Import-Export

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Como si fuera un psiquiatra vienés del siglo XXI, Ulrich Seidl ha recogido el testigo dejado por Sigmund Freud para seguir divagando sobre el sexo y la religión, que es lo mismo que divagar sobre el sexo y la muerte, los dos temas fundamentales que estructuran nuestra existencia. Con permiso del fútbol, claro está, que estructura los fines de semana y ya lo mismo nos da follar que morirnos en el sofá, porque la vida, cuando hay fútbol, queda en suspenso, seducidos por el balón que viene y va como el reloj oscilante del hipnotizador. Me gustan los cineastas como Ulrich, que van al grano, al meollo de la cuestión, aunque a veces ponga la cámara tan cerca de sus personajes que a uno le llegan incluso los olores, o las salpicaduras de alguna secreción.


Después de terminar su trilogía Paradies, decido aventurarme en el pasillo de su filmografía anterior para descubrir nuevas historias retorcidas. Abro la primera puerta, una que pone Import-Export, y allí conozco a una mujer ucraniana que trabaja de enfermera en un hospital grimoso de su país, uno de paredes tan grises como el cielo plomizo de su invierno. A Olga, que así se llama la exsoviética de nuestros sueños, deben de pagarle cuatro rublos mal contados, porque vive en un apartamento cutre y diminuto, apenas una covacha que comparte con su hijo recién nacido y con la madre que le ayuda en las tareas. Olga, en un ataque de desesperación, decide largarse a Viena, a trabajar de lo que sea, lo mismo de actriz porno que de limpiadora en un geriátrico, para enviar un sueldo digno a casa. 

Hasta aquí la película promete. A la belleza de Olga se suma la denuncia de esta sociedad opulenta que trata a sus trabajadores como esclavos, y mucho más si provienen del Este, como si fueran tontos, o apestados, o culpables de haber vivido setenta años bajo el comunismo. Pero como ya sucediera en su trilogía Paradies, el amigo Ulrich se cansa a los tres cuartos de hora de contar su propia historia, y deja que la cámara, ella solita, filme lo que dé la gana, mientras él duerme la siesta o juega la partida de tute. La cámara, atada a su trípode, se limita a rodar planos fijos que ya nada aportan, sólo más miserias y degradación. Un bostezo que nace de mi coxis recorre la espina dorsal y termina desembocando en mi garganta, poniendo a prueba los tornillos que sujetan los maxilares. Llego al final de Import-Export con tal desinterés que ahora mismo quiero recordar la película y ya no me sale. 



 
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Paradies: esperanza

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Mientras su madre folla con negros en las playas de Kenia y su tía  predica el evangelio desde una furgoneta de Radio María, Melanie, que es la protagonista de esta última entrega de la trilogía Paradies, pasa las vacaciones de verano en un campamento para adelgazar gordos irredentos, allá en las montañas donde Heidi retozaba con Niebla. Uno, en su ignorancia, pensaba que estos remedios sólo existían en Los Simpson, en aquellos episodios en los que Bart se ponía como un barrilete y sus padres lo enviaban allí para descansar de su presencia. Pero se ve que no, que estos internados son reales, al menos en el bárbaro mundo de los anglosajones y germanos, aunque aquí, en la película, por mor del eufemismo, los llamen "campamentos dietéticos", como si fueran celebraciones festivas de la ensalada y el yogur desnatado.


            Durante el día,  Melanie  y sus sufridos compañeros serán sometidos a todo tipo de torturas. Un profesor de gimnasia más gordo que ellos los colgará de las espalderas, los hará rodar por las colchonetas, los someterá a duras travesías campo a través... Cuando ya no puedan ni moverse, una escultural monitora les proyectará documentales sobre el autocontrol de la ansiedad, y sobre las repercusiones negativas de los alimentos hipercalóricos. Luego, por la noche, en la intimidad de las habitaciones, los chavales y las chavalas se pasarán chocolatinas de contrabando para seguir manteniendo la figura, y tirar el esfuerzo sudoríparo por la borda. Tampoco es que los guardianes pongan excesivo celo en la vigilancia. El campamento, como tal, es un timo para burgueses, un sacacuartos para padres que quieren desprenderse una temporada de sus retoños. La convivencia, en cambio, sí les servirá a los usuarios para ponerse al día en los asuntos de la práctica erótica. La mayoría son clientes marginales en el comercio sexual de sus institutos, y aprovecharán su reclusión para formar una especie de "Rechazados Anónimos" donde contarán sus experiencias y sus desconsuelos.    


 
            Melanie, que  pica más alto que los demás porque después de todo es rubia y no mal parecida, aprovechará la dejadez de los vigilantes para tentar sexualmente al médico del campamento, un cincuentón de buena figura al que las rubias gorditas le ponen muy travieso. Si su madre vive obsesionada por los mandingas de piel de ébano, y su tía no conoce a ningún hombre más apuesto que Jesucristo, Melanie perderá la cabeza por esta figura paternal de ojos azules y mirada de verraco. La trilogía Paradies ha resultado ser, a fin de cuentas, la historia de tres mujeres que buscaban la satisfacción sexual por caminos extraños y retorcidos. Tres locuras de amor en tiempo de verano. Tres películas muy sórdidas, que diría Juan Manuel de Prada, mi némesis de la derecha rancia. Tres rarezas que empiezan muy bien y luego terminan en un largo bostezo, porque Ulrich Seidl muestra, pero no cuenta; circunvala, pero no atraviesa. Un fotógrafo de lo grotesco, más que un narrador de historias.




           
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Moneyball

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Visto desde la distancia de un océano, el béisbol parece un deporte absurdo, una pachanga que juegan cuatro gordos en un campo triangular armados de cachiporra y máscaras protectoras como de Hannibal Lecter. Me juran, los más pro-yanquis de mis conocidos, que el béisbol es un deporte con todas las de la ley, apasionante y estratégico, con carreras y sudores que te empapan la camiseta, o el polo ese raro como de misa de domingo que llevan. A veces, ante su insistencia, en las noches más tontas del año, uno intenta seguir algún partido de béisbol en los canales de pago, pero siempre me topo con figuras estáticas que parecen formar parte de un belén, y que de pronto, por causas incognoscibles, corren en solitario como si les hubiese pegado un siroco. Hay, además, cien pausas para la publicidad, o para el comentario experto, que me acaban sacando de quicio. Se pongan como se pongan mis conocidos, el béisbol no es un deporte exportable a la cultura europea.

Moneyball es una película sobre el mundo del béisbol, la historia real de cómo Billy Beane, mánager de los Oakland A's, creó un equipo mítico con los cuatro duros de presupuesto que el dueño le concedió. Aunque los personajes hablan de béisbol a todas horas, y uno, desde su ignorancia, y desde su desdén, no sabría distinguir a un catcher de un pitcher, Moneyball ha resultado ser una película fascinante. Un guión suculento lleno de frases imborrables y diálogos endiablados que firma, una vez más, Aaron Sorkin. Yo amo a este tipo, joder...

Moneyball es la lucha heroica de dos tipos, Billy Beane y su experto en análisis Peter Brand, por cambiar el sistema entero de ojeadores y fichajes. Donde los otros especialistas veían a jugadores desastrados y sin futuro, ellos, armados de ordenadores y de sentido común, supieron encontrar a tipos que pedían a gritos una oportunidad.  Juntaron el buen ojo con la buena suerte y construyeron un equipo imposible, que batió el récord de victorias seguidas en las Grandes Ligas. Quien esto escribe no terminó de saber muy bien por qué ganaban tantos partidos, porque las explicaciones son dadas todas en germanía. Pero uno se deja llevar, y termina tan emocionado como el más entusiasta seguidor de este deporte de la garrota. El truco está en olvidarse de que Moneyball va sobre béisbol, e imaginar que uno está viendo a Rinus Michels implantando el fútbol total. A Arrigo Sacchi marcando la línea del fuera de juego a cuarenta metros de la portería. A Pep Guardiola ganando las Copas de Europa con un equipo quimérico formado sin delanteros. Moneyball es béisbol, pero podría ser cualquier otro deporte. Podría ser fútbol, por ejemplo.





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Mamá

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Me han vuelto a engañar con la enésima película de terror que iba a ser diferente. Esta vez ha sido Guillermo del Toro, el gordinflón que producía y publicitaba Mamá, el que ha dado falso testimonio ante el jurado de espectadores. Ahorita va a ser distinto, güey. La madre que lo parió... Estos tunantes nos pescan como truchas de escasa memoria y poco juicio. Saben que los cinéfilos somos ávidos, impacientes, que escuchamos cualquier adjetivo promisorio y nos tragamos el anzuelo hasta la laringe, aunque el gusano sea un sujeto sospechoso que ya nos sonaba de otras estafas. A las truchas nos puede el ansia, el hábito, el vacío estrecho de esta corriente monótona y fría. Este tal Andrés Muschietti que dirige Mamá es un cinéfago que ha regurgitado en la película los clichés mal digeridos de toda la vida. Los más acérrimos se conforman con esto, y dicen que no hay más cabras que ordeñar, ni más variantes que inventar. O lo tomas, o lo dejas. El pasillo que se recorre, la sombra que se desliza, la electricidad que se va, el armario que se abre, el bosque que se cierne, el científico que se inmola, el protagonista que no se entera... La misma tontería de siempre... Que da susto, sí, y que entretiene mucho, pero que también es, aunque parezca paradójico, una pérdida de tiempo lamentable. 




   
 
           Han tenido, además, estos latinos enamorados de las mujeres morenas, la desfachatez de volver negro el cabello fueguino de Jessica Chastain. Han querido afearla por exigencias del guión, para hacer de Mamá un relato más siniestro y oscuro.  Me la han convertido, a mi Jessica, en rockera gótica, en compatriota nacional, estos bellacos. Pero no han podido apagar su belleza radiante de californiana criada al sol. Su piel blanquísima relucía como nunca en contraste con ese pelo azabache y absurdo. No había oscuridad en los pasillos tenebrosos cuando Jessica vagaba por ellos. Ella, la heroína, parecía el blanco fantasma de un amor.

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El capital

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Faltaba Costa-Gavras, el viejo guerrero de la izquierda europea, por darnos su versión particular de esta crisis financiera que nos está dejando con el culo al aire. Costa-Gavras lleva décadas denunciando a los poderosos en sus películas, y se ha ganado el derecho de gritarnos que él ya advirtió de esta catástrofe antes que nadie. Antes ya le había zurrado a los militares y a los curas en películas como Missing o Amen; ahora, en El Capital, saca el cinturón de púas para zurrar a los banqueros, y completar así su trilogía personal sobre los explotadores de los pobres. Es la misma chusma que una vez inmortalizó Ivá en su álbum de Makinavaja: Curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir.



            Si otras películas del subgénero bursátil optaron por retratar a esta gentuza de los trajes carísimos sin entrar en el intríngulis económico de los números, Costa-Gavras ha preferido hacer un poco de pedagogía con el espectador. Aunque no es un documental, los personajes de El Capital explicotean sus asuntos como si fueran radiándose a sí mismos. Te compro por esta razón y te vendo por esta otra. A muchos, por lo que leo en internet, les ha molestado el experimento. Lo consideran redundante y ofensivo, pues ellos, al parecer, ya vivían muy enterados de estos asuntos monetarios y fiscales. Lo de los fondos tóxicos es un tema que manejan con la misma soltura que las reglas del fútbol. Uno, sin embargo, como el niño más tonto de la clase, agradece este esfuerzo de Costa-Gavras por hacernos entender la materia, aunque luego la película no sea gran cosa y uno empiece a olvidarla nada más verla. 

Mi incapacidad para entender la economía ya es legendaria por estos pagos. En estas películas de ejecutivos siempre hay uno que vende y uno que compra, uno que pica y uno que estafa, pero nunca acierto a distinguier quien es quien. Me fijo en los jetos para identificar al tiburón de mirada más fría y dentadura más afilada, pero aquí, en El capital, los actores han sido sabiamente elegidos, y todos nadan con el mismo rostro inexpresivo y asesino. El que no es más hijoputa es porque no puede, no porque sea más humano, o tenga más escrúpulos. Es la vida misma, en las altas esferas, y en los fondos abisales.






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Masters of sex. Temporada 2

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A uno, de Masters of sex, le importa un pimiento que la doctora Johnson se lleve mal con su exmarido, o que el doctor Masters esconda sentimientos reprimidos hacia su madre. Que se vayan al carajo, los guionistas y las guionistas, con estos rellenos melodramáticos de la trama, que deberían ser boceto y se han erigido en columna y fundamento. La serie nos atraía porque en ella se narraba el amanecer sexual de la humanidad, tan importante como el amanecer de la inteligencia que imaginara Kubrick en 2001. Si allí sonaba el Así habló Zaratustra cuando el mono blandía el hueso, aquí, en Masters of sex, quedaría bien un Himno de la alegría que subrayara cada orgasmo de los sujetos experimentales. Qué menos... 

El día que William Masters y Virginia Johnson decidieron adentrarse en el misterio cavernoso de la respuesta sexual, cambiaron el devenir de la vida íntima que deforma los colchones y molesta a los vecinos.  Nada fue igual desde entonces. Liberados de miedos y de prejuicios, los órganos sexuales empezaron a acoplarse con otra diligencia, con otro entusiasmo, porque ya se conocían de antes, de los libros, de los gráficos, de las educaciones sexuales en los colegios. Pocas personas han traído más felicidad y sabiduría a la humanidad que Masters y Johnson. Ellos fueron los Prometeos modernos que nos entregaron el fuego sexual de los dioses. Con él encendieron la primera llama de la revolución en las camas, tan importante para la Historia como aquella revuelta de los franceses, o la invención de las máquinas de vapor. O internet mismo, que me permite escribir estas sandeces... ¿Para qué, pues, en la serie, perder el tiempo en estas bobadas domésticas, con estas tonterías que le suceden a todo hijo de vecino, rutinarias, y consabidas, y redundantes?  Al grano, coño, al grano.






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El irlandés

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Adivino, más que comprendo, esta película titulada El irlandés. Su personaje, el policía Gerry Boyle, es una especie de Torrente que también se va de putas los días de fiesta, y que también se toma tres copazos justo antes de entrar en servicio. Si el plato preferido de Torrente era el cocido madrileño, el de Boyle es el desayuno pantagruélico de las salchichas y los huevos fritos. Ambos son gordos y cínicos, impresentables y divertidos. Aunque esto de "divertido" -más que afirmarlo- lo supongo, porque los chistes de El irlandés están muy apegados al terruño, y uno, desde su sofá perdido en la España interior, nota que las gracias se le escurren entre las meninges, inaprensibles y muy gaélicas. Es lo mismo que le sucedería a un habitante de Limerick, pongamos por caso, si un día viera en Tele Irlanda Torrente, el brazo tonto de la ley. Este fascista del Atleti es tan español, tan celtibérico, que sólo nosotros, los aquí nacidos, nos partimos el culo con sus ridículas ocurrencias. Los irlandeses, por lo que leo, se han tronchado hasta las lágrimas con las burradas de su policía racista y pueblerino. Nosotros, desde aquí, no tanto.


            Sucede, además, que la generosidad de quien redactó los subtítulos de El irlandés no está a la altura de su eficiencia. A veces las películas vienen directamente del DVD, o del Blu Ray, y los subtítulos fluyen como arroyos límpidos de palabras. Lo que uno lee tiene coherencia, y se corresponde con lo que cuentan las imágenes. Otras veces, en cambio, es un espíritu altruista el que cuelga su propia versión, con subtítulos cocinados en su propia sartén del ordenador, y lo mismo te encuentras un nativo que ofrece una versión modélica, que un alumno de Secundaria que está haciendo sangrías con el idioma. Esta vez, con El irlandés, me tocó la de cal, o la de arena, que nunca sé. Hay varios diálogos que son absurdos, y que no se entienden. En descargo del traductor hay que decir que estos irlandeses de la película mascullan, más que hablan, el inglés de sus antiguos colonizadores. Mastican y escupen las palabras como chicles de sabor amargo. No sé si es su acento, o si lo hacen adrede para burlarse de sus antiguos dominadores. Otra idiosincrasia que se me escapó.




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La caza

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Ya tenía yo ganas de regresar a Dinamarca, a sentirme danés, europeo, civilizado durante dos horas de fantasía antropológica. La caza, sin embargo, que es mi reencuentro inesperado y tardío con Thomas Vinterberg, es una película que no deja bien parados a los daneses. Ni a los seres humanos, en general, porque Vinterberg viene a contarnos que el porcentaje de gente estúpida es el mismo en cualquier sitio, lo mismo en Dinamarca que en Ponferrada, y que no hay orden social ni modelo económico que pueda remediarlo. La estupidez es una desventaja evolutiva que nos trajimos de los árboles, de cuando descendimos a la sabana y nos convertimos en bípedos, y todavía no la hemos subsanado, ni con la tecnología ni con los eones. 

La estupidez es el reverso oscuro de la inteligencia. Carlo Cipolla, en su libro Allegro ma non troppo, expuso sus leyes fundamentales, que aquí resumo, y que vertebran la historia de La caza.

  1. Siempre, e inevitablemente, cualquiera de nosotros subestima el número de individuos estúpidos en circulación.
  2. La probabilidad de que una persona dada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica propia de dicha persona.
  3. Las personas no-estúpidas siempre subestiman el potencial dañino de la gente estúpida.
  4.  Una persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que puede existir. 


      
            Vinterberg, en La caza, aventura una quinta ley que será la trampa mortal en la que caiga su protagonista: cuando uno comprende que vive rodeado de estúpidos, ya es demasiado tarde para reaccionar. El daño está hecho, y será además irreparable. Nadie quiere ver la estupidez en las personas cercanas, porque reconocerlos estúpidos sería como confesar que uno mismo pertenece al club. Uno vive convencido de que los estúpidos, como los corruptos, o como los borrachos, moran en otros ambientes. Pero basta una chispa, un malentendido, una fantasía de la niña tonta que jura haber visto un "pito hacia arriba", para que uno se descubra rodeado de personas hostiles que ya no razonan. Las amistades y los amores, que creíamos sólidos como la roca, se disiparán como la niebla barrida por una brisa. Una historia sin contrastar te convierte, de la noche a la mañana, en el enemigo público del vecindario. Los que juraban amarte, dudan; los que prometían amistad, huyen; los que vendían compadreo, desaparecen; los que apenas te conocían, apedrean tus cristales. 

No existe eso que llaman la presunción de inocencia. No fuera de los tribunales de justicia. En las calles de aquí, y en las calles de Dinamarc a todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario. Sobran dedos de una mano para contar las personas que nos creerían en una tesitura así. Que nos creerían de verdad, a pies juntillas; que nos mirarían a los ojos y sabrían al instante que nosotros no mentimos, y que es la niña atolondrada la que ha confundido en su imaginación el culo con las témporas.



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