Camarón

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En el mismo año 1992 de los Juegos Olímpicos de Barcelona, de la Expo Universal de Sevilla, del 500 Aniversario de la Invasión de América, moría, en Badalona, de un cáncer de pulmón, a los 41 años, Camarón de la Isla. En las tierras del Sur fue una de las grandes noticias del año. Los flamencólogos, los gitanos, los aficionados a la música en general, lloraron su pérdida en días negrísimos de luto. Aquí en el Norte, sin embargo, en las tierras frías y brumosas donde el flamenco es una música que a veces sacan por televisión, apenas nos llegó el rumor sordo de la tragedia. Sabíamos quién era Camarón, claro, un gitano rubio, delgado, consumido por el tabaco y las drogas, que a decir de los entendidos había revolucionado el arte de cantar. Y poco más. La mayoría, sorprendidos en la calle por un micrófono de la tele, no habríamos sabido mencionar ni una sola de sus canciones, habitantes de un planeta que orbita a mil kilómetros del sol gaditano. 

Sé que no tengo perdón, ni excusa, con este asunto de Camarón, pero quiero, al menos, confesar aquí mis pecados musicales. Ahora, al menos, gracias a la película de Jaime Chávarri, sé dónde ubicar a Camarón en el mapa de la geografía, y en el mapa de su relevancia. Y eso que la película no es, precisamente, una joya. El argumento va metiendo las patorras en casi todos los charcos embarrados del biopic: a sus responsables les puede el melodrama, el chiste cursi, el retrato simplón de los sentimientos. A veces utilizan trucos muy baratos, de tienda de chino, o de mercadillo de pueblo. No exponen a Camarón para que el espectador decida por sí mismo, y ponga las luces y las sombras allá donde estime conveniente. Te lo enseñan, te lo esconden, te lo regatean como toreros con la muleta, o como futbolistas con el balón. Tratan de dirigir tus emociones con las musiquillas de la banda sonora, ahora infantiles, ahora negras, ahora románticas, y uno se siente manipulado y un poco idiota.

Pero si la película no es gran cosa, el documento es, en cambio, impagable. Camarón, como lección de cultura general, como introducción al flamenco, como clase intensiva de biografía, bien vale el acercamiento. Y está, por supuesto, Óscar Jaenada, que antes de empezar a rodar pasó por el quirófano para quitarse su propia piel y enfundarse ésta otra del Camarón, que le queda perfecta, como de hermano gemelo. Impagable, el tío.




 
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Rompecabezas

🌟🌟🌟🌟

En los anuncios promocionales de Rompecabezas, película argentina sobre un ama de casa que descubre casualmente su pericia con los puzzles, puede leerse: "Todo el mundo tiene un don especial, pero a veces tardamos 40 años en descubrirlo”. Carmen, la protagonista de la película, necesitó cumplir cincuenta años para saberse talentosa en algo que no fuera cocinar o limpiar la casa. O cumplir pasivamente con el débito conyugal, sin que se le notase mucho el desánimo. No pierdo, pues, la esperanza. 

Más allá de la erudición plasta en asuntos balompédicos o cinematográficos, y del rascado de testículos que llevo años practicando con particular virtuosismo, no se me conocen mayores méritos intelectuales o artísticos. No, desde luego, éste de la escritura  donde me manejo con desesperante torpeza, y donde al final del día sólo recalan, después de tanto esfuerzo en la reescritura, los lectores que iban buscando el sexo duro que mis titulares prometían sin dar. Y no, tampoco, pues ya he probado esa suerte, los puzzles. Desesperante pasatiempo en el que uno, entre pieza y pieza, entre chasco y chasco, no deja de pensar en los libros que podría estar leyendo, en las películas -¡decenas!- que podrían ocupar el tiempo de esas horas entregadas a la reconstrucción.

A la guionista y directora de Rompecabezas, Natalia Smirnoff, además del talento que despliega para atraparnos en esta historia minimalista, hay que agradecerle que no aproveche la ocasión para lanzarnos una sonrojante metáfora de la vida basada en los puzzles, como aquellas que soltaba el anciano cascarrabias de Amador, otro insigne aficionado que comparaba la estrategia en el tablero con la estrategia más general de la vida, en una literatura impropia de Fernando León de Aranoa. Rompecabezas, afortunadamente, no persigue ninguna moraleja, ninguna metáfora hueca. Es una historia sencilla, nada barroca, que sólo cuenta lo que cuenta. Por no tener, casi no tiene ni final... 




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Masacre, ven y mira

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Hace unos meses, en su Historia del Cine, Mark Cousins afirmaba que Masacre: ven y mira era la mejor película bélica de todos los tiempos. Y uno, que a veces se deja llevar por sus entusiasmos, por su voz melódica de crítico apasionado, se la descargó en internet, byte a byte, en un destilación lentísima que venía a indicar que eran pocos, muy pocos, los cinéfilos del mundo que la guardaban en sus discos duros como un tesoro. 

    Uno nunca sabe qué pensar de estas películas que jamás pasan por la tele, que nunca están disponibles en DVD, o que llevan lustros descatalogadas en los inventarios. Que vas a robarlas en los naranjales de los cinéfilos y te encuentras con que sólo hay dos agricultores que las cultivan. O son obras maestras tan valiosas que sólo unos pocos saben apreciar, o, lo más frecuente, son tonterías elevadas a los altares por las sectas más radicales de los cinéfilos, que adoran al mismo dios del cine que yo adoro, pero de un modo estrambótico, proselitista, casi siempre muy exagerado.


           Masacre: ven y mira no merece ni las babas goteantes de Mark Cousins ni el olvido casi sádico de las programaciones. Los primeros cuarenta minutos sólo se aguantan porque uno, que ya tiene el culo entrenado, y el bostezo domesticado, espera que acontezcan las grandes cosas anunciadas. Hay mucha poesía visual, muchos paisajes bielorrusos, muchos silencios de la estepa... Es cine pre-bélico, más que bélico. Es, para que nos entendamos, cine soviético anterior a la Perestroika, y sus formas narrativas chocan con la formación de un súbdito entregado al imperialismo yanqui. Pero de repente, con un bombardeo aéreo del bosque, llega la guerra, y con ella, nuestra atención renovada, que perdurará, ahíta de sucesos, hasta el último segundo de la película. Pero más que la guerra, como otro jinete del Apocalipsis, llega la barbarie, la limpieza étnica. La matanza disfrazada de Lebensraum, de espacio vital para los germanos. No hay batallas en Masacre: ven y mira: sólo asesinatos en masa perpetrados por los Einsatzgruppen, desbocados por las aldeas de Bielorrusia sin hacer distingos de edad o de sexo. La consigna es clara: los eslavos constituyen una raza inferior, y además son comunistas, y cripto-judíos, y por tanto merecen morir. 

    Sólo un puñado de hombres conseguirán escapar de las matanzas sistemáticas y refugiarse en los bosques, a reforzar las guerrillas, a esperar el invierno y la llegada salvadora del Ejército Rojo. 





 
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Hollywood ending

🌟🌟🌟

Mientras los americanos celebran el día de su independencia, yo, a este lado del Atlántico, en esta Invernalia a punto de ser derretida por el sol cabronazo, en esta tierra que dentro de una semanas será rebautizada como Infernalia, cierro este ciclo dedicado a las películas de Woody Allen con Hollywood Ending. Conmemoro la fiesta de los yanquis con el menos americano de sus directores, con el más neoyorquino (curiosamente) de todos ellos.

Hollywood Ending es una película cansina, con un chiste ocurrente y metafórico que vertebra toda la trama, pero muy solitario, y estirado. Uno echa de menos los metrajes de hora y media redonda, o incluso menos, de guiones ajustados y medidos al segundo. Esta vez le falló el tempo a Woody Allen, o al montador, o a nuestra paciencia de espectadores acostumbrados a lo mejor. El equívoco constante del director ciego tiene su punto, pero es una gracia menor, burlesca, casi de slapstick, más propia de aquella época superada de El dormilón. Uno se descubre varias veces consultando el reloj, pecando venialmente contra el maestro. Hollywood Ending se derrumbaría en un bostezo cataclísmico si no la sustentaran, como colosas de Rodas, como heroínas de leyenda, estas dos mujerazas de los ojos marinos y los cabellos trigueños.

De Téa Leoni ya lo sabíamos casi todo. De Tifani Thiessen, en cambio, casi nada. Y eso que no es una actriz fugaz para nada. La busco en internet y descubro que es una mujer de largo currículum, todavía pulsante y candente. Lástima que su belleza sólo incendie, reduciéndolos a cenizas, los platós donde se ruedan las series petardas, y las TV movies insustanciales. La gran pantalla no ha sabido explotar sus más que indudables dotes, que también intuyo artísticas. Me temo que Tifani ha pasado por mi vida como un cometa luminoso pero efímero. Podría seguir su órbita, allende los planetas, con la paciencia infinita de un astrónomo pendiente de su trayectoria. Pero ya no estoy en la edad, ni dispongo de tanto tiempo. Vuele, pues, Tifani, hacia el espacio infinito de sus proyectos de segunda fila, que nunca veré. Siempre me quedarán sus tres minutos de gloria en Hollywood Ending. Y qué tres minutos... 




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Veep. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Hace varios días que terminé de ver el último episodio de Veep, y el recuerdo de los chistes todavía me asalta en cualquier sitio, público o privado, dibujándome la sonrisa de bobo. Por aquí, en el pueblo, cuando me descubren de tal guisa en la cola del pan, o guiando mi oxidada bicicleta, siguen pensando que estoy majara, y que voy empeorando con la edad. Cómo explicarles que a uno le perdura Veep en la sesera, y que no puedo remediar la sonrisa. Cómo explicarles, peor aún, que existe una serie llamada Veep, que la dan por el canal de pago, o que se descarga por "el internet”, y que va de unos políticos americanos y sus asesores que no paran de hablar y de meter la pata... 

Algunos, los más informados de la pedanía, pensarían que les estoy hablando de Vip Noche, aquella horterada televisiva que hace veinte años presentaba Emilio Aragón en zapatillas deportivas. Se acordarían del programa porque allí meneaban el culo Las Cacao Maravillao, y ahi cosas que se les han quedado marcadas a fuego en los corazones, y en las braguetas...

Hay series como Veep que te poseen como si fueran demonios cachondos, y durante varios días uno se convierte en el predicador paliza de su serie favorita. Un Juan el Bautista que a orillas del río Sil anuncia la llegada de la mejor comedia del año, y está dispuesto a bautizar a todo el que se acerque de buena fe, sea berciano o extranjero. Sé de algún amigo que estos días me encuentra por la calle y me rehuye con discreción, como hacía Larry David con el "parar y charlar". Los muy veteranos ya saben que tras los saludos protocolarios voy a volver rápidamente sobre Veep: que si tienes que verla, que si es cojonuda, que si te dejo los DVDs, que si ya estás perdiendo el tiempo... Estos días no debo de parecer muy en mis cabales. Como Juan el Bautista, decía, en lo enajenado, y en la larga barga.

Será lo de Veep, o será la insolación de estos días asesinos de julio, pero no se me va esta fiebre monomaníaca, este deseo evangelizador de mi nueva religión.



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Poderosa Afrodita

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En Poderosa Afrodita, Lenny y Amanda adoptan un hijo de madre desconocida al que llamarán Max. Lenny es un afamado reportero deportivo; Amanda, una exitosa galerista de arte. Ambos son personas cultas e inteligentes, neoyorquinos de clase alta que viven en un céntrico apartamento repleto de libros. Max, sin embargo, exhibe una inteligencia impropia superior, de superdotado. Amanda acepta este hecho como un regalo de la fortuna, y decide no darle más vueltas, pero Lenny, intrigado, necesita saber. Cuando contempla los juegos de Max en el salón, una parte de él sonríe complacido, y otra rumia una duda que le carcome las entrañas. ¿De dónde habrá salido ese crío inteligentísimo? ¿Quién es la madre que lo entregó en adopción? ¿Quién es el padre que vive escondido en la mitad de esos genes prodigiosos? 

Si Lenny hubiese creído en el poder mágico de la educación, se habría atribuido el mérito de haber criado a un hijo tan inteligente. Cosa de poner música de Mozart a todas horas, de leer juntos los cuentos infantiles, de hablarle al chiquillo con un vocabulario amplio y una sintaxis impecable. Así piensan muchos de los padres que caminan orgullosos por el ancho mundo, presumiendo de hijos estudiosos, y de hijas brillantísimas. Así piensan, también, los padres apesadumbrados, culpados a sí mismos, a los que finalmente les salió un hijo medio bobo, carne de cañón en el mercado laboral, semianalfabeto y cariñoso. Lenny, en cambio, cree en la lotería vital de los genes. Se alegra de que Max sea un niño listo, pero no se siente partícipe de la fiesta. Al adoptarlo le regaló un hogar confortable, un buen colegio, una seguridad económica... Una familia que se preocupa por él. Son grandes cosas, desde luego. ¿Pero la inteligencia? Eso es otra cosa. Max la lleva cosida a los cromosomas; no tiene nada que ver con Lenny, ni con Amanda. Tendrían que encerrarlo en un sótano oscuro, aislado del mundo, durante años, para corromper sus facultades. Ser unos padres de película de terror, para cercenar el futuro espléndido que le aguarda. Sin embargo, en el polo opuesto de las atenciones, los efectos sobre la inteligencia son escasos. Lo que no da natura, tataratura. Como dice el periodista científico Matt Ridley en uno de sus libros: 

Los padres son como la vitamina C; siempre que sea apropiada, un poco más o menos no tiene un efecto visible a largo plazo”. 





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Fireworks Wednesday

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Me cuesta reconocer el rostro de Taraneh Alidoosti en Fireworks Wednesday, película que Asghar Farhadi rodó años antes de A propósito de Elly. En Fireworks Wednesday, Taraneh no parece la misma mujer: siendo tres años más joven parece mucho más fea. Como una hermana menos agraciada. Como una regresión... Se ve que unos bellacos han pasado sus facciones a través de un maldito Photoshop invertido, que le ha subrayado los defectos, y le ha difuminado las perfecciones. Me aturde su cejijuntez, su expresión bobalicona, su aire pueblerino como de película de Abbas Kiarostami rodada en el quinto coño. No es ella, Taraneh, que me la han cambiado. O quizá, para mi horror, para dolor agudo de mi corazón, Taraneh era así en sus tiempos más mozos, recién llegada del pueblo, y fue al terminar el rodaje de Fireworks Wednesday cuando su representante le recomendó operarse la cara, y depilarse las cejas, y juntarse los dientes, para  alcanzar el estrellato en los cines de Teherán. De ser así, internet no aportaría mucha luz sobre el suceso. Sobre la vida íntima de las actrices iraníes reina la más estricta censura de los ayatolás. Y yo me quedaré, ay, con la sospecha eterna. Con la sombra de una duda, como en la película de Hitchcock. 
La sombra de un bigote, ay...




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Hannah y sus hermanas

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En Hannah y sus hermanas conviven dos tramas que tienen muy poco que ver. La historia central, la que trata propiamente de Hannah y sus hermanas, es el relato de tres neoyorkinas que se reúnen en los restaurantes y en los saraos de la familia para ponerse verdes las unas a las otras, y hablar sobre el cultivo insatisfactorio de sus espíritus. Quieren ser actrices, escritoras, fotógrafas, profesoras de universidad... Tirarse a los hombres más inteligentes de Manhattan y formar parte de los círculos exclusivos de la cultura. Pero siempre hay algo que se interpone en sus caminos: los maridos, los novios, la competencia feroz de otras mujeres. Es un drama familiar que me interesa más bien poco. Crónicas insulsas sobre burguesas de la vida resuelta, que se aburren infinitamente en su tiempo libre y no paran de dar la castaña con sus sueños artísticos. 

Me interesa mucho más la historia secundaria de Hannah y sus hermanas, la del mismo Woody Allen interpretando al exmarido hipocondríaco de Hannah. Quizá porque su drama médico es exactamente el mismo que yo viví hace unos años, cuando una sordera parcial del oído derecho suscitó la sospecha –luego descartada- de un tumor cerebral. Sus días de angustia antes de conocer el diagnóstico son el retrato fiel de la angustia que uno mismo vivió. De la angustia que otros seres muy cercanos han vivido en trances parecidos. Luego, para nuestra suerte, Woody se lanza a hacer comedia sobre el sentido de la vida, y embarca a su personaje en la búsqueda tragicómica de una religión que lo convenza de la existencia del más allá. Uno se ríe mucho con estas tribulaciones del escéptico que quiere creer en el catolicismo, en el judaísmo, en los preceptos básicos de los Hare Krishna, pero que al final lo descarta todo por falsario, por excesivamente optimista. Apesadumbrado ante la idea de la muerte, del vacío negro que allí espera a los ateos y a los descreídos, Mickey, cansado de dar vueltas por las calles, entra en un cine de Manhattan para distraer sus pensamientos. Proyectan Sopa de Ganso, y allí, refugiado en la oscuridad de su butaca, piensa:

“ Bueno, pues allí estaba yo, viendo aquella gente en la pantalla. La película empezó a interesarme.  Y entonces comencé a pensar otra cosa: ¿cómo se te ocurre matarte? ¿No te parece una estupidez? Fíjate en toda esa gente que está ahí arriba. Tienen mucha gracia. Incluso aunque lo peor sea cierto: ¿qué pasa si no existe Dios y nosotros sólo vivimos una vez y se acabó? ¿No te interesa, no te interesa, esta experiencia? Entonces me dije: ¡qué diablos! No todo es malo. Y pensé para mis adentros: ¿por qué no dejo de destrozar mi vida, buscando respuestas que jamás voy a encontrar, y me dedico a disfrutarla mientras dure?”.
      


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El comedia sexual de una noche de verano

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Nada de provecho he sacado de La comedia sexual de una noche de verano. Y eso que parecía una película pintiparada para la ocasión, ahora que estamos a las puertas de las vacaciones, y que repuntan la ganas de reír, y de follar. A Woody Allen le salió un enredo de amores cruzados y matrimonios tambaleantes que sólo  pìnta unas cuantas sonrisas. Ni siquiera el elenco femenino contribuye a elevar mi ánimo melancólico: Mary Steenburger y Mia Farrow son dos mujeres de atractivos incuestionables que por alguna razón, quizá por una enfermedad gravísima de mis apetencias, nunca han conseguido que yo las amara como ellas se merecen. Es por eso que en La comedia sexual... no logro comprender a sus pretendientes masculinos, que se las rifan en terribles ordalías verbales, a la orilla del arroyo, y me pierdo sin remedio entre sus deseos, incapaz de sentir lo que ellos sienten por estas mujeres de gesto glacial, y apariencia monjil.

Adrian [Mary Steenburgen]: ¿Puede haber amor sin sexo?
Andrew [Woody Allen]: ¡Oh!, a veces creo que las dos cosas son completamente distintas.
Adrian: ¿Cómo...?
Andrew: Bueno, el acto sexual alivia tensiones, y el amor las crea. 





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A chorus line

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“En realidad mi gran sueño ha sido saber bailar bien. La película que cambió mi vida por completo se llamaba Flashdance. Era una película que trataba sólo de baile. ¡Saber bailar...! Y sin embargo, al final, me limito siempre a mirar. Que también es bonito, pero no es lo mismo”.

Esto reflexionaba Nanni Moretti en Caro Diario mientras conducía su moto por las calles de Roma. Envidioso y admirado, aparcaba su vehículo en las fiestas populares para contemplar a los jóvenes que bailaban los ritmos latinos o brasileños. Era la época de la lambada...  A mí me pasa un poco lo mismo: también me quedo embobado en las fiestas, viendo a las gentes que mueven las caderas; también me quedo tonto en las películas musicales que a veces elijo para alcanzar la medianoche. Es una envidia que supongo común, a todos los que hemos nacido con dos pies izquierdos, con dos extremidades palmípedas, con dos tobillos estúpidos que malinterpretan las órdenes recibidas.

A chorus line es un musical que se sigue a ratos, a esfuerzos. Cuando los personajes bailan y brincan por el escenario, uno celebra la vida vicariamente, en contemplación distante del esfuerzo. Cuando se detienen para limpiarse el sudor y contar sus rollos personales, uno avanza a trancos con el mando a distancia para alcanzar el siguiente número musical. Y así, de oca en oca, de puente a puente, se llega hasta el famosérrimo número final, One, que he visto decenas de veces en los documentos, y en internet, nunca en su contexto, y que tiene un sonsonete que durante años no se me ha ido de la cabeza. Por ahí asoma ya el primer sombrero de copa de los muchos que vendrán después: “Tan, tararán, tararán...”




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Chronicle

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En Chronicle, tres adolescentes adquieren el don de la telequinesia gracias al encuentro con un objeto extraño que yacía enterrado en el bosque. ¿Era un ovni? ¿Un artefacto del futuro? ¿Un experimento del gobierno? Un mcguffin sin importancia, en cualquier caso.

Al principio de la película, los chavalotes utilizarán sus nuevas habilidades para tomarle el pelo a la gente, y cachondearse de los alumnos más bravucones del instituto. Y dejar impresionadas a las rubias más guapas de Seattle, claro está, sin desvelar el secreto de sus nuevos atractivos, haciéndolos pasar por un exceso de testosterona, o por una destreza insospechada de mago profesional. Ellas, las muy ladinas, las muy veleidosas, dejarán a sus novios del equipo de fútbol americano y caerán rendidas a sus pies. Sus orgasmos de inducción telequinésica las volverán muy locas y muy agradecidas.


            Nuestros muchachos, al principio, se manejan torpemente con los poderes, y se pegan unos leñazos de impresión, y rompen los objetos que pretenden manipular. Se parten el culo de risa, y sus vidas transcurren felices y traviesas. Sin embargo, con el discurrir de la película, haciendo el tontico por aquí y por allá, aprenden a dominar sus asombrosas capacidades, y se convierten en superhéroes abrumados por la disyuntiva de lanzarse a salvar al mundo, en fatigosa e interminable tarea, o quedarse en el barrio a pegarse la gran vidorra del milagrero ocasional. Es la disyuntiva de todo caballero Jedi que siente la llamada perezosa del Lado Oscuro de la Fuerza...

A partir de ahí, Chronicle deriva hacia una película de acción con sus persecuciones y sus mamporros, que ya interesa algo menos. Era al principio, en las travesuras de los adolescentes, cuando la sonrisa complacida casi me llegaba hasta las orejas. Lo que hubiera dado yo, hace un cuarto de siglo, por disfrutar de un poder así. ¡Mis cien calificaciones de estudiante ejemplar!, por la cuarta parte de semejante fortuna. De qué me iban a servir ya, los sobresalientes de los cojones, con la vida resuelta gracias a la magia invisible que brotaría de mi cerebro, y de las puntas eléctricas de los dedos. Futbolista de élite, o estrella del espectáculo, o manipulador rastrero de las altas finanzas. De cuántos tipejos del colegio me hubiera vengado. A cuántas bellezas de la diadema en el pelo hubiera conquistado con la demostración chulesca de mis proezas. Todavía hoy, pasados los cuarenta años, sigo soñando con un poder invisible que hiciera justicia y callara las bocas. Un ciudadano anónimo, grisáceo, con un aire celtibérico a lo Clark Kent, que hiciera un despliegue dosificado de sus facultades: un empujón por aquí, una hostiaza por allá, una falda traviesa que levanta la brisa. Un bikini juguetón que se desata justo antes de saltar a la piscina...  Un gol de mi retoño que entra justo pegado al palo, cuando ya parecía marcharse por la línea de fondo. La Copa de Europa del Real Madrid, con Pitufo ejerciendo de gran capitán, conseguida desde el anonimato telequinésico de mi sofá. Pequeñas justicias, modestas venganzas, cotidianos gozos que me harían inmensamente feliz. Una reconciliación con la vida en toda regla. 

Una lástima que en Invernalia jamás aterricen los ovnis, ni yazcan escondidos los secretos tecnológicos del ejército español. En Estados Unidos, por lo que se deduce de Chronicle, las posibilidades de que te toque esta lotería son mucho más altas. Las mismas que de ser abducido por los extraterrestres, también sea dicho. O de morir tiroteado por un trastornado. No todo iban a ser ventajas.



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Manhattan

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Si Manhattan es el homenaje de Woody Allen a la ciudad –más bien al barrio- en el que vive, ¿cómo sería el homenaje de un cineasta leonés, también neurótico y gafapasta, a su Invernalia natal, tan pequeñita y escondida en el mapa? Para empezar, León saldría mal retratada en blanco y negro, porque yo me la imagino más bien sepia, arrugada, desleída... La música de Gershwin no pegaría ni con cola en ese trasfondo de imágenes decadentes, con la catedral milenaria al fondo. Quedaría mejor un cuarteto de cuerda, o una jota de la tierra, que también las hay, interpretada en tono melancólico por un grupo folk con pandereta y castañuelas. 

Los viandantes que en la película de Woody Allen recorren Manhattan buscando el amor, los museos, las cafeterías de moda, serían aquí, en León City, sosegados ancianos que a la caída del sol toman las avenidas arboladas, asaltan los bancos de sentarse, alimentan con migas de pan a las palomas... Nuestros jubilados y jubiladas necesitan tres pasos para recorrer el mismo espacio que un anciano de Nueva York avanza con uno solo. Ellos son descendientes de los bárbaros, de los vikingos, de los celtas del norte, y por su sangre corre sangre guerrera y salvaje. La de aquí sería una película con un ritmo muy diferente, lentísimo, como de cine iraní. 

La Tracy de León City no sería una chica tan hermosa como Mariel Hemingway. También las hay guapas, por supuesto, en estas tierras de la meseta superior, pero viven escondidas, en los barrios residenciales de lujo, en las piscinas privadísimas del verano. En las plantas de moda de El Corte Inglés, sobre todo, a donde llegan en helicóptero, o por la puerta de atrás. Son inalcanzables, las chicas guapas de León. Siempre lo fueron. 

Tracy: Tengo que tomar el avión...
Isaac: Ah, vamos, vamos... No puedes irte, Tracy.
Tracy: ¿Por qué no hiciste esta aparición la semana pasada? Seis meses no es tanto. Y no todo el mundo se corrompe. [Isaac  suspira, descreído] Has de tener un poco de fe en las personas.





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American Splendor

🌟🌟🌟🌟

El cine, de vez en cuando, me presenta hermanos que no son sangre de mi  sangre. Personajes que viven en otras culturas, o en otros tiempos, pero que guardan, insospechadamente, un gran parecido con mi propia manera de pensar, de conducirme por la vida. En ellos reconozco mis virtudes y mis defectos, y son como la radiografía o el escáner del interior que yo no veo. Incapaz de ser sincero conmigo mismo, me miro en el espejo que estos personajes me proporcionan. Allí pudo examinarme congelando los diálogos, estudiando las imágenes, reflexionando sobre lo que he visto y oído cuando acaba la película.  

Siguiendo la pista de Robert Crumb, vuelvo a ver, después de varios años, la inclasificable película American Splendor, y allí me reencuentro con mi hermano nacido en Cleveland, Harvey Pekar. Harvey, fallecido hace tres años, era un  archivero de hospital que en los años 60 tuvo la suerte de conocer a Robert Crumb, y entablar  amistad con él. Juntos parieron el cómic underground American Splendor, en el que  Robert se encargaba de los dibujos y Harvey de los guiones. Allí contaba, sin aderezos, sin fantasías, su vida propia vida de funcionario mal pagado, y de hombre fracasado en sus matrimonios, todo ello en el paisaje decadente y postindustrial de Cleveland. 

Harvey jamás hace ejercicio; se pasa los días laborables sentado en su pequeña oficina, imaginando vidas mejores. Consume los fines de semana tumbado en el sofá, viendo la tele, comiendo porquerías, escuchando sus discos de jazz con la mano siempre palpando la entrepierna. A grandes rasgos, viene a ser la vida que yo también llevo, o al menos la que anhelo en secreto, la que viviría como un cerdo en su lodazal si las obligaciones no tiraran de mí con el gancho. Cambiemos la industrial Cleveland por la contaminada Ponferrada y ya podríamos intercambiar nuestros papeles. Harvey sería el espectador de una película que me tendría a mí como protagonista: Bercianish Splendor, la celtíbera desventura de un gordinflón enamorado de Natalie Portman que se refugia en las películas para olvidarse de que ya está casado con otra mujer, y de que tiene un hijo a punto de entrar en el negro túnel de la adolescencia, y de que el tercio de vida que le queda por vivir se pronostica en los telediarios con más nubes que claros, y chubascos tormentosos a media tarde. 

    Pekar es una exageración negra de mí mismo. Un yo al que hubiesen estirado por aquí y por allá, dibujando una caricatura como ésas de los puestos callejeros. El parecido es, de todos modos, en algunos rasgos, inquietante. American Splendor es una advertencia que el cine me regala gratis con la entrada. 




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Modern family

🌟🌟🌟🌟

Me gusta mucho, Modern Family. Y no debería... El bolchevique que vive en mi interior odia a estas tres familias que se pasan la vida de festejo en festejo. Si hacemos caso de lo que nos cuentan los guionistas, a estos burgueses se les va el noventa por ciento del presupuesto en la concejalía de fiestas. Raro es el episodio que no están celebrando algo, por todo lo alto, en sus jardines cuidadísimos con piscina, con banquetes pantagruélicos y decoraciones de guirnaldas: el Día del Padre, o el Día de la Madre, o el Día de Acción de Gracias, o el 4 de Julio, o Halloween, o Navidad, o Hanuká, o el cumpleaños de alguien,  o un aniversario de boda, o un aniversario de noviazgo, o un aniversario de adopción, o la Fiesta Nacional de Colombia, o el Día del Orgullo Gay, o la fiesta de graduación en la Elementary School, o la fiesta de graduación en el High School, o el sobresaliente inesperado de una hija, o la venta de una casa que a Phil Dunphy le reportará una jugosa comisión de tres pares de narices. Si todas las familias del mundo llevaran este tren de vida, hace ya décadas que las cucarachas estarían reinando sobre el planeta arrasado, deforestado, extinto de especies, el basurero global que ya quedó predicho en WALL.E. 



Sin embargo, el otro tipo que vive dentro de mí, el seriéfilo que se tumba en el sofá y relaja el puño revolucionario para empuñar el mando a distancia, siente una admiración rendida por Modern Family. Es una comedia agilísima, chispeante, medida hasta el último segundo, hasta la última palabra. Es una obra de ingeniería asombrosa. Los personajes y las tramas que los animan casi son lo de menos: es el ritmo, la frescura, la inteligencia eléctrica de las réplicas, lo que a uno le mantiene boquiabierto y sonriente, a pesar de los prejuicios ideológicos. Y los atractivos de Sofía Vergara, claro. Y la belleza anglosajónica de Julie Bowen, por supuesto. Más allá de lo que vemos en pantalla, se barrunta una maquinaria perfecta de productores y guionistas. Me río yo de los paddocks de la Fórmula 1...

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Crumb

🌟🌟🌟

Del matrimonio entre un militar de carrera que maltrataba a sus hijos, y de un ama de casa que se comía las anfetaminas como si fueran los garbanzos, nacieron tres hijos obsesionados con los cómics y trastornados de la cabeza que protagonizan el documental Crumb. Uno de ellos, Robert Crumb, fue pionero del cómic underground estadounidense, dibujante de las malandanzas de Harvey Pekar en la serie ilustrada American Splendor. También es el artista que ilustra los diarios de Charles Bukowski que estoy releyendo estos días, donde retrata al escritor en sus faenas cotidianas, con trazo hosco y renegrido.

En el documento, Robert Crumb habla largo y tendido sobre sus obsesiones sexuales y sobre sus motivaciones artísticas, que vienen a ser más o menos lo mismo. Es un tipo que no tiene pelos en la lengua. Se nota que tiene algo raro, como un desequilibrio mental, como una chotadura de pronóstico reservado -sobre todo cuando se ríe con esa carcajada ratonil y sofocada-, pero es un fulano extremadamente inteligente, que le llama al pan pan, y al vino vino. Habla de su infancia apaleada, de sus complejos adolescentes, de cómo se hizo adulto en un mundo de hombres que no le entendían, y de mujeres que jamás se fijaron en él. Cuenta que la obsesión por el dibujo fue su salvación, el ora et labora que lo sujetó más o menos a la cordura, y que lo convirtió, con el tiempo, en un tipo famoso y adinerado. 

Sus dos hermanos, en cambio, no tuvieron la misma suerte. Ellos también participan en el documental, contando historias desgarradas de locuras y tratamientos. Están mucho más desquiciados que su hermano Robert. Toman medicaciones fortísimas que les inhiben la líbido, la apetencia, las ganas recurrentes de suicidarse. Aún así, entre las nieblas químicas que oscurecen sus cerebros, son capaces de hablar con sentido profundo sobre la mala-vida que han llevado. Tienen mirada de lunáticos, pero lengua de filósofos. 

Robert cuenta esta historia personal de fracaso adolescente, tan familiar para todos los enclenques gafudos que en el mundo hemos sido: 

“Si las chicas pudieran ver que yo era agradable y sensible, les gustaría.[...] No podía entender por qué les gustaban estos tipos brutos y yo no. Yo era más sensible y majo, más como ellas. No me di cuenta que no querían que fuera como ellas, básicamente. Me sentí herido y cruelmente incomprendido, porque me consideraba a mí mismo inteligente y con talento, aunque no fuera muy atractivo físicamente. No pensaba que esas cosas importaran; le daba importancia a lo de dentro”.



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Deadwood. Temporada 2

🌟🌟🌟

Dice Pepe Colubi en su libro ¡Pechos fuera!, exégesis de las series de televisión que un día fueron y ahora son:

“William Hanna y Joseph Barbera parían series sin descanso y recortaban gastos con igual frenesí; para la posteridad han quedado esos fondos fijos que abarataban las secuencias de persecución”.

Colubi habla de Los Picapiedra, de El oso Yogui, de Pixie y Dixie, cartoons de carreras locas que repetían una y otra vez el mismo fondo para facilitar el trabajo de los animadores, y ahorrar de paso unos dólares a la productora. Pero yo, al leer esto, he pensado que Deadwood -la cacareada Deadwood, la mítica Deadwood- bien podría haber sido una producción Hannah & Barbera para adultos del siglo XXI. En esencia, Deadwood es una calle alargada que los mineros y los pistoleros, los comerciantes y las putas, recorren cuarenta veces al día para concretar negocios o abrirse las tripas de un disparo o de una puñalada. Ese fondo invariable de los barracones es tan monótono como aquellos que  pintaban en los dibujos animados. Jamás vemos las montañas, el valle, los cielos de Dakota del Norte, o Dakota del Sur, que no sé... 

Muy pocas veces se nos muestra el arroyo de donde se extraen las pepitas de oro, o los caminos por los que llega la civilización montada en diligencia. No existen los indios, los praderas, los otros pueblos del contorno. Sobre Deadwood de Arriba ya conocemos cada esquina y cada incidente, pero sobre Deadwood de Abajo, ese pueblo que seguramente está  más abajo en el valle, y que vive pacíficamente de la agricultura y de las vacas, nunca nos llega noticia.  Como si no existieran, los pobres. 

La serie -no hagan caso de la publicidad- es un tostón de mucho cuidado. Los guiones son el cruce cacofónico de docenas de amenazas cruzadas entre los personajes. Que si te mato, que si te rajo, que si te vendo; que si te robo, que si te follo, que si te pego... Deadwood está cayendo en la espiral de un culebrón de sobremesa sudamericano. Con grandes actores, eso sí, y enjundiosos diálogos, de vez en cuando. Sólo por eso permanezco aquí, en la barra del bar, bebiendo zarzaparrilla mientras asisto mudo al espectáculo, aguantando la balacera de bostezos que se me viene encima. 





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Días del cielo

🌟🌟🌟

Para que el triángulo amoroso entre dos catetos y una hipotenusa funcione en pantalla, ella, la mujer deseada, ha de ser una actriz hermosa. Si no, el espectador masculino que mora al otro lado del drama no termina de creérselo. Los hombres que nos arrellanamos en las butacas o en los sofás, necesitamos enamorarnos de una mujer atractiva para compartir el deseo arrebatado de los protagonistas. De lo contrario, lo mismo nos da el desenlace del amorío, y la película se nos escurre entre los dedos como un espectáculo callejero cualquiera.

Es por eso que Días del cielo no termina de engancharme a pesar de su preciosismo fotográfico, de la belleza que rezuma cada plano de los campos y cielos de Norteamérica. Sam Sephard, el terrateniente del cereal, y Richard Gere, el proletario sin hogar, se odian como cromagnones por culpa de una mujer, Brooke Adams, que carece  del menor encanto sexual, de la menor chispa que encienda mi interés. Ella es guapilla, sí, pero de andar por casa, la vecina del quinto derecha, o la novia del amigo de las cañas. Poco más. De bellezas como la suya hay cuatro o cinco en cualquier cafetería de este pueblo donde yo vivo. 

En un país como el nuestro, que es líder mundial en mujeres de tez oscura y rasgos mediterráneos, Brooke no nos llama para nada la atención. Su escuálida figura no justifica que estos dos machotes se líen a mamporros, o agarren la escopeta de cazar conejos para perseguirse por los campos del cereal. No entiendo cómo arriesgan el honor, la vida, la integridad del aparato genital, por tan poquita cosa. Un gran error de cásting. Tan  detallista como es Terrence Malick con otras gilipolleces sin importancia, y en este tema capital, el de la hipotenúsica mujer, estuvo más bien despistado y poco contundente. Lástima.



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Gritos y susurros

🌟🌟🌟

Hoy que me he levantado de buen humor, y que la vida me ha regalado un tiempo libre con el que no contaba, he decidido desperdiciarlo, alegremente, en ver otra película de Ingmar Bergman. Soy así de generoso con el sueco, y de cabezón. Así que comienzo a ver, sin excesiva fe, Gritos y susurros, que por fin es en color, y de los años 70. Y que ya no es, para mi bien, la sempiterna historia de un matrimonio perseguido por los fantasmas en la isla de Farö, con un marido neurótico al que siempre interpreta Max von Sydow, y una mujer lúcida y valiente que siempre lleva puestos los rasgos bellísimos de Liv Ullman. 


Recuerdo que vi Gritos y susurros hace muchos años, de chavalote, en un ciclo que sobre el cineasta sueco organizaba Caja Usura, allá en León. Recuerdo que los amigos salimos desconcertados de la proyección, educados como estábamos en las espadas láser, en los cuchillos de Rambo, en los chistes guarros de Porky’s... El choque frontal con el Bergman más tenebroso y mortuorio fue una experiencia desasosegante y única. Y algo de esa sorpresa regresó hoy en las primera escenas, con la agonía de la enferma, el caserón en la niebla, las habitaciones tapizadas de rojo... Un ambiente opresivo, tenebroso, amanerado al estilo inconfundible de Bergman. Pero luego -y era de esperar- el maestro se deja arrastrar por los manierismos del teatro, y lo que era una película de terror en la que sentías el miedo a la muerte casi soplándote al oído, con aliento helado y fétido, se transforma, mediado el metraje, en un melodrama victoriano sobre dos hermanas frígidas (y acaso incestuosas) que tienen a sus maridos masturbándose como monos, y una tercera hermana, enrollada con su sirvienta gordinflona, que por culpa de su sáfico vicio es la que apechuga con los dolores en la cama.

     Las actrices son tan perfectas, tan matemáticas, tan entregadas a lo suyo, que uno no puede dejar de pensar que son eso, actrices de tronío, interpretando el papel de su vida. Gritan con tal intensidad y susurran con tal maestría, que traspasan la bidimensionalidad de la pantalla para convertirse en mujeres de carne y hueso, como si estuvieran a tu lado desgarrándose por dentro, o susurrando sexualidades inconfesables. Y eso, que debería constar como un mérito mayúsculo, le saca a uno de la película, y le teletransporta al Teatro Principal de Estocolmo, que es muy bonito, y muy impactante,  un templo sagrado de la actuación, pero que ya no es cine, que ya no es magia, que ya no es el engañabobos que nos deja hipnotizados. En su búsqueda minuciosa de la perfección, Gritos y susurros se pasa de rosca y se queda en ejercicio de estilo, en fotografía de ensueño, en pequeños bostezos disimulados y bien repartidos.



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El fraude

🌟🌟🌟

Se me había quedado descolgada de estos escritos, no sé por qué, la película El fraude. Hace varios días que vi la película, pero un lapsus mental, o una vagancia primaveral disimulada de astenia, o de alergia, la habían marginado de este diario. Y ahora, cuando reparo en mi despiste, y me dispongo a teclear los habituales adjetivos sin chispa, y los consabidos chascarrillos sin gracia, descubro, como un dedo acusador señalando a la película, que he olvidado todo cuanto me sugirieron las desventuras de este hijoputa trajeado que Richard Gere -con su porte, con sus canas, con su sonrisa indescifrable- ha nacido para interpretar. 

Yo traía preparado un discurso socialistísimo, de banderas rojas ondeando al viento y puños en alto en actitud más desafiante que reivindicativa. Algo sobre los pobres del mundo y los capitalistas con sombrero de copa que nos enculan sin necesidad de bajarse los pantalones. Pero he perdido el hilo, el entusiasmo, el fuego proletario que me abrasaba las entrañas. Sería, de todos modos, más de lo mismo. Y así llevamos ya siglo y medio, los “intelectuales” de izquierda, repitiéndonos como ajos, en vez de salir a las calles a liarla parda, y que salga el sol por Antequera, o por Invernalia.

Mira que me cae mal Richard Gere, sospechoso habitual de esas comedias románticas que me producen el vómito instantáneo.Y sin embargo, en películas como ésta, o como en aquella de Hachiko, uno ha de rendirse a la evidencia de que es un actor solvente, que exprime al máximo sus cuatro registros de voz y sus tres movimientos de ceja. Y sus níveos cabellos, claro. Tampoco necesita más repertorio para despachar a un personaje tan simple como éste, al que le basta lucir un traje caro y una dentadura indestructible para que reconozcamos en él al enemigo de clase, al justiciero defensor de los tipejos que acaparan los millones. Ningún proletario va a derramar una lágrima por su suerte final...

Me enamoro como un verraco de la actriz que interpreta a la amante de nuestro protagonista: una pintora francesa a la que Gere ha puesto un piso en Manhattan y una galería de arte para que se entretenga pintando cuadros mientras él roba a los trabajadores. Al terminar la película, para mi sorpresa, leo en los títulos de crédito que ella es Laetitia Casta, la insigne top-model a la que yo recordaba por Leticia, o por Letizia, en todo caso. Del mismo modo que olvidé el mapa celestial de sus pecas, olvidé la exactitud latina de su nombre. Imperdonable todo. 



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El exótico Hotel Marigold

🌟

Saco el ordenador portátil de su maletín para escribir unas cuantas maldades sobre la aburridísima El exótico hotel Marigold, y en ese gesto brusco, de "te vas a enterar, Marigold", el disco duro externo, que no recordaba haber dejado allí, cae al suelo. Es un ligero “crash” el que llega a mis oídos. Ni siquiera ha rebotado en la baldosa: ha caído plano, barrigón, como un saltador desentrenado del trampolín. Más “plof” que “crash”, realmente. Lo recojo, vuelvo a conectarlo, y el monitor, para mi sorpresa, se vuelve todo azul, y empieza a escupir códigos alfanuméricos, anglosajones, de los que sólo entiendo uno en concreto: disco duro escoñado; siniestro total. Se me ha muerto el disco duro de un golpecito, de un ligero cachete, que seguramente le ha alcanzado en la nuca, o en el centro justo del corazón. Cerca de cuarenta películas llevaba guardadas en su vientre, el fruto de mis saqueos por los siete mares que yo atesoraba como una hormiguita para pasar el verano. Las cuarenta ladronas de Alí Babá que por culpa de un descuido ahora yacen perdidas en el fondo del mar, a kilómetros de profundidad de mis conocimientos informáticos. Podría organizar una expedición de rescate y llevarlo a la tienda, a que un nerd desenvuelto y vivaracho desenredara los datos, pero me temo que me van a estafar, y que me va a salir más cara la reparación en los astilleros que la compra de un nuevo barco. 

Con este disgusto mayúsculo del disco duro ya no quiero escribir nada sobre El exótico Hotel Marigold. Me cagüen la mar, Merche... Tuve que haberla dejado a los quince minutos , cuando percibí –y no es un gran mérito intelectual que digamos- el tono antenatresiano y sobremesero de su propuesta. Los ancianitos en la India folklórica y sus cuitas sexuales del pito caído y la vagina reseca... Bah. Una tontería sufragada por el INSERSO británico –INSERSOU- para convencer a las personas mayores de que viven en la mejor de las edades, y que han de seguir comprando, y  viajando, y poniéndose guapos, para que siga la fiesta y no decaiga el negocio. Una ridiculez sentimental que sólo salvan sus grandes actores, y sus tremendas actrices, y que sólo he sobrellevado hasta el final por respeto al buen amigo que me la recomendó, ahora un poco menos amigo en el escalafón, degradado en un rango, o quizá en dos, quién sabe, si no dejo de escribir ahora mismo y dejo de acumular sulfuro en la sangre...



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Mátalos suavemente

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Brad Pitt es el asesino a sueldo que en Mátalos suavemente ha ido matando, suavemente, a los ladrones de poca monta y a los estafadores de cuarta categoría. Richard Jenkins es el abogado de la mafia que lo ha contratado, y que en la última escena, sentado frente a él en la barra del bar, negocia la paga que le debe. Por encima de ellos, en el televisor, Obama pronuncia un grandilocuente discurso sobre que América es un pueblo de ciudadanos unidos, una comunidad que avanza hacia el futuro en abrazo conmovedor y bla, bla, bla... Brad Pitt corta la conversación de los dineros y se dirige al televisor como si hablara con Obama:

Brad: No me hagas reír. “Somos un pueblo” es un mito creado por Thomas Jefferson.
Jenkins: Oh, ¿ahora vas a hablarme de Jefferson?
Brad: Jefferson es un santo americano. Escribió la frase “Todos los hombres fueron creados iguales” que él no se creía, pues permitió que sus hijos vivieran como esclavos. Era un snob harto de pagar impuestos a los británicos. Sí, escribió unas bellas palabras, y agitó a la plebe que luchó y murió por ellas, mientras él se recostaba y se bebía su vino y se follaba a su esclava. Este tío [Obama] quiere que creamos que vivimos en una comunidad. ¡No me hagas reír! Yo vivo en América, y en América estás solo. América no es un país, sólo es un negocio. Así que paga, hijo de puta.



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Vargtimmen

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Sonaba bien, Vargtimmen, la película de Ingmar Bergman que me tocaba ver en este sufrido y autoimpuesto ciclo. Sin tener ni idea de sueco, uno intuía resonancias vikingas, neblinosas, en esa palabra -Vargtimmen- consonántica y rasposa, que traducida al castellano, La hora del lobo, sonaba como un peligro acechante, como un miedo que se adensa, como una inquietud que se agazapa en los paisajes helados de los nórdicos.

Johan Borg y su esposa Alma viven un retiro -que suponemos temporal- en una apartada isla del (suponemos también) mar Báltico. Johan es un pintor que busca la inspiración, el respiro, el silencio de los humanos que le permita escuchar el susurro de las musas, tan vital y escurridizo. Su mujer, embarazada, le acompaña en la aventura con cara de resignación. Se ve que está muy enamorada de su hombre, y que el amor está por encima del fastidio cotidiano de no disponer de luz, ni de teléfono, ni de servicios médicos, allá en la isla remota a la que sólo llega una barquichuela a motor que les trae las provisiones y los enseres.

Los primeros días de retiro transcurren felices. Él pinta; ella cocina; ellos follan. Luce el sol, cantan los pájaros, y el manzano del huerto produce una cosecha histórica de frutos jugosos. La isla de Vargtimmen, en estos inicios de la película, es un jardín del Edén escandinavo que recuerda mucho al Paraíso que disfrutaron Adán y Eva en las tierras más cálidas de Mesopotamia, miles de años antes, hasta que apareció la serpiente enroscada en el árbol que todo lo jodió. Si en el Génesis todo se venía abajo en el capítulo 3, aquí, en Vargtimmen, Bergman -que viene a ser una serpiente maléfica que oscurece el discurso y confunde a sus personajes- lo jode todo a los veinte minutos de convivencia.

Mientras Johan vaga por la isla en busca de motivos pictóricos, Alma recibe la visita de una anciana que dice tener 216 años, y que le chiva el escondite secreto donde su marido, cada vez más taciturno y distante,  guarda un diario al parecer muy revelador y muy trágico. Uno tendría que haber dejado la película justo ahí, en plena aparición del espectro, porque el rollo de Bergman es una bola de nieve que empieza siendo un detalle y acaba convirtiéndose en una gigantesca desgracia que todo lo arrastra y todo lo ensucia.  Ha sucedido tantas veces... Pero uno, siempre tan responsable con su cinefilia, decide tirar para delante, y confiar en que esta vez escampará tras la tormenta. Craso error. La isla se puebla de seres extraños que uno ya no sabe si son vecinos majaretas o fantasmas convocados por la locura del pintor... Sin tele y sin cerveza, von Sydow pierde la cabeza...

Se vuelve imposible, para un espectador de mediana inteligencia como la mía, distinguir lo que es real o soñado en Vargtimmen, lo que es paranoia o peligro real. Lo que es narración o simbolismo, arte supremo o cultísima tomadura de pelo. Al final, uno se va a la cama con la impresión de haber visto otra vez la película de Kubrick, pero en blanco y negro, y con más suecos, y con más preguntas abandonadas en el aire...





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Psicosis

🌟🌟🌟🌟

Hablan en la radio del impacto que produjo Psicosis en los espectadores de 1960. Tuvo que ser un acontecimiento brutal, rompedor, del que ahora los espectadores modernos, hechos a la sangre y a los terrores, no llegamos a hacernos una idea cabal. No se veía una cosa igual desde que los hermanos Lumière proyectaron su primera película en París, y los asistentes, aterrorizados ante el tren que creían real y próximo, se levantaron despavoridos. Los espectadores de Psicosis eran un público virginal, desentrenado, que se quedó boquiabierto y acojonado con la famosa escena de la ducha. Cuentan, en la radio, que a tanto llegó el miedo, la sugestión, la paranoia tan genuinamente americana, que en Estados Unidos se hundió el mercado de cortinas de baño no transparentes. Algún pobre desgraciado que se ganaba la vida honradamente se fue a la bancarrota por culpa de Alfred Hitchcock. 

Yo mismo, de chaval, recuerdo haberme meado de miedo en la ducha durante semanas, tras haber visto Psicosis en el programa de Ibáñez Serrador, Mis terrores favoritos, en aquellas sesiones de desensibilización al terror que mi padre estableció como obligatorias. Yo cerraba los ojos para aplicarme el champú Geniol y durante aquellos segundos eternos de frotamiento capilar, imaginaba la puerta abierta, la silueta recortada, la mano que apartaba la cortina, el cuchillo jamonero que surcaba el aire... Era un pensamiento estúpido, matemáticamente improbable, allá en el León de los años ochenta, tan lejos de los moteles de carretera donde los norteamericanos perpetran sus psicopatismos. No había familiares locos que vivieran en casa, ni ladrones que buscando el joyero se metieran en el baño disfrazados de bata y peluquín. Era la mía una idiotez estadística, una cagalera sin fundamento, un mero recordar la puta escena porque uno estaba allí, desnudo, bajo el agua, como Janet. Pero ya es sabido que en los segundos eternos del champú los fantasmas vagan a su antojo, alimentándose de espuma, y de agua caliente. Yo también fui una víctima de Psicosis, diferida en el tiempo, algo anacrónica ya. Un sufridor silente bajo la ducha.




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Woody Allen: el documental II

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Si uno fuera espectador atento y disciplinado, de los que busca enseñanzas que perduren en el recuerdo, habría llenado un cuaderno entero con las sabidurías que en el documental sobre Woody Allen crecen como frutas tropicales, exuberantes y sanísimas. Los aforismos acerados, los chistes incisivos, las lecciones utilísimas que este hombre regala cada vez que abre la boca, o se sienta ante la máquina de escribir. Sobre el sexo, sobre la muerte, sobre la humildad del artista que sólo quiere trabajar en lo suyo y que le dejen vivir en paz. Pero uno ha nacido cinéfilo vago, expectante, de los que se arrellanan en el sofá y dejan que la magia transite ante sus ojos, paralizado, idiotizado, con las manos posadas sobre el mando a distancia, y sobre los huevos. Dentro de unos meses apenas recordaré nada jugoso de estas tres horas que se me han pasado volando, como se pasan las horas entre amigos, colegueando, sonriendo, poniéndose uno trascendente de vez en cuando.


Transcribo, a toda prisa, azuzado por la vergüenza creciente que siento por  mi indolencia, estas dos reflexiones de Woody Allen que al menos, en un esfuerzo titánico de mi memoria, he conseguido ubicar en el minuto aproximado del metraje extensísimo, y que ahora recupero manejando el wind y el rewind, el viento y el reviento. La primera es una experiencia infantil en la que me veo reconocido:

 “Mi madre siempre decía que, al principio, yo era un niño muy dulce y alegre. Y después, hacia los cinco años, me volví más gruñón y amargado. Creo que cuando fui consciente de mi mortalidad, no me gustó la idea. “¿Qué quieres decir? ¿Se acaba? ¿Esto no sigue eternamente?” “No, se acaba. Desapareces para siempre” Cuando me di cuenta de eso, pensé: “No cuentes conmigo, este juego no me gusta” Y después de aquello nunca volví a ser el mismo”.

Más tarde, en la intervención que cierra el documental, Woody Allen se lamenta amargamente de la vida, a pesar de haber cosechado tantos éxitos y aplausos, tantos premios y dineros. Lo hace con una sonrisilla desganada que apenas disimula la gravedad –y la humildad desnuda- de lo que confiesa. Viene a ser el corolario de aquella certeza prematura y ya determinante sobre la muerte. La sensación amarga de que la vida no es un videojuego completo, recargable, canjeable por otro en la tienda de informática cuando llegas al final, sino una demo cortísima, cicatera, que sólo te deja jugar un ratito.

       “Cuando miro atrás en mi vida, siento que he tenido mucha suerte de haber cumplido mis sueños de infancia. Quería ser actor de cine, y lo he sido. Quería ser cómico y director de cine, y lo he sido. Quería tocar jazz en Nueva Orleans, y he tocado en desfiles y tugurios en Nueva Orleans. He tocado por todo el mundo en teatros y salas de conciertos. No hay nada en la vida a lo que haya aspirado que no haya podido cumplir. Pero a pesar de todas estas bendiciones, ¿por qué sigo pensando que me han estafado?”




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