Cruce de caminos

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Todas las vidas humanas están interconectadas de alguna manera. Somos bolas de billar en el gran tapete de la vida, que entrechocan y se influyen. Lejanísimas carambolas pueden afectar a la larga nuestro azaroso discurrir. La bola que nos mueve ha sido movida por otra que a su vez fue desviada por otra anterior y tal y tal y tal… Es un razonamiento escolástico que en la Edad Media buscaba a Dios como el origen de todas las cosas, el impulsor primero de la primera bola inmóvil. La cadena de acontecimientos que nos mueve es infinita e inextricable.  Haría falta un ordenador tan grande como el planeta mismo para prever todos los destinos que están en juego. El gran sueño de Laplace.


            Todo esto ya lo sabíamos antes de ver Cruce de caminos, la aburridísima película de este director tan plasta llamado Derek Cianfrance. El mismo que hace meses me arrancó bostezos del alma en Blue Valentine. Cianfrance te muestra los destinos cruzados de estos personajes como si estuviera diciéndote:  “Hosti, tú, mira, lo que he descubierto: que si alguien mata a alguien, el homicida toma caminos en la vida que antes no hubiera tomado, y eso hace que la vida de su hijo también se vea afectada y tal y tal y tal… ¿Curioso, no? Filosofía pura.” Vete al carajo, Cianfrance, y repásate Short Cuts, la obra maestra de Robert Altman, que también iba de vidas que se cruzaban, duraba más de tres horas y no tenía nada de pedante. Y entretenía mucho. Y nos regalaba, además, la visión seráfica del pubis pelirrojo de Julianne Moore, atisbo sensual del paraíso que no nos espera a los pecadores irredentos.





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Taxi driver

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En Moteros tranquilos, toros salvajes, Peter Biskind cuenta que el guión de Taxi Driver no es una cosa demencial que se le ocurriera Paul Schrader en la resaca de una mala borrachera, o de un mal desamor. Que es, realmente, el autorretrato de su propia misantropía, de su propio alejamiento cabreado del mundo. Hundido en la ciénaga de una depresión personal, Schrader se pasó semanas sin ver a ningún amigo, alimentando paranoias de una sociedad podrida. Acariciando armas en la penumbra de un apartamento cochambroso de Los Ángeles. La verdad es que mete miedo...

A veces, para cambiar de penumbra, se metía en los cines porno de su barrio, quizá para regodearse en la inmundicia del mundo, quizá para aliviarse sanamente de las tensiones y las malas posturas. Quién sabe.En esa época, para no morir de hambre, Schrader trabajaba de repartidor en una cadena de restaurantes del pollo frito. La empresa sería KFC, supongo, pero uno, mientras leía la anécdota, imaginaba que Schrader trabajaba para Los Pollos Hermanos y que transportaba bidones de grasa con los ingredientes necesarios para que Walter White cocinara su droga cristalina. Un cruce de cables, ustedes me perdonen. Mientras repartía el pollo a los clientes, Schrader, como el Travis Bickle de Taxi Driver, vagaba por la ciudad cagándose en todo, imaginando venganzas, señalando con el dedo a los cuatro o cinco habitantes de la Sodoma que iba a salvar de la destrucción total

       Mi película, si la escribiera, sería Bici Driver, la historia de un excombatiente de los grandes cines de Madrid que por motivos de trabajo ha de regresar a Invernalia a ganarse el pan, y se instala en un  villorrio donde las gentes son amables pero extrañas, cercanas para comulgantes de otra religión. Mi personaje se mueve por el pueblo en bicicleta para hacer las compras, para estirar las piernas, para socializarse en los bares, y en los recorridos observa las aceras como un Travis Bickle más gordo y desafeitado. Aquí no hay proxenetas en las esquinas, pero sí algunos garrulos de habla ininteligible que maltratan a los perros y dicen “cagondiós” a todas horas. No hay drogadictos de los barrios bajos que me tiren huevos podridos al pasar, pero sí conductores incívicos que ven una bicicleta y piensan que uno es marica, o ecologista, o progre de la ciudad, y te buscan las cosquillas, y las costillas, y están a punto de tirarte al suelo en cada gracia que se les ocurre. Tampoco hay prostitutas adolescentes a las que salvar, ni rubias preciosas como Cybill Shepherd a las que enamorar, pero sí hay mucha bruja, mucha maledicente, y también alguna mujer preciosa. No odio a la gente de este pueblo, como Travis odiaba a todos los neoyorquinos salvo a Iris, pero sí me siento extranjero y diferente.



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Los duelistas

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Para un hombre del siglo XXI, esa manía que tenían los antepasados de batirse en duelo a muerte por cualquier nadería, por cualquier migaja caída sobre el honor, es un misterio antropológico que requeriría de una buena explicación académica. En Los Duelistas, que fue la primera película como director de Ridley Scott, nadie revela la sinrazón de estos encontronazos que tenían lugar con la primera luz del amanecer. Desde casi la primera escena, por un quítame allá esas pajas, dos soldados del ejército de Napoleón se van retando durante años siempre que sus compañías coinciden en campaña. Como los duelos nunca tienen un final definitivo –léase mortal-, siempre quedan para una próxima ocasión, variando de armas en cada lance. Con el tiempo y las batallas, los duelistas se irán convirtiendo en capitanes, en generales, en hombres abrumados por la responsabilidad de sus cargos, pero cada vez que se ven resurgirá, intacto y agresivo, el mismo odio del primer día. 

Supongo que hace dos siglos, cuando uno se moría joven y casi de cualquier cosa, sin penicilinas, sin medicamentos, expuesto a cualquier patógeno o a cualquier locura de los emperadores, la vida era un bien menos valioso que ahora. Que casi daba lo mismo morir en un duelo que en un combate. O que postrado en una cama por el virus de la viruela, o de la gripe, o del sarampión, que formaban el más poderoso y sanguinario ejército de la época. De cualquier época, hasta el bendito nacimiento de Louis Pasteur. Será esto, digo yo, o que comían algo intoxicado de plomo, como los antiguos romanos de la decadencia, que fueron perdiendo la razón poco a poco.

       Preciosa película, de todos modos, aunque los personajes vaguen perdidos por la sinrazón. O por su razón tan particular.






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Red de mentiras

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Hoy, en este ciclo estival dedicado a Ridley Scott, creía estar viendo por segunda vez Red de mentiras, pero nada de lo que salía en pantalla se correspondía con algún recuerdo dejado por la primera visión. Todo me sonaba a chino -a árabe más bien-, como si las desventuras jordanas de Leonardo DiCaprio estuvieran de estreno en mi cinefilia. Y sin embargo, yo, en mis adentros, juraría haber visto la película hace cinco o seis años, en una pantalla grande, de cuando iba al cine a escuchar cómo los otros se reían a destiempo o masticaban las palomitas. Juraría haber visto a Russell Crowe haciendo de jefe torpón, al camaleónico Mark Strong interpretando al responsable supremo de la inteligencia jordana. A una actriz de nombre desconocido interpretando a la más bella enfermera de los hospitales de Amán… Hasta recordaba ese final algo chusco y decepcionante que por supuesto aquí no voy a desvelar.




Terminada la película, acudo al ordenador para buscar mis comentarios de entonces, mis calificaciones de antaño, pero descubro, sorprendido y confuso, que Red de mentiras es una película virgen de mi huella digital. Como si nunca la hubiera visto hasta hoy. De haberme ocurrido esto en un día de invierno, juraría que me había vuelto loco, que sufría déjà vus que no duran escasos segundos como los habituales, como los que vienen recogidos en los manuales de psiquiatría, sino otros de dos horas de duración en los que caben películas enteras y guiones gordísimos. Un déjà vu que por su excesivo metraje ya no es tal, sino alucinación, demencia, carne de manicomio. Pensaría, de estar hoy en el sofá con la manta doble y la sopa caliente para cenar, que la cinefilia ha conseguido chalarme por fin, evadirme tantas veces del mundo que ya no sé lo que es realidad y lo que es fantasía. Tan pirado del culo que ya no sé distinguir lo que he visto de lo que veré. Un loco dentro de la propia locura, pues incluso dentro de ella me pierdo y me voy por los cerros en búsquedas extrañas. Pero hoy estamos en julio, en el puto veintitantos de julio, y el calor cae sobre esta casa como si los dragones de Daenerys hubiesen anidado sobre mi tejado. Y uno, que nació para vivir en las tierras frías como los Neandertales, es capaz, en el calor pringoso que aplauden los telediarios y los hosteleros de la costa, de alucinar películas enteras, de preverlas incluso, con todo lujo de detalles. Lo mío no era locura finalmente, sino vahído estival, recalentamiento de las meninges. Neuronas electrocutadas por el sudor que se infiltra en el cráneo calizo. Red de mentiras era una puta insolación, un puto espejismo, antes de que hoy se hiciera pixel tangible ante mis ojos.



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María Antonieta

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La primera vez que vi María Antonieta, la película de Sofía Coppola, me llevé un cabreo monumental porque a los espectadores se nos hurtaba el final de esta gran pija que fue reina de Francia, o de esta gran reina que fue pija de Francia, lo mismo da. ¿Para qué hacer una película sobre María Antonieta si al final no se hace pedagogía de su vida? ¿Para qué meterse en estos perifollos de los cortesanos si no es con la intención de ridiculizarlos, de ponerlos a parir, de sentir la conciencia de clase bullendo en nuestra sangre?  

Diez años antes, en esa película olvidada que es Ridicule, Patrice Leconte nos había mostrado la maldad, el egoísmo, la estrechez de miras de estos personajes y personajas que sostenían el entramado del Antiguo Régimen. Frívolos, malévolos, supersticiosos, dañinos, indiferentes al sufrimiento de todo aquél que no perteneciera a su estirpe. Así era la nobleza –no muy diferente de la de ahora- que Leconte retrataba sin piedad, con estilo refinado y puñetero. Sofía Coppola, en cambio, en su película de vívidos colores y músicas del pop, se limitaba a filmar el dispendio, el privilegio, la vida disipada. Un videoclip sobre los borbones en el palacio de Versalles. No había intención crítica, ni propósito aleccionador, ni rastro de moraleja.



         Hoy que la he vuelto a ver, quizá porque me pilla de otro humor, quizá porque mis razonamientos han salido por otro lado, veleidosos y nunca congruentes, he comprendido el punto de vista de la hijísima de don Francis. ¿Quién era, después de todo, María Antonieta? Una niña alejada de la realidad que se crio en un palacio de Viena y a la que, con catorce años, envían a Francia para desposarse con el Delfín, tomando habitaciones en un palacio todavía más grande y luminoso. Una frívola educada en la frivolidad. Una manirrota enseñada en el dispendio. Una caprichosa consentida en todos sus deseos. Una reina de su tiempo que saltando de jardín en jardín jamás coincidió con un vasallo muerto de hambre, con una madre ajada de niño desnutrido. María Antonieta era una muñeca de carne y hueso preservada en sus castillos de jugar y reírse. Una pobre imbécil, o una pobre desinformada, según se mire. El primer hombre desdentado y sucio que vio en su vida lo conoció camino del cadalso, cuando ya era demasiado tarde para comprender, o para apiadarse de los menos afortunados. 



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Descubriendo a Bergman

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En el documental sueco Descubriendo a Bergman, la cámara inquisitiva nos enseña la filmoteca privada de don Ingmar, allá en su mansión de la isla de Farö, ahora que él ha muerto y que sus albaceas han roto el misterio que rodeaba el santuario. Varios cineastas del ancho mundo, que son invitados a curiosear entre sus pertenencias, se pasean por allí como si hollaran suelo sagrado. Como si las habitaciones fueran altares, y los libros y las películas, vestiduras de santos, o reliquias de Jerusalén. Inárritu, Haneke o John Landis se comportan como peregrinos en busca de las fuentes primordiales, del evangelio escrito en sueco que predicó la religión verdadera. Se muestran humildes y respetuosos, pecadores arrepentidos de hacer -según ellos, no yo- un cine de peor calidad. Landis es el primero que se aventura a pasar su dedo por el lomo de los VHS de la biblioteca, y queda sorprendido -y los espectadores con él- de las películas bizarras que el maestro guardaba en las estanterías junto a las obras maestras de rigor. Bien legibles, sin esconderse detrás de los trofeos o de las fotografías, se vislumbran engendros de terror de la Hammer, Los Cazafantasmas, películas inimaginables en la isla de Farö como Jungla de Cristal o Emmanuelle

Landis -y nosotros con él- sonríe como diciendo: “el que esté libre de pecado, que tire la primera carátula”.





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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

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Vivir es fácil con los ojos cerrados es el homenaje de David Trueba a los españoles anónimos que resistieron los años del franquismo. A los que se iban cagando en todo entre dientes. A los que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un improperio mjy bajito que no se oyera al otro lado del tabique.


  Vivir es fácil con los ojos cerrados cuenta la de uno de estos antihéroes, de uno de estos silentes cabreados, que ve en la rebeldía juvenil de Los Beatles una oportunidad para el desahogo, para la apertura de conciencias. Para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar. Seguramente no es la intención de David Trueba, pero uno ve un paralelismo entre aquellos resistentes al nacional-catolicismo y los que ahora resistimos los embates antisociales de nuestro gobierno, conformado, no lo olvidemos, por los hijos y nietos de aquellos mismos tipejos, carne de la misma carne insolidaria, sangre de la misma sangre sociopática. Hueso del mismo hueso terrateniente y sacramental. 


El mito de la Transición nos ha contado que a la muerte de Franco España bullía de gentes díscolas y disconformes, odiantes anónimos del régimen. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara Franco o cualquier otro, mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sabadete. Lo que pasa es que los ancianos de ahora se ven obligados a decir que ellos, por supuesto, también fueron antifranquistas en la juventud, para quedar bien en las entrevistas y que nadie les mire mal en la familia. Todos cuentan las mismas trolas de que corrieron delante de los grises, de que acudieron a manifestaciones no permitidas, de que corearon himnos prohibidos en los campos de fútbol o en los círculo de la Uni. Mienten, pero es comprensible que mientan. La verdad pura y dura -que en el fondo la dictadura les daba lo mismo- sería ultrajante para ellos mismos.

 Tipos como el personaje de Javier Cámara eran héroes aislados, islas de rebeldía, ilustrados de verdad. Buenos ciudadanos que no querían llevarse una hostia de la Benemérita, ni pasar una temporada en la cárcel, ni perder su puesto de trabajo en la España árida y pobre. Pero por dentro maldecían y lloraban. No querían ser héroes, pero tampoco eran tontos. Olían la hediondez y caminaban por la calle con cara de asco, y con sueños de cambio. Mientras los demás se dejaban llevar por la corriente, ellos chapoteaban a escondidas en sentido contrario, para luchar, aunque fuera en silencio, contra el curso de la historia.




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Abril

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Abril es una película maravillosa de Nanni Moretti. La veo con mucha frecuencia, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad... Quizá porque es corta -apenas hora y cuarto- y casi me cabe en cualquier agujero de la agenda, cuando ya es muy tarde para ver los grandes largometrajes.

     Abril me pone contento, me levanta el ánimo. De algún modo que no acierto a adivinar -porque los autorretratos de Moretti y lo autorretratos de mi vida no se parecen en nada- Abril me pinta una sonrisa en la cara y me reconcilia con la vida. Es una película irregular, dubitativa, a veces tontorrona. Moretti lo mismo se pone a filosofar con enjundia que a hacer el ganso con la gracia de un mal payaso. Es un tipo peculiar cuyo alter ego  vive a medio camino entre la sabiduría y la bufonada. Pero yo entiendo a Moretti, o creo entenderlo. De algún modo misterioso me reconozco en sus neuras, en sus dudas, en sus exclamaciones sobre la vida. Le veo en pantalla y entro en sintonía con él. Me río cuando él se ríe, me emociono cuando él se emociona. Me sale la misma vena corrosiva que a él se le enciende en el entrecejo cuando dispara contra la derecha política, contra la vacuidad de la izquierda, contra la estupidez imperante. Moretti es como un amigo lejano que tengo en Italia, al que de vez en cuando visito en las películas para repasar los viejos temas, y darnos un paseo en su moto por las calles de Roma.




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