Compliance

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Compliance es una película perturbadora que sin embargo, a los misántropos más recalcitrantes de la audiencia, nos deja muy satisfechos en el sofá, porque nos reafirma en la certeza de que poco o nada se puede esperar del género humano. Basada en  hechos reales que luego hay que buscar por internet para creérselos del todo, Compliance demuestra que mientras las cosas van bien, todo son saludos corteses y conversaciones amables, pero que cuando los asuntos se tuercen, la gente se quita la máscara civilizada para enseñar su rostro verdadero. Todos llevamos por dentro un estúpido, un cobarde, un malvado, un mezquino. Sólo nos tienen que poner a prueba para quedarnos desnudos en un santiamén.




            Compliance, con su trama de personajes tan débiles como estúpidos, vuelve a recordarnos la triste realidad de esta tara incurable del Homo Sapiens. También nos recuerda que lo mismo en España que en Ohio, cualquier mindundi al que le colocan un uniforme y un puesto de mínima responsabilidad ya se cree el rey del mambo, el sostén de la economía local, el sujeto imprescindible del engranaje comercial, aunque sólo sea -como en la película- una don nadie que supervisa a tres adolescentes subcontratados en una hamburguesería. Yo pensaba, hasta hoy, que éste era un fenómeno típicamente español, una idiosincrasia lechuguina y absurda que tal vez venía de los tiempos de la Reconquista, de la confluencia de las culturas, de la herencia visigótica mezclada con la moruna, o alguna zarandaja por el estilo. Pero se ve que no, que es una megalomanía que afecta a todos los mentecatos del ancho mundo, y no sólo a ellos, me temo, sino a cualquiera de nosotros, que nunca hemos lucido gorra ni chapa, pero que sólo de imaginarnos en tal situación ya fantaseamos con pequeñas venganzas y chulerías. 



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Por un puñado de dólares

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Después de haberme metido un poquitín con El bueno, el feo y el malo, me llueven los palos de los aficionados al spaguetti western. Mira que he escrito barbaridades sobre Dreyer, sobre Kiarostami, sobre Leos Carax, pero ningún cinéfilo de alta escuelo me ha recriminado nunca el pésimo gusto, el análisis superficial de tanta obra maestra maltratada. La mayoría de ellos no me leen, porque bucean en blogs más profundos y sesudos, donde coges una película húngara del año cincuenta y cuatro y puedes tirarte un rollo de cuatro folios hablando del contexto histórico, del metalenguaje magiar, de la estructura helicoidal de la narrativa, de la psicología inconfundiblemente jungiana de ese personaje que camina en silencio por las calles de Budapest. Los cinéfilos de verdad, cuando caen por aquí, lo hacen por error, por curiosidad, porque tienen un amigo que les dijo que probaran, y cuando me leen les entra como una risa floja, como una vergüenza ajena, y ante tamañas herejías deciden callar, no mancharse, no bajar a este lodazal donde yo escribo con las tripas, sin argumentos ni perspectivas. 



            El colectivo de los aficionados al western, en cambio, no ha esperado ni un solo día para empezar a dispararme con sus Colts del 45. Yo paseaba tranquilamente por la calle principal y de pronto, por un quítame allá esas pajas, me he visto huyendo de la tremenda balacera. Menos mal que he encontrado refugio en el saloon, y que los borrachuzos del whisky no me han visto subir las escaleras del primer piso, donde me han acogido las tres putas de rigor. En sus doctas manos he encomendado mi espíritu. Escribo estas líneas escondido debajo de una cama, a la espera de que los espaguéticos den conmigo y me reten a duelo cuando llegue el amanecer. Yo trataré de explicarles, de matizarles mis argumentos, pero temo que no van escucharme. Ellos prefieren resolverlo todo por la tremenda, a tiro limpio, sin escuchar al forastero que iba camino de San Antonio, a repararse las alforjas. Yo nunca dije que El bueno, el feo y el malo fuera una mala película, sino que me parecía una parodia, una cuchipanda. Una película de humor, y no un clásico venerable del género. No creo haber cometido ningún pecado mortal, ningún acto delictivo contra el Estado Confederado. Pero aquí, en este pueblo de la Almería tejana, hace tiempo que los espaguéticos convirtieron al sheriff en comida para los pollos. Si gracias a mis bellas guardianas consigo salir vivo de la encerrona, ellos clavaran un WANTED con mi rostro mal afeitado en la puerta del saloon, para que nadie olvide nunca mi jeta. Estoy condenado para los restos.


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El baile de los vampiros

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El baile de los vampiros, digan lo que digan los dinosaurios de la crítica, a los que se les pone morcillona con cualquier antigualla de su juventud perdida, se ha quedado viejuna, tontorrona, como una gaseosa que ha perdido las burbujas. La comedia nunca ha sido el fuerte de Roman Polanski. Nobody is perfect... 

   La supuesta gracia de la película está en los tropezones, en las caídas de culo, en los encontronazos de la gente que huye por los pasillos del castillo. Un puro slapstick de policías de la Keystone. Y qué decir, de las caras estúpidas que ponen los personajes cuando atisban un escote de mujer por las cerraduras: un humor colegial, de niños de preescolar, de homenaje a Benny Hill, que hace cincuenta años tal vez incendiaba las plateas, porque la gente era así de inocente, y estaba educada en otra contención de los instintos, pero que ahora te deja perplejo, como muy veterano de estas cerdadas, habitante de otra época muy distinta, ya curada de espantos y de tetas. 

    De El baile de los vampiros sólo nos quedará la belleza, congelada para siempre en los fotogramas, de Sharon Tate. Ella es un gozo para los sentidos, y una puñalada para el alma, porque todos sabemos de su destino fatal, de su vida truncada, en aquella mansión maldita de Cielo Drive.





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El sueño de Ellis

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En El sueño de Ellis, una inmigrante polaca que posee los rasgos bellísimos de Marion Cotillard llega a los Estados Unidos acompañada de su hermana tísica. Son los años veinte, y en la isla de Ellis, antesala de Nueva York, los aduaneros hacen selección de los que cruzarán la última barrera. Los enfermos y los criptocomunistas habrán de quedarse en la isla antes de ser deportados a sus países de origen, para no contagiar el tejido social de la América decente. El personaje de Marion Cotillard no tose sangre en un pañuelo escondido, ni desembarca en el muelle cantando la Internacional, pero es denunciada por un pasajero como una mujer de moral laxa, pues al parecer, en el barco, aprovechando el trepidante oleaje del Océano Atlántico, se acostó con varios europeos que anclaron en su carne para no caerse por la borda. Es así como ambas hermanas, la casquivana y la tuberculosa, a pesar de rezar cien Ave Marías de rodillas, pues son católicas de la Polonia más estricta y devota, serán colocadas en los barracones de los que nunca habrán de pisar la Tierra Prometida. 





            Es entonces cuando aparece en escena Bruno Weiss, el proxeneta neoyorquino que busca muchachas desvalidas para relanzar su negocio. A cambio de una pequeña mordida, los aduaneros harán como que han perdido los papeles, como que les falta una mujer en el recuento, y Marion Cotillard, con su cara de ángel, gozará asñi de una oportunidad laboral en el Nuevo Mundo. Una oportunidad humillante, deshumanizada, de diez polvos por noche, que ella acepta resignada. Muy mal tenía que pasarlo en Polonia si esta vida es preferible a la que llevaba allí, cuestión que uno, en su ignorancia, siempre se plantea cuando ve películas de inmigrantes que llegan a América. Pues una exigua minoría, eso es verdad, terminó haciendo fortuna y comprándose una mansión, pero una gran mayoría acabó pelando patatas en los restaurantes, pidiendo limosnas en las calles, enrolándose en los ejércitos para comer un chusco de pan a cambio de recibir gentilmente un disparo en la cabeza. Cuántos, me pregunto, viajaron acuciados por la supervivencia, y cuántos lo hicieron engañados por la publicidad.


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El bueno, el feo y el malo

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En IMDB.com, que es el lugar donde los cinéfilos del ancho mundo nos reunimos para consultar datos, poner calificaciones y buscar fotos de nuestras mujeres predilectas, figura, como la sexta mejor película de la historia, El bueno, el feo y el malo. Una exageración, a todas luces, ahora que por fin la he visto, o mejor dicho, que la he recobrado, porque los spaguetti westerns de Sergio Leone ya los habían pasado en el cineclub del colegio, y en las reposiciones de la antigua televisión pública. Lo que pasa es que tengo confundidas las películas de Clint Eastwood vestido con el poncho, y los silbidos musicales de Ennio Morricone que resuenan por las estepas. Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo siempre han sido, en mi parca memoria, la misma película. De hecho, miras las sinopsis, y las tres tienen la misma trama de pistoleros mal afeitados persiguiendo dólares por el fake tejano de las sierras almerienses.





           Uno siempre había pensado que los westerns de Sergio Leone eran una parodia del género, una broma que él celebraba anualmente con los amigos para reírse de las viejas películas de Hollywood. Se subían al avión, se afincaban en España, rodaban los tiroteos en el pueblo  mientras se ponían ciegos de sangría, y luego volvían a sus casas de Italia o de Estados Unidos a esperar la lluvia de dólares recaudados. Uno ve El bueno, el feo y el malo y tiene la impresión de que todo es como de chunga, como de risa, con disparos imposibles, peripecias improbables, personajes reducidos al extremo de la caricatura. La película, no voy a negarlo, es muy digna, muy entretenida, y tiene el valor añadido de las cosas viejunas. Pero de eso, a ser la número 6 en el ranking mundial de todos los tiempos, media un abismo. La parodia del western se ha convertido, con el paso del tiempo, en el western clásico por excelencia, y eso no puede ser.



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Primer

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Primer es una de las películas más fascinantes e incomprensibles que he visto en mi larga vida de culo sedentario. Su creador, Shane Carruth, es un coetáneo mío que aprovechó el tiempo de su juventud para hacerse ingeniero y matemático, y no como otros, que hemos dilapidado los cursos escolares persiguiendo balones de reglamento y amores imposibles. La verdadera pasión del señor Carruth era, sin embargo, hacer películas, porque él nació en un parto del que se aprovechó hasta la placenta, y en el año 2004, en el festival de Sundance, presentó una película sobre viajes en el tiempo que sólo él y sus compañeros de universidad podían entender y aplaudir. 

    Mientras escribía el guion, Shane Carruth debió de pensar lo mismo que dijo David Simon cuando la HBO, decepcionada por la baja audiencia de The Wire, le recriminó la complejidad de sus tramas: "Que se joda el espectador medio".




            Con Primer, desde luego, el espectador medio va bien jodido. Dos jóvenes americanos de esos que trastean en los garajes descubren, por pura chiripa, que han desarrollado una máquina para viajar en el tiempo. Un cacharro de planchas de metal y cables infinitos que les permitirá revivir los acontecimientos del día y alterarlos en su beneficio. El primer día, por supuesto,  Abe y Aaron ojean el índice Dow Jones, esperan unas horas y se introducen en la máquina para invertir un pastizal en las acciones más jugosas del día. Hasta ahí -y llevamos más o menos cuarenta y cinco minutos- el espectador medio no va demasiado jodido. Al contrario: asiste fascinado a la jerga técnica aunque no la comprenda del todo, porque intuimos que la cháchara sólo es el envoltorio pseudocientífico de esta idea genial. Los así menguados tampoco entendemos el funcionamiento de los microondas, o de los teléfonos móviles, y sin embargo les damos un uso diario sin saber nada de ondas electromagnéticas. Tampoco sabíamos cómo funcionaba la hipervelocidad del Halcón Milenario y nos quedábamos embobados cuando las estrellas se juntaban de golpe en el horizonte. 

   El problema de Primer viene después, cuando el señor Carruth decide que hay que soltar lastre de espectadores, y empieza a jugar con las paradojas temporales, y con las paradojas de las paradojas, las recontraparadojas. Abe y Aarón pierden el control de sus intenciones y empiezan a poblar el espacio-tiempo de clones que van tomando decisiones por su cuenta, y se monta tal galimatías, tal tifostio de Abes y Aarones que viene y van, traicionándose o contradiciéndose, que uno, de pronto, se acuerda de los José Aurelios y José Arcadios de "Cien años de soledad" que también enredaban lo suyo, si no ibas leyendo con suma atención, y tomando notas en un cuaderno aparte. 



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Caja de luz de luna

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En Caja de luz de luna, Al Fountain, que es un ingeniero industrial al que todo le sonríe en la vida, se enfrenta al espejo una mala tarde de verano y descubre, acongojado, que le ha salido una primera cana en el cabello, justo por encima de la oreja. Al es un tipo que ronda los cuarenta años, y debería estar preparado para este desenlace fatal de la melanina. Un trance que otros empezamos a sufrir a edades más tempranas, abrasados por el estrés y por la mala alimentación. No voy a decir que los canosos prematuros nos alegremos de las nieves prematuras , pero no montamos, desde luego, este dramón existencial que el señor Fountain desencadena en la película, y que sirve de hilo conductor para que los cuarentones reflexionemos sobre el devenir de la vida, y sobre la realidad lacrimosa de la decadencia. 





            Tengo que confesar que yo, lejos de entregarme a la depresión, celebré el nacimiento de mis canas como una oportunidad en el mercado de las mujeres, pues mis escarchas surgieron inicialmente en las sienes, y en pocos meses ya lucía esas patillas plateadas que algunas incautas confunden con la madurez, y con el buen juicio del portador. Así, felipegonzaleado, empecé a a notar que algunas hembras me miraban un segundo de más en las colas del supermercado, y en las barras de los bares, y aunque estas miradas nunca dieron paso a la conversación que precede a la aventura, porque la verdad es que tampoco está uno para glorias de rechupete, yo me sentía, por fin, después de veinte años de espera, un hombre objeto.

            Sí, amigos, es así de triste. Para mí, que nunca fui un triunfador, las canas no marcaron la frontera entre el éxito sexual y los primeros achaques de la pitopausia. Las canas dieron comienzo a mi pequeña edad de oro, de la que no he sacado gran partido, eso es verdad, porque pelean en mi contra otros graves defectos. Este blog, por ejemplo, que tampoco ayuda mucho a tal empeño, siempre al borde de la charlotada, de la exposición impúdica de mis entretelas.  Y es que salvando las sienes encaladas, no hay mucho más que ofrecer. Con la edad, mis miradas no se han vuelto más sabias, ni mis ademanes más contenidos, ni mis opiniones más moderadas. No he dominado mis impulsos, no he refrenado mis estupideces, no he sustituido la grasa por la finura, ni la torpeza por la mesura. Soy un adolescente atrapado en el cuerpo de un hombre maduro, y las mujeres más inteligentes lo saben, o lo adivinan, y me borran rápidamente de sus agendas mentales. Mis cabellos canos sólo pueden engañar a las más bobas, a las más superficiales, y a las mujeres que no deseo. Sea como sea, a mis canas les debo lo poco que conservo de mi orgullo masculino. Sin ellas ya no sería hombre, sino fantasma, pasado, premuerto. Gracias a que me salen cada vez más, y cada vez más lustrosas, todavía sueño y fantaseo. Al contrario que Al Fountain, nunca lloro delante del espejo cuando descubro una nueva.



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Otra Tierra

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En la película Otra tierra, un planeta idéntico al nuestro aparece de pronto en el cielo, con los mismos mares, los mismos continentes, la misma luna orbitando pesadamente a su alrededor. Los astrónomos de nuestro planeta, ahora rebautizado como Tierra 1, establecen comunicación por radio con los habitantes de la denominada Tierra 2, y comprueban, atónitos, que también las personas vivimos repetidas en el nuevo astro, con los mismos recuerdos, y con la misma voz que responde a las preguntas. Tierra 2, para bien y para mal, es la imagen especular de lo que ocurre en la Tierra 1, con el mismo Papa, la misma contaminación, la misma Charlize Theron dejando turulatos a los cinéfilos del ancho mundo.

            Tras conocer el hallazgo, mucha gente de la Tierra 1 vive presa de la inquietud y del miedo. La existencia de Tierra 2 implica que hace dos mil años también hubo otro Jesús predicando en otra Judea, con lo cual habría dos Hijos únicos del mismo Dios, o quizá dos dioses gobernando cada uno su dominio particular, al igual que los emperadores romanos se repartieron el Imperio de Oriente y el de Occidente. Tierra 2 es la negación de las Sagradas Escrituras, y el principio del fin... Otros terrícolas, en cambio, como Rhoda, la protagonista de la película, viven fascinados con la idea de viajar a Tierra 2 para encontrarse consigo mismos, en la cafetería duplicada de la esquina, y charlar con esa persona que comparte al cien por cien sus gustos e inquietudes. Una oportunidad única para conocerse a sí mismo,, por fin, en el sentido estricto de la expresión, sin necesidad de filosofías socráticas ni de libros de autoayuda. 




    Algunos científicos sostienen que en Tierra 2 suceden exactamente las mismas cosas que aquí, en el mismo orden causal y cronológico, y que, por tanto, existe otra Rhoda que también planea el mismo viaje hacia Tierra 1, con lo cual ambas coincidirían en el trayecto, y terminarían por chocar en mitad del espacio, tal vez para morir ambas en el accidente, o para fundirse molecularmente en una sola Rhoda verdadera. Pero hay un científico que aboga por la teoría del Espejo Roto, según la cual, en el mismo instante en que nosotros los vimos y ellos nos vieron, las líneas temporales gemelas se rompieron, y cada planeta tomó sus propios derroteros. Como en la película ya han pasado cuatro años desde el encuentro sideral, Rhoda,  arrepentida de sí misma y de su vida, sueña con conocer a la otra Rhoda que triunfó en los estudios, que conoció al chico adecuado, que no cometió el error imperdonable que cercenó sus sueños de raíz. Sueña, quizá, con presentarse en Tierra 2, asesinar a su doble afortunada y usurpar su vida como en La invasión de los ladrones de cuerpos, abandonando la triste existencia a la que ha sido condenada en Tierra 1.


            Como se ve, Otra tierra es una película de altos vuelos filosóficos, de profundos debates sobre la incertidumbre de ser uno irrepetible. A mí, personalmente, no me gustaría encontrarme con mi doble paseando por la calle. No sabría qué decirme, ni cómo saludarme. Si ya es un incordio hacerlo con el vecino, o con el conocido del bar, cuánto más fastidio sería toparse con nuestra viva fotocopia, que nos conoce al dedillo, que sabe nuestras flaquezas, que podría avergonzarnos con sólo tres ágiles estocadas del florete lingual. Pero claro: si yo le rehuyera, él me rehuiría también, pues ambos seríamos el mismo tipejo acobardado y tristón,  y nos haríamos los suecos para agachar la cabeza y torcer ligeramente hacia la derecha. Y luego, con un poco de suerte, no volver a encontrarnos jamás. 

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