque aquí, en provincias, en los sistemas exteriores de la galaxia, no existen los refugios de educación que sí hay en Madrid o en Barcelona, donde los buenos aficionados se repantigan en su butaca y disfrutan de la película sin preocuparse de los moscardones. En estas periferias todavía sin romanizar, los cines son como la plaza del pueblo, como la cafetería de la esquina. Como el piso de estudiantes en plena fiesta de viernes por la noche. 
    Los neuróticos no tenemos reposo posible en esas situaciones, y todo nos molesta, y nos distrae, y las películas pasan ante nuestros ojos como telón de fondo de nuestra frustración. Es por eso que uno espera impaciente los estrenos en DVD para ponerse al día, a ver si las almas generosas los ripean, y los ofrecen en la red a los sedientos y a los hambrientos.


De La isla mínima, que es la última gran película del cine español, ya se ha escrito de todo, y con mucha enjundia. Sesudos analistas y agudos lectores han diseccionado en ella la España Profunda, el tardofranquismo resistente, el retraso secular del campo andaluz. El tránsito doloroso y poco limpio de la dictadura policial a la democracia de las leyes. A casi nadie se le ha escapado que La isla mínima bien podría ser el True Detective andaluz, con esos paisajes de las Marismas que a ojos de profano medioambiental tanto se parecen a los meandros del Mississippi. Con esa pareja de detectives atrapados en un paisaje irreal, como de ensueño, o de mentira, en el que las vistas son diáfanas pero nada se adivina ni se concreta. Donde los fantasmas personales se aparecen aprovechando la monotonía del paisaje. Sería muy estúpido por mi parte -y muy aburrido para el lector- volver a repetir argumentos tan conocidos.



Lo que a mí me deja La isla mínima es un desasosiego geográfico, un prurito de vergüenza propia. Hace unos minutos que he subsanado mis ignorancias en el Google Maps, pero en el momento de la película, mientras los detectives recorrían los canales, yo, en el sofá, me revolvía intranquilo porque era incapaz de localizar en el mapa mental las Marismas del Guadalquivir. Uno sabía que estaban ahí abajo, a la izquierda, después de Sevilla, siguiendo el curso del gran río, pero luego he descubierto que colindan con el Parque Nacional de Doñana, que uno hacía mucho más al Oeste, casi en la raya de Portugal... Y me duelen, me duelen muchísimo estas cosas, porque uno, con dos cervezas de más, o con dos siestas de menos, se pone a presumir de culto ante ciertas amistades, y sin embargo, en estas cuestiones de la geografía sureña, ando tan perdido que me salen los sonrojos. 
Ahora, gracias a la película, por lo menos ya sé dónde queda la Isla Mínima, que para más cojones no era una isla, sino un cortijo.




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El amor es extraño

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En El amor es extraño, una pareja de homosexuales que comparten cama desde hace años contrae matrimonio en Nueva York aprovechando la nueva y tolerante legislación. Ben y George son dos señores que desean vivir su vieja relación como los dioses mandan, con todos los pros y contras que la ley reserva para el amor.

    El día de la boda, rodeados de amigos y familiares, todo es felicidad en el coqueto apartamento que  los cobija. No es que ahora, bajo el manto de la ley, se quieran más o se quieran mejor. Pero de algún modo se sienten normalizados y aceptados, vencedores de un largo litigio que durante décadas defendió la dignidad de sus sentimientos, como si un asunto de culos o de coños pudiera dividir a las personas en dos clases sociales separadas.


       Pero hemos topado con la Iglesia, amigo Sancho, porque George, al que da vida este actor superlativo que es Alfred Molina, imparte música en un instituto regido por los curas católicos, y nada más regresar a las aulas es llamado a capítulo por el director para ser expulsado con efecto inmediato. Era vox populi que George era una oveja descarriada, que convivía con otro hombre y que por las noches, en los arrebatos de pasión, vertía su simiente en recipientes no preparados para concebir. Los curas lo sabían, o hacían que no se enteraban, pero el matrimonio, para terror de las gentes decentes y bien nacidas, es harina de otro costal. El matrimonio es un sacramento otorgado por Dios para garantizar la procreación de nuevos católicos que abarroten las iglesias y bla, bla, bla... 

    En esos instantes decisivos de su vida -que lo condenan de repente al paro, al apretón del cinturón, a la venta casi segura de su apartamento- George, por debajo de su semblante furioso, se pregunta cómo es posible que las enseñanzas de un hombre del siglo I, que decía ser Hijo de Dios y predicaba el amor fraternal y el perdón universal, hayan llegado tan retorcidas hasta ese despacho del instituto. Tan deformadas. Tan mal interpretadas por estos exégetas del alzacuellos. Por estos castrados de la mente y del corazón que finalmente, después de tantos años de sonrisas y parabienes, de hipocresías melifluas en la sala de profesores, le han dado bien por el culo, ya ves tú qué ironía.




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