Lincoln

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“Diré, pues, que no estoy, ni nunca he estado, a favor de equiparar social y políticamente a las razas blanca y negra (aplausos); que no estoy, ni nunca he estado, a favor de dejar votar ni formar parte de los jurados negros, ni de permitirles ocupar puestos en la administración, ni de casarse con blancos... Y hasta que no puedan vivir así, mientras permanezcan juntos debe haber la posición superior e inferior, y yo, tanto como cualquier otro, deseo que la posición superior la ocupe la raza blanca.”
Septiembre de 1858, Illinois,  campaña electoral para el Senado.

El político que pronunció estas palabras dos años antes de la Guerra de Secesión no pertenecía a los estados del Sur. Este hombre del que usted me habla, criado políticamente en el norte, moderado y sabio, padre de la patria y espejo de virtudes, era Abraham Lincoln. El mismo que cuatro años después, ya metido hasta las rodillas en el fregado de la guerra, responde así a las presiones del ala radical de su partido, impaciente por el retraso en la aplicación de las leyes abolicionistas:

“Querido señor: mi objetivo primordial en esta lucha es la salvación de la Unión, y no el salvar ni destruir la esclavitud. Si pudiera salvar la Unión sin liberar a ningún esclavo, lo haría; y si lo pudiera conseguir con la liberación de todos los esclavos, también”.

Steven Spielberg nos muestra a Abraham Lincoln sólo dos años más tarde, en 1864, acariciando el fin de la guerra y el inicio de la prosperidad económica. Pero este Lincoln es muy distinto del que se adivina en los escritos antes expuestos. El de la película es un hombre idealizado sobre el que se posan los ángeles, y da vueltas la aureola, aunque ésta no se vea porque reluce dentro del sombrerón de copa. Siempre que el personaje de Lincoln toma la palabra -y da igual que sea un gran discurso que una anécdota del abuelo cebolleta- una música de resonancias celestiales nos recuerda que no es un simple mortal el que rebate las ideas o se va por los cerros de Virginia, sino un santo de la política y del humanismo sin tacha. Un héroe americano que murió como un mártir por defender a la raza negra, y que ahora inspira a los presidentes electos y a los líderes del mundo mundial.

Si Abraham Lincoln se presentara a unas elecciones del siglo XXI, su ideario encajaría únicamente en un partido xenófobo de ultraderecha. Son las paradojas que surgen cuando se quieren analizar realidades de hace diez generaciones con postulados que rigen el mundo posmoderno. Cuando se hacen películas de época con el filtro ideológico que hoy  separa lo correcto de lo aberrante. Cuando se hacen buenas películas como Lincoln que uno, sin embargo, aunque lo intenta con todas sus fuerzas, porque es de Spielberg, y actúa Daniel Day-Lewis, y se come la pantalla Tommy Lee Jones, nunca termina de creerse.




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Ali

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Ali no es la primera película que veo sólo porque ando enamoriscado de su actriz protagonista. Ni será la última. Ninguna referencia negativa es capaz de detenerme cuando corro en pos de la mujer amada. Ni los abucheos de la crítica ni las maldades de los cinéfilos me hacen desistir del empeño. No me detuvieron cuando me enfrenté a Los crímenes de Oxford persiguiendo la anatomía de Leonor Watling; no me salvaron del martillazo de Thor cuando me sorprendió robándole el amor de Natalie Portman. Cuando voy embobado y medio imbécil, salto al vacío y me precipito sobre películas que sé, de antemano, que no van a dejarme huella ni sustancia. 

De gentes como yo vivió durante décadas el star system de Hollywood. Las salas se llenaban de espectadores que iban simplemente a enamorarse de sus estrellas favoritas, en citas que se repetían dos o tres veces al año porque la maquinaria de los estudios iba bien engrasada, y producía películas a destajo. Hoy en día, sin embargo, sólo los adolescentes y los gilipollas seguimos a ciegas estos dictados impulsivos del corazón, inmaduros los unos, irrecuperables los otros.

Ali no es una mala película. Líbrenme los dioses de tal afirmación. A ratos te pierdes y a ratos regresas, pero en ningún momento te asalta la tentación del abandono. Tiene sus gracias, sus diálogos, sus idiosincrasias ibéricas. Pero nunca se hubiera estrenado en mi salón de no ser porque vivo enamorado de Nadia de Santiago, desde aquel día que la descubrí en las páginas de la revista Cinemanía sonriendo sobre su lote de DVDs. Sólo por Nadia, como Nadia Comaneci, o Nadia Galaz, me he dejado liar; sólo por ella voy a concederle a Ali este aprobado benevolente y bonachón. Leo con desespero que Nadia ha vuelto al mundo de la televisión, donde las series son eternas, y vienen troceadas por la publicidad, y además no son ni chicha ni limoná. No habrá, de momento, más películas suyas. La quiero mucho, pero hasta la tele no puedo seguirla. Por encima del amor están los principios. 




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Las flores de la guerra

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Hace un par de años, en Ciudad de vida y muerte, conocimos la toma de Nanking por los japoneses, y la herida que aquello abrió en el orgullo del pueblo chino. Aunque la memoria flaquea, y todos los salvajismos guerreros terminan por parecerse, uno guarda el recuerdo de una gran película, aunque el relato de las atrocidades fuera, como no podía ser de otro modo, maniqueo y parcial. 

    Desde aquellas guerras chino-japonesas del siglo XX, los dos tigres asiáticos se odian como felinos, y una película que fuera china y equidistante con Nanking habría sido tan utópica como una película israelí complaciente con el Holocausto. Porque, además, el hecho innegable es que las tropas japonesas entraron en la ciudad a sangre y fuego, sin reparar en disyuntivas de civiles o militares, hombres o mujeres, niños o adultos. Una de las grandes atrocidades del siglo XX, que ya es mucho decir. 





            De todos modos, los gobernantes chinos no debieron de quedar satisfechos con aquella propaganda, quizá porque Lu Chuan rodó su película en blanco y negro y no se vio el rojo brillante de la sangre. Así que dos años después, para subrayar el (según ellos) carácter intrínsecamente perverso de los nipones, le encargaron a Zhang Yimou esta otra película de mil millones de presupuesto y una estrella occidental encabezando el reparto. 

    Los que han participado en ella se han forrado de billetes, y han conseguido el aplauso entusiasta de los prebostes del Partido. Pero la película, entre ustedes y nosotros, es una caca. Las flores de la guerra lleva el maniqueísmo hasta extremos ridículos, la cursilería hasta límites antenatresianos. La ñoñez de su historia -que aseguran verídica- hasta la arcada precursora del vómito. Tiene, además, el atrevimiento moral de sugerir que la vida de una puta vale menos que la vida de una novicia, porque estas van camino del cielo, y aquellas camino del infierno por la vía vaginal. La vía duodenal de Chiquito de la Calzada, no te jode... Las flores de la guerra es deleznable en las formas y execrable en la moraleja. Más que una película china, parece una propaganda de Vaticano Productions. Una de mártires cristianos sin leones ni romanos, pero con tanques y japoneses. A esto le llaman modernizar el mensaje.



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Pelle el conquistador

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Allá por el siglo XIX, aunque ahora nos parezca mentira, los suecos salían de su país para ganarse el pan y las habichuelas, y no para tumbarse a la bartola en las cálidas playas del Mediterráneo. Sí, amigos míos, y queridas mías: aunque ahora nos cueste imaginarlo, Suecia también fue un país pobre, como ahora lo somos nosotros. Eficientes y serios, los suecos de entonces inauguraron un período de paz duradero con sus vecinos, y aplicaron las ventajas de la ciencia moderna para acabar con la viruela que aniquilaba a las gentes, y con las enfermedades que arrasaban con la patata. Víctimas de su propio éxito, el país sufrió un crecimiento demográfico que hubo que aliviar con la emigración masiva. La mayoría viajó a Estados Unidos, donde nació una próspera colonia que todavía hoy nos regala esas actrices bellísimas que nos parten el corazón y nos curan el hipo. Benditos sean por siempre sus antepasados, intrépidos cruzadores del Atlántico. 

Otros, los menos pudientes, cruzaron el estrecho para buscar trabajo en la vecina Dinamarca, por entonces más rica y menos poblada. Pelle el conquistador cuenta la historia de un padre y un hijo que sobreviven trabajando como esclavos en una granja de vacas. Es una historia bellísima que lleva un cuarto de siglo formando parte de mis películas favoritas. Recuerdo que en 1989, Pelle compitió con Mujeres al borde de un ataque de nervios por el Oscar a la Mejor Película Extranjera, y que aquí en España, antes de estrenarse, los críticos y los periodistas ya se reían mucho de ella, porque decían que era un dramón muy aburrido, una cosa lacrimógena que no podía compararse con la comedia disparatada de Pedro Almodóvar. Recuerdo que Pelle el conquistador se llevó el premio entre abucheos y sollozos del personal, a las tantas de la madrugada. Al día siguiente los telediarios abrieron con la nefasta noticia. ¡Injusticia!, clamaban los periódicos de izquierdas, simpatizantes de la movida madrileña y de sus discípulos más aventajados. ¡Pierde España!, pero pierde el maricón, titulaban los periódicos de derechas, con el corazón dividido entre el patrioterismo y la homofobia. Mucha gente, en acto de venganza, no fue a ver Pelle a los cines. Los que fueron, salieron a la calle disimulando las lágrimas y la emoción, para que no les tacharan de quintacolumnistas daneses camuflados en la retaguardia.




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Shaolin Soccer

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Shaolin Soccer es probablemente la peor película que he visto en mi vida. Una pandilla de ex-monjes del kung-fu montan un equipo de fútbol para hacer frente a los Evils de Shanghai, un plantel de chinos hormonados que preside un millonario que parece sacado de Puerto Banús. Es una mierda de película. El fútbol es el cebo que nos ponen a los tontos para que piquemos como truchas. El terreno de juego es un enorme tatami donde se exhiben las patadas voladoras, los brincos imposibles, los malabarismos de chiste. Los diálogos parecen sacados de un curso para gilipollas, y la historia de amor, de un culebrón programado por Antena 3. Es tan horrible, Shaolin Soccer, que a partir de la media hora, superado ya el shock del balompedista, empiezas a sospechar que todo esto responde a una estrategia calculada, y que este tipo, Stephen Chow, responsable del invento, y delantero centro de la tropa, es un cachondo mental que en el fondo nos está haciendo un favor. 

    Uno recuerda, de pronto, la Teoría de la Fascinación por lo Cutre que nos enseñara el maestro Pepe Colubi, y comprende que Shaolin Soccer es exactamente lo que parece: una memez supina, una majadería considerabel, y no una película que esconda una pretensión de seriedad o de trascendencia. Es entonces cuando quien esto escribe, acompañado del Retoño, que se descojona a mi lado, se libera del corsé absurdo del crítico de cine y termina agradeciendo este despelote de primera categoría. Siete días después, vuelve a ser viernes. Vuelve a ser fiesta de guardar. Mi retoño bienamado; mi cine bienquerido.


 


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La ventana

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Yo juraría que los actores de La ventana no son argentinos, sino suecos, y que ésta no es una película de Carlos Sorin, sino de Ingmar Bergman. Me han dado gato nórdico por liebre argentina. Rodada en interiores, el único campo abierto que transita nuestro protagonista lo mismo podría pertenecer a la Pampa que a los alrededores de Malmö. De hecho, a mí este prado sin segar, con las vacas y las florecillas, el anciano y sus recuerdos, me suena mucho al de Fresas Salvajes, a crepúsculos al raso donde los personajes filosofan sobre la muerte o recuerdan melancólicos la primera teta que palparon.

Para no repetirse, Carlos Sorin ha ido a caer en el homenaje que menos le apetecía a uno. Acabé tan cansado de las películas de Bergman, en aquel ciclo que hace unos meses que casi me costó la cinefilia y la cordura, que me quedé de piedra cuando me descubrí de nuevo en la habitación donde yace un moribundo, rodeado de tictacs del reloj, de silencios espesos de las criadas. Otra vez en Gritos y susurros...  Hay planos, incluso, que parecen sacados de las películas de Dreyer (¡horror!), con esos haces de luz que entran por la ventana e iluminan el lecho donde la vida y la muerte juegan su partida de ajedrez. Muy escandinavo todo. Silencioso y tétrico. Estimulante, a veces, cuando a uno le da por pensar en su propia muerte, rodeado de quién, reposando dónde, imaginando qué cosas... Pero muy aburrido, en general. Uno venía preparado para la cháchara de los argentinos, para el fútbol y el mate, el boludo y el pibe, y se ha visto, de pronto, en un error imperdonable de los servicios aeroportuarios, subido en un avión que despegaba rumbo a Goteborg, sin diccionario de sueco ni ropa de abrigo.




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El camino de San Diego

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La tercera película de este ciclo dedicado a Carlos Sorin ya no transcurre en el remoto sur de la Patagonia, gélido y desolado, sino en la otra punta de Argentina, en la provincia de Misiones, comarca lluviosa y selvática fronteriza con Brasil. Se parece mucho, la provincia de Misiones, a este noroeste hispánico donde yo resido, verde por todos los sitios, cálido hasta en invierno, plagado de mosquitos y de frutos tropicales. Me siento como en casa mientras veo El camino de San Diego, y ello, lejos de confortarme, me predispone en contra de la película, pues echo de menos los fríos australes, las estepas patagónicas tan parecidas al páramo leonés donde nací y me crié. Vivo exiliado en este microclima insospechado, prisionero de un trópico atrapado entre montañas que me roba el aire y me priva del frío.

En El camino de San Diego cambia el paisaje, pero no el talante de las gentes. Estos argentinos del norte siguen siendo gentes sencillas, campechanos -ellos sí- que viven y conversan a una velocidad menguada, que trabajan en sus oficios de subsistencia y luego le dan al mate y a la conversación sobre el fútbol y las minas. Gentes que un buen día, llevadas por el impulso interior de una neura, de una pasión, de una pobreza, salen del letargo como escupidos por un volcán y emprenden el camino por las rutas interminables de las carreteras. 

El camino de San Diego es la ficticia road movie de un muchacho que allá por el año 2004, estando Maradona enfermo en un hospital de Buenos Aires, decide llevarle, para interceder en su curación, su Sagrada Imagen tallada en una madera encontrada en la selva. Hay que tener mucha fe para ver la efigie de Maradona sobre un trozo de raíz donde se cruzan al azar los surcos y los nudos. Pero es que Tati Benítez, el procesionante que recorre el país con la cruz a cuestas, tienen mucha fe en el dios principal de los argentinos, que es el Diego, muy por encima del mismo dios que le creó. Es ésta una jerarquía imposible que sólo la religión austral puede tolerar. La cuadratura de la Santísima Trinidad. Un misterio teológico que subyace en este politeísmo loco de nuestros hermanos de "achá".






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Bombón, el perro.

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El secreto mejor guardado de los profetas es que a Dios, digan lo que digan las Sagradas Escrituras, no le gustan los pobres. Su Hijo vino a la Tierra para predicar a su favor y rápidamente tuvo que destituirlo del cargo por incendiario y revoltoso. Nada más morir en la cruz, los ángeles le trajeron de vuelta para someterle a una estricta reeducación en el colegio de monjas, que ya existían por entonces en el Cielo. Mucho antes, por supuesto, que los colegios públicos, que son un invento socialista de los tiempos modernos.

Dios tolera a los pobres, y poco más. Los necesita para hacer más ricos a los ricos, que son sus verdaderos hijos amados, los que recibieron la avaricia y la falta de escrúpulos, y multiplicaron sus talentos por diez o por veinte como en  aquella parábola de la Biblia.  Los pobres, que nacieron con lo puesto, sin gracia ni belleza, piden demasiadas cuentas, señalan demasiados fallos, reclaman demasiadas mejoras... Son unos pesados que colapsan la centralita de peticiones, y atiborran los buzones de sugerencias.

Bombón, el perro, es el reencuentro de Carlos Sorín con los paisajes y paisanajes de la Patagonia. El protagonista es un cincuentón al que han despedido de su trabajo como gasolinero, y que vive en casa de su hija, sin oficio ni beneficio. Mientras busca trabajo por los villorrios, un azar de la vida le convierte en dueño legal de un dogo argentino, un ejemplar de pura raza que será reclamado para participar en las ferias caninas de alta prosapia. La suerte, de repente, le sonríe a nuestro amigo Villegas. Pero la siya es, no nos olvidemos, la suerte de los pobres: resbaladiza y pasajera, agridulce y fastidiosa. Y la suerte de los perdedores nunca es una suerte completa: siempre le falta algo, o exige algo a cambio, o se esfuma en el momento más decisivo. Viene acompañada de un "si" condicional que a veces revierte en desgracia y miseria. Hay que contener los entusiasmos y las plegarias de agradecimiento, cuando la suerte llama a tu puerta de pobre. Y hasta aquí puedo leer...



         En los títulos de crédito consta como "mochilera". En IMDB como "female hitchhiker". El suyo es un personaje sin nombre, de apenas cuatro frases, que aparece al final de la película para darle palique al bueno de Villegas mientras conduce por la inmensidad. La actriz se llama Andrea Suárez. Su belleza me deja mudo y tonto en el sofá. Ella es una estrella errante en el páramo desolado. Pasado el trance, y los títulos de crédito, la busco en internet, pero Andrea, como si la hubiera soñado, no consta en ningún registro conocido. Una sola película; un solo papel; una sola sonrisa. ¿El simple cameo de una muchacha ajena al mundillo del cine? ¿La carrera truncada de una actriz bellísima y prometedora?. Quién sabe. Todo son conjeturas. 



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