Caída y auge de Reginald Perrin. Temporada 1

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Reggie Perrin. 46 años. Ejecutivo de ventas de Sunshine Desserts. Aburrido. Estresado.

Con este rótulo explicativo comienza cada episodio de Caída y auge de Reginald Perrin. Al fondo, mientras leemos la presentación, el propio Reginald va desnudándose en la playa y adentrándose en el mar, dispuesto a confundirse con las olas, a disolverse entre la espuma y la sal para ser uno con la naturaleza inorgánica. La vida de Reginald Perrin es un Día de la marmota que no transcurre en Punxsutawney, sino en los suburbios de la clase media londinense. Nuestro cuarentón vive una crisis tan típica, tan de manual, tan parecida a la angustia del espectador medio, medio calvo y medio gordo, como quien esto escribe, que muchas veces me parece estar viéndome ante el espejo. 

Aunque venden sus trapisondas como una comedia, y hay muchas risas enlatadas cosecha del 76, las andanzas de Reginald Perrin son más trágicas que otra cosa. Tragicómicas, podríamos decir, si no estuviera tan manido el adjetivo. El aburrimiento de los hijos, la idiotez del trabajo, la rutina descafeinada del hogar... La fantasía erótica con la secretaria, con la vecina, con la chica del televisor. La sensación lacerante de saberse uno para metas más altas, para vidas más emocionantes, para trabajos más cualificados. La estupidez de unos, el egoísmo de otros, la petulancia de los más prescindibles. El arribismo de los gilipollas. La aparición de los primeros insomnios, de los primeros dolores, de las primeras disfunciones que ya nunca se arreglarán del todo. El miedo a la muerte cada vez más cercana, más hediondo el aliento, más apreciable el susurro, más perfilada la guadaña. La angustia de morir, y de no vivir mientras se la espera. El aburrimiento, el desconsuelo, el llanto... 


Doctor: ¿Notas que no haces el crucigrama como solías hacerlo? ¿Mal sabor de boca por la mañana? ¿No paras de pensar en sexo? ¿No puedes hacer nada para remediarlo? ¿Te levantas sudado? ¿Te duermes viendo la tele?
Reginald: ¡Extraordinario! Es exactamente lo que me pasa.
Doctor: Y a mí. Me pregunto qué será.






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Naked

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Del director británico Mike Leigh guardo un puñado de grandísimas películas que ocupan varios centímetros en el ancho de mis estanterías. Hace unos meses, en este mismo diario, ponderé el tono melancólico de Another year, esa película que no es un retrato de la vida, sino un trozo de la vida misma, con personajes como usted y como yo que no viven grandes tragedias ni grandes pasiones, que se esfuerzan, simplemente, por vivir el paso de las estaciones, con el espíritu alegre, y la tristeza en la retaguardia.

Hoy, para mi desconsuelo, Mike me ha dado harina de otro costal. Uno empezaba a pensar que este tipo era un genio infalible, un director elegido por los dioses para dar siempre con el tono justo y los guiones precisos. Un retratista ejemplar de la clase media británica venida a menos. A veces tan a menos, que ya es directamente lumpen, y objetivo eugenésico de los tipejos que manejan los dineros. Pero me equivoqué. Mike Leigh era, después de todo, un ser humano, un cineasta que hace años aún buscaba el sendero de la excelencia. De aquella época perdida en los bosques surgió esta película demencial, sin cerebro ni columna vertebral, que se titula Naked. El Indefenso de la traducción española es un ácrata que padece un revoltijo neuronal incomprensible. Un pirado disfrazado de espíritu libre que se dedica a vagar por las calles para violar mujeres (sic), filosofar sobre el Apocalipsis o pegarse de hostias con el primero que pasa. Se coja por donde se coja, es una gilipollez de campeonato. Y puede que algo peor...




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Hijos del Tercer Reich

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Hijos del Tercer Reich es una miniserie alemana que ha dado mucho que hablar en su país, y también aquí, en nuestra piel de toro, ahora que se estrena en los canales de pago. Con ella ha surgido de nuevo la eterna pregunta, tan boba como innecesaria: ¿eran humanos los alemanes que combatieron en la II Guerra Mundial? ¿Tenían alma, corazón, sentimientos, los civiles que aguardaban noticias en la retaguardia de Berlín? Qué tonterías... Buena parte del mundo occidental todavía cree que los soldados de la Wehrmacht iban pintados de rojo y combatían armados de tridente. Muchos espectadores aún se escandalizan cuando una película o una serie de televisión los devuelve al terreno de lo cotidiano. La psicopatía de los nazis fue una excrecencia que muchos no compartieron. Si la sociedad entera transigió con estos asesinos fue por cobardía, o por miedo, que es un sentimiento muy respetable en el que jamás hay que arrojar la primera piedra. ¿Es necesario aclarar esto de nuevo? ¿A qué viene tanta polémica recocida, resobada, aburrida en grado sumo, con Hijos del Tercer Reich? ¿Qué esperaban, además, los germanofóbicos, de una serie producida precisamente en Alemania? ¿Una condena global de los abuelos, de los bisabuelos? 

En su primer capítulo -correcto, sosaina, prescindible, mil veces visto- Hijos del Tercer Reich traza una línea divisoria que seguramente se corresponde con la realidad: los nazis y sus crímenes a un lado; los alemanes combatientes, pero armados de dignidad, al otro. ¿Que todos pujaban en la misma dirección? Nos ha vuelto a joder, don Obvio. Era una guerra. Vivir o morir.




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Scott Pilgrim contra el mundo

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Scott Pilgrim contra el mundo... Me gustaba mucho el título de esta película, a la que he llegado siguiendo la pista de su director, Edgar Wright, el mismo que encabeza los apellidos del bufete cómico Wright, Pegg & Frost.

En el personaje de Scott Pilgrim, no sé por qué, intuía yo un álter ego infiltrado en la juventud de Toronto: quizá un jovenzuelo solitario, asocial, embarcado en una cruzada personal contra los estúpidos reinantes. Pero mi intuición andaba muy lejos de la realidad. Pilgrim es un rockero, un competente social, un chico con cara de bobo que sin embargo triunfa en el terreno incomprensible y pantanoso de las mujeres. Pilgrim es un chico que confía en sí mismo, que camina por la vida con orgullo, y que aspira, legítimamente, a los favores de la chica más atractiva de Toronto, Ramona. Para conquistarla, habrá de enfrentarse a los celos candentes de sus muchos exnovios y exnovias, que lucharán por su amada coaligados en La Liga de los Ex Malvados. Un argumento de cómic, y una estética de videojuego, que al final no me conducen a nada, y que me dejan, además, algo confuso y mareado. He llegado veinte años tarde a Scott Pilgrim contra el mundo. Ya estoy muy mayor para seguir tanto mamporro, tanto giro de cámara, tanto plano ametrallado. Mi mundo mental es otro más perezoso, más cansino, una carretera secundaria que transcurre por caminos de baja velocidad,y paisajes melancólicos.


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Arma fatal

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Arma fatal es la antepenúltima gamberrada del trío británico Wright, Pegg & Frost, que, recitados así, parecen los abogados de un prestigioso bufete de la City londinense, pero que son, en realidad, un grupo de cuarentones que se dedican a hacer cine. Son actores y directores, coguionistas y amiguetes. Especialistas en parodiar los géneros que marcaron a los espectadores de su generación, y de la mía, que es la misma.

La primera parte de Arma fatal es una sátira sobre la vida pacífica que reina en esos pueblos de la campiña británica; pueblos que uno, en su pereza, en su vida sedentaria de cinéfilo, jamás ha visitado en persona, pero sí en espíritu, sobrevolando el paisaje y aterrizando en él gracias al milagro de las cámaras que graban, y de los vídeos que reproducen. Se nota que Wright, Pegg & Frost saben de lo que hablan: la hipocresía rural, el cerrilismo chovinista, la rivalidad ancestral entre los villorrios..., aunque a veces, a los habitantes del Mediterráneo, se nos escapen los dobles sentidos y las finísimas ironías ceñidas al terreno. Pero son matices sin importancia. La mentalidad de los rústicos viene a ser la misma en todo el occidente cristiano, y el trío de abogados se mueve en los mismos registros de José Mota o de los chicarrones de Muchachada Nui, aunque los separen miles de kilómetros, y lluvias pertinaces de dos dígitos por metro cuadrado.

Es una primera hora de cine desenvuelto, inteligente, que va repartiendo galletas a diestro y siniestro con un ritmo endiablado y una gracia ejemplar. Pero luego, en la parodia de las buddy movies, nuestros amigos se despiden de nuestro guateque y se pasan a la fiesta de los vecinos del quinto: los adolescentes sin horarios, estroboscópicos y frenéticos, donde ya reina el mamporro y el tiroteo, la persecución y la gansada. 





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Targets

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Tenía ganas de volver a ver Targets, la película de Peter Bogdanovich que de pequeño casi me hizo cagarme en los pantalones. Targets llevaba un año esperando en el montón de las películas de reestreno, desde que  recordé aquel programa que los lunes por la noche atormentó mi infancia desde el televisor: Mis terrores favoritos. Ya he contado en estos escritos que era Narciso Ibáñez Serrador el que elegía la película en Madrid, y mi padre, en León, el que me obligaba a verla, como si ambos se conchabaran en la distancia para convertirme en un hombre hecho y derecho, uno que le perdiera el miedo a estas menudencias de los monstruos y los crímenes. 

En Internet -que es el dios que nunca tuvieron los romanos para honrar a la Memoria- figura un calendario detallado de las películas que se programaron en aquel espacio. Y descubro, sorprendido, que aquella tortura que a mí me pareció durar cien años, como una cadena perpetua del sobresalto, sólo se mantuvo en antena nueve meses, como un embarazo maldito de Rosemary. Como un curso completo en el infierno, de octubre de 1981 a mayo de 1982. Treinta y dos películas que me apartaron durante años del cine de terror, reblandecido y cagueta, hasta que los amigos me convencieron, y la testosterona del macho intrépido -que ya ves tú- se impuso a los miedos infantiles. 

Targets se pasó por televisión el 1 de marzo de 1982, y yo al día siguiente, martes de invierno, yendo hacia el colegio, estaba seguro de que iba morir de un segundo a otro, disparado por algún pirado como el de la película que me acechaba desde una azotea, rifle en mano, y ojo a la mira.  Pum. Muerto. Y ni el “pum”, siquiera, pues decían en las películas que cuando llegaba el sonido a  tus oídos ya estabas muerto en el suelo, antes que sordo. Como quedarte dormido, pero a toda hostia, y en mitad de la calle, sin tiempo para decir adiós. Aquella mañana todos los muchachos caminaban alegremente por la acera menos yo. Nadie había visto Targets la noche anterior, y nadie estaba al corriente del peligro mortal que nos rodeaba. Yo no hacía más que escudriñar los tejados, las ventanas, las alturas de aquellos depósitos del agua que vigilaban nuestro trayecto entero, y que tanto se parecían a los depósitos de gasolina que usaba el pirado de Targets para disparar a los conductores de la autopista. 

Pero no morí aquel día, obviamente, ni los que vinieron después, mientras el miedo al francotirador se iba disipando y se mezclaba con otros más escolares y pedestres. O quizá sí, morí, y aquí estoy, sólo en espíritu , con mi cuerpo desplomado sobre la acera helada y lluviosa, escribiendo estas cosas desde el limbo, mientras espero que me juzguen por los inocentes pecados de mis once años. Porque dicen también, en las películas, que en el limbo, a los muertos, para entretener la espera en la Sala de Tránsitos, les hacen creer que siguen vivos, como si les introdujeran un software de Matrix en el alma. Quién sabe. Quizá sólo he visto Targets una vez, justo el día antes de morir, y este segundo visionado es una invención de los dioses, que me entretienen la espera como telefonistas del hilo musical.




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Proyecto Nim

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Confieso que se me han caído dos o tres lagrimones en los minutos finales de Proyecto Nim. Y que he reprimido, a duras penas, por un sentido absurdo de la hombría, unos cuantos más que ahora se van reabsorbiendo en los lagrimales. Me ha llegado al alma la desventura de este chimpancé llamado Nim Chimpsky, al que sus tutores -¡bellacos!, ¡malandrines!, ellos sí que simiescos- llamaron así para burlarse de Noam Chomsky, mi líder espiritual, mi entrañable profesor, con el que mantenían serias discrepancias sobre las bases innatas del lenguaje. 



     Siendo un chimpancé recién nacido, Nim fue seleccionado en 1973 por la Universidad de Columbia para llevar a cabo un experimento inusual: vivir adoptado en una familia de humanos para enseñarle el vocabulario y la sintaxis de la lengua de signos, y mostrar al mundo entero que el lenguaje estructurado no era patrimonio exclusivo de los seres humanos. Los primeros años de Nim en su familia de adopción fueron felices. El padre era un poeta que vivía a su aire, pasota y distante; la madre, una post-hippy que llegaba a compartir su porros con Nim; y los hijos, unos anarquizantes que jugaban al salvajismo y a la indisciplina allá en la granja donde vivían. Eran la familia perfecta para un chimpancé que saltaba por los columpios, que dormía en las camas, que “reordenaba” de vez en cuando las estanterías... Y que no recibía, además, ningún tipo de enseñanza sistemática de la lengua de signos, que era, en principio, el motivo científico de su adopción. 

    El responsable del experimento, el lingüista Herbert Terrace, tomó cartas en el asunto e introdujo, en la dinámica familiar, a una alumna suya de la universidad, predilecta en todos los sentidos, que se encargaría de planificar las clases particulares... Y hasta aquí, como decía Mayra Gómez Kemp en el Un, dos, tres, puedo leer. No voy a desgranar, para los interesados, el documental entero. Sólo diré que la historia se irá tornando oscura, irritante, desalmada. Que el ser humano, el hijo puta del ser humano, aparecerá en escena para traer la desgracia a Nim el chimpancé. Unos por insensibles, otros por cobardes, otros por egoístas... en fin: la panoplia al completo.



     Quería lanzarme aquí a la diatriba furibunda, al discurso misántropo, pro-animal, indignado, plagado de tacos. Pero no me iba a salir. O me iba a salir muy mal. Cuando veo a seres humanos maltratando a animales, se me funden las entrañas, se me agolpa la sangre en la cabeza, todo en mi pensamiento se vuelve de un color rojo intenso, de cólera y de asco. No lo puedo remediar. Es superior a mis fuerzas. Ensañarse con un animal es la mayor de las bajezas, el mayor de los pecados, castigado con el infierno perpetuo, y las llamas eternas. Ay, si yo gestionara ese negociado del Averno... A cuántos que allí sufren perdonaría al instante, y a cuántos que vagan libres por la Tierra condenaría para siempre.

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Searching for Sugar Man

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Searching for Sugar Man nos cuenta la historia real de la caída y auge no de Reginald Perrin, sino de Sixto Rodríguez, un cantautor norteamericano que a finales de los años 60, al estilo de Bob Dylan, armado de voz y guitarra, pero con una letras mucho más incendiarias, grabó dos discos que no tuvieron repercusión alguna entre las masas. 
Mientras Sixto Rodríguez regresaba al anonimato de la clase trabajadora, al otro lado del Atlántico, en Sudáfrica, sin que él tuviera conocimiento del asunto, sus discos se convertían en un símbolo de la protesta contra el régimen del apartheid. La white people que no quería los privilegios ni las preferencias adoptó las letras revolucionarias de Sixto como si de himnos se tratara. Durante dos décadas, todos los sudafricanos que presumían de rebeldes y de antisistema compraron sus discos, o sus cintas de casete, que para el caso es lo mismo. En los guateques de Ciudad del Cabo, o de Johannesburgo, entre lingotazo de whisky y metedura de mano, las canciones de Sixto Rodríguez daban la pausa necesaria, la anarquía vigorizante, el momento trascendente del ánimo revolucionario. Sixto, a miles de kilómetros de distancia, se había convertido en el inspirador musical de la resistencia.

Nadie sabe cómo empezó el fenómeno. En una época en la que muy pocos soñaban con el mundo digital, seguramente fue un turista norteamericano el que introdujo el primer disco de Sixto en Sudáfrica, metido en la maleta. Quizá, simplemente, quería escucharlo en las vacaciones; quizá lo traía con la perversa intención de enseñárselo a los amigos, a los amoríos, para que prendiera la llama de la protesta. Quién sabe. Tampoco se sabe nada de los derechos de autor que se generaron con el negocio. El documental sigue la pista del dinero sin llegar a conclusiones ciertas. Sólo sabemos que a Sixto no le llegó ni un duro de su lejano estrellato. No, al menos, hasta que dos fans sudafricanos dieron con él en la década de los 90, y le ofrecieron la posibilidad de dar unos conciertos en su país. Sixto seguía a lo suyo, en su casucha del Detroit post-industrial, trabajando en el negocio de la construcción. Agradecido por el interés, cogió su guitarra, compró un billete de avión y se plantó en Sudáfrica para retomar el oficio de cantautor durante unas semanas. Tuvo que verlo para creerlo. Sólo cuando descubrió que las multitudes, efectivamente, llenaban los escenarios abarrotados, asumió la veracidad de la historia que le habían contado. Las gentes le adoraban como a un dios, como a un Jesucristo de la música resucitado, pues lo habían dado por muerto, por desaparecido, y en un milagro inexplicable, en un acontecimiento mitológico, Él ahora estaba frente a ellos, en el escenario, atacando las viejas canciones, como recién caído de los Cielos.




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