La vida inesperada

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Uno pensaba que La vida inesperada -porque la anunciaban como una película de españoles perdidos en Nueva York- iba a ser la versión moderna de La ciudad no es para mí, aquella de Paco Martínez Soria en la que el pueblerino desembarcaba en Madrid y se enredaba con los semáforos y con los pasos de cebra. Uno esperaba a tipos perdiéndose en el metro, chapurreando inglés ligando torpemente con las americanas del pelo rubísimo. Uno esperaba, para entendernos,  una segunda parte de La línea del cielo, aquella película de Antonio Resines buscándose la vida en Nueva York confundiendo a las churras con las churris. 

    Pero las cosas, finalmente, no han seguido esos derroteros de la comedia. Los españoles que ahora hacen las Américas ya no son como los de hace treinta años. Están mucho más allá del jauaryú y del aidón anderstán. El más tonto tiene un máster en empresas o una labia andaluza que te cagas. Ya no lucen los mostachos celtibéricos de Antonio Resines, ni ponen caras de panolis cuando se enfrentan al amor gélido de las anglosajonas. En La vida inesperada todo es muy serio y muy maduro: treintañeros y cuarentones que renuncian a sus sueños, que piensan en el matrimonio, que descubren las primeras canas y se plantean la seguridad financiera del futuro. Los españolitos de La vida inesperada son tipos que hablan un inglés perfecto, que conocen las costumbres locales, que se desenvuelven por la Quinta Avenida como me desenvuelvo yo por la plaza de mi pueblo. La comedia de equívocos y chascos apenas dura cinco minutos, lo que tarda el personaje de Raúl Arévalo en comprender cuatro idiosincrasias de manual. A partir de ahí ya da lo mismo que la película transcurra en Nueva York o en Vladivostok. Hombres y mujeres se buscan durante el día para follar por la noche y luego mentirse al despertar. Todo transcurre en el interior de los apartamentos o de las cafeterías. Los rascacielos de Nueva York podría haber sido londineses, o ucranianos.  Es una película de Woody Allen sin demasiada gracia ni mordacidad.


 





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Freaks and Geeks reloaded

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Uno pensaba que A., mi hijo, cuando se perdiera en el mundo de sus colegas, reservaría tiempos compartidos para seguir viendo películas. Pero no me ha dejado ni las migajas del segundero. La semilla del cine, que uno creía arraigada en él, está desecada, o hibernada, o yo que sé. Unos días por esto y otros días por lo otro, A. se escaquea del sofá para refugiarse en su habitación, a meter goles con el Ronaldo del FIFA, a matar soldados en paisajes desolados, a contar por WhatsApp que se está rascando el huevo izquierdo y ha dejado tranquilo el otro derecho. 

    Lo cuento con un poco de acritud porque llevo encima la decepción del cine solitario, pero en el fondo lo comprendo. Que tire la primera piedra el que no renegó tres veces de sus padres antes de que cantara el gallo, y comenzara la edad del pavo. Son las putas hormonas, que parecen una pandilla de motoristas drogados recorriendo las carreteras del sistema circulatorio. Allí donde entran todo es músculo y bronca, machoterío y poca sesera. Luego hay chavales que se recuperan de la tontería y vuelven a ser reconocibles y cercanos; otros, en cambio, que ya venían tarados de serie, se quedan para siempre en el mundo de los descerebrados, y nunca vuelven a hablar como personas normales, ni a razonar como miembros de la especie. Uno, mientras tanto, en la tensa espera de los años, cruza los dedos y reza salmos en noruego a los dioses de los nórdicos.




            Hoy, sin embargo, por causas que todavía no me han sido reveladas, A. ha solicitado permiso para sentarse en el sofá de los cinéfilos. Quería ver los primeros episodios de Freaks and Geeks, que tantas veces le ponderé en los buenos tiempos. Algo le ha sucedido en sus convivencias del instituto que quiere verlas reflejadas en la serie de los chavales americanos. Me dio como un subidón, como una alegría, pero tuve que confesarle, antes de tenerlo atado en corto, que Freaks and Geeks, en la República de España, sólo existe en versión subtitulada. Y que él, que no ha leído un subtítulo en su vida,  podía renunciar libremente a la serie. Para mi sorpresa, se encogió de hombros y dijo que bueno, que vale, que así practicaba el inglés de sus estancias en la pérfida Albión. Está irreconocible de nuevo, pero esta vez para bien, o al menos para mi bien. 

   Con la serie ya en marcha le he visto enchufado, atento, sonriente cuando tocaba y pensativo cuando era menester. En los planos más cortos de Linda Cardellini se podía cortar la tensión sexual en el ambiente, ambos enamorados de esta chica majísima y con cara de ángel. Le han gustado las andanzas inocentonas de los freaks y de los geeks, pero flota en el aire la incógnita del retorno. Habrá un tercer episodio, pero no sé dónde, ni cuándo. Quizá mañana mismo, quizá dentro de unos meses. Para él, atrapado en el tiempo  de la juventud, serán como años; para mí, embalado en el descenso hacia la nada, serán como segundos. 


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Antes del atardecer

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Nueve años más tarde, en el atardecer romántico de París, Julie Delpy sigue siendo la francesa más hermosa que pasea junto al Sena. Está más delgada que en el amanecer apasionado de Viena, más mujer, más contenida. Cuando sonríe, o cuando finge que se enfada, le salen unas arrugas en el entrecejo que delatan sus treinta y tantos veranos sobre la Tierra. Temo que en la tercera película, la del anochecer en la costa griega, Julie ya no sea la mujer que siempre amé. Quisiera equivocarme, pero esas arrugas anuncian los tiempos venideros....


     Mientras yo me solazo en la belleza de Julie Delpy, los dos amantes siguen parloteando, incansables y verborreicos, sobre los avatares de la vida. Ahora tienen treinta y tantos años, viven con parejas estables, han sufrido las primeras decepciones que no tienen solución. Han conocido mundo, y se han conocido a sí mismos. Pero siguen siendo, en el fondo, los mismos triunfadores de la vida. Se mantienen guapos, en forma, optimistas. No conocen las canas, las lorzas, las primeras averías del quirófano. Se han llevado los batacazos inevitables, pero ni uno más. Ni han parado de follar ni han dejado de viajar por el ancho mundo, él promocionando sus novelas, ella fomentando el desarrollo sostenible. Son esbeltos y guays, atractivos y resolutos. No sueltan ningún taco cuando hablan, ni un triste córcholis, ni un inocente cáspita, y eso sólo se consigue desde la paz interior que produce envidia. 

    Uno, derrumbado en el sofá, entiende sus problemas y sus inquietudes: el tiempo que se acelera, el matrimonio que se fosiliza,  la batería que se agota. Pero no siento empatía por ellos. Jesse y Celine son demasiado ajenos a mi mundo, a mi experiencia. Yo soy plebe, y vivo con la plebe. Aquí, en la provincia, vemos fútbol, trasegamos cañas, cultivamos la barriga, decimos "hostia" y "mecagüen la puta" a todas horas. Nuestras mujeres no se parecen a Julie Delpy. Ningún hombre se parece a Ethan Hawke ni en la rabadilla. Jesse y Celine, vistos desde la penumbra de mi salón, parecen extraterrestres, seres humanos de otro planeta, de otra existencia.




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Antes del amanecer

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La primera vez que vi Antes de amanecer yo tenía la misma edad que sus protagonistas, y atendía sus diálogos como quien está compartiendo un café interesante con los amigos. Me sentía partícipe de una película escrita para la gente de mi generación, aunque Ethan Hawke y Julie Delpy fueran guapos, cosmopolitas, plurilingües, viajaran por el mundo en trenes que pagaban sus papás millonarios. Yo, mientras tanto, en la sala de cine de Invernalia, seguía siendo feo, provinciano, y sólo hablaba castellano, y nunca había viajado más allá de Barcelona.


     Mientras duró la proyección mantuve los ojos bien abiertos, y las orejas bien estiradas. Quería aprender los secretos de estos triunfadores que estudiaban en universidades cojonudísimas, tenían examores de altos vuelos, y eran capaces de superar cualquier contratiempo con una sonrisa en la cara y un morreo a orillas del Danubio. Hawke y Delpy, en su recorrido nocturno de la Viena enamorada,  filosofaban sobre el compromiso, sobre el arte, sobre el tránsito de la vida, y yo apuntaba mentalmente algunos diálogos para luego soltarlos en mis círculos ibéricos, mucho menos sofisticados. De lo que contaba el personaje de Hawke me iba enterando más o menos, pero de lo que decía ella, Julie Delpy, no entendía realmente ni papa, porque Julie era la mujer más hermosa que yo había visto jamás, la traducción exacta de mis sueños, y yo sólo tenía sentidos para su belleza sin par.

       Hoy, casi veinte años después, he vuelto a ver Antes de amanecer. Hawke y Delpy siguen teniendo veintitrés años y toda la vida de la gente guapa por delante. Uno, en cambio, atrapado en la corriente nauseabunda de la realidad, ha superado ya los cuarenta años y sigue siendo feo, y provinciano, e incapaz de entender dos frases seguidas en inglés. Esta incapacidad auditiva, o quizá mental, de comprender cualquier idioma que no sea el castellano, me impide aventurarme más allá de los Pirineos, o más allá del río Miño, por temor a hacer el ridículo, o a morirme de hambre a las puertas de los restaurantes. Podría viajar a México, o a Sudamérica, a parlotear con mis primos lejanos de la lengua cervantina, pero son países donde siempre hace calor, y sobrevuelan los mosquitos, y procesionan las vírgenes y los cristos, y sólo tal vez en la Patagonia se sentiría uno como en casa, abrigado por el frío y solitario en la sociedad. 





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Shutter Island

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Uno, de adolescente, en los viajes más disparatados de la imaginación, a veces pensaba que la vida era un teatrillo montado por mis conocidos, Como aquel show televisivo que inventaron para el bueno de Truman, o como este sainete de psicópatas que le montan a Leonardo DiCaprio en Shutter Island. En mis largos períodos de aburrimiento, derrotado sobre los libros de textos gordísimos del bachillerato, yo salía flotando del mundo real e imaginaba otro, también verosímil, en el que un actor hacía de mi padre, una actriz de mi madre, y una niña que era actriz prodigio, de mi hermana. Imaginaba que alguien les pagaba por interpretar sus papeles cuando yo estaba presente, y que cuando desaparecía en el colegio, o en los partidos de fútbol, ellos regresaban a sus vidas reales para gastarse el sueldo y mantener a sus parientes verdaderos. Lo mismo pensaba yo de mis compañeros o de mis profesores: que eran actores que fingían estar allí haciendo exámenes, y explicando temarios, y proporcionándome enseñanzas y experiencias, pero que luego, cuando yo regresaba a casa, asistían a una escuela de verdad con notas verdaderas y castigos no fingidos. 



            Mi fantasía, que es anterior a las películas que luego me la recordaron,  no era ser protagonista de un programa televisivo con cámara oculta, ni estar encerrado de remate en el psiquiátrico perdido. Yo era un caso muy especial, muy secreto: un proyecto del gobierno, un experimento científico, un expediente X de los adolescentes de mi tiempo. Un bicho raro al que habían construido un entorno normal, con familia de suburbio, colegio de aluvión y amiguetes de andar por casa. Científicos camuflados entre el profesorado y el vecindario -tal vez el kiosquero de la esquina, o el viejo cascarrabias que se quejaba de los balonazos- hacían periódicos informes de mi comportamiento que luego enviaban a Madrid, o a Houston, para que los psicólogos de bata blanca evaluaran mis progresos adaptativos. Mi excepcionalidad, según el humor con el que yo urdiera la ensoñación, podía ser una tara genética, una procedencia alienígena, una configuración aberrante de la estructura cerebral. Un muchacho único sobre el que la ciencia terrícola había posado sus ojos curiosos, y sus instrumentos de medición más precisos. Así era como yo, el adolescente más gris de Invernalia, el más tímido con las chicas, el más apagado de las fiestas, el más  insustancial de las anécdotas, le daba de comer a su raquítica megalomanía.




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Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!

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Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! es una extravagancia francesa imposible de definir en estas páginas. Guillaume Gallienne, que es el creador y director de esta función, cuenta, en lo que supongo que es un relato autobiográfico (y digo supongo porque no sé leer la Wikipedia en francés) su tránsito tragicómico por una homosexualidad adolescente que él creía incuestionable, con burlas en los internados, y humillaciones sangrantes en los vestuarios, hasta que se enamoró perdidamente de una  mujer y sus esquemas sexuales se vinieron abajo. 


            Pero ojo: Guillaume y los chicos no es la parábola de un sodomita arrepentido que un buen día, cabalgando sobre su amante, vio a Jesucristo proyectado sobre la pared y se cayó de la cama con el gusto ya virado hacia las mujeres que procrean. No es la fábula moral de un julandrón que se salvó por los pelos del pubis de caer en las llamas del infierno. Les aseguro que Guillaume y los chicos nunca será proyectada en 13 TV, o en el canal ultracentrista que lo suceda en la batalla por el poder. Guillaume Gallienne, en su película,  juguetea con su homosexualidad sin ningún tipo de rubor. Lo que ocurre es que él mismo no tiene muy claro si se trata de una preferencia libremente desarrollada, o si finge ser gay por agradar a su madre, que es una mujer muy dominante que no quisiera compartir a su chiquitín con ninguna otra rival. La película es una mezcla muy particular de excéntrica mariconada con tratamiento psiquiátrico del complejo de Edipo. Podría haber sido un drama de aúpa, si Gallienne hubiese enfocado el asunto como un relato amargo, como una denuncia dramática de la homofobia y la incomprensión. Pero este tío, al parecer, es un cachondo mental, y ha preferido reírse de quienes no le entendían al mismo tiempo que se reía de sí mismo. La película es demasiado extraña y particular para resultar redonda, pero él, Guillaume, el personaje, y él, Guillaume, el autor, bien merecen el ratito.



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Carmina y amén

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Mientras veo Carmina y amén, que es la continuación que hubiesen firmado los mismísimos Azcona y Berlanga para Carmina o revienta, vuelvo a extrañarme de que sean los catalanes los primeros españoles que se consideren tan distintos del resto como para proclamar su independencia. Vistos desde Invernalia, los catalanes no parecen muy distintos del resto de peninsulares norteños. Tienen su propio idioma, es cierto, y su propia cultura, y al Barça como ejército desarmado que les va ganando las batallas, pero en cuestiones de carácter y de idiosincrasia, un habitante de Tarragona y uno de León podrían intercambiarse los papeles y sentirse tan ricamente en su nuevo hogar.

Los andaluces, en cambio, vistos desde la distancia de dos mesetas interminables, sí que parecen habitantes de un país diferente. La dominación secular de los musulmanes forjó allí un modo de ser diferente y difícilmente exportable. Más arriba del Tajo, la morisma sólo se aventuraba en la rapiña; más arriba del Duero, apenas quedan vestigios de su presencia. Para bien o para mal, nosotros, los del norte, seguimos siendo unos visigodos de tomo y lomo.
 

            Ni mejores ni peores, los andaluces parecen regirse por una filosofía distinta de la vida. Uno recuerda, de los tiempos que vivió en Toledo e hizo amistad con gentes de Granada igualmente exiliadas, que a veces coincidíamos con Los Morancos puestos en la televisión y mientras ellos se partían el culo de risa, y celebraban los chistes con grandes aspavientos, uno, desde su pose de castellano viejo y adusto, les miraba con cara de palo sin comprender nada. "Hostia, tú, es que lo clavan", me decían. Los Morancos clavaban la idiosincrasia, claro, pero es que yo, esa idiosincrasia, jamás la vi en mi terruño de Invernalia. Los Morancos, para mí, eran como humoristas venidos de otro planeta que contaran y parodiaran las cosas particulares de allí. Ahí empecé a comprender que siendo compatriotas del mismo pasaporte, pertenecíamos, en realidad, a dos países muy distintos. Lo de Los Morancos, obviamente, sólo es una anécdota que yo cuento aquí para hacerme entender. Pero ustedes, que los conocen, y que también conocen las aventuras y desventuras de Carmina, me entienden.




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Apocalypse now

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Llegan las ocho de la tarde y no me veo capaz de llegar al final del día. Un cansancio que no sentía desde hace meses se apodera de mis músculos y me hace razonar cosas disparatadas. Los fantasmas se cuelan bajo la puerta aprovechando que esta semana he dormido menos, que he descuidado el ejercicio, que ha regresado el tedio de las jornadas laborales. Vuelvo a ser el funcionario que llega a casa no cansado -porque eso es en la mina, o en la obra- pero sí mal dormido, mal encarado, con la libertad del verano esfumada en jirones de niebla coloreados. Y eso que ya no hace calor, y que las nubes alivian de vez en cuando esta puta insolación. Benditos sean los cielos encapotados, y los fríos venideros, que me librarán de esta tortura tropical, de este microclima de los cojones que vive instalado en los cielos como un OVNI portador de la catástrofe.


Son las ocho y desearía no seguir despierto, apagarme como hacía C3PO cuando quería refrescarse los circuitos. Pero no quiero dormir, tampoco. Aún me quedan cuatro o cinco horas de vida, y ya soy demasiado mayor para desperdiciar estos ratos concedidos. En el fondo estoy sano, no me duele nada, no puedo quejarme de una vida que otros menos afortunados soñarían. No quiero tumbarme en la cama para dejarme atrapar por unos sueños que esta semana se han vuelto maniáticos, muy pesados, devolviéndome a los seres queridos con los rostros desfigurados y a los seres odiados con todo lujo de detalles. Podría leer, pero me dormiría; podría venir al ordenador, pero me dejaría la vista; podría bajar al bar, pero allí no hay nadie con quien hablar.  Así que sólo me queda el cine. Paso el dedo índice por la estantería de los DVDs buscando una película larga, larguísima, de contenidos muy densos que me dejen noqueado en el sofá, no del todo vivo, pero tampoco del todo muerto.  Apocalypse Now… La he visto cuatro o cinco veces, pero eso no importa. Leo en la carátula que esta versión del director, la Redux, se va a las tres horas y media de metraje, y eso es justo lo que necesitaba. Con ese empujòn en el reloj podré sobrevivir a este día que nació torcido, y que quizás, quién sabe, acabe en un gran éxtasis cinéfilo. 

La vida es remontar los ríos, y los días.








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