Targets

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Tenía ganas de volver a ver Targets, la película de Peter Bogdanovich que de pequeño casi me hizo cagarme en los pantalones. Targets llevaba un año esperando en el montón de las películas de reestreno, desde que  recordé aquel programa que los lunes por la noche atormentó mi infancia desde el televisor: Mis terrores favoritos. Ya he contado en estos escritos que era Narciso Ibáñez Serrador el que elegía la película en Madrid, y mi padre, en León, el que me obligaba a verla, como si ambos se conchabaran en la distancia para convertirme en un hombre hecho y derecho, uno que le perdiera el miedo a estas menudencias de los monstruos y los crímenes. 

En Internet -que es el dios que nunca tuvieron los romanos para honrar a la Memoria- figura un calendario detallado de las películas que se programaron en aquel espacio. Y descubro, sorprendido, que aquella tortura que a mí me pareció durar cien años, como una cadena perpetua del sobresalto, sólo se mantuvo en antena nueve meses, como un embarazo maldito de Rosemary. Como un curso completo en el infierno, de octubre de 1981 a mayo de 1982. Treinta y dos películas que me apartaron durante años del cine de terror, reblandecido y cagueta, hasta que los amigos me convencieron, y la testosterona del macho intrépido -que ya ves tú- se impuso a los miedos infantiles. 

Targets se pasó por televisión el 1 de marzo de 1982, y yo al día siguiente, martes de invierno, yendo hacia el colegio, estaba seguro de que iba morir de un segundo a otro, disparado por algún pirado como el de la película que me acechaba desde una azotea, rifle en mano, y ojo a la mira.  Pum. Muerto. Y ni el “pum”, siquiera, pues decían en las películas que cuando llegaba el sonido a  tus oídos ya estabas muerto en el suelo, antes que sordo. Como quedarte dormido, pero a toda hostia, y en mitad de la calle, sin tiempo para decir adiós. Aquella mañana todos los muchachos caminaban alegremente por la acera menos yo. Nadie había visto Targets la noche anterior, y nadie estaba al corriente del peligro mortal que nos rodeaba. Yo no hacía más que escudriñar los tejados, las ventanas, las alturas de aquellos depósitos del agua que vigilaban nuestro trayecto entero, y que tanto se parecían a los depósitos de gasolina que usaba el pirado de Targets para disparar a los conductores de la autopista. 

Pero no morí aquel día, obviamente, ni los que vinieron después, mientras el miedo al francotirador se iba disipando y se mezclaba con otros más escolares y pedestres. O quizá sí, morí, y aquí estoy, sólo en espíritu , con mi cuerpo desplomado sobre la acera helada y lluviosa, escribiendo estas cosas desde el limbo, mientras espero que me juzguen por los inocentes pecados de mis once años. Porque dicen también, en las películas, que en el limbo, a los muertos, para entretener la espera en la Sala de Tránsitos, les hacen creer que siguen vivos, como si les introdujeran un software de Matrix en el alma. Quién sabe. Quizá sólo he visto Targets una vez, justo el día antes de morir, y este segundo visionado es una invención de los dioses, que me entretienen la espera como telefonistas del hilo musical.




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Proyecto Nim

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Confieso que se me han caído dos o tres lagrimones en los minutos finales de Proyecto Nim. Y que he reprimido, a duras penas, por un sentido absurdo de la hombría, unos cuantos más que ahora se van reabsorbiendo en los lagrimales. Me ha llegado al alma la desventura de este chimpancé llamado Nim Chimpsky, al que sus tutores -¡bellacos!, ¡malandrines!, ellos sí que simiescos- llamaron así para burlarse de Noam Chomsky, mi líder espiritual, mi entrañable profesor, con el que mantenían serias discrepancias sobre las bases innatas del lenguaje. 



     Siendo un chimpancé recién nacido, Nim fue seleccionado en 1973 por la Universidad de Columbia para llevar a cabo un experimento inusual: vivir adoptado en una familia de humanos para enseñarle el vocabulario y la sintaxis de la lengua de signos, y mostrar al mundo entero que el lenguaje estructurado no era patrimonio exclusivo de los seres humanos. Los primeros años de Nim en su familia de adopción fueron felices. El padre era un poeta que vivía a su aire, pasota y distante; la madre, una post-hippy que llegaba a compartir su porros con Nim; y los hijos, unos anarquizantes que jugaban al salvajismo y a la indisciplina allá en la granja donde vivían. Eran la familia perfecta para un chimpancé que saltaba por los columpios, que dormía en las camas, que “reordenaba” de vez en cuando las estanterías... Y que no recibía, además, ningún tipo de enseñanza sistemática de la lengua de signos, que era, en principio, el motivo científico de su adopción. 

    El responsable del experimento, el lingüista Herbert Terrace, tomó cartas en el asunto e introdujo, en la dinámica familiar, a una alumna suya de la universidad, predilecta en todos los sentidos, que se encargaría de planificar las clases particulares... Y hasta aquí, como decía Mayra Gómez Kemp en el Un, dos, tres, puedo leer. No voy a desgranar, para los interesados, el documental entero. Sólo diré que la historia se irá tornando oscura, irritante, desalmada. Que el ser humano, el hijo puta del ser humano, aparecerá en escena para traer la desgracia a Nim el chimpancé. Unos por insensibles, otros por cobardes, otros por egoístas... en fin: la panoplia al completo.



     Quería lanzarme aquí a la diatriba furibunda, al discurso misántropo, pro-animal, indignado, plagado de tacos. Pero no me iba a salir. O me iba a salir muy mal. Cuando veo a seres humanos maltratando a animales, se me funden las entrañas, se me agolpa la sangre en la cabeza, todo en mi pensamiento se vuelve de un color rojo intenso, de cólera y de asco. No lo puedo remediar. Es superior a mis fuerzas. Ensañarse con un animal es la mayor de las bajezas, el mayor de los pecados, castigado con el infierno perpetuo, y las llamas eternas. Ay, si yo gestionara ese negociado del Averno... A cuántos que allí sufren perdonaría al instante, y a cuántos que vagan libres por la Tierra condenaría para siempre.

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Searching for Sugar Man

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Searching for Sugar Man nos cuenta la historia real de la caída y auge no de Reginald Perrin, sino de Sixto Rodríguez, un cantautor norteamericano que a finales de los años 60, al estilo de Bob Dylan, armado de voz y guitarra, pero con una letras mucho más incendiarias, grabó dos discos que no tuvieron repercusión alguna entre las masas. 
Mientras Sixto Rodríguez regresaba al anonimato de la clase trabajadora, al otro lado del Atlántico, en Sudáfrica, sin que él tuviera conocimiento del asunto, sus discos se convertían en un símbolo de la protesta contra el régimen del apartheid. La white people que no quería los privilegios ni las preferencias adoptó las letras revolucionarias de Sixto como si de himnos se tratara. Durante dos décadas, todos los sudafricanos que presumían de rebeldes y de antisistema compraron sus discos, o sus cintas de casete, que para el caso es lo mismo. En los guateques de Ciudad del Cabo, o de Johannesburgo, entre lingotazo de whisky y metedura de mano, las canciones de Sixto Rodríguez daban la pausa necesaria, la anarquía vigorizante, el momento trascendente del ánimo revolucionario. Sixto, a miles de kilómetros de distancia, se había convertido en el inspirador musical de la resistencia.

Nadie sabe cómo empezó el fenómeno. En una época en la que muy pocos soñaban con el mundo digital, seguramente fue un turista norteamericano el que introdujo el primer disco de Sixto en Sudáfrica, metido en la maleta. Quizá, simplemente, quería escucharlo en las vacaciones; quizá lo traía con la perversa intención de enseñárselo a los amigos, a los amoríos, para que prendiera la llama de la protesta. Quién sabe. Tampoco se sabe nada de los derechos de autor que se generaron con el negocio. El documental sigue la pista del dinero sin llegar a conclusiones ciertas. Sólo sabemos que a Sixto no le llegó ni un duro de su lejano estrellato. No, al menos, hasta que dos fans sudafricanos dieron con él en la década de los 90, y le ofrecieron la posibilidad de dar unos conciertos en su país. Sixto seguía a lo suyo, en su casucha del Detroit post-industrial, trabajando en el negocio de la construcción. Agradecido por el interés, cogió su guitarra, compró un billete de avión y se plantó en Sudáfrica para retomar el oficio de cantautor durante unas semanas. Tuvo que verlo para creerlo. Sólo cuando descubrió que las multitudes, efectivamente, llenaban los escenarios abarrotados, asumió la veracidad de la historia que le habían contado. Las gentes le adoraban como a un dios, como a un Jesucristo de la música resucitado, pues lo habían dado por muerto, por desaparecido, y en un milagro inexplicable, en un acontecimiento mitológico, Él ahora estaba frente a ellos, en el escenario, atacando las viejas canciones, como recién caído de los Cielos.




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Academia Rushmore

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Me sucedió ayer con Suspense. Y me ha vuelto a suceder hoy con Academia Rushmore. Nada que no sea la belleza de las actrices acude a estos dedos que teclean, a esta mente veraniega que se me ha quedado en blanco, despojada del espíritu literario, abrasada, resudada, incapaz de articular un discurso coherente, responsable con mis escasos -pero eximios- lectores. El crítico de cine se ha ido de vacaciones, cansado ya de perorar en el desierto, y ahora ocupa su lugar el sátiro de agosto, que sólo se fija en las mujeres -y no en las actrices, machista y avergonzado-, buscando resquicios de carne, puntuando los rostros bonitos, haciendo memorias y estableciendo listas de preferidas. Debe de ser Max, el entrañable antropoide que vive en mi patio interior, que aprovecha mis siestas para encender el ordenador, y que anda priápico perdido, jugando a todas horas con la careta del carnero.


Hoy he descubierto que lo que hace años me pareció incomprensible, o absurdo, en Academia Rushmore, ahora me resulta familiar, extrañamente personal, como si repensar mi propia adolescencia ya no fuera una tarea farragosa y doliente. Como si hubieran cedido algunas reticencias, y se hubiesen abierto algunas compuertas. Daría para mucho escribir, este redescubrimiento de la propia adolescencia en la figura de Max Fisher, alumno gafotas y solitario, enamorado contumaz de la chica equivocada e inaccesible. Daría para hablar del paso de la edad, del proceso de aprendizaje, de los traumas que se quedaron y los traumas que se fueron curando. Pero ya digo que nada crítico o ilustrado sale estos días de mi redactar. Academia Rushmore, en manos de otro cinéfilo más inquisitivo, de otro literato más arrebatado, daría incluso para una novela que continuara las andanzas de Max Fisher. Yo, en cambio, me he pasado la película entera amando a Olivia Williams cuando salía en pantalla, y echándola de menos cuando no estaba, y los pensamientos profundos, que los tuve, se han ido diluyendo en este magma espeso del deseo, que borbotea y aúlla, y se regodea. Una vergüenza de comportamiento; un descontrol del raciocinio; un ejemplo más de que esto va camino de convertirse no en un diario personal, ni en un dietario de cinéfilo, sino en la consigna rutinaria, a medias poética y a medias marrana, de mis amores por las mujeres virtuales y preciosas, como Olivia Williams, en aquella flor de su edad.




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Suspense

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Cuarenta años contemplaban a Deborah Kerr cuando interpretó a esta institutriz chalada -¿o no?- que lleva la voz cantante en Suspense, clásico en blanco y negro sobre una casa encantada -¿o no?- poblada de lúbricos fantasmas.

Suspense a veces aparece en las enciclopedias como The Innocents, título original, y a veces como Otra vuelta de tuerca, título de la novela decimonónica que sirve de inspiración. Tal es el galimatías, y tal es mi incultura, que sólo hoy he comprendido que los tres titulos eran en realidad la misma película, como una santísima trinidad que se resumiera en un único dios verdadero. 

Cuarenta años, decía, tenía Deborah Kerr en aquel rodaje. Cuarenta y uno tengo yo, a estas alturas de mi propìa película, y sin embargo esta mujer me parece mayorísima, carente de todo atractivo sexual. No era Deborah Kerr, ni mucho menos, la actriz más guapa del momento, y los vestidos victorianos de Suspense tampoco ayudan mucho a resaltar sus méritos femeninos. Soy consciente de estas limitaciones, pero no es ahí adónde voy. Quiero decir que siendo yo coetáneo de las mujeres de cuarenta años, Max, mi antropoide, que vive encerrado en mi interior, y dicta mis deseos más inconfesables, ya las considera viejas, y despojadas de todo interés. Es un querer pero no poder, abocado a la desgracia y a la incomprensión. Quisiera convencer a Max de su error, de su desfase cronológico. De su apuesta perdedora por las más jovencitas del lugar, pero no puedo. En estos asuntos del corazón él se ha hecho con el mando a distancia, y controla las hormonas, y los instintos, y no lo suelta ni dándole de hostias, como un mono juguetón. Es el síntoma inequívoco de que me he hecho mayor. Muy mayor. Con la barba teñida de blanco, y el alma tiznada de negro. Dicen que es el destino común, la etapa obligatoria, el último gran deseo reproductor antes de que el antropoide se haga definitivamente viejo y se retire a la copa de los árboles, a dormitar siestas, y a zampar plátanos. Y a ver la tele. Será eso. 





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Siempre feliz

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Soy incapaz de recordar, en el inicio de la película, qué critico de qué revista, o de qué radio, o de qué hipnosis, en el momento más tonto de una mala tarde, me convenció hace unos meses para salir a pescar este bacalao de los fiordos. Ya he dicho alguna vez que con mis olvidos podría escribirse la segunda parte de Psicopatología de la vida cotidiana: un volumen dedicado exclusivamente a esta fatigosa labor de mi cinefilia, que no sabe por dónde anda, que funciona autónomamente, o sonámbula, sin que yo mismo sepa muy bien de sus tejemanejes. Soy un cinéfilo dominado por su subconsciente, o por su preconsciente, que todavía no los distingo muy bien. Un paria de mis propios impulsos que sólo cuando redacta estas líneas cae en la cuenta de dónde está, como un secuestrado con los ojos vendados que desconoce los vericuetos que lo han traído hasta el escritorio.

Siempre feliz no es una película memorable, la verdad. Un enredo de parejas muy liberales allá en la idílica noruega, donde lo del folleteo, al parecer, está a la orden del día, con tanto frío en el exterior, y esas nevadas que nunca cesan, y esas camas enormes que parecen tatamis donde se podría llevar una vida completa al resguardo de los elementos. Y esas noruegas, claro, tan hermosas, y esos noruegos, tan altos y fortachones. Cada vez que una pareja de noruegos entra en contacto saltan chispas inmediatas, de tan seductores como se reconocen. Si no fuera por los fríos perpetuos de Escandinavia, Noruega habría ardido en llamas hace mucho tiempo, con tanto bosque sobre la tierra, y tanto petróleo bajo el mar, y tanta fricción calorífica generándose en los dormitorios. 



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Si quiero silbar silbo

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El cine rumano se ha puesto  de moda en los festivales donde los entendidos reparten los aplausos. Sin embargo, al conocimiento de los aficionados rasos, de los cinéfilos del montón, de los peliculeros prêt-à-porter como quien esto escribe, sólo llega una película rumana cada tres o cuatro años, como aquella de La muerte del señor Lazarescu, o 4 meses, 3 semanas, 2 días

Uno, por supuesto, si fuera un cinéfilo de actitud responsable y educado en el buen gusto, podría lanzarse a la búsqueda, a la indagación, al visionado sistemático de esta nueva ola que proviene del Mar Negro. Pero soy, como ya he dicho muchas veces, un aficionado sin tiempo, desorganizado, veleidoso, lobotomizado por los yanquis, y el cine rumano, así de sopetón, por mucho que digan, y por mucho que lo ponderen, suena como una muralla infranqueable, como una fortaleza inexpugnable. Lo dices así, muy despacito, mascando suavemente las palabras, cine rumano, y uno barrunta una cinematografía espesa, aburrida, con mucho poscomunismo, mucho drama social, mucho silencio transilvano para  buenos entendedores. Mucho actor no-profesional dejándose la piel junto a mucha actriz desconocida. No sé. Sé que soy muy injusto con esto. 

Luego, con películas tan meritorias como Si quiero silbar, silbo, del hasta ahora ignoto director Florin Serban, uno se arrepiente al instante de pensar tales memeces sobre nuestros colegas romances, y mucho más de escribirlas, y de darlas a conocer a los lectores que todavía sobreviven a mis tonterías. Sobre todo a las rubias guapísimas que hasta ahora aplaudían mi cosmopolitismo, mi anchura de miras, mis exóticas aventuras por las lejanas cinematografías del mundo, donde sólo sobreviven los más apuestos intelectuales. Dan ganas, sorprendido en estos pecados de desconfianza, de coger el teléfono y preguntar en información por algún cura rumano que imparta sus homilías en los alrededores, y lanzarse corriendo a la parroquia para ser oído en sagrada confesión. Tendrían que ser muchos los padrenuestros, y los avemarías, para purgar tamaña indecencia, tamaña aprensión innata hacia el cine de su patria. Pobrecicos. No les queremos ver ni al natural, ni proyectados sobre una pantalla. Somos -éramos- los nuevos ricos del Mediterráneo, con unas ínfulas ya más ridículas que otra cosa.



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Distant voices

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De aquellos polvos de Mark Cousins y su Historia del cine, bajan todavía, por las torrenteras ocasionales del verano, estos lodos de películas descatalogadas, semiolvidadas, que voy descargando fatigosamente en internet, y entre las que busco, armado de criba y paciencia, esas pepitas de oro que el crítico irlandés juraba haber visto en el barro, con aquella voz suya de liante profesional que lo mismo te vendía la moto que la gasolina necesaria para hacerla funcionar.

Después de ver Distant voices, still lives, todavía no sé si el pedrusco que he encontrado en mitad del arroyo es oro o pirita. A ratos te emocionas con la película, y a ratos te adormilas, y te vas. Cuando esta familia obrera rememora la mala vida que les dio el padre, allá en el adosado cutre de Liverpool, uno sintoniza con el pesar de estos proletarios atrapados en el paro, en el subempleo, en el alcohol. En el apagón vertiginoso de los pocos sueños que concibieron. Es el ciclo interminable de los pobres, que sólo un genio del balón, o una primitiva del copón, será capaz de romper. 

Pero luego, cuando la película cambia de escenario, y pasamos al pub donde la familia se reúne con las amistades a celebrar la vida, uno empieza a dar cabezazos en la siesta estival, y maldice la sonoridad de esas canciones folclóricas que no dejan conciliar la modorra, y que los personajes no paran de corear a voz en grito, cómo sólo saben hacerlo los británicos borrachos, y las británicas bebidas. Distant voices, still lives: o las voces amargas del pasado, o las músicas joviales del saberse vivo. Un capricho personal del puñetero Mark Cousins. Una interesante pérdida de tiempo. 





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Sacrificio

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Es un chiste muy malo que a buen seguro repiten los odiadores de Tarkovsky, que imagino legión. Y abiertos, espero, a nuevos ingresos en el club... Pero Sacrificio ha sido un verdadero sacrificio, agónico, de mil pausas para ir a mear, de mil cambios de postura en el sofá, de pronto incomodísimo. De tres sesiones repartidas en tres días para mejor sobrellevar el metraje interminable, y llegar hasta el último minuto de la que decían obra inmortal del cineasta ruso, testamento vital de su poderío narrativo y visual, y tal y tal.
Sacrificio no es una película: Sacrificio es poesía, asociación libre, ida de olla. Ideorrea de visionario que lo mismo filosofa que balbucea. Que alterna sentencias que uno apuntaría en el cuadernillo con diálogos para besugos que vuelven a los personajes estúpidos, y a los espectadores, cómplices del desatino. Sacrificio, como ejercicio experimental, como mezcolanza inenarrable de lo simbólico y lo onírico, de lo religioso y lo lunático, de lo entendible y lo grotesco, debería estar en los museos de arte moderno, y no en los cines, ni en los DVDs. Deberían proyectarla sobre las paredes, o sobre los lienzos, al lado de las pinturas abstractas, de las esculturas retorcidas, de las fotografías que nadie sabe interpretar. Llamar cine a este corta y pega de ocurrencias, de planos estilosos, de paisajes imponentes, de personajes zumbados, de argumentos sin hilo, es una exageración. Y una estafa. 






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Greenberg

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Una mala tarde, como decía Chiquito de la Calzada, la tiene cualquiera. Algo que leí en las revistas, o en los foros de internet, me indujo a pensar que en Greenberg había una película notable, digna de robarme dos horas de mi tiempo menguante y escogido. Me bastó saber que su trama giraba alrededor de un cuarentón en plena crisis existencial, y ya no me detuve a tomar en cuenta otras consideraciones. Y es que uno, con la cuarentena ya rebasada, anda muy apesadumbrado con el asunto de los años , y cada vez que conoce a un coetáneo sumido en parecidas quejumbres, en cualquiera de los dos mundos que habito, el real y el ficticio, entabla conversación y trata de extraer reflexiones. 

Del personaje llamado Greenberg, la verdad, no he sacado gran cosa. Recién salido de un manicomio, el hombre se guía por la vida de un modo extraño y errático. Más extraño y errático que el de cualquiera de nosotros, para entendernos. Al principio de la película alcanzo cierta complicidad con este fulano que no sabe conducir, que se queja por todo, que huye de la gente como alma que lleva el diablo. Me hago ilusiones por momentos. He aquí, al fin, después de muchos meses de ficción, un alma gemela en la que verme reflejado. Pero luego, el muy tontaina, echa a perder una relación maravillosa con una veinteañera guapísima, aunque algo desnortada, que anda enamorada de él. Es ahí cuando descubro que en el fondo Greenberg es un pobre gilipollas, un pobre imbécil con el que nada tengo en común. Pago las birras con un puñado de dólares y me despido de él con un tosco saludo. 
El resto de la película sólo es el decorado de fondo para mis torvos pensamientos. Al final, casi sobre la campana, Greenberg, tras varios devaneos sin fruto, se decide a ir por la chica... Pues muy bien. No rectifican los sabios, sino los que se equivocan. Y este bobo, rechazando a Greta Gerwig, comete un error imperdonable. De juzgado de guardia. De amistad imposible. De interés personal nulo. De tarde lastimosamente perdida.



     
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El ala oeste de la Casa Blanca. Temporada 1

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El ala oeste de la Casa Blanca es una maniobra de distracción. Nuestros enemigos del Imperio le han encargado a Aaron Sorkin el retrato afable de un gobierno norteamericano al que cuesta mucho odiar. Viendo al presidente Bartlet y su equipo de asesores, uno siente que el síndrome de Estocolmo se adueña de su voluntad. Aaron Sorkin, que es un tipo inteligentísimo de verborrea inagotable, nos presenta a nuestros enemigos de clase como tipos majos, abnegados, que exprimen sus inteligencias y sacrifican sus horas de sueño por el bien de los ciudadanos. 

     Bartlet and company son miembros del Partido Demócrata que están muy alejados de las posiciones rancias de los republicanos. Entre ellos no hay halcones de guerra, ni cristianos iluminados, ni neocons que defiendan la necesidad de robar más dinero a los pobres. A todos les duele la pobreza, la marginación, la destrucción del medio ambiente. Están en contra de la homofobia, del racismo, de la superstición. Cuando pierden una batalla política con la derecha, la rabia y la impotencia se traslucen en sus rostros. Aporrean las mesas, maldicen en arameo, bajan a los bares de Washington a beber bourbon para olvidar. Son unos tipos sensibles, y unos actores cojonudos. Pero a mí no me engañan. Sorkin no me engaña. Del mismo modo que The Newsroom es el retrato ideal de lo que debería ser una redacción de noticias, El ala oeste de la Casa Blanca es el retrato quimérico de lo que debería ser un gobierno decente. Un grupo de buenas personas que resisten hasta donde la ley les deja, hasta donde los cálculos electorales se vuelven ruinosos. A veces, en según que tramas, en según qué diálogos, dan ganas de ponerse en pie y aplaudir. ¡Pero vade retro, tal impulso! Quieren engañarnos, los mandamases del enemigo, con estas artimañas producidas en Hollywood. Sorkin es un soldado que escribe. Un paniaguado de la CIA. Los espectadores más desinformados podrían pensar que tipos como Barak Obama no están muy lejos de Bartlet. Que simplemente han vivido un contexto histórico muy complicado, de fuerzas oscuras que luchaban coaligadas. Qué patraña más gorda. Qué hábil, y que ladino, es este Sorkin...




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Camarón

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En el mismo año 1992 de los Juegos Olímpicos de Barcelona, de la Expo Universal de Sevilla, del 500 Aniversario de la Invasión de América, moría, en Badalona, de un cáncer de pulmón, a los 41 años, Camarón de la Isla. En las tierras del Sur fue una de las grandes noticias del año. Los flamencólogos, los gitanos, los aficionados a la música en general, lloraron su pérdida en días negrísimos de luto. Aquí en el Norte, sin embargo, en las tierras frías y brumosas donde el flamenco es una música que a veces sacan por televisión, apenas nos llegó el rumor sordo de la tragedia. Sabíamos quién era Camarón, claro, un gitano rubio, delgado, consumido por el tabaco y las drogas, que a decir de los entendidos había revolucionado el arte de cantar. Y poco más. La mayoría, sorprendidos en la calle por un micrófono de la tele, no habríamos sabido mencionar ni una sola de sus canciones, habitantes de un planeta que orbita a mil kilómetros del sol gaditano. 

Sé que no tengo perdón, ni excusa, con este asunto de Camarón, pero quiero, al menos, confesar aquí mis pecados musicales. Ahora, al menos, gracias a la película de Jaime Chávarri, sé dónde ubicar a Camarón en el mapa de la geografía, y en el mapa de su relevancia. Y eso que la película no es, precisamente, una joya. El argumento va metiendo las patorras en casi todos los charcos embarrados del biopic: a sus responsables les puede el melodrama, el chiste cursi, el retrato simplón de los sentimientos. A veces utilizan trucos muy baratos, de tienda de chino, o de mercadillo de pueblo. No exponen a Camarón para que el espectador decida por sí mismo, y ponga las luces y las sombras allá donde estime conveniente. Te lo enseñan, te lo esconden, te lo regatean como toreros con la muleta, o como futbolistas con el balón. Tratan de dirigir tus emociones con las musiquillas de la banda sonora, ahora infantiles, ahora negras, ahora románticas, y uno se siente manipulado y un poco idiota.

Pero si la película no es gran cosa, el documento es, en cambio, impagable. Camarón, como lección de cultura general, como introducción al flamenco, como clase intensiva de biografía, bien vale el acercamiento. Y está, por supuesto, Óscar Jaenada, que antes de empezar a rodar pasó por el quirófano para quitarse su propia piel y enfundarse ésta otra del Camarón, que le queda perfecta, como de hermano gemelo. Impagable, el tío.




 
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Rompecabezas

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En los anuncios promocionales de Rompecabezas, película argentina sobre un ama de casa que descubre casualmente su pericia con los puzzles, puede leerse: "Todo el mundo tiene un don especial, pero a veces tardamos 40 años en descubrirlo”. Carmen, la protagonista de la película, necesitó cumplir cincuenta años para saberse talentosa en algo que no fuera cocinar o limpiar la casa. O cumplir pasivamente con el débito conyugal, sin que se le notase mucho el desánimo. No pierdo, pues, la esperanza. 

Más allá de la erudición plasta en asuntos balompédicos o cinematográficos, y del rascado de testículos que llevo años practicando con particular virtuosismo, no se me conocen mayores méritos intelectuales o artísticos. No, desde luego, éste de la escritura  donde me manejo con desesperante torpeza, y donde al final del día sólo recalan, después de tanto esfuerzo en la reescritura, los lectores que iban buscando el sexo duro que mis titulares prometían sin dar. Y no, tampoco, pues ya he probado esa suerte, los puzzles. Desesperante pasatiempo en el que uno, entre pieza y pieza, entre chasco y chasco, no deja de pensar en los libros que podría estar leyendo, en las películas -¡decenas!- que podrían ocupar el tiempo de esas horas entregadas a la reconstrucción.

A la guionista y directora de Rompecabezas, Natalia Smirnoff, además del talento que despliega para atraparnos en esta historia minimalista, hay que agradecerle que no aproveche la ocasión para lanzarnos una sonrojante metáfora de la vida basada en los puzzles, como aquellas que soltaba el anciano cascarrabias de Amador, otro insigne aficionado que comparaba la estrategia en el tablero con la estrategia más general de la vida, en una literatura impropia de Fernando León de Aranoa. Rompecabezas, afortunadamente, no persigue ninguna moraleja, ninguna metáfora hueca. Es una historia sencilla, nada barroca, que sólo cuenta lo que cuenta. Por no tener, casi no tiene ni final... 




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Masacre, ven y mira

🌟🌟🌟

Hace unos meses, en su Historia del Cine, Mark Cousins afirmaba que Masacre: ven y mira era la mejor película bélica de todos los tiempos. Y uno, que a veces se deja llevar por sus entusiasmos, por su voz melódica de crítico apasionado, se la descargó en internet, byte a byte, en un destilación lentísima que venía a indicar que eran pocos, muy pocos, los cinéfilos del mundo que la guardaban en sus discos duros como un tesoro. 

    Uno nunca sabe qué pensar de estas películas que jamás pasan por la tele, que nunca están disponibles en DVD, o que llevan lustros descatalogadas en los inventarios. Que vas a robarlas en los naranjales de los cinéfilos y te encuentras con que sólo hay dos agricultores que las cultivan. O son obras maestras tan valiosas que sólo unos pocos saben apreciar, o, lo más frecuente, son tonterías elevadas a los altares por las sectas más radicales de los cinéfilos, que adoran al mismo dios del cine que yo adoro, pero de un modo estrambótico, proselitista, casi siempre muy exagerado.


           Masacre: ven y mira no merece ni las babas goteantes de Mark Cousins ni el olvido casi sádico de las programaciones. Los primeros cuarenta minutos sólo se aguantan porque uno, que ya tiene el culo entrenado, y el bostezo domesticado, espera que acontezcan las grandes cosas anunciadas. Hay mucha poesía visual, muchos paisajes bielorrusos, muchos silencios de la estepa... Es cine pre-bélico, más que bélico. Es, para que nos entendamos, cine soviético anterior a la Perestroika, y sus formas narrativas chocan con la formación de un súbdito entregado al imperialismo yanqui. Pero de repente, con un bombardeo aéreo del bosque, llega la guerra, y con ella, nuestra atención renovada, que perdurará, ahíta de sucesos, hasta el último segundo de la película. Pero más que la guerra, como otro jinete del Apocalipsis, llega la barbarie, la limpieza étnica. La matanza disfrazada de Lebensraum, de espacio vital para los germanos. No hay batallas en Masacre: ven y mira: sólo asesinatos en masa perpetrados por los Einsatzgruppen, desbocados por las aldeas de Bielorrusia sin hacer distingos de edad o de sexo. La consigna es clara: los eslavos constituyen una raza inferior, y además son comunistas, y cripto-judíos, y por tanto merecen morir. 

    Sólo un puñado de hombres conseguirán escapar de las matanzas sistemáticas y refugiarse en los bosques, a reforzar las guerrillas, a esperar el invierno y la llegada salvadora del Ejército Rojo. 





 
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Hollywood ending

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Mientras los americanos celebran el día de su independencia, yo, a este lado del Atlántico, en esta Invernalia a punto de ser derretida por el sol cabronazo, en esta tierra que dentro de una semanas será rebautizada como Infernalia, cierro este ciclo dedicado a las películas de Woody Allen con Hollywood Ending. Conmemoro la fiesta de los yanquis con el menos americano de sus directores, con el más neoyorquino (curiosamente) de todos ellos.

Hollywood Ending es una película cansina, con un chiste ocurrente y metafórico que vertebra toda la trama, pero muy solitario, y estirado. Uno echa de menos los metrajes de hora y media redonda, o incluso menos, de guiones ajustados y medidos al segundo. Esta vez le falló el tempo a Woody Allen, o al montador, o a nuestra paciencia de espectadores acostumbrados a lo mejor. El equívoco constante del director ciego tiene su punto, pero es una gracia menor, burlesca, casi de slapstick, más propia de aquella época superada de El dormilón. Uno se descubre varias veces consultando el reloj, pecando venialmente contra el maestro. Hollywood Ending se derrumbaría en un bostezo cataclísmico si no la sustentaran, como colosas de Rodas, como heroínas de leyenda, estas dos mujerazas de los ojos marinos y los cabellos trigueños.

De Téa Leoni ya lo sabíamos casi todo. De Tifani Thiessen, en cambio, casi nada. Y eso que no es una actriz fugaz para nada. La busco en internet y descubro que es una mujer de largo currículum, todavía pulsante y candente. Lástima que su belleza sólo incendie, reduciéndolos a cenizas, los platós donde se ruedan las series petardas, y las TV movies insustanciales. La gran pantalla no ha sabido explotar sus más que indudables dotes, que también intuyo artísticas. Me temo que Tifani ha pasado por mi vida como un cometa luminoso pero efímero. Podría seguir su órbita, allende los planetas, con la paciencia infinita de un astrónomo pendiente de su trayectoria. Pero ya no estoy en la edad, ni dispongo de tanto tiempo. Vuele, pues, Tifani, hacia el espacio infinito de sus proyectos de segunda fila, que nunca veré. Siempre me quedarán sus tres minutos de gloria en Hollywood Ending. Y qué tres minutos... 




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Veep. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Hace varios días que terminé de ver el último episodio de Veep, y el recuerdo de los chistes todavía me asalta en cualquier sitio, público o privado, dibujándome la sonrisa de bobo. Por aquí, en el pueblo, cuando me descubren de tal guisa en la cola del pan, o guiando mi oxidada bicicleta, siguen pensando que estoy majara, y que voy empeorando con la edad. Cómo explicarles que a uno le perdura Veep en la sesera, y que no puedo remediar la sonrisa. Cómo explicarles, peor aún, que existe una serie llamada Veep, que la dan por el canal de pago, o que se descarga por "el internet”, y que va de unos políticos americanos y sus asesores que no paran de hablar y de meter la pata... 

Algunos, los más informados de la pedanía, pensarían que les estoy hablando de Vip Noche, aquella horterada televisiva que hace veinte años presentaba Emilio Aragón en zapatillas deportivas. Se acordarían del programa porque allí meneaban el culo Las Cacao Maravillao, y ahi cosas que se les han quedado marcadas a fuego en los corazones, y en las braguetas...

Hay series como Veep que te poseen como si fueran demonios cachondos, y durante varios días uno se convierte en el predicador paliza de su serie favorita. Un Juan el Bautista que a orillas del río Sil anuncia la llegada de la mejor comedia del año, y está dispuesto a bautizar a todo el que se acerque de buena fe, sea berciano o extranjero. Sé de algún amigo que estos días me encuentra por la calle y me rehuye con discreción, como hacía Larry David con el "parar y charlar". Los muy veteranos ya saben que tras los saludos protocolarios voy a volver rápidamente sobre Veep: que si tienes que verla, que si es cojonuda, que si te dejo los DVDs, que si ya estás perdiendo el tiempo... Estos días no debo de parecer muy en mis cabales. Como Juan el Bautista, decía, en lo enajenado, y en la larga barga.

Será lo de Veep, o será la insolación de estos días asesinos de julio, pero no se me va esta fiebre monomaníaca, este deseo evangelizador de mi nueva religión.



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Poderosa Afrodita

🌟🌟🌟🌟🌟

En Poderosa Afrodita, Lenny y Amanda adoptan un hijo de madre desconocida al que llamarán Max. Lenny es un afamado reportero deportivo; Amanda, una exitosa galerista de arte. Ambos son personas cultas e inteligentes, neoyorquinos de clase alta que viven en un céntrico apartamento repleto de libros. Max, sin embargo, exhibe una inteligencia impropia superior, de superdotado. Amanda acepta este hecho como un regalo de la fortuna, y decide no darle más vueltas, pero Lenny, intrigado, necesita saber. Cuando contempla los juegos de Max en el salón, una parte de él sonríe complacido, y otra rumia una duda que le carcome las entrañas. ¿De dónde habrá salido ese crío inteligentísimo? ¿Quién es la madre que lo entregó en adopción? ¿Quién es el padre que vive escondido en la mitad de esos genes prodigiosos? 

Si Lenny hubiese creído en el poder mágico de la educación, se habría atribuido el mérito de haber criado a un hijo tan inteligente. Cosa de poner música de Mozart a todas horas, de leer juntos los cuentos infantiles, de hablarle al chiquillo con un vocabulario amplio y una sintaxis impecable. Así piensan muchos de los padres que caminan orgullosos por el ancho mundo, presumiendo de hijos estudiosos, y de hijas brillantísimas. Así piensan, también, los padres apesadumbrados, culpados a sí mismos, a los que finalmente les salió un hijo medio bobo, carne de cañón en el mercado laboral, semianalfabeto y cariñoso. Lenny, en cambio, cree en la lotería vital de los genes. Se alegra de que Max sea un niño listo, pero no se siente partícipe de la fiesta. Al adoptarlo le regaló un hogar confortable, un buen colegio, una seguridad económica... Una familia que se preocupa por él. Son grandes cosas, desde luego. ¿Pero la inteligencia? Eso es otra cosa. Max la lleva cosida a los cromosomas; no tiene nada que ver con Lenny, ni con Amanda. Tendrían que encerrarlo en un sótano oscuro, aislado del mundo, durante años, para corromper sus facultades. Ser unos padres de película de terror, para cercenar el futuro espléndido que le aguarda. Sin embargo, en el polo opuesto de las atenciones, los efectos sobre la inteligencia son escasos. Lo que no da natura, tataratura. Como dice el periodista científico Matt Ridley en uno de sus libros: 

Los padres son como la vitamina C; siempre que sea apropiada, un poco más o menos no tiene un efecto visible a largo plazo”. 





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Fireworks Wednesday

🌟🌟

Me cuesta reconocer el rostro de Taraneh Alidoosti en Fireworks Wednesday, película que Asghar Farhadi rodó años antes de A propósito de Elly. En Fireworks Wednesday, Taraneh no parece la misma mujer: siendo tres años más joven parece mucho más fea. Como una hermana menos agraciada. Como una regresión... Se ve que unos bellacos han pasado sus facciones a través de un maldito Photoshop invertido, que le ha subrayado los defectos, y le ha difuminado las perfecciones. Me aturde su cejijuntez, su expresión bobalicona, su aire pueblerino como de película de Abbas Kiarostami rodada en el quinto coño. No es ella, Taraneh, que me la han cambiado. O quizá, para mi horror, para dolor agudo de mi corazón, Taraneh era así en sus tiempos más mozos, recién llegada del pueblo, y fue al terminar el rodaje de Fireworks Wednesday cuando su representante le recomendó operarse la cara, y depilarse las cejas, y juntarse los dientes, para  alcanzar el estrellato en los cines de Teherán. De ser así, internet no aportaría mucha luz sobre el suceso. Sobre la vida íntima de las actrices iraníes reina la más estricta censura de los ayatolás. Y yo me quedaré, ay, con la sospecha eterna. Con la sombra de una duda, como en la película de Hitchcock. 
La sombra de un bigote, ay...




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Hannah y sus hermanas

🌟🌟🌟🌟

En Hannah y sus hermanas conviven dos tramas que tienen muy poco que ver. La historia central, la que trata propiamente de Hannah y sus hermanas, es el relato de tres neoyorkinas que se reúnen en los restaurantes y en los saraos de la familia para ponerse verdes las unas a las otras, y hablar sobre el cultivo insatisfactorio de sus espíritus. Quieren ser actrices, escritoras, fotógrafas, profesoras de universidad... Tirarse a los hombres más inteligentes de Manhattan y formar parte de los círculos exclusivos de la cultura. Pero siempre hay algo que se interpone en sus caminos: los maridos, los novios, la competencia feroz de otras mujeres. Es un drama familiar que me interesa más bien poco. Crónicas insulsas sobre burguesas de la vida resuelta, que se aburren infinitamente en su tiempo libre y no paran de dar la castaña con sus sueños artísticos. 

Me interesa mucho más la historia secundaria de Hannah y sus hermanas, la del mismo Woody Allen interpretando al exmarido hipocondríaco de Hannah. Quizá porque su drama médico es exactamente el mismo que yo viví hace unos años, cuando una sordera parcial del oído derecho suscitó la sospecha –luego descartada- de un tumor cerebral. Sus días de angustia antes de conocer el diagnóstico son el retrato fiel de la angustia que uno mismo vivió. De la angustia que otros seres muy cercanos han vivido en trances parecidos. Luego, para nuestra suerte, Woody se lanza a hacer comedia sobre el sentido de la vida, y embarca a su personaje en la búsqueda tragicómica de una religión que lo convenza de la existencia del más allá. Uno se ríe mucho con estas tribulaciones del escéptico que quiere creer en el catolicismo, en el judaísmo, en los preceptos básicos de los Hare Krishna, pero que al final lo descarta todo por falsario, por excesivamente optimista. Apesadumbrado ante la idea de la muerte, del vacío negro que allí espera a los ateos y a los descreídos, Mickey, cansado de dar vueltas por las calles, entra en un cine de Manhattan para distraer sus pensamientos. Proyectan Sopa de Ganso, y allí, refugiado en la oscuridad de su butaca, piensa:

“ Bueno, pues allí estaba yo, viendo aquella gente en la pantalla. La película empezó a interesarme.  Y entonces comencé a pensar otra cosa: ¿cómo se te ocurre matarte? ¿No te parece una estupidez? Fíjate en toda esa gente que está ahí arriba. Tienen mucha gracia. Incluso aunque lo peor sea cierto: ¿qué pasa si no existe Dios y nosotros sólo vivimos una vez y se acabó? ¿No te interesa, no te interesa, esta experiencia? Entonces me dije: ¡qué diablos! No todo es malo. Y pensé para mis adentros: ¿por qué no dejo de destrozar mi vida, buscando respuestas que jamás voy a encontrar, y me dedico a disfrutarla mientras dure?”.
      


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El comedia sexual de una noche de verano

🌟🌟🌟

Nada de provecho he sacado de La comedia sexual de una noche de verano. Y eso que parecía una película pintiparada para la ocasión, ahora que estamos a las puertas de las vacaciones, y que repuntan la ganas de reír, y de follar. A Woody Allen le salió un enredo de amores cruzados y matrimonios tambaleantes que sólo  pìnta unas cuantas sonrisas. Ni siquiera el elenco femenino contribuye a elevar mi ánimo melancólico: Mary Steenburger y Mia Farrow son dos mujeres de atractivos incuestionables que por alguna razón, quizá por una enfermedad gravísima de mis apetencias, nunca han conseguido que yo las amara como ellas se merecen. Es por eso que en La comedia sexual... no logro comprender a sus pretendientes masculinos, que se las rifan en terribles ordalías verbales, a la orilla del arroyo, y me pierdo sin remedio entre sus deseos, incapaz de sentir lo que ellos sienten por estas mujeres de gesto glacial, y apariencia monjil.

Adrian [Mary Steenburgen]: ¿Puede haber amor sin sexo?
Andrew [Woody Allen]: ¡Oh!, a veces creo que las dos cosas son completamente distintas.
Adrian: ¿Cómo...?
Andrew: Bueno, el acto sexual alivia tensiones, y el amor las crea. 





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A chorus line

🌟🌟🌟

“En realidad mi gran sueño ha sido saber bailar bien. La película que cambió mi vida por completo se llamaba Flashdance. Era una película que trataba sólo de baile. ¡Saber bailar...! Y sin embargo, al final, me limito siempre a mirar. Que también es bonito, pero no es lo mismo”.

Esto reflexionaba Nanni Moretti en Caro Diario mientras conducía su moto por las calles de Roma. Envidioso y admirado, aparcaba su vehículo en las fiestas populares para contemplar a los jóvenes que bailaban los ritmos latinos o brasileños. Era la época de la lambada...  A mí me pasa un poco lo mismo: también me quedo embobado en las fiestas, viendo a las gentes que mueven las caderas; también me quedo tonto en las películas musicales que a veces elijo para alcanzar la medianoche. Es una envidia que supongo común, a todos los que hemos nacido con dos pies izquierdos, con dos extremidades palmípedas, con dos tobillos estúpidos que malinterpretan las órdenes recibidas.

A chorus line es un musical que se sigue a ratos, a esfuerzos. Cuando los personajes bailan y brincan por el escenario, uno celebra la vida vicariamente, en contemplación distante del esfuerzo. Cuando se detienen para limpiarse el sudor y contar sus rollos personales, uno avanza a trancos con el mando a distancia para alcanzar el siguiente número musical. Y así, de oca en oca, de puente a puente, se llega hasta el famosérrimo número final, One, que he visto decenas de veces en los documentos, y en internet, nunca en su contexto, y que tiene un sonsonete que durante años no se me ha ido de la cabeza. Por ahí asoma ya el primer sombrero de copa de los muchos que vendrán después: “Tan, tararán, tararán...”




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Chronicle

🌟🌟🌟🌟

En Chronicle, tres adolescentes adquieren el don de la telequinesia gracias al encuentro con un objeto extraño que yacía enterrado en el bosque. ¿Era un ovni? ¿Un artefacto del futuro? ¿Un experimento del gobierno? Un mcguffin sin importancia, en cualquier caso.

Al principio de la película, los chavalotes utilizarán sus nuevas habilidades para tomarle el pelo a la gente, y cachondearse de los alumnos más bravucones del instituto. Y dejar impresionadas a las rubias más guapas de Seattle, claro está, sin desvelar el secreto de sus nuevos atractivos, haciéndolos pasar por un exceso de testosterona, o por una destreza insospechada de mago profesional. Ellas, las muy ladinas, las muy veleidosas, dejarán a sus novios del equipo de fútbol americano y caerán rendidas a sus pies. Sus orgasmos de inducción telequinésica las volverán muy locas y muy agradecidas.


            Nuestros muchachos, al principio, se manejan torpemente con los poderes, y se pegan unos leñazos de impresión, y rompen los objetos que pretenden manipular. Se parten el culo de risa, y sus vidas transcurren felices y traviesas. Sin embargo, con el discurrir de la película, haciendo el tontico por aquí y por allá, aprenden a dominar sus asombrosas capacidades, y se convierten en superhéroes abrumados por la disyuntiva de lanzarse a salvar al mundo, en fatigosa e interminable tarea, o quedarse en el barrio a pegarse la gran vidorra del milagrero ocasional. Es la disyuntiva de todo caballero Jedi que siente la llamada perezosa del Lado Oscuro de la Fuerza...

A partir de ahí, Chronicle deriva hacia una película de acción con sus persecuciones y sus mamporros, que ya interesa algo menos. Era al principio, en las travesuras de los adolescentes, cuando la sonrisa complacida casi me llegaba hasta las orejas. Lo que hubiera dado yo, hace un cuarto de siglo, por disfrutar de un poder así. ¡Mis cien calificaciones de estudiante ejemplar!, por la cuarta parte de semejante fortuna. De qué me iban a servir ya, los sobresalientes de los cojones, con la vida resuelta gracias a la magia invisible que brotaría de mi cerebro, y de las puntas eléctricas de los dedos. Futbolista de élite, o estrella del espectáculo, o manipulador rastrero de las altas finanzas. De cuántos tipejos del colegio me hubiera vengado. A cuántas bellezas de la diadema en el pelo hubiera conquistado con la demostración chulesca de mis proezas. Todavía hoy, pasados los cuarenta años, sigo soñando con un poder invisible que hiciera justicia y callara las bocas. Un ciudadano anónimo, grisáceo, con un aire celtibérico a lo Clark Kent, que hiciera un despliegue dosificado de sus facultades: un empujón por aquí, una hostiaza por allá, una falda traviesa que levanta la brisa. Un bikini juguetón que se desata justo antes de saltar a la piscina...  Un gol de mi retoño que entra justo pegado al palo, cuando ya parecía marcharse por la línea de fondo. La Copa de Europa del Real Madrid, con Pitufo ejerciendo de gran capitán, conseguida desde el anonimato telequinésico de mi sofá. Pequeñas justicias, modestas venganzas, cotidianos gozos que me harían inmensamente feliz. Una reconciliación con la vida en toda regla. 

Una lástima que en Invernalia jamás aterricen los ovnis, ni yazcan escondidos los secretos tecnológicos del ejército español. En Estados Unidos, por lo que se deduce de Chronicle, las posibilidades de que te toque esta lotería son mucho más altas. Las mismas que de ser abducido por los extraterrestres, también sea dicho. O de morir tiroteado por un trastornado. No todo iban a ser ventajas.



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Manhattan

🌟🌟🌟🌟🌟

Si Manhattan es el homenaje de Woody Allen a la ciudad –más bien al barrio- en el que vive, ¿cómo sería el homenaje de un cineasta leonés, también neurótico y gafapasta, a su Invernalia natal, tan pequeñita y escondida en el mapa? Para empezar, León saldría mal retratada en blanco y negro, porque yo me la imagino más bien sepia, arrugada, desleída... La música de Gershwin no pegaría ni con cola en ese trasfondo de imágenes decadentes, con la catedral milenaria al fondo. Quedaría mejor un cuarteto de cuerda, o una jota de la tierra, que también las hay, interpretada en tono melancólico por un grupo folk con pandereta y castañuelas. 

Los viandantes que en la película de Woody Allen recorren Manhattan buscando el amor, los museos, las cafeterías de moda, serían aquí, en León City, sosegados ancianos que a la caída del sol toman las avenidas arboladas, asaltan los bancos de sentarse, alimentan con migas de pan a las palomas... Nuestros jubilados y jubiladas necesitan tres pasos para recorrer el mismo espacio que un anciano de Nueva York avanza con uno solo. Ellos son descendientes de los bárbaros, de los vikingos, de los celtas del norte, y por su sangre corre sangre guerrera y salvaje. La de aquí sería una película con un ritmo muy diferente, lentísimo, como de cine iraní. 

La Tracy de León City no sería una chica tan hermosa como Mariel Hemingway. También las hay guapas, por supuesto, en estas tierras de la meseta superior, pero viven escondidas, en los barrios residenciales de lujo, en las piscinas privadísimas del verano. En las plantas de moda de El Corte Inglés, sobre todo, a donde llegan en helicóptero, o por la puerta de atrás. Son inalcanzables, las chicas guapas de León. Siempre lo fueron. 

Tracy: Tengo que tomar el avión...
Isaac: Ah, vamos, vamos... No puedes irte, Tracy.
Tracy: ¿Por qué no hiciste esta aparición la semana pasada? Seis meses no es tanto. Y no todo el mundo se corrompe. [Isaac  suspira, descreído] Has de tener un poco de fe en las personas.





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American Splendor

🌟🌟🌟🌟

El cine, de vez en cuando, me presenta hermanos que no son sangre de mi  sangre. Personajes que viven en otras culturas, o en otros tiempos, pero que guardan, insospechadamente, un gran parecido con mi propia manera de pensar, de conducirme por la vida. En ellos reconozco mis virtudes y mis defectos, y son como la radiografía o el escáner del interior que yo no veo. Incapaz de ser sincero conmigo mismo, me miro en el espejo que estos personajes me proporcionan. Allí pudo examinarme congelando los diálogos, estudiando las imágenes, reflexionando sobre lo que he visto y oído cuando acaba la película.  

Siguiendo la pista de Robert Crumb, vuelvo a ver, después de varios años, la inclasificable película American Splendor, y allí me reencuentro con mi hermano nacido en Cleveland, Harvey Pekar. Harvey, fallecido hace tres años, era un  archivero de hospital que en los años 60 tuvo la suerte de conocer a Robert Crumb, y entablar  amistad con él. Juntos parieron el cómic underground American Splendor, en el que  Robert se encargaba de los dibujos y Harvey de los guiones. Allí contaba, sin aderezos, sin fantasías, su vida propia vida de funcionario mal pagado, y de hombre fracasado en sus matrimonios, todo ello en el paisaje decadente y postindustrial de Cleveland. 

Harvey jamás hace ejercicio; se pasa los días laborables sentado en su pequeña oficina, imaginando vidas mejores. Consume los fines de semana tumbado en el sofá, viendo la tele, comiendo porquerías, escuchando sus discos de jazz con la mano siempre palpando la entrepierna. A grandes rasgos, viene a ser la vida que yo también llevo, o al menos la que anhelo en secreto, la que viviría como un cerdo en su lodazal si las obligaciones no tiraran de mí con el gancho. Cambiemos la industrial Cleveland por la contaminada Ponferrada y ya podríamos intercambiar nuestros papeles. Harvey sería el espectador de una película que me tendría a mí como protagonista: Bercianish Splendor, la celtíbera desventura de un gordinflón enamorado de Natalie Portman que se refugia en las películas para olvidarse de que ya está casado con otra mujer, y de que tiene un hijo a punto de entrar en el negro túnel de la adolescencia, y de que el tercio de vida que le queda por vivir se pronostica en los telediarios con más nubes que claros, y chubascos tormentosos a media tarde. 

    Pekar es una exageración negra de mí mismo. Un yo al que hubiesen estirado por aquí y por allá, dibujando una caricatura como ésas de los puestos callejeros. El parecido es, de todos modos, en algunos rasgos, inquietante. American Splendor es una advertencia que el cine me regala gratis con la entrada. 




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Modern family

🌟🌟🌟🌟

Me gusta mucho, Modern Family. Y no debería... El bolchevique que vive en mi interior odia a estas tres familias que se pasan la vida de festejo en festejo. Si hacemos caso de lo que nos cuentan los guionistas, a estos burgueses se les va el noventa por ciento del presupuesto en la concejalía de fiestas. Raro es el episodio que no están celebrando algo, por todo lo alto, en sus jardines cuidadísimos con piscina, con banquetes pantagruélicos y decoraciones de guirnaldas: el Día del Padre, o el Día de la Madre, o el Día de Acción de Gracias, o el 4 de Julio, o Halloween, o Navidad, o Hanuká, o el cumpleaños de alguien,  o un aniversario de boda, o un aniversario de noviazgo, o un aniversario de adopción, o la Fiesta Nacional de Colombia, o el Día del Orgullo Gay, o la fiesta de graduación en la Elementary School, o la fiesta de graduación en el High School, o el sobresaliente inesperado de una hija, o la venta de una casa que a Phil Dunphy le reportará una jugosa comisión de tres pares de narices. Si todas las familias del mundo llevaran este tren de vida, hace ya décadas que las cucarachas estarían reinando sobre el planeta arrasado, deforestado, extinto de especies, el basurero global que ya quedó predicho en WALL.E. 



Sin embargo, el otro tipo que vive dentro de mí, el seriéfilo que se tumba en el sofá y relaja el puño revolucionario para empuñar el mando a distancia, siente una admiración rendida por Modern Family. Es una comedia agilísima, chispeante, medida hasta el último segundo, hasta la última palabra. Es una obra de ingeniería asombrosa. Los personajes y las tramas que los animan casi son lo de menos: es el ritmo, la frescura, la inteligencia eléctrica de las réplicas, lo que a uno le mantiene boquiabierto y sonriente, a pesar de los prejuicios ideológicos. Y los atractivos de Sofía Vergara, claro. Y la belleza anglosajónica de Julie Bowen, por supuesto. Más allá de lo que vemos en pantalla, se barrunta una maquinaria perfecta de productores y guionistas. Me río yo de los paddocks de la Fórmula 1...

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