La parte de los ángeles

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La parte de los ángeles es una de las películas más inspiradas de este dúo dinámico de la canción protesta que son Ken Loach y Paul Laverty. En otras películas, cuando prescindían de los toques de comedia y se lanzaban directamente a la yugular del capitalismo, Loach y Laverty se revelaban como dos plastas de mucho cuidado, a los que uno aplaudía en público porque son camaradas del partido, pero a los que luego, puertas adentro, cuando la prensa de derechas se iba a ver los toros, uno echaba en cara su habilidad para dormir incluso a las ovejas. Los José Luis Garci de izquierdas, les llamábamos cariñosamente en las reuniones del politburó. 

La denuncia del capitalismo servida en crudo, sin aliñar, es una cosa muy sosa, muy didáctica, más propia de los documentales que de las películas que uno ve a las diez de la noche con la intención de no dormirse y seguir vivo. Hay que meterle humor a la propaganda, ironía, guasa, tías en pelotas si puede ser. Lo social no quita lo valiente. La parte de los ángeles es mitad denuncia del sistema y mitad aventura de este poligonero escocés que aprende en dos días a distinguir un whisky escocés de otro irlandés. Una cosa como de realismo mágico de García Márquez que asumimos sin mayor problema porque nos lo cuentan con gracia y bonhomía. La parte de los ángeles es una película de mucha enjundia que todos los rojos del mundo -¡unidos!-  ya guardamos en nuestra videoteca revolucionaria como un tesoro del cine social. 




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The Bling Ring

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The Bling Ring, la última película de Sofía Coppola, cuenta las andanzas de una pandilla de niñatas de Los Ángeles que se dedicaban a entrar en las mansiones de los famosos para curiosear entre sus pertenencias, y llevarse objetos de lujo con los que luego presumir ante las amistades. Entre pitos y flautas -porque esto es a true story- llegaron a robar artículos por valor de tres millones de dólares, sumando bolsos y relojes, zapatos y vestidos, braguitas y sostenes. Ellas no eran unas verdaderas ladronas que luego revendiesen lo robado a los traficantes. Para estas pijas californianas, el verdadero placer, y el verdadero triunfo, radicaba en estar allí, curioseando en los vestidores, en las alcobas, en los cuartos de baño, imaginándose también ricas y perseguidas por la prensa. Eran tan inocentes y tan bobas, que luego, cuando llegaban a casa, se retrataban con los objetos robados, y colgaban las fotografías en el Facebook para que se muriesen de envidia las amistades. No hizo falta contratar a ningún detective para resolver el caso.


           Al terminar de ver The Bling Ring, uno lee que el vestidor de la mansión de Paris Hilton no es uno que se hayan imaginado los productores, sino el entero y vero de la heredera de los hoteles, que dio su permiso para rodar allí las escenas centrales de la película.  Una náusea de zapatos de tacón, de bolsos de lujo, de ropa interior de diseño... Uno se queda maravillado, y asqueado, ante tamaño desvarío. El bolchevique que llevo dentro se pone hecho una furia, y echa las cuentas interminables del dineral que esta megapija tiene allí almacenado. El crimen de las niñatas ya parece menos crimen, robando a quien legalmente no ha robado, pero sí acaparado, malgastado, defraudado. Hay tantos sinónimos de robar que están dentro de la ley... La misma Sofía Coppola parece quedarse estupefacta detrás de la cámara, ella que también es, aunque se gane la vida noblemente, una insigne pija de la Costa Oeste. Cuando por fin hagamos la revolución, primero tomaremos Manhattan, como cantaba Leonard Cohen, y luego nos iremos a Los Ángeles, a darle un cachete a Sofía, por no aprovechar The Bling Ring para denunciar el estado lamentable de las cosas. 




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El Hobbit

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Me han pillado con treinta años de retraso, las aventuras de Bilbo Bolsón en El Hobbit. De chaval me hubieran fascinado los mundos antropomórficos de Tolkien o de Peter Jackson, que ya no sabe uno lo que pertenece a la literatura y lo que se van inventando para rellenar las películas. Los enanos, los elfos, los orcos, los trasgos... La imaginación es desbordante, desde luego, y la producción millonaria, y los paisajes neozelandeses producen escalofríos de belleza. Pero hay algo infantil en El Hobbit que me aleja de la trama y me impide seguir a mi hijo en su entusiasmo. Él flipa con las peleas, con las fisonomías, con los idiomas inventados que parecen de hadas o de demonios. La imaginería de Tolkien le tiene hipnotizado como un feligrés de la Edad Media entrando en una catedral gótica. Yo también era así, a su edad, impresionable y apasionado. 

    Hace unos pocos meses, la trilogía de El Señor de los Anillos nos convirtió a los dos en La Pequeña Comunidad del Sofá, alegre y risueña, porque A. disfrutaba del lo lindo, y yo, que había leído los libros en la juventud, iba recordando tramas y personajes. Salían, además, hombres y mujeres, de Gondor y de Rohan, y uno al menos comprendía sus intenciones, y se recreaba en algunos bellezones femeninos que el tunante de Peter Jackson puso ahí para atraer a los papás. Pero aquí, en El Hobbit, los humanos no aparecen ni por asomo, y son el resto de homínidos de la Tierra Media los que se pelean por un puñado de oro. Hay mucho griterío, mucha persecución, mucha magia que a veces mueve montañas y a veces no es capaz de matar a una mosca. Hay muchas preguntas sin respuesta. Mucho lío.



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Rush

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Cuando yo era pequeño, nuestras madres lloraban a mares con aquella canción que Roberto Carlos -el cantautor, no el futbolista- le dedicó a su madre: Lady Laura, abrázame fuerte, Lady Laura... Nosotros, los chavales, que veíamos la Fórmula 1 en la tele y flipábamos con el rugido de los motores, nos burlábamos de ellas cantando Niki Lauda, abrázame fuerte, Niki Lauda... Así canturreábamos mientras jugábamos a las carreras con las chapas de Mirinda; en las aceras del barrio, trazábamos con tiza unos circuitos de mucho mareo y luego le dábamos suavemente al bólido para que no derrapara en las curvas, y un hostiazo descomunal, cuando llegábamos a la recta, con la uña del dedo. 

Yo era muy de Niki Lauda, y en mi escudería de la naranjada o de la limonada él corría siempre con su cara recortada. Me hacía mucha gracia, su nombre, y además me daba pena su rostro desfigurado, y su gesto siempre hosco. Pensábamos, además, en nuestra ignorancia supina, que Niki no se comía una rosca entre las bellezas de tronío, las del champán y el ramo de flores en la entrega de premios, que seguramente lo miraban un instante porque estaba en el contrato y luego salían espantadas. Qué poco sabíamos del poder afrodisíaco del dinero, y de la fama, los tontainas  del suburbio, que aún discutíamos sobre la virginidad de María en clase de religión. El mismo personaje de James Hunt, en Rush, que es la película que ha desatado esta ristra de recuerdos, decía al principio de la película:

            "Tengo una teoría de porqué a las mujeres les gustan los pilotos. No es porque respeten lo que hacemos, correr dando vueltas y vueltas... La mayoría creen que es ridículo, y quizá tengan razón. Es la proximidad con la muerte. Cuanto más cerca estás de la muerte más vivo te sientes, más vivo estás, y ellas lo notan, lo sienten en ti".

            Es una manera muy poética de decir que las mujeres se vuelven locas con la testosterona, y que en esta predilección  llevan su cara y su cruz, su gozo y su condena, pues el mismo macho que las vuelve tarumba luego les pone los cuernos con otra mujer, o se pega una hostia mortal haciendo el imbécil con los amigos. Porque la testosterona es lo que tiene, que es eruptiva e ingobernable, y cuando fluye a chorros  te convierte en un semidiós irresponsable, que lo mismo te empuja a escalar montañas y caerte por el precipicio que a subirte a un Fórmula 1 y estrellarte contra el muro. 

           


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Hitchcock

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De este biopic titulado Hitchcock, a uno le interesaba, por encima de todo, el proceso creativo que llevó don Alfredo a parir una película como Psicosis, que ahora nos da un poco la risa, sí, porque medio siglo de asesinatos en la pantalla nos contemplan, pero que por entonces, en el año 60, fue un acontecimiento de mucho horror y mucho patatús. Yo mismo, de pequeño, en un pase de Psicosis que programó Ibáñez Serrador en Mis terrores favoritos, tuve que cerrar los ojos varias veces, aterrorizado por las ocurrencias siniestras de Norman Bates. Después de aquello pasé varios meses acojonado en la ducha. Me negaba a cerrar los ojos cuando el champú  se derramaba por la cara, y pillaba unas irritaciones que me dejaban los ojos tan  rojos como los de Darth Maul. Pero prefería el picor antes que la oscuridad que precedía a la aparición de la silueta, tras la cortina, cuchillo en ristre, moño satánico, bata de andar por casa... Cuántas veces imaginé que mi sangre se iba por el desagüe de la ducha, haciendo remolinos de color rosa...


            Al principio de Hitchcock uno se las promete muy felices con la función, pues todo arranca con los crímenes horrendos de Ed Gain, y el interés de don Alfredo por su personalidad descompuesta. En los primeros minutos vemos a don Alfredo y a su esposa Alma trabajando en la contratación de los guionistas y los actores. Mientras toman el té o podan los setos del jardín, ellos, codo con codo, van puliendo el guión, orientando la historia, buscando financiación privada... Uno asiste al espectáculo maravilloso de las mentes creadoras puestas en marcha, atando cabos, soltando lastres, dando forma a lo que en principio sólo es una idea y luego, en un puñado de meses, devendrá una película de suave y flexible celuloide. 

      Pero a la media hora de metraje, los responsables de Hitchcock deciden romper el encanto, y se van de excursión por otros cerros más trillados. Se olvidan de Psicosis y de sus jugosos intringulís para hablar de la extraña relación del matrimonio Hitchcock: una relación que es pura especulación, y puro melodrama innecesario, pues ni siquiera los contemporáneos, ni los más allegados a la pareja, supieron nunca qué pegamento les unía. Ellos eran británicos, pudorosos, alérgicos a los focos. Se sospecha que dormían en camas separadas, que no follaban nunca, que Alma vivía resignada a los escarceos más platónicos que aristotélicos de su marido. Pero todo esto es melodrama, marujeo, desinterés del cinéfilo. Lo que era un making-off interesantísimo de Psicosis, acaba derivando en un culebrón para la sobremesa, con affaires extramatrimoniales, discusiones en la cocina, ya no me quieres como antes y tal y tal... Bah.


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Las ventajas de ser un marginado

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Tendría que haber desconfiado de una película que lleva por título Las ventajas de ser un marginado. Porque ser un marginado, obviamente, no acarrea ninguna ventaja. Lo que pasa es que me habían hablado muy bien de esta película, y me enredaron, y me dejé llevar... Otro retrato generacional de los que fuimos adolescentes en los años ochenta y grabábamos canciones en casetes que eran testimonios musicales de nuestra personalidad. Todos los chavales juntábamos churras con merinas en las cintas TDK y luego nos intercambiábamos los experimentos para que los amigos, o las chavalas, pudieran atisbar el fondo de nuestras almas, que en el trato personal siempre quedaban ocultas tras el acné y la timidez. A mí, indeciso en lo musical como en todo lo demás -salvo en mi amor por las mujeres pelirrojas y por el Real Madrid de Butragueño-, me salían unas cintas que en realidad no me definían, porque yo allí ponía de todo, desde rock duro hasta reggae, desde Mecano hasta Bruce Springsteen, y los conocidos, cuando descubrían el cacao musical que se agitaba en mi cabeza, no lograban ubicarme en ningún grupo, ni en ninguna tribu, y no me marginaban, pero se partían de la risa a mi costa. 


          Los deslenguados me vendieron muy bien la película del marginado, con el rollo ése de que el protagonista es un chaval de dieciséis años que quiere ser escritor y busca novia desesperadamente en el instituto. Y quién de entre nosotros, ay, no quería ser escritor a esa edad, y no buscaba desesperado su primer beso, con la cara de tontaina y el trauma en la cabeza. El problema de Las ventajas de ser un marginado es que este chico, aunque vaya de sufridor por la vida, acaba calzándose a dos chavalas de mucho tronío, y eso no tiene cabida en una película que supuestamente hablaba de la soledad y la congoja. Uno buscaba la identificación con el protagonista y recibió la bofetada del macho triunfante. Al final resultó ser un título irónico, lo del marginado, pues el gachó pasa de ser oruga a mariposa y sobrevuela como un fucker orgulloso los guateques del viernes por la noche. A él si que le funcionó lo de ir de mosquita muerta, con la mirada caída, y la espalda encorvada.... Marginación fue lo nuestro, no te jode, en el instituto de los curas, que nos pasábamos la vida estudiando y escribiendo poesías de mala calidad, soñando con chavalas que siempre vivieron por encima de nuestras posibilidades.



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Freaks and Geeks

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Estos freaks and geeks de 1980 se parecen mucho al adolescente que yo mismo fui pocos años más tarde. Guardamos, incluso, un cierto parecido físico, porque los chavales de antes madurábamos más tarde, y la cara de lelos y las mandíbulas lampiñas nos duraban mucho más tiempo que ahora. Parecíamos, y éramos, unos gilipollas integrales. La cara jamás nos desmintió el alma. Ahora, en cambio, los adolescentes crecen más rápido, y mucho mejor, gracias al yogur desnatado y a la carne hormonada de los supermercados. Se hacen mayores mucho antes, y los rasgos sexuales les acompañan en la velocidad de crucero. De la niñez a la adolescencia ahora sólo hay un suspiro, un viaje en AVE, y no la carretera tortuosa de antes, que era un mareo insufrible. Ahora, los freaks, y los geeks, queman etapas en un santiamén, y pasan de ser niños a pequeños hombres en apenas unos meses, sabihondos y desenvueltos, resabiados y chuletas. 

        En Freaks and Geeks, Sam Weir y sus amigos hablan de los mismos temas que nos obsesionaban a nosotros: de Star Wars, de combates entre superhéroes, de dudas sexuales que provocarían la carcajada entre los  adolescentes del siglo XXI. Yo mismo pensaba, en los albores de mi sexualidad, que la vagina era un conducto de entrada frontal, situada algo por debajo del ombligo, y que el amor, por tanto, siempre era un enfrentamiento frontal, no diagonal y angulado, como luego descubrí. Toda una metáfora... 

     En Freaks and Geeks, al igual que en mi adolescencia, la tecnología más avanzada es el televisor en color, y el portero automático del portal, que nunca chutaba del todo. No existe internet, ni twitter, ni PlayStation.  La vida transcurría en las calles, topando con las chicas que uno soñaba, o recorriendo los parques en bicicleta. Las películas las veíamos en la tele cochambrosa, o en el cine abarrotado, y tuvimos que esperar varios años a que los aparatos VHS bajaran de precio para poder comprarnos uno, y hacernos socios del videoclub de la esquina, para rescatar los grandes clásicos, pescar las novedades que nunca estaban, deslizar alguna guarrería en el sandwich cinéfilo de las películas decentes... Son cosas que no le cuento a mi hijo porque se partiría el culo de risa, y perdería el poco respeto que todavía me guarda. Le he animado a que vea Freaks and Geeks conmigo, para que comprenda de dónde vengo, y a dónde voy, y cuánto ha cambiado el mundo desde entonces. Pero la serie, aquí en España, sólo está disponible con subtítulos, y los subtítulos son lectura para mi hijo, esfuerzo escolar, materia evaluable. Él desciende de la LOGSE y de sus hijas putativas. Yo me críe en la EGB, que en comparación con  lo de ahora fue como hacer una mili. Aunque éramos medio imbéciles, sobrevivimos a la tempestad. No teníamos nada: sólo tiempo, y un balón de reglamento.


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Tres monos

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Los cinéfilos interesados en Nuri Bilge Ceylan ya cuentan con otros blogs mejor escritos, mejor diseñados, donde el encargado escribe con mucha enjundia sobre el cine del mar Negro y le saca zumo a cada plano y a cada giro de la cámara. En esas páginas los blogueros hablan de cine muy seriamente, porque allí se congregan los cineastas de verdad, y los estudiosos del séptimo arte,  y yo aquí, aunque a veces lo parezca, no hablo de cine, sino de la vida misma, y de mí mismo mientras veo las películas. Y a quién le iban a interesar estas introspecciones en mi ombligo, de donde sólo saco pelusillas, y alguna migaja que se coló del bocadillo.
  
            Si estas páginas fueran realmente lo que prometen -un club virtual para que se congreguen  los cinéfilos de pro, muertos o vivos- uno tendría que hablar de Tres monos como lo haría un crítico renombrado en un festival de cine europeo, alabando la fotografía, desmenuzando los ritmos, estableciendo relaciones con el contexto socio-económico de la Turquía actual. Y a uno, sinceramente, estas cosas no le salen. De Tres monos me interesa la desventura de sus personajes, y por eso se la recomiendo aquí las amistades,  porque esta familia de proletarios jodida la vida es un tema de rabiosa actualidad, aquí y en Turquía. Una historia muy socialista en el fondo. Y aunque pego varias cabezadas en el sofá, y veo la película dividida en tres actos, porque Bilge Ceylan se pone muy plasta con los planos sostenidos y las composiciones pictóricas, llego hasta el final intrigado por el destino que les aguarda a estos turcos atrapados en su destino. Son turcos como usted y como yo, currantes que viviían al borde del abismo y un mal día tropezaron con algo o con alguien para hacerlos casi caer. Cuecen habas en ambos extremos del Mediterráneo. En Turquía los hombres llevan mostacho, y las mujeres rubias parecen prohibidas por la autoridad. Hay mezquitas en lugar de iglesias, y los equipos de fútbol son más ruidosos y de peor calidad. El resto es todo lo mismo. "En las antípodas todo es idéntico/idéntico a lo autóctono", cantaba Javier Krahe.




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