Camarón

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En el mismo año 1992 de los Juegos Olímpicos de Barcelona, de la Expo Universal de Sevilla, del 500 Aniversario de la Invasión de América, moría, en Badalona, de un cáncer de pulmón, a los 41 años, Camarón de la Isla. En las tierras del Sur fue una de las grandes noticias del año. Los flamencólogos, los gitanos, los aficionados a la música en general, lloraron su pérdida en días negrísimos de luto. Aquí en el Norte, sin embargo, en las tierras frías y brumosas donde el flamenco es una música que a veces sacan por televisión, apenas nos llegó el rumor sordo de la tragedia. Sabíamos quién era Camarón, claro, un gitano rubio, delgado, consumido por el tabaco y las drogas, que a decir de los entendidos había revolucionado el arte de cantar. Y poco más. La mayoría, sorprendidos en la calle por un micrófono de la tele, no habríamos sabido mencionar ni una sola de sus canciones, habitantes de un planeta que orbita a mil kilómetros del sol gaditano. 

Sé que no tengo perdón, ni excusa, con este asunto de Camarón, pero quiero, al menos, confesar aquí mis pecados musicales. Ahora, al menos, gracias a la película de Jaime Chávarri, sé dónde ubicar a Camarón en el mapa de la geografía, y en el mapa de su relevancia. Y eso que la película no es, precisamente, una joya. El argumento va metiendo las patorras en casi todos los charcos embarrados del biopic: a sus responsables les puede el melodrama, el chiste cursi, el retrato simplón de los sentimientos. A veces utilizan trucos muy baratos, de tienda de chino, o de mercadillo de pueblo. No exponen a Camarón para que el espectador decida por sí mismo, y ponga las luces y las sombras allá donde estime conveniente. Te lo enseñan, te lo esconden, te lo regatean como toreros con la muleta, o como futbolistas con el balón. Tratan de dirigir tus emociones con las musiquillas de la banda sonora, ahora infantiles, ahora negras, ahora románticas, y uno se siente manipulado y un poco idiota.

Pero si la película no es gran cosa, el documento es, en cambio, impagable. Camarón, como lección de cultura general, como introducción al flamenco, como clase intensiva de biografía, bien vale el acercamiento. Y está, por supuesto, Óscar Jaenada, que antes de empezar a rodar pasó por el quirófano para quitarse su propia piel y enfundarse ésta otra del Camarón, que le queda perfecta, como de hermano gemelo. Impagable, el tío.




 
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Rompecabezas

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En los anuncios promocionales de Rompecabezas, película argentina sobre un ama de casa que descubre casualmente su pericia con los puzzles, puede leerse: "Todo el mundo tiene un don especial, pero a veces tardamos 40 años en descubrirlo”. Carmen, la protagonista de la película, necesitó cumplir cincuenta años para saberse talentosa en algo que no fuera cocinar o limpiar la casa. O cumplir pasivamente con el débito conyugal, sin que se le notase mucho el desánimo. No pierdo, pues, la esperanza. 

Más allá de la erudición plasta en asuntos balompédicos o cinematográficos, y del rascado de testículos que llevo años practicando con particular virtuosismo, no se me conocen mayores méritos intelectuales o artísticos. No, desde luego, éste de la escritura  donde me manejo con desesperante torpeza, y donde al final del día sólo recalan, después de tanto esfuerzo en la reescritura, los lectores que iban buscando el sexo duro que mis titulares prometían sin dar. Y no, tampoco, pues ya he probado esa suerte, los puzzles. Desesperante pasatiempo en el que uno, entre pieza y pieza, entre chasco y chasco, no deja de pensar en los libros que podría estar leyendo, en las películas -¡decenas!- que podrían ocupar el tiempo de esas horas entregadas a la reconstrucción.

A la guionista y directora de Rompecabezas, Natalia Smirnoff, además del talento que despliega para atraparnos en esta historia minimalista, hay que agradecerle que no aproveche la ocasión para lanzarnos una sonrojante metáfora de la vida basada en los puzzles, como aquellas que soltaba el anciano cascarrabias de Amador, otro insigne aficionado que comparaba la estrategia en el tablero con la estrategia más general de la vida, en una literatura impropia de Fernando León de Aranoa. Rompecabezas, afortunadamente, no persigue ninguna moraleja, ninguna metáfora hueca. Es una historia sencilla, nada barroca, que sólo cuenta lo que cuenta. Por no tener, casi no tiene ni final... 




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Masacre, ven y mira

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Hace unos meses, en su Historia del Cine, Mark Cousins afirmaba que Masacre: ven y mira era la mejor película bélica de todos los tiempos. Y uno, que a veces se deja llevar por sus entusiasmos, por su voz melódica de crítico apasionado, se la descargó en internet, byte a byte, en un destilación lentísima que venía a indicar que eran pocos, muy pocos, los cinéfilos del mundo que la guardaban en sus discos duros como un tesoro. 

    Uno nunca sabe qué pensar de estas películas que jamás pasan por la tele, que nunca están disponibles en DVD, o que llevan lustros descatalogadas en los inventarios. Que vas a robarlas en los naranjales de los cinéfilos y te encuentras con que sólo hay dos agricultores que las cultivan. O son obras maestras tan valiosas que sólo unos pocos saben apreciar, o, lo más frecuente, son tonterías elevadas a los altares por las sectas más radicales de los cinéfilos, que adoran al mismo dios del cine que yo adoro, pero de un modo estrambótico, proselitista, casi siempre muy exagerado.


           Masacre: ven y mira no merece ni las babas goteantes de Mark Cousins ni el olvido casi sádico de las programaciones. Los primeros cuarenta minutos sólo se aguantan porque uno, que ya tiene el culo entrenado, y el bostezo domesticado, espera que acontezcan las grandes cosas anunciadas. Hay mucha poesía visual, muchos paisajes bielorrusos, muchos silencios de la estepa... Es cine pre-bélico, más que bélico. Es, para que nos entendamos, cine soviético anterior a la Perestroika, y sus formas narrativas chocan con la formación de un súbdito entregado al imperialismo yanqui. Pero de repente, con un bombardeo aéreo del bosque, llega la guerra, y con ella, nuestra atención renovada, que perdurará, ahíta de sucesos, hasta el último segundo de la película. Pero más que la guerra, como otro jinete del Apocalipsis, llega la barbarie, la limpieza étnica. La matanza disfrazada de Lebensraum, de espacio vital para los germanos. No hay batallas en Masacre: ven y mira: sólo asesinatos en masa perpetrados por los Einsatzgruppen, desbocados por las aldeas de Bielorrusia sin hacer distingos de edad o de sexo. La consigna es clara: los eslavos constituyen una raza inferior, y además son comunistas, y cripto-judíos, y por tanto merecen morir. 

    Sólo un puñado de hombres conseguirán escapar de las matanzas sistemáticas y refugiarse en los bosques, a reforzar las guerrillas, a esperar el invierno y la llegada salvadora del Ejército Rojo. 





 
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Hollywood ending

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Mientras los americanos celebran el día de su independencia, yo, a este lado del Atlántico, en esta Invernalia a punto de ser derretida por el sol cabronazo, en esta tierra que dentro de una semanas será rebautizada como Infernalia, cierro este ciclo dedicado a las películas de Woody Allen con Hollywood Ending. Conmemoro la fiesta de los yanquis con el menos americano de sus directores, con el más neoyorquino (curiosamente) de todos ellos.

Hollywood Ending es una película cansina, con un chiste ocurrente y metafórico que vertebra toda la trama, pero muy solitario, y estirado. Uno echa de menos los metrajes de hora y media redonda, o incluso menos, de guiones ajustados y medidos al segundo. Esta vez le falló el tempo a Woody Allen, o al montador, o a nuestra paciencia de espectadores acostumbrados a lo mejor. El equívoco constante del director ciego tiene su punto, pero es una gracia menor, burlesca, casi de slapstick, más propia de aquella época superada de El dormilón. Uno se descubre varias veces consultando el reloj, pecando venialmente contra el maestro. Hollywood Ending se derrumbaría en un bostezo cataclísmico si no la sustentaran, como colosas de Rodas, como heroínas de leyenda, estas dos mujerazas de los ojos marinos y los cabellos trigueños.

De Téa Leoni ya lo sabíamos casi todo. De Tifani Thiessen, en cambio, casi nada. Y eso que no es una actriz fugaz para nada. La busco en internet y descubro que es una mujer de largo currículum, todavía pulsante y candente. Lástima que su belleza sólo incendie, reduciéndolos a cenizas, los platós donde se ruedan las series petardas, y las TV movies insustanciales. La gran pantalla no ha sabido explotar sus más que indudables dotes, que también intuyo artísticas. Me temo que Tifani ha pasado por mi vida como un cometa luminoso pero efímero. Podría seguir su órbita, allende los planetas, con la paciencia infinita de un astrónomo pendiente de su trayectoria. Pero ya no estoy en la edad, ni dispongo de tanto tiempo. Vuele, pues, Tifani, hacia el espacio infinito de sus proyectos de segunda fila, que nunca veré. Siempre me quedarán sus tres minutos de gloria en Hollywood Ending. Y qué tres minutos... 




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Veep. Temporada 1

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Hace varios días que terminé de ver el último episodio de Veep, y el recuerdo de los chistes todavía me asalta en cualquier sitio, público o privado, dibujándome la sonrisa de bobo. Por aquí, en el pueblo, cuando me descubren de tal guisa en la cola del pan, o guiando mi oxidada bicicleta, siguen pensando que estoy majara, y que voy empeorando con la edad. Cómo explicarles que a uno le perdura Veep en la sesera, y que no puedo remediar la sonrisa. Cómo explicarles, peor aún, que existe una serie llamada Veep, que la dan por el canal de pago, o que se descarga por "el internet”, y que va de unos políticos americanos y sus asesores que no paran de hablar y de meter la pata... 

Algunos, los más informados de la pedanía, pensarían que les estoy hablando de Vip Noche, aquella horterada televisiva que hace veinte años presentaba Emilio Aragón en zapatillas deportivas. Se acordarían del programa porque allí meneaban el culo Las Cacao Maravillao, y ahi cosas que se les han quedado marcadas a fuego en los corazones, y en las braguetas...

Hay series como Veep que te poseen como si fueran demonios cachondos, y durante varios días uno se convierte en el predicador paliza de su serie favorita. Un Juan el Bautista que a orillas del río Sil anuncia la llegada de la mejor comedia del año, y está dispuesto a bautizar a todo el que se acerque de buena fe, sea berciano o extranjero. Sé de algún amigo que estos días me encuentra por la calle y me rehuye con discreción, como hacía Larry David con el "parar y charlar". Los muy veteranos ya saben que tras los saludos protocolarios voy a volver rápidamente sobre Veep: que si tienes que verla, que si es cojonuda, que si te dejo los DVDs, que si ya estás perdiendo el tiempo... Estos días no debo de parecer muy en mis cabales. Como Juan el Bautista, decía, en lo enajenado, y en la larga barga.

Será lo de Veep, o será la insolación de estos días asesinos de julio, pero no se me va esta fiebre monomaníaca, este deseo evangelizador de mi nueva religión.



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Poderosa Afrodita

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En Poderosa Afrodita, Lenny y Amanda adoptan un hijo de madre desconocida al que llamarán Max. Lenny es un afamado reportero deportivo; Amanda, una exitosa galerista de arte. Ambos son personas cultas e inteligentes, neoyorquinos de clase alta que viven en un céntrico apartamento repleto de libros. Max, sin embargo, exhibe una inteligencia impropia superior, de superdotado. Amanda acepta este hecho como un regalo de la fortuna, y decide no darle más vueltas, pero Lenny, intrigado, necesita saber. Cuando contempla los juegos de Max en el salón, una parte de él sonríe complacido, y otra rumia una duda que le carcome las entrañas. ¿De dónde habrá salido ese crío inteligentísimo? ¿Quién es la madre que lo entregó en adopción? ¿Quién es el padre que vive escondido en la mitad de esos genes prodigiosos? 

Si Lenny hubiese creído en el poder mágico de la educación, se habría atribuido el mérito de haber criado a un hijo tan inteligente. Cosa de poner música de Mozart a todas horas, de leer juntos los cuentos infantiles, de hablarle al chiquillo con un vocabulario amplio y una sintaxis impecable. Así piensan muchos de los padres que caminan orgullosos por el ancho mundo, presumiendo de hijos estudiosos, y de hijas brillantísimas. Así piensan, también, los padres apesadumbrados, culpados a sí mismos, a los que finalmente les salió un hijo medio bobo, carne de cañón en el mercado laboral, semianalfabeto y cariñoso. Lenny, en cambio, cree en la lotería vital de los genes. Se alegra de que Max sea un niño listo, pero no se siente partícipe de la fiesta. Al adoptarlo le regaló un hogar confortable, un buen colegio, una seguridad económica... Una familia que se preocupa por él. Son grandes cosas, desde luego. ¿Pero la inteligencia? Eso es otra cosa. Max la lleva cosida a los cromosomas; no tiene nada que ver con Lenny, ni con Amanda. Tendrían que encerrarlo en un sótano oscuro, aislado del mundo, durante años, para corromper sus facultades. Ser unos padres de película de terror, para cercenar el futuro espléndido que le aguarda. Sin embargo, en el polo opuesto de las atenciones, los efectos sobre la inteligencia son escasos. Lo que no da natura, tataratura. Como dice el periodista científico Matt Ridley en uno de sus libros: 

Los padres son como la vitamina C; siempre que sea apropiada, un poco más o menos no tiene un efecto visible a largo plazo”. 





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Fireworks Wednesday

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Me cuesta reconocer el rostro de Taraneh Alidoosti en Fireworks Wednesday, película que Asghar Farhadi rodó años antes de A propósito de Elly. En Fireworks Wednesday, Taraneh no parece la misma mujer: siendo tres años más joven parece mucho más fea. Como una hermana menos agraciada. Como una regresión... Se ve que unos bellacos han pasado sus facciones a través de un maldito Photoshop invertido, que le ha subrayado los defectos, y le ha difuminado las perfecciones. Me aturde su cejijuntez, su expresión bobalicona, su aire pueblerino como de película de Abbas Kiarostami rodada en el quinto coño. No es ella, Taraneh, que me la han cambiado. O quizá, para mi horror, para dolor agudo de mi corazón, Taraneh era así en sus tiempos más mozos, recién llegada del pueblo, y fue al terminar el rodaje de Fireworks Wednesday cuando su representante le recomendó operarse la cara, y depilarse las cejas, y juntarse los dientes, para  alcanzar el estrellato en los cines de Teherán. De ser así, internet no aportaría mucha luz sobre el suceso. Sobre la vida íntima de las actrices iraníes reina la más estricta censura de los ayatolás. Y yo me quedaré, ay, con la sospecha eterna. Con la sombra de una duda, como en la película de Hitchcock. 
La sombra de un bigote, ay...




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Hannah y sus hermanas

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En Hannah y sus hermanas conviven dos tramas que tienen muy poco que ver. La historia central, la que trata propiamente de Hannah y sus hermanas, es el relato de tres neoyorkinas que se reúnen en los restaurantes y en los saraos de la familia para ponerse verdes las unas a las otras, y hablar sobre el cultivo insatisfactorio de sus espíritus. Quieren ser actrices, escritoras, fotógrafas, profesoras de universidad... Tirarse a los hombres más inteligentes de Manhattan y formar parte de los círculos exclusivos de la cultura. Pero siempre hay algo que se interpone en sus caminos: los maridos, los novios, la competencia feroz de otras mujeres. Es un drama familiar que me interesa más bien poco. Crónicas insulsas sobre burguesas de la vida resuelta, que se aburren infinitamente en su tiempo libre y no paran de dar la castaña con sus sueños artísticos. 

Me interesa mucho más la historia secundaria de Hannah y sus hermanas, la del mismo Woody Allen interpretando al exmarido hipocondríaco de Hannah. Quizá porque su drama médico es exactamente el mismo que yo viví hace unos años, cuando una sordera parcial del oído derecho suscitó la sospecha –luego descartada- de un tumor cerebral. Sus días de angustia antes de conocer el diagnóstico son el retrato fiel de la angustia que uno mismo vivió. De la angustia que otros seres muy cercanos han vivido en trances parecidos. Luego, para nuestra suerte, Woody se lanza a hacer comedia sobre el sentido de la vida, y embarca a su personaje en la búsqueda tragicómica de una religión que lo convenza de la existencia del más allá. Uno se ríe mucho con estas tribulaciones del escéptico que quiere creer en el catolicismo, en el judaísmo, en los preceptos básicos de los Hare Krishna, pero que al final lo descarta todo por falsario, por excesivamente optimista. Apesadumbrado ante la idea de la muerte, del vacío negro que allí espera a los ateos y a los descreídos, Mickey, cansado de dar vueltas por las calles, entra en un cine de Manhattan para distraer sus pensamientos. Proyectan Sopa de Ganso, y allí, refugiado en la oscuridad de su butaca, piensa:

“ Bueno, pues allí estaba yo, viendo aquella gente en la pantalla. La película empezó a interesarme.  Y entonces comencé a pensar otra cosa: ¿cómo se te ocurre matarte? ¿No te parece una estupidez? Fíjate en toda esa gente que está ahí arriba. Tienen mucha gracia. Incluso aunque lo peor sea cierto: ¿qué pasa si no existe Dios y nosotros sólo vivimos una vez y se acabó? ¿No te interesa, no te interesa, esta experiencia? Entonces me dije: ¡qué diablos! No todo es malo. Y pensé para mis adentros: ¿por qué no dejo de destrozar mi vida, buscando respuestas que jamás voy a encontrar, y me dedico a disfrutarla mientras dure?”.
      


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