Magic Mike

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Hace cuatro años que Steven Soderbergh retrató la vida cotidiana de una prostituta de lujo en The girlfriend experience: película modesta, cortísima, sin apenas recorrido, que en este blog perdido en la galaxia sí recibió sonoros aplausos. Sasha Grey, ahora reconvertida en actriz seria, bordaba su papel de mujer vestida, y sin una polla clavada en la boca y otra en el ojete, Sasha salía en pantalla de lo más natural y convincente. Una gran actriz, después de todo. 

Ahora, en Magic Mike, en el reverso masculino del morbo, Soderbergh nos cuenta las andanzas de un striper que menea el rabo en un local nocturno de Florida. El actor en cuestión es Channing Tatum, ídolo de las mujeres y de los homosexuales que se pirran por los cuerpazos esculpidos. Para el heterosexual que esto escribe, Magic Mike es el recordatorio hiriente de que hace muchos años abandoné mi cuerpo para dedicarme al cultivo del alma. Contemplo esos músculos del señor Tatum que se contonean ante las mujeres, y no puedo evitar, de reojo, con algo de asco, echar una mirada a esa barriga donde reposo el plato de la cena, a esa pantorrilla extendida sobre el puff que ya es más lípida que proteica. A ese dibujo de mi cuerpo que es en general curvilíneo y flácido, como un muñeco de Michelín que no hubiese pegado una carrera en su puta vida. Ningún extraterrestre recién llegado a la Tierra apostaría cuatro euros galácticos a que Channing Tatum y yo pertenecemos a la misma especie animal.

Al terminar de ver Magic Mike -como si uno viajara a la dimensión oscura de lo masculino, donde habitan los tipos fofos y decadentes, encuentro en Canal + a Louis C. K. monologando sobre los achaques que le asaltan a sus cuarenta y cinco años:

"Y otra cosa sobre mi edad. Pongamos que estoy sentado en cualquier lado, algo que..., ja, ja. Me encanta estar sentado. Prefiero estar sentado sin hacer nada que estar de pie follando. Es muchísimo mejor que correrse. Muchísimo mejor. A mi edad, si estoy sentado, y alguien me pide que me levante y que vaya a otra habitación, primero me tiene que dar toda la información. Tiene que explicarme todo el rollo: "¿Cómo? ¿Por qué? No, pero ¿por qué?" "¡La grúa se te lleva el coche!" "Pues será mi destino". Porque levantarse es todo un tema. Antes debo decidir si de verdad quiero seguir vivo. Empecemos por ahí".




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Quiero ser como Beckham

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Para celebrar el día de la raza española, Pitufo y yo, que somos españoles porque aquí nos tocó nacer, y no porque Dios nos concediera el orgullo patrio, ni la gracia rojigualda, nos damos un garbeo por la Pérfida Albión para ver una película sobre chicas que juegan al fútbol.  Él con catorce años y yo con cuarenta y uno, la combinación en una misma película de chicas y fútbol suena a gloria bendita para celebrar este viernes por la noche, este reencuentro de padre e hijo ante la presencia sagrada del Espíritu Santo, que ha dejado de ser paloma por un día y se ha transustanciado en televisor y moderna tecnología.
Quiero ser como Beckham es la predecible historia de una chica a la que sus padres, emigrantes hindúes en Londres, no dejan jugar al fútbol porque temen que su convivencia en los vestuarios le lleve a preferir las vaginas a los penes, y les arruine el fabuloso matrimonio que tarde o temprano habrán de concertar con una familia acomodada.  Entre súplicas y amenazas, lloriqueos y cabezonerías, el caso es que al final, fútbol, lo que se dice fútbol, se ve muy poco en la película, y encima mal rodado, porque esta directora llamada Gurinder Chadha se ve que no es muy aficionada al Sagrado Deporte, y filma las jugadas como si se tratara de un episodio de Oliver y Benji, con ángulos imposibles y regates de fantasía que sólo se ven en la PlayStation.

Pero si el fútbol brilla por su ausencia, las chicas, en cambio, que eran la otra pata de esta mesa peculiar, nos alegran la función y nos animan a intercambiar opiniones. A Pitufo le gusta mucho la chica hindú, quizá porque la ve bajita, modosita, más cercana a su sensibilidad de enamoradizo principiante. Yo, en cambio, que llevo más de treinta años afilando mis preferencias, me decanto por la belleza plana y algo dura de Keira Knightley. Aquí, en la flor de su juventud, Keira luce algo hombruna y angulosa, pero con su cinta en el pelo, y su top sudoroso sobre el tórax impechado, luce dos fetiches que arrastro conmigo desde la adolescencia, de cuando espiaba a las chicas de las monjas jugando al baloncesto, que eran también rubias, e impechadas, preciosas bajo sus diademas en el cabello...




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The chaser

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Si buscas su nombre en una web se llama Na Hong-jin; si lo buscas en otra, Hong-jin Na. Da igual. No quiero volverme loco con esta patronímica indescifrable de los coreanos. Bastante tuve con su compatriota Park Chan-wook, el autor de la Trilogía de la Venganza. ¿O era de la Venganza de-la-Trilogía?

Hong, que así le dicen los amigos, y los occidentales que vamos con algo de  prisa, es un director que ha parido un par de thrillers cojonudos. Hace unos meses, en lo más crudo del crudo invierno, descubrí por casualidad esa película de persecuciones imposibles y hostiazos como panes que es The Yellow Sea. Los canales de pago, por ser de pago, a veces te regalan estas sorpresas insospechadas, subtituladas, ininterrumpidas por la publicidad. Peliculones que hay que entresacar con sumo cuidado de la basura habitual. 

Hoy, en el declive de los calores, en el regustín de los primeros fríos que ya demandan zapatillas de felpa para arrellanarse en el sofá, me reencuentro con el bueno de Hong para ver su anterior película, The chaser. Cuenta la extenuante aventura de un proxeneta al que un psicópata de Seúl va asesinando lo más granado de sus prostitutas, jodiéndole el negocio, y el orgullo de hombre protector. Otra más de psicópatas, dirá alguno con fastidio. Pues sí. Y le entiendo perfectamente. Vivimos sobresaturados de asesinos en serie. Si me tomara la molestia de contarlas, me saldrían una docena de ficciones recientes con un criminal de marras haciendo de las suyas, lo mismo en la tele que en la gran pantalla. Pero éste psicópata de The chaser es un asesino coreano, y tiene su propia idiosincrasia, y su propio modus operandi, distinto al estereotipo yanqui que ya nos sabemos de memoria. Y uno, ante la novedad criminal, se deja llevar por el ritmo trepidante, y agota los minutos sin casi mirar el reloj, embobado por el juego de adivinar quién es quién en esta sucesión de mujeres idénticas y hombres clonados.

¿El colmo de los colmos? Que un detective, en el corazón de Seúl, vaya mostrando el carnet de identidad de un sospechoso coreano.
- ¿Conoce usted a este hombre? 
- A ver... Pelo negro, piel blanca, pómulos sobresalientes, ojos rasgados que casi ni se ven... No me suena, la verdad. Lo siento.





   
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Un asunto real

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En un momento de la película, la reina Carolina de Dinamarca, lectora clandestina de las obras que publican los ilustrados franceses, y que en su país están prohibidas por el clero, le pregunta a su amante y consejero, el doctor Johann Struensee:

            - ¿Cree usted que la Ilustración nos hará libres de la estupidez y del temor de Dios?
            - Seguro que sí. Sí.

            Dos siglos y medio después, como todos sabemos, el doctor Struensee, que era un hombre tan inteligente como cándido, se carcajea de su propio vaticinio allá en el Cielo de los Justos. La estupidez sigue instalada en el cerebro de los nuevos hombres, y de las nuevas mujeres, y no hay educación o cultura que remedie esta tara de la biología, este renglón torcido de los dioses. La superchería ha resistido todas las vacunas lanzadas en su contra. Muta a mayor velocidad que los virus, y adopta nueva formas con el paso de los siglos, y de las revoluciones. Los astrólogos ahora son psicomagos; los curanderos, homeópatas; los adivinos, economistas. Y los curas, curas, porque estos traductores de lo divino aguantan inmutables, con el mismo discurso y hasta la misma fisonomía, vencedores de todas las guerras, de todas las anticruzadas, de todos los cambios de gobierno que juraron desterrarlos. Lo mismo en Dinamarca que en España, los curas se pasan el legado de la Ilustración por el forro, y se limpian el culo con los escritos de Voltaire y Diderot, mientras mojan los churros en el chocolate y se parten de la risa. Nunca han dejado de entrometerse en las conciencias, en las legislaciones, en las educaciones, confundiendo sus opiniones con la Verdad, su visión del mundo con la Ley, miopes y fanáticos, absurdos y peligrosos. Ecrasez l’infame!

Un asunto real quiere terminar con un mensaje luminoso, esperanzador, como si quisieran convencernos de que algo ha cambiado desde la época del Absolutismo. Pero la realidad es terca de narices.



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El ala oeste de la casa blanca. Temporada 2

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Tengo desde hace semanas la intención de estrenar la segunda temporada de El ala oeste de la Casa Blanca. Pero al final me puede la pereza invencible, el terror paralizante del esfuerzo infinito  Me agobian los 22 episodios de esta tanda, los 154 del total, las siete temporadas que como siete océanos habré de navegar llevado por la devoción. Hace unos meses, cuando terminé de ver su primera temporada,  escribí en estos desahogos que El ala oeste... se había convertido en una de las series de mi vida. Pero son tantos sus capítulos, sus horas, sus noches de dedicación exclusiva, que amenaza, realmente, con convertirse en la única serie de mi vida. Tengo unas ganas terribles de volver a encontrarme con esos personajes parlanchines y lúcidos, criptosocialistas y judeomasónicos, que cada vez que abren la boca me abren los ojos y me reaniman la inteligencia. Pero tengo muchas ficciones esperando turno: antiguas y nuevas, longevas y cortas, americanas y europeas. Navego por los discos duros y me entra un ansia desesperada de estrenar, de variar, de ir dando paso. Malditos sean los dioses, que nos otorgaron más series que vidas, más deseos que años. Que les parta un rayo de Zeus por hacerse creado a sí mismos inmortales, afortunados del destino, egoístas del tiempo.


            En el periódico de hoy, como leyéndome en un espejo, Ricardo de Querol se quejaba así de su extenuante experiencia de seriéfilo:

            "Llevamos una década de la llamada segunda edad de oro de las series, y acumulamos cierta fatiga con las que duran demasiado y nos impiden dedicarnos a las nuevas. Ahora se llevan las temporadas cortas y, sobre todo, las miniseries: 3 a 10 capítulos, con principio y final, que no exigirán tu fidelidad durante meses. [...] Necesitamos series de ficción porque queremos evadirnos viviendo otras vidas. Pero algunas de esas vidas no merecen que les entreguemos tantas horas de la nuestra".

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Behind the Candelabra

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La época actual de la televisión es tan dorada, tan fructífera, tan inagotable en su talento, que ahora recalan allí los grandes genios del largometraje cuando no encuentran financiación. 

Steven Soderbergh ha recurrido a los dineros de la HBO para  rodar Behind the Candelabra, el excesivo biopic del pianista Liberace, reinona de Las Vegas que sustituía a sus amantes con la misma velocidad con la que tocaba el piano en los escenarios. En esta película mariconísima y torrencial, Michael Douglas y Matt Damon se acarician el torso desnudo, se besan cálidamente en la boca, fingen que se dan por el culo en camas barrocas mientras los caniches entran y salen del dormitorio. Behind the Candelabra es la eterna historia del amante y del amado, de quien lo pone todo en una relación y del que sólo juguetea y se mantiene a la espera de una mejor oportunidad. En el fondo un drama muy clásico, aunque decorado con el exceso perfumado de plumas y satenes. Un veneno para la taquilla, que se dice. Dos ídolos de las mujeres lacándose el pelo y amándose la carne con voz aflautada. Un peliculón que de momento, en nuestra machérrima piel de toro, sólo puede verse en la tele, y pasando por taquilla.




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Oblivion

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En Oblivion, como no podía ser de otro modo, Tom Cruise salva el planeta y se queda con la chica más guapa del lugar, esta Olga Kurylenko que cada vez que sale en pantalla le obliga a uno a reprimir los golpes en el pecho, y los chillidos guturales del antropoide.

Alguno dirá: vaya, este imbécil deslenguado me ha jodido el final de la película Pero es que este blog -chaval, o chavala-  no es el sitio adecuado para los cinéfilos principiantes, ni para los incautos pardillos que todavía no saben quién es, y qué producto vende, Tom Cruise. Un tipejo de metro y medio con una egolatría que no cabría ni en cien clones que le fabricaran los extraterrestres de Oblivion. Un fulano que vende la retórica ya cansina del héroe que se enfrenta a las grandes enemigos de América, lo mismo islamistas que franceses, comunistas que alienígenas. Este blog es un lugar donde se reúnen los cuatro gatos para reírse de lo obvio, de lo simplón, de lo que hemos visto mil veces y ya nos da un poco la risa, y un mucho el fastidio. Y Oblivion, queridos míos, tiene mucho de tópico, y de tóntico, aunque salga muy entretenida con sus naves espaciales, su futuro apocalíptico, su lío de drones y clones, de morenas y pelirrojas. Oblivion es la misma hamburguesa de siempre, hipercalórica y basuril, que sólo te zampas un viernes por la noche porque estás de fiesta, y porque mi hijo -oh, sí-  ha hecho una excepción en su retiro monacal en su habitación, y se ha acercado, como antaño, al calorcillo estrecho de este sofá, perdido ya para la causa de la cinefilia habitual. Hasta que escampen las hormonas, o se le joda la PlayStation...



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Happy, un cuento sobre la felicidad

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Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana llamada juventud, conocí a mujeres que se parecían mucho a esta Sally Hawkins de Happy-Go-Lucky, la película de Mike Leigh que aquí, en nuestra patria de los traductores libertarios, se tituló Happy: un cuento sobre la felicidad

En aquellos tiempos conocí a mujeres risueñas, extrovertidas, que te soltaban confidencias en las fiestas, que te ponían la mano en el hombro para acompañar el relato. Que rompían las distancias de seguridad que separan a los simples amigos. Mujeres hermosas que te hacían soñar con un amor que quizá estaba naciendo en sus corazones... Pero luego, cuando reunías el valor, y dabas el primer paso, caías en el más espantoso de los ridículos. Ya era muy tarde cuando caías en la cuenta de que sus secretillos, sus sonrisitas, sus ligeros contactos físicos, eran regalos inocentes que todos los hombres recibían gratis de su señoría. Demasiado tarde, ay, cuando comprendías que el gesto serio, la conversación intrascendente, las manos quietas en el regazo, eran conductas solemnes que ellas reservaban para el hombre que en verdad amaban, siempre el más guapo, el más intrépido, el más seguro de sí mismo, porque ellas eran un poco incendiarias, y un poco inconscientes, pero no tenían ni un pelo de tontas. Como esta Poppy de Londres que vuelve loco de amor a su profesor de la autoescuela, que llega a creerse pretendido. Pobre hombre. Qué inexperiencia, esta suya, y aquella mía, de los tiempos de gilipollas. Más que ahora, todavía.




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