Vargtimmen

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Sonaba bien, Vargtimmen, la película de Ingmar Bergman que me tocaba ver en este sufrido y autoimpuesto ciclo. Sin tener ni idea de sueco, uno intuía resonancias vikingas, neblinosas, en esa palabra -Vargtimmen- consonántica y rasposa, que traducida al castellano, La hora del lobo, sonaba como un peligro acechante, como un miedo que se adensa, como una inquietud que se agazapa en los paisajes helados de los nórdicos.

Johan Borg y su esposa Alma viven un retiro -que suponemos temporal- en una apartada isla del (suponemos también) mar Báltico. Johan es un pintor que busca la inspiración, el respiro, el silencio de los humanos que le permita escuchar el susurro de las musas, tan vital y escurridizo. Su mujer, embarazada, le acompaña en la aventura con cara de resignación. Se ve que está muy enamorada de su hombre, y que el amor está por encima del fastidio cotidiano de no disponer de luz, ni de teléfono, ni de servicios médicos, allá en la isla remota a la que sólo llega una barquichuela a motor que les trae las provisiones y los enseres.

Los primeros días de retiro transcurren felices. Él pinta; ella cocina; ellos follan. Luce el sol, cantan los pájaros, y el manzano del huerto produce una cosecha histórica de frutos jugosos. La isla de Vargtimmen, en estos inicios de la película, es un jardín del Edén escandinavo que recuerda mucho al Paraíso que disfrutaron Adán y Eva en las tierras más cálidas de Mesopotamia, miles de años antes, hasta que apareció la serpiente enroscada en el árbol que todo lo jodió. Si en el Génesis todo se venía abajo en el capítulo 3, aquí, en Vargtimmen, Bergman -que viene a ser una serpiente maléfica que oscurece el discurso y confunde a sus personajes- lo jode todo a los veinte minutos de convivencia.

Mientras Johan vaga por la isla en busca de motivos pictóricos, Alma recibe la visita de una anciana que dice tener 216 años, y que le chiva el escondite secreto donde su marido, cada vez más taciturno y distante,  guarda un diario al parecer muy revelador y muy trágico. Uno tendría que haber dejado la película justo ahí, en plena aparición del espectro, porque el rollo de Bergman es una bola de nieve que empieza siendo un detalle y acaba convirtiéndose en una gigantesca desgracia que todo lo arrastra y todo lo ensucia.  Ha sucedido tantas veces... Pero uno, siempre tan responsable con su cinefilia, decide tirar para delante, y confiar en que esta vez escampará tras la tormenta. Craso error. La isla se puebla de seres extraños que uno ya no sabe si son vecinos majaretas o fantasmas convocados por la locura del pintor... Sin tele y sin cerveza, von Sydow pierde la cabeza...

Se vuelve imposible, para un espectador de mediana inteligencia como la mía, distinguir lo que es real o soñado en Vargtimmen, lo que es paranoia o peligro real. Lo que es narración o simbolismo, arte supremo o cultísima tomadura de pelo. Al final, uno se va a la cama con la impresión de haber visto otra vez la película de Kubrick, pero en blanco y negro, y con más suecos, y con más preguntas abandonadas en el aire...





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Psicosis

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Hablan en la radio del impacto que produjo Psicosis en los espectadores de 1960. Tuvo que ser un acontecimiento brutal, rompedor, del que ahora los espectadores modernos, hechos a la sangre y a los terrores, no llegamos a hacernos una idea cabal. No se veía una cosa igual desde que los hermanos Lumière proyectaron su primera película en París, y los asistentes, aterrorizados ante el tren que creían real y próximo, se levantaron despavoridos. Los espectadores de Psicosis eran un público virginal, desentrenado, que se quedó boquiabierto y acojonado con la famosa escena de la ducha. Cuentan, en la radio, que a tanto llegó el miedo, la sugestión, la paranoia tan genuinamente americana, que en Estados Unidos se hundió el mercado de cortinas de baño no transparentes. Algún pobre desgraciado que se ganaba la vida honradamente se fue a la bancarrota por culpa de Alfred Hitchcock. 

Yo mismo, de chaval, recuerdo haberme meado de miedo en la ducha durante semanas, tras haber visto Psicosis en el programa de Ibáñez Serrador, Mis terrores favoritos, en aquellas sesiones de desensibilización al terror que mi padre estableció como obligatorias. Yo cerraba los ojos para aplicarme el champú Geniol y durante aquellos segundos eternos de frotamiento capilar, imaginaba la puerta abierta, la silueta recortada, la mano que apartaba la cortina, el cuchillo jamonero que surcaba el aire... Era un pensamiento estúpido, matemáticamente improbable, allá en el León de los años ochenta, tan lejos de los moteles de carretera donde los norteamericanos perpetran sus psicopatismos. No había familiares locos que vivieran en casa, ni ladrones que buscando el joyero se metieran en el baño disfrazados de bata y peluquín. Era la mía una idiotez estadística, una cagalera sin fundamento, un mero recordar la puta escena porque uno estaba allí, desnudo, bajo el agua, como Janet. Pero ya es sabido que en los segundos eternos del champú los fantasmas vagan a su antojo, alimentándose de espuma, y de agua caliente. Yo también fui una víctima de Psicosis, diferida en el tiempo, algo anacrónica ya. Un sufridor silente bajo la ducha.




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Woody Allen: el documental II

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Si uno fuera espectador atento y disciplinado, de los que busca enseñanzas que perduren en el recuerdo, habría llenado un cuaderno entero con las sabidurías que en el documental sobre Woody Allen crecen como frutas tropicales, exuberantes y sanísimas. Los aforismos acerados, los chistes incisivos, las lecciones utilísimas que este hombre regala cada vez que abre la boca, o se sienta ante la máquina de escribir. Sobre el sexo, sobre la muerte, sobre la humildad del artista que sólo quiere trabajar en lo suyo y que le dejen vivir en paz. Pero uno ha nacido cinéfilo vago, expectante, de los que se arrellanan en el sofá y dejan que la magia transite ante sus ojos, paralizado, idiotizado, con las manos posadas sobre el mando a distancia, y sobre los huevos. Dentro de unos meses apenas recordaré nada jugoso de estas tres horas que se me han pasado volando, como se pasan las horas entre amigos, colegueando, sonriendo, poniéndose uno trascendente de vez en cuando.


Transcribo, a toda prisa, azuzado por la vergüenza creciente que siento por  mi indolencia, estas dos reflexiones de Woody Allen que al menos, en un esfuerzo titánico de mi memoria, he conseguido ubicar en el minuto aproximado del metraje extensísimo, y que ahora recupero manejando el wind y el rewind, el viento y el reviento. La primera es una experiencia infantil en la que me veo reconocido:

 “Mi madre siempre decía que, al principio, yo era un niño muy dulce y alegre. Y después, hacia los cinco años, me volví más gruñón y amargado. Creo que cuando fui consciente de mi mortalidad, no me gustó la idea. “¿Qué quieres decir? ¿Se acaba? ¿Esto no sigue eternamente?” “No, se acaba. Desapareces para siempre” Cuando me di cuenta de eso, pensé: “No cuentes conmigo, este juego no me gusta” Y después de aquello nunca volví a ser el mismo”.

Más tarde, en la intervención que cierra el documental, Woody Allen se lamenta amargamente de la vida, a pesar de haber cosechado tantos éxitos y aplausos, tantos premios y dineros. Lo hace con una sonrisilla desganada que apenas disimula la gravedad –y la humildad desnuda- de lo que confiesa. Viene a ser el corolario de aquella certeza prematura y ya determinante sobre la muerte. La sensación amarga de que la vida no es un videojuego completo, recargable, canjeable por otro en la tienda de informática cuando llegas al final, sino una demo cortísima, cicatera, que sólo te deja jugar un ratito.

       “Cuando miro atrás en mi vida, siento que he tenido mucha suerte de haber cumplido mis sueños de infancia. Quería ser actor de cine, y lo he sido. Quería ser cómico y director de cine, y lo he sido. Quería tocar jazz en Nueva Orleans, y he tocado en desfiles y tugurios en Nueva Orleans. He tocado por todo el mundo en teatros y salas de conciertos. No hay nada en la vida a lo que haya aspirado que no haya podido cumplir. Pero a pesar de todas estas bendiciones, ¿por qué sigo pensando que me han estafado?”




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Woody Allen: el documental

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No debería haber visto Woody Allen: el documental. El amor fraterno que siento por este fulano me ha hecho caer en este pozo sin fondo de su biografía enjundiosa, de su filmografía ejemplar. En las tres horas que dura el documento voy haciendo un repaso mental de las películas que he visto o que he dejado de ver. De las que un día almacené en mi videoteca porque me regalaron una enseñanza o una sonrisa. De las que, entretenidas sin más, fracasaron en esta durísima oposición que es obtener plaza en mi estantería, tan rarito y maniático como soy. 

Y así, enredado en estas memorias, ha vuelto, después de varios meses de calma, el ansia viva que tanto predicaba José Mota. La pulsión neurótica de revisar la filmografía completa de Woody Allen, película a película, diálogo a diálogo. A modo de homenaje, de exégesis, de machada fílmica que establezca un nuevo récord cinéfilo en la comarca, que sólo yo iba a reconocer, y a aplaudir. Una locura parecida a las que perpetré en la juventud, cuando el tiempo parecía infinito, y el culo estaba forjado de una musculatura resistente que aguantaba las grandes sentadas. Ahora ya no tengo edad, ni paciencia, y el culo es una fofería de grasas dispersas, como los lagos de Finlandia, que ya no resiste los maratones, ni casi las carreras de cien metros. Me obsesiona esta idea de programar un gran ciclo de Woody Allen que me ocupe desde aquí hasta el verano, sólo interrumpido por las urgencias ineludibles del canal de pago, y por los partidos de fútbol ungidos en sacramento. Sé que no lo haré; que quizá, como mucho, emprenda un repaso de la filmografía selecta, o de las películas olvidadas. Pero me tienta, me seduce la idea, y en los minutos pares vuelvo a soñar que soy el jovencito inquieto que todo se lo merendaba, y que navegaba feliz por los mares interminables del tiempo...




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Mad Men. Temporada 6

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Tumbado a la bartola en la playa -mientras Jessica Paré, a su lado- se quema la piel perfecta en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper lee estos versos de Dante:

"En mitad del viaje de nuestra vida me descarrié del camino correcto, y al despertar me encontré solo en un bosque oscuro".

Están muy bien traídos para explicar el laberinto vital en el que se halla el protagonista masculino de Mad Men. Están muy bien traídos, en realidad, para explicar el desamparo en el que vive cualquier cuarentón que no sea un imbécil, y que se pare a reflexionar sobre los caminos que ha recorrido, y sobre los que le quedan por recorrer.

Leo en la revista de cine estas explicaciones de Matthew Weiner sobre el espíritu de la serie:

“El tema es que la gente hará lo que sea para aliviar esa ansiedad que proviene del espacio que existe entre un individuo y el resto de la humanidad. La forma en la que nos perciben y cómo somos en realidad. Ese aislamiento es una de las características humanas contra las que luchamos, y la mayoría de nuestras emociones negativas provienen  de alguna perturbación a ese nivel.”

¡Ése era, estúpido de mí, el tema fundamental de Mad Men!. No sólo de la sexta temporada, sino de la serie entera. La soledad y la incomprensión. El abismo insalvable que media entre lo que sentimos y lo que los demás creen que sentimos. Esa distancia insalvable que aquí, en Mad Men, y también en la vida real, tratan de acortar con el alcohol que lubrica las relaciones, con el sexo que acerca los cuerpos, con el éxito profesional que atrae las miradas. Con la amistad cautelosa que nos permite volvernos transparentes de vez en cuando, sin desnudarnos por completo. Seis años he tardado en desentrañar esta intención última de los guionistas, el impulso íntimo de los personajes tan queridos. Y no por deducción propia, sino leyéndolo en una revista. No me he caído del caballo camino de Damasco: me han empujado.

Sobre Mad Men hemos hablado mucho de lo secundario: de la nostalgia de los años sesenta, de la disección del alma americana, de la guerra entre los sexos ambientada en la burguesía pre-pija de Manhattan. De las mujeres hermosísimas, y de los hombres trajeados que nos abrían el deseo o la envidia, según la preferencia. Pero al final, por debajo de todo eso, como una corriente subterránea que regaba los campos floridos y evidentes, estaba la maldita soledad. La compañía incesante de uno mismo.





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Atraco a las 3

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Hartos de contar los billetes que otros roban a mano armada o evaden a la hacienda pública -que viene a ser lo mismo- los empleados del Banco de los Previsores del Mañana deciden autoatracar su propia oficina disfrazados de golfos apandadores y ponerse los fajos por montera. El cabecilla de la operación, Galíndez -el inmortal José Luis López Vázquez- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón, porque como él mismo dice, ha nacido para ser rico, y no puede renunciar a tener un Mercedes, a vivir en un casoplón, a visitar las playas del Caribe al lado de una mujer rubia que no le ame por su belleza interior, sino clara y sinceramente por su dinero. Ladrón, sí, pero honrado.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les escurren los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida, ni ellos, tampoco, quieren cambiarla. Sólo quieren vivir mejor, hacerse clase media, sobrellevar las penurias insoslayables con más alegría y desahogo. Presumir ante el vecindario; salir a cenar los sábados por la noche; comprarse un televisor; quizá, un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

Atraco a las 3 ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad y la amargura que esas gentes vivieron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado cincuenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan, o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la amada Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y banderas tricolores, exhibidas en libertad. El 15-M, querido Pablo, ya es otra revolución fracasada.





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Twin Peaks

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Me empieza a aburrir, y mucho, Twin Peaks. Con el paso de los capítulos uno ha caído en la cuenta de que hay personajes troncales -muy  pocos- que participan decisivamente en el misterio de Laura Palmer, y secundarios prescindibles -muy muchos- que sólo están ahí para hacer de americanos pintorescos, y estirar con sus pamplinas el chicle de los minutos. Al principio timorato, pero ahora ya sin complejos, voy pasando estas tramas sin chicha por el turmix del mando a distancia, acelerándolas sin piedad como persecuciones de policías y ladrones en la Keystone del cine mudo. Y lo hago sin que la historia principal se me despiste, o se me enfangue. Mal síntoma, pues, para una serie tan beatificada, a punto de obtener ya la santidad apostólica. 

Extrañado y avergonzado de mi creciente desilusión, leo en internet que David Lynch iba y venía de la serie sin mucho interés, atrapado en otros proyectos, o aburrido de marear la perdiz del asesino. Leo con sorpresa que en muchos episodios él sólo pasaba por allí, a supervisar por encima los guiones, a estrechar la mano del director de turno para desearle buena suerte. Y se nota. De los sueños acuciantes y los humanos tarados que teñían de oscuridad las primeras entregas, hemos pasado a la ñoñería sentimental del americano medio, y a la sobreactuación risible de unos maleantes de pacotilla. 

David Lynch es un caricaturista onírico de la vida, un tipo al que le salen retratos muy afilados, muy negros, siempre sombríos y perturbadores. Como pinturas negras de Goya, o como ironías crípticas de Buñuel. Pero esto último de Twin Peaks ya es una caricatura de la caricatura, una fotocopia de la fotocopia. Un subproducto televisivo en el que lo mejor llega al final, en los títulos de crédito, con esa sintonía mágica de Badalamenti, con ese retrato de Laura Palmer con el pelo recogido que viene a ser como una Gioconda de nuestros tiempos, de sonrisa más franca, menos enigmática tal vez, pero mucho más guapa. Dónde va usted a parar.





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A propósito de Elly

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A propósito de Elly es la película de Asghar Farhadi inmediatamente anterior a Nader y Simin. La encaro con la intención de aprender sociologías sobre la clase media iraní que, barba arriba, chador abajo, tanto se parece a la pequeña burguesía de aquí. Los personajes de Asghar Farhadi no son los paletos habituales que saca Kiarostami en sus películas, ni los ciudadanos de a pie a los que Panahi sigue por las calles. Farhadi rueda películas -no documentales agrícolas, ni seguimientos voyeuristas. Este hombre, aunque sea una costumbre desusada en el cine iraní, se presenta en los rodajes con un guión escrito previamente, con sus diálogos, sus descripciones, sus atmósferas sugeridas. Un cineasta clásico, sistemático, ¡occidental!, al que van premiando en los festivales del ancho mundo casi a regañadientes. Porque sus películas son cojonudas, y te dejan la amargura de lo inconcluso, de la flaqueza humana enfrentada a la tragedia.

A Farhadi le fascinan estos treintañeros que van alcanzando la edad difícil de la no-protesta. Ya no son los jóvenes contestatarios que montaban el pollo en las universidades, clamando contra los ayatolás. Como todos los treintañeros del mundo, ahora viven pendientes de sus matrimonios, de sus hijos pequeños, de los pequeños períodos vacacionales que pasan a orillas del mar. De algún orgasmo  que  les devuelva de vez en cuando la alegría de vivir. La teocracia que en otras películas iraníes es blanco continuo de los dardos, aquí sólo es el horizonte fastidioso que no les impide disfrutar de la vida, ni privarse de ciertos lujos. Esta burguesía iraní se parece mucho a la burguesía española que transitó por el franquismo quejándose del régimen, sí, pero con la boquita pequeña, mientras salían de merendola con el Seiscientos, y cenaban opíparamente por Navidad. 

Ver una película de Farhadi es como asomarse a un Cuéntame cómo pasó ambientado en Irán, pero en los tiempos modernos, y con un pulso muy firme en el guión: nada de cursiladas, ni de concesiones estúpidas para que se sumen alegremente los niños, y los abueletes, a tararear la puta sintonía del Cola-Cao.




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Young adult

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En Young adult, una escritora neurótica, treintañera urbana a punto de asomarse al abismo de los cuarenta, decide regresar al pueblo para reconquistar a su antiguo novio y sentar la cabeza junto a él. Harta de la vida disoluta que lleva en la ciudad, sueña con una existencia más sencilla y ordenada, alejada de los ritmos diurnos, y de las tentaciones nocturnas, que poco a poco la van volviendo loca.

Nuestra protagonista es una mujer hermosa, antigua reina de la belleza en su etapa colegial. Ella es, por supuesto, Charlize Theron, y le basta una mirada en el espejo para saber que sus ojos de gata, y su cuerpo de gacela, dejarán patidifuso al hombre que ahora pretende recuperar. Éste, sin embargo, vive felizmente casado, y acaba de estrenar una paternidad que celebra a todas horas con un entusiasmo contagioso. Aunque su mujer esté a años luz de la belleza inmaculada de Charlize, Buddy vive en un paraíso armonioso de fidelidad al que no está dispuesto a renunciar. Las palabras muy serias terminadas en “ad” gobiernan su vida de hombre maduro, y no quiere adentrarse en las selvas ignotas de sufijos inquietantes y peligrosos, como adulterio, o fornicio. 

Negará tres veces a Charlize Theron antes de que acabe la película,  aunque ella se le presente en las citas vestida con trajes escotados, o le recuerde al oído las antiguas mamadas de novietes que lo dejaban para el arrastre. Si algún asomo de duda llega a cruzar por sus ojos, lo hace a la velocidad del rayo, como espantado por el pecado mortal. Es ahí donde Young Adult deja de ser comedia ácida, o tragedia cómica, para convertirse en el retrato psiquiátrico de un hombre con evidentes problemas mentales, autista, quizá, o prosoagnósico peculiar. Sólo las piedras, o los bloques de hielo, alcanzan estas alturas de hieratismo mineral. Uno lo ve, pero no se lo cree. Y la película, poco a poco, va decayendo. La falta de respuestas verosímiles convierten Young Adult en una comedieta bizarra y fallida. 





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Los comulgantes

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Quien esto escribe dejó de escuchar la voz de Dios hace mucho tiempo. A los diez años tuve que elegir entre la misa dominical y el "Tiempo y marca" en el UHF, y no me lo pensé. Dios es redondo, y está hecho de cuero...

Así que entiendo muy bien esta crisis espiritual del pastor Tomas Ericsson. Porque uno, además, siempre ha sospechado que son muchos los sacerdotes descreídos por completo de su fe. Cuando estos pobres muchachos son ordenados en solemne sacramento, se les hace entrega de una caja que guarda el secreto de la Suprema Existencia, envuelto en mil celofanes de encíclicas y teologías. Pero tarde o temprano, los más dubitativos, los que sintieron la llamada de Dios una mañana tonta y nunca más volvieron a escucharla, les da por mirar dentro y no encuentran nada. 

Quién creería, además, viviendo en Estocolmo, o en Malmoe, en un dios adusto de barba blanca que nos vigila desde una nube, teniendo alrededor, en cualquier dirección que reposes la mirada, un ejército terrestre de hijas de Odín, y de hermanas de Thor, que se codean contigo en cada trámite de la vida, carnales y próximas, tan poco metafísicas que hasta puedes tocarlas y oler su perfume. 

El silencio de Dios entre los suecos es un hecho que damos ya por descontado. Lo importante de Los comulgantes no reside en este drama. Ni tampoco en ese gélido amorío que viven el pastor luterano y la maestra rural enamorada de él sin esperanzas. Nadie podrá sustituir a la fallecida esposa del predicador, que al parecer lo volvía loquito en la cama, y le tenía tan feliz que no necesitaba plantearse la existencia de su Creador.  Lo que me interesa de Los comulgantes es la tragedia cotidiana de quien se levanta todas las mañanas para ir a trabajar pero ya no cree realmente en su trabajo. De quien vive de predicar la palabra de Dios, o la palabra de la ciencia, y sin embargo hace ya tiempo que dejó de creerse sus propios discursos. Pienso en los sacerdotes sin fe, sí, pero también en los pedagogos que han comprendido el poder irrebatible de la genética; en los adivinos que han descubierto que lo suyo sólo son chiripas afortunadas; en los psiquiatras que han comprendido que sólo la exactitud de una medicación pueden curar a sus enfermos de la locura. Pienso en la miseria cotidiana de esta gente, escéptica del oficio, que una vez creyeron sustentado sobre firmes verdades, y que ahora fingen su convicción para seguir pagando las facturas, y llenando los platos de comida. 






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Exit through the gift shop

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Uno pensaba que Exit through the gift shop iba a ser un documental enjundioso sobre Banksy, el grafitero más famoso del Street Art, personaje encapuchado y enigmático. Banksy es el autor de esas ingeniosas provocaciones que decoran los muros de varias ciudades, y que ya se han convertido en patrimonio artístico protegido, como pinacotecas al aire libre, como pinturas rupestres que dentro de algunos milenios sólo visitarán los expertos arqueólogos.  

Pero resulta que no. Exit through the gift es, al parecer -porque tampoco queda muy claro en este juego de engaños- un documental que el mismo Banksy ha realizado sobre el tipo que lo perseguía con su cámara por doquier, mientras pintaba sus transgresiones. Y ni siquiera esta línea argumental queda muy clara, pues el tal maniático de la cámara, conocido en el mundillo como Mr. Brainwash, artista hiperactivo y de medio pelo, es un personaje que queda a medio camino entre la realidad y la ficción. ¿Existe, realmente, este tipo bigotón que empezó su carrera haciendo de cameraman y ahora vende sus pedos pintados a millón de dólares por efusión? ¿O sólo es un actor –prodigioso, en tal caso- que sigue al pie de la letra el guión ficticio elaborado por Banksy?  

Dicen algunos que Mr. Brainwash sí existe, que basta una búsqueda sencilla en internet para encontrar sus referencias biográficas, y sus producciones artísticas. Otros, en cambio, aseguran que lo que figura en internet también es falso: la continuación de esta coña marinera sobre las falsas identidades, y el falso arte, que Banksy ha perpetrado a plena luz del día para reírse de nosotros, los espectadores crédulos.




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Bronson

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No acierto a saber qué quería contarnos Nicolas Winding Refn en Bronson. Al principio de la película nos avisan de que vamos a ver una historia real, pero eso no ayuda mucho a la comprensión cabal de sus intenciones. El tal Charlie Bronson es un psicópata agresivo que lo mismo apalea a un compañero de celda porque éste lo ha mirado de reojo, que le clava un pincho al funcionario porque lleva muchos meses vegetando en la misma cárcel y ya le apetece un cambio de aires, con nuevas rejas a las que asomarse, y nuevos desconchones en la pared en los que fijar su mirada lunática. Más que un preso o que un loco, Bronson es un turista de las cárceles. Él transita feliz de un centro penitenciario a otro. Parece ansioso por  batir un récord británico de traslados en furgoneta. O quizá, simplemente, es que le va la marcha, el desafío permanente a la autoridad, como aquel Paul Newman más pacífico y socarrón de La leyenda del indomable.

Sea como sea, nada queda claro en la película. O al menos en sus primeros cincuenta minutos, momento definitivo en el que este espectador aburrido, abatió su cuello en señal de rendición, y de fastidio. Regresé de la involuntaria hibernación veinte minutos después, cerca ya del final de la película, pero ni siquiera la proximidad del desenlace me hizo perseverar en el intento. Bronson seguía repartiendo hostias sin ton ni son al compás bailongo de la banda sonora. El tipo estaba ya en otra cárcel, y con otros guardias, quizá en la tercera o cuarta celda contando desde el momento en que me quedé dormido. ¿Cesará finalmente su locura? ¿Lo meterán preso para siempre en Alcatraz? ¿Lo matarán a golpes unos policías encapuchados hartos ya de sus desafíos?  Que más da, me dije. Eran ya las doce y pico de la noche. En otras frecuencias del espectro electromagnético, las tertulias deportivas de la radio bullían de asuntos mucho más interesantes, con el final de la liga de fútbol, y las Copas de Europa al rojo vivo de las eliminatorias finales. Qué me importa a mí la moraleja final de Bronson, en comparación con el arte aleatorio del balompié, del que dijo una vez Bill Shankly que no era una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante. 





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Matrix

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La primera vez que vi Matrix pensé -sin mucho mérito intelectual por mi parte- que estaba viendo una adaptación moderna de los Evangelios. Neo vendría a ser la segunda encarnación del Hijo, el Mesías señalado por Morfeo el Bautista, para salvar a los hombres de su infausto destino. Pero esta vez no habría venido para redimirnos del pecado,  porque ésa es tarea que los siglos han revelado inalcanzable, incluso para un dios tan poderoso, sino para librarnos de la tiranía de las máquinas, hijas evolutivas de la raza humana, nietas de aquellos monos que hace millones de años se rascaban las pulgas subidos en los árboles.

    Neo, como Jesús de Nazaret, es al principio un hombre dubitativo y confuso, que sospecha, pero no termina de aceptar, el motivo trascendental de su muy altísima misión en la Tierra. O más bien en lo poco que ha quedado de ella, tras la guerra sin cuartel contra la Inteligencia Artificial. Neo sufrirá la traición de un discípulo que lo conducirá a la muerte. Neo resucitará gracias a la fuerza del amor. Redivivo, multiplicará por cien sus anteriores poderes, y se pasará las leyes de la física por el forro de sus asuntos, estirando la materia, falseando la gravedad, ralentizando o acelerando el tiempo a su antojo... Un nuevo superhéroe saltarín y kungfunesco, que ya no resucita muertos ni convierte el agua en vino, pero al que le bastan sus habilidades más modestas para zurrarles la badana a los antivirus con gafas de sol.


            La segunda vez que uno vio Matrix descubrió, en un segundo plano de lectura más laico y más científico, más acorde con la mentalidad ilustrada que nos anima a ver la ciencia-ficción, una ingeniosa explicación a los desajustes de la realidad que todos hemos experimentado alguna vez. Los déjà vu tan vívidos e inexplicables que los neurólogos despachan como una simple disfunción temporal de la memoria, y que nosotros, por aquello del afán de trascendencia, creemos verdaderos episodios de premonición. O de retromonición, más bien. Esos sueños tan reales y tan sentidos que luego uno, ya indudablemente despierto, se pasa horas tratando de desenredar de la realidad, tan entrelazados con ella, y tan parecidos a lo que uno experimenta en la vigilia.  Esas corazonadas que todos hemos tenido alguna vez, como magos mentalistas de los que salen en la tele, previendo acontecimientos y desenlaces que al poco tiempo se cumplían con detalle. 

    Hay veces que la realidad, casi siempre monolítica y previsible, se vuelve flexible e inestable, como si las paredes perdieran consistencia, y empezaran a derretirse. Como se derrite ese espejo cuando Neo lo toca con sus dedos timoratos, iniciado ya en el secreto de la mentira mayúscula de Matrix. 






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Hara-kiri

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Me acerco a Hara-kiri imaginando una orgía sangrienta de samuráis que desenvainan sus katanas y cercenan miembros a diestro y siniestro, como en aquella 13 asesinos que vi hace unos meses, danzarina e hipercinética, que también dirigía este Takashi Miike de filmografía tan desmesurada. Pero me encuentro, para mi decepción, con una película sosegada y trágica donde los samuráis hablan mucho del honor y  la justicia, en pláticas llenas de lirismo y de sobriedad. Pláticas que un occidental como yo, ajeno a la cultura de los japoneses, y ajeno a cualquier cultura milenaria que no sea la romana, encuentra difíciles de entender.

Uno, con los años, llevado quizá por los excesos de las películas, ha llegado a pensar que estos guerreros japoneses se suicidaban casi por cualquier cosa. La deshonra intolerable que sólo el hara-kiri podía restaurar les acechaba casi en cada encuentro, y en cada camino. Lo mismo arriesgaban la vida en el combate que en el paseo matinal para ir a comprar el pan, o para curarse un callo de los pies. Si uno se tomara las películas de los samuráis al pie de la letra, pensaría que el Bushido, con su código ético complejísimo y laberíntico, causaba más muertes entre ellos que las batallas sangrientas que los enfrentaban para defender a sus señores feudales. Esa es, al menos, la impresión que transmiten películas como Hara-kiri, que yo seguramente malinterpreto desde mi meridiana ignorancia, a tantos meridianos de distancia del Sol Naciente.



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Deadwood. Temporada 1

🌟🌟🌟

Llego al octavo episodio de Deadwood desesperado y cariacontecido. Temo ser el único seriéfilo del mundillo que no sabe apreciar su complejidad ni su epopeya. No quisiera ser yo el forastero tontaina que sólo anduvo por Deadwood de paso, incompetente para hacer negocio donde otros se forraban. Insisto en los episodios con la fe ciega de un converso que quiere bautizarse en las frías aguas de las Black Hills. Pero noto que me estoy dejando algo muy importante en el camino polvoriento. Paseo entre las prostitutas y los mineros, entre los posaderos y los reverendos, y aunque escucho con atención todo lo que dicen, e incluso apunto ciertos diálogos en la libreta, no me llegan a interesar del todo sus asuntos. Y no es lógico. Deadwood debería ser el paraíso antropológico que tanto tiempo llevaba buscando mi misantropía. En ese pueblo caótico levantado con las maderas del quinto pino, el que no mata, roba; el que no miente, difama; el que no traiciona, espera mejor momento para hacerlo. Todo se hace y se deshace por el dinero, y por el orgullo. Como en la vida real, pero sin disimulos, a palo seco, en esa tierra sin ley que todavía espera al Gobierno de los Estados Unidos para poner orden e instalar una hamburguesería.

    Y sin embargo, aunque ellos son la demostración viviente de la malignidad humana, no me creo a estos cabronazos, ni a estas arpías. Ni siquiera a este tipo,  Al Swearengen, el dueño del puticlub principal al que Ian McShane eleva a la categoría de un Tony Soprano ancestral, de un Michael Corleone con mostacho decimonónico. No sé por qué, pero no logra provocar en mi ánimo los estremecimientos que otros espectadores juran haber sufrido... al oírle. 


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Le Havre

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Me pasa con Aki Kaurismäki lo mismo que a los proletarios cuando prueban el caviar. Cuabdi por el azar afortunado de una quiniela o de una herencia de la tía logran acceder a los círculos exclusivos de los ricos. Que prueban las huevas y no les gustan. Que las prueban una segunda vez, convencidos de que ahora el paladar sí responderá a las expectativas, y les vuelven a defraudar. Que no terminan de pillarle la gracia a esta textura de mermelada con sabor a cojón de pescado. Piensan que a los aristócratas les gusta tanto porque es un manjar objetivo, indubitable, al que tarde o temprano será imposible resistirse. Como el whisky de malta, o las angulas verdaderas. Y lo prueban una y otra vez hasta que aprenden a dominar la repugnancia, y a fingir con elegancia en las reuniones sociales, convencidos de que allí todo el mundo miente respecto a los canapés.

Mentir. Disimular. Asentir brevemente con el cuello. Es lo mismo que yo tendría que hacer si me moviera en los círculos sociales de los cinéfilos, y no viviera aislado en esta cueva osera de Invernalia, donde escribo lo que me da la gana. Falsificar la sonrisa cuando se cantaran las maravillas que nos regala Kaurismäki cada vez que sale el sol en Finlandia. Tengo entendido que si te atreves a soltar una crítica negativa en los conciliábulos de la capital,  los masones del asunto te pegan una hostia en cada carrillo y te expulsan para siempre del paraíso de sus tertulias. Exactamente lo mismo que harían los aristócratas con el advenedizo del caviar, si éste lo escupiera en la bandeja de plata donde se lo sirvieron.




Cuento todo esto porque después de haber dormido varias micro-siestas mientras veía Le Havre, luego, en los grandes foros de la cultura, leo alabanzas sobre ella exageradísimas y apoteósicas, que harían sonrojarse al mismísimo Kurosawa o al mismísimo John Ford. De humanista hacia arriba, el diccionario se les queda muy corto a los entusiastas de don Aki y su nueva marcianada, o finlandiada, si lo prefieren. Mientras leo atónito tan unívocas pleitesías, mi espíritu se debate confundido. En los minutos pares pienso que soy un tipo insensible, cinéfilo sólo de boquilla. Demasiado James Bond, quizá. Demasiada sitcom sin mensaje ni calado. Demasiada película vacía que sólo sustentaba una mujer bellísima y semidesnuda de la que yo andaba enamorado. En cambio, en los minutos impares, se me viene el ánimo arriba, y  pienso que  soy un resistente, un guerrillero, un valiente que se atreve a señalar la desnudez imperial de Aki Kaurismäki. Uno de los pocos que llama fábula tontorrona al cuento moral; cutrez al minimalismo; pasividad al hieratismo; gilipollez a la maravilla.

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Extraterrestre

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Hoy he visto Extraterrestre, la comedia de Nacho Vigalondo que algunos tienen por rompedora y adelantada a su tiempo. El último grito de la marca España que arrasa en los festivales frikis de medio mundo. Y yo me pregunto, al finalizar, quizá asqueado por el calor creciente, por la fatiga paralizante, por las sonrisas bobaliconas del personal, dónde estaría la gracia de este invento si no fuera porque Michelle Jenner lo pinta todo con su belleza, y porque además enseña el bonito culo al que aspiran los tres papanatas que la pretenden. Como nosotros, en el mundo real, si ella fuera tangible y cercana...




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Skyfall

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Venía Skyfall muy recomendada por los entusiastas de la saga Bond, y también, de modo insospechado, por algún crítico respetable que ya está cansado de alabar los solipsismos iraníes y los sintoísmos coreanos. Hablaban maravillas de la actuación de Javier Bardem, de la dirección de Sam Mendes, del remozado Q y sus gadgtes ultramodernos y molones... Al final ha sido la misma película de siempre, entretenida y previsible. De nuevo la placentera sensación de estar abandonándote a un pasatiempo inocente y divertido; de nuevo, también, la amarga certeza de haber malgastado dos horas cuando despiertas de la hipnosis y descubres el truco del teatrillo.

A Bardem le dobla en castellano un tipo que no es él, y la sensación que transmiten sus esfuerzos es equívoca y frustrante. De la dirección de Sam Mendes no tengo elementos para el juicio, pues nada sé de las posiciones correctas de la cámara, ni de los matices autorales que subyacen al planteamiento. Los nuevos gadgets proporcionados por Q son una pistola para señoritas y un transmisor de radio que usaba el agente Maxwell Smart. Han querido impresionarnos, sofisticadamente, con la ausencia de sofisticación. Qué tonterías. No hay nada que te enamore en Skyfall. Ni siquiera las chicas Bond me han arrancado un latido de más en el predispuesto corazón. Son modélicas modelos que parecen diseñadas en un laboratorio espacial. Nada se parecen a la vecinita del cuarto, o la compañera del trabajo, que es lo que a mí me pone. 

Skyfall, en su empeño por relanzar la saga, quizá mejore las petardadas anteriores de la franquicia. O tal vez soy yo el que se imagina la mejora, para sobrellevar la función al lado de Pitufo, que se lo ha pasado bomba con cada hostiazo y con cada frasaca. Él está en la edad, y es comprensible. Pero yo, que ya vivo en la cuarentena, soy un sufrido veterano de estas intrascendencias que me han ido robando la vida poco a poco.




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Extras

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En Extras, Ricky Gervais es un actor de reparto que se codea con las grandes estrellas en producciones importantes. Lo que pasa es que a él  -porque ya es cuarentón, y bajito, y gordito, y ciertamente no muy espabilado- nunca le conceden la responsabilidad de recitar una simple línea de diálogo. Él, sin embargo, nunca se rinde. A pesar de las chanzas y ninguneos que sufre de continuo, su confianza en llegar a ser un actor de tronío permanecen intactas. 

Andy Millman viene a ser el mismo personaje que Ricky Gervais ya interpretara en The Office, el David Brent inmune a las críticas de los demás, embelesado de sí mismo hasta el punto de confundir su propia realidad con la realidad misma. Un poco como todos, ciertamente, pero de un modo más exagerado, y por tanto muy cómico. Es una veta  que Ricky Gervais está explotando con mucho acierto, ésta de la subjetividad quimérica en la propia valía, y los misántropos que buscamos pruebas de la estupidez humana aplaudimos con las orejas.

Releo varias veces el párrafo anterior buscando un estilo más depurado y literario, y me encuentro, para mi sorpresa, con un retrato involuntario y muy gráfico sobre mí mismo: cuarentón, gordito, no muy espabilado... Hablando de Ricky Gervais me ha salido, sin yo quererlo, un autorretrato patético. Mis dedos han sido secuestrados por el inconsciente del que tanto habla Slavoj Zizek en La guía del cine para pervertidos. Se ve que me están influyendo mucho sus enseñanzas. Los muertos de mi cementerio mental -que yo tenía muy calladitos a dos metros bajo tierra- están oyendo sus clases magistrales y aprovechan la confusión para salir de sus tumbas y recordarme cuatro verdades muy amargas, ululándome al oído. Son unos hijos de puta muy sinceros y muy puñeteros. 

Es por eso, quizá, que me está gustando mucho Extras. En ella he encontrado otro personaje en el que me veo reflejado, como un espejo que me deformara sólo lo justito, apenas unos centímetros por aquí, y unos pecadillos por allá. Otro álter ego de mis miserias y de mis fracasos. Uno que se arrastra por los rodajes a cambio de un bocadillo de mortadela y de una promesa siempre incumplida de participar en una conversación intrascendente. De hacerse inmortal, por fin, a través de la palabra, como William Shakespeare, o como los locutores del fútbol.





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Enron: los tipos que estafaron a América

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Avergonzado de no entender nada en las páginas color salmón, vuelvo a ver, después de siete años, Enron, los tipos que estafaron a América. Cuánto ha llovido desde entonces... ¡Y que poco ha nevado!, gracias al cambio climático que esta misma gentuza negó tres veces antes de que cantara el gallo, y se derritieran sus torvos argumentos. 

Hace siete años, cuando sólo existían las crisis nucleares, y las crisis de los cuarenta, estos desalmados que provocaron los apagones en California para subir el precio de la energía, y saquear el bolsillo de los pobres, parecían unos simples gamberros del capitalismo: los hooligans más prehomínidos de la afición entregada a la avaricia. Unos tunantes calvorotas, algo torpes, y por qué no decirlo, también un pelín idiotas, que tras delinquir varias veces sin castigo pensaron que ya todo el monte era orégano, y tierra prometida de leche y miel, y se lanzaron al atraco como bucaneros que ya no se molestasen en camuflar su bandera. Qué gente, Jesús. 

Hace siete años pensábamos que estos tipos de Enron eran unos simples tontainas. Miembros gangrenados, excepciones a la regla,  excrecencias del sistema capitalista... Qué poco sabíamos. Sólo dos años después comprendimos que todos los trajeados pertenecían a la misma grey de los sociópatas sin escrúpulos. Humanoides que matarían a su mismísima madre con tal de gozar de un nuevo privilegio, de un nuevo reloj carísimo, de un nuevo yate más grande aún que el anterior. Gentuza que en cada drive de su madera 3 cercena las cabezas de varios esclavos ya despedidos y amortizados. Una raza de delincuentes muy exclusivos. La asociación gangsteril que rige nuestra vida material y espiritual: desde la empresa que nos confecciona los calcetines a los diputados que con su mayoría absoluta arrasan nuestros sueños de felicidad. Nuestros viejos enemigos de clase, sí, que nunca dejaron de serlo. 

Don Carlos pide a gritos salir de la tumba para reivindicar sus viejas teorías, y ponerse a la cabeza de la revolución. Ya estamos tardando en inventar la pócima que lo resucite.




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La historia del cine: una odisea (y IV)

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Termino de ver La historia del cine de Mark Cousins. Ha sido un viaje ilustrativo, pedagógico, a veces emocionante, con bonitos paisajes y confortables hoteles. Al guía británico le pongo un ocho de nota, como aviso a futuros turistas del documental. El señor Cousins ha resultado ser un hombre solícito, didáctico, sobradamente preparado. Nos ha llevado en volandas con su entusiasmo febril,  con su timbre de voz tan peculiar. Sólo cuando se empeñaba en que conociéramos la cinematografía senegalesa, o puertorriqueña, o la de Pernambuco, se nos ha puesto un pelín plasta y pedante. Peccata minuta. 

Tengo la impresión de que al final, en los episodios dedicados al cine moderno, se ha desatado sus ligaduras académicas y se ha puesto a contar lo que le daba la real gana, llevado por sus gustos particulares. El decía que no, pero yo no dejaba de intuir que sí. Da igual. No le vamos a criticar por eso. My kingdom, my rules. Su documental, sus cojones. Y mucho menos que voy a criticarle después de haberle dedicado unos piropos a esa película inclasificable que uno, en su rareza al fin compartida, tiene por obra maestra de nuestros tiempos: Mulholland Drive.  

            Resulta, además, por lo oído en algunos comentarios, deslizados con suma educación entre los contenidos de su asignatura, que Cousins nos ha salido un zurdo de las ideas. Un rojete trasnochado y peligroso al que de momento no van a dar cancha en el No-Do nacional recién reimplantado. No creo que le dejen salir de los canales de pago. Y si le dejan, sólo le permitirán un paseo clandestino en las altas madrugadas, para que lo vean cuatro gatos callejeros escondidos entre las basuras.



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Casino Royale

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Bostezo, disimuladamente, en la punta alejada del sofá, mientras Pitufo se lo pasa pipa con el agente 007 en Casino Royale. Es su primera película de James Bond y creo que el personaje le va a dejar marcado por algún tiempo. Daniel Craig es un fulano de rostro inquietante, psicopático, que lo mismo te vale para salvar al mundo que para cargárselo en una locura. No es un héroe de acción al uso. No tiene el aspecto bonachón de Jason Bourne, ni la ironía socarrona del teniente John McLane. Lo mismo que hace de bueno podría hacer perfectamente de malo, interpretando, por ejemplo, a un hermano gemelo que fuera el jefe supremo de Spectra

Pienso en estas variaciones mientras se suceden los disparos, los derrapes, los diálogos imposibles –por brillantes y rebuscados- que sostiene James con la chica Bond de turno, la bellísima Eva Green de los ojazos también imposibles, y los pechos canónicos no mostrados aquí, pero ya implantados en nuestra memoria desde que los contempláramos en Soñadores. El único recuerdo, por cierto, que nos legó aquella introspección nasogástrica de Bernardo Bertolucci... 

De la señorita Eva dijo una vez don Bernardo: “Tanta belleza es indecente”. Y es cierto. Sólo por ella he aguantado el aburrimiento mientras contemplaba de reojo el entusiasmo palomitero de Pitufo. Mientras él se dejaba llevar por este videojuego de agente secreto, yo solazaba mi mirada en las curvas hipersexuales de Eva Green. Y cuando ella no salía en pantalla, en el recuerdo imborrable de sus óvalos maternales. Gracias a ella he mantenido la coherencia de quien propuso ver esta película y no podía entregarse al abandono irresponsable. ¿Qué hubiera dicho Pitufo de mí, en una próxima recomendación encarecida?



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La historia del cine: una odisea (III). Abbas Kiarostami

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En The Story of Film, Mark Cousins habla maravillas sobre las películas de Abbas Kiarostami que hace unos años casi me costaron la salud y la razón. Mark llega a decir, en uno de su subidones de crítico exaltado, que el final del siglo XX fue “la era de Kiarostami”. Que ante la avalancha de efectos especiales y posmodernismos digitales, el director iraní fue el pérsico guardián de las esencias analógicas. "El más puro y clásico de los directores de su tiempo..." Pues bueno, pues vale, pues me alegro, como diría el Makinavaja. Si tuviera que elegir entre cualquiera de sus películas y Matrix -que era precisamente del año 1999, finisecular y finimilenial- yo, sin duda, me quedaría con los hostiones de Neo haciendo arabescos en el software de un ordenador. Soy así de vacío y de superficial. 

Más aún: si el cine fuera todo él como una película de Kiarostami, prohibidas las persecuciones y los hostiazos, las mujeres bonitas y las tramas enrevesadas, todo bucolismo de personajes que no hablan y paisajes que no se modifican, metrajes estirados hasta el límite de la paciencia o del cachondeo, uno preferiría tomarse la pastilla azul y dejarse engañar por el mundo ficticio del Gran Ordenador. Preferiría ser un cobarde antes que morir desangrado por un bostezo que me desencajara la quijada. La pastilla roja se la cedería gustosamente a Mark Cousins -a quien guardo mucho aprecio a pesar de sus ortodoxas herejías- para que siguiera durmiendo sus siestas entre los cerezos, o entre los olivos, allá en los valles abruptos donde Jerjes y Darío perdieron sus mecheros.



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Los Roper

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Veo nuevos episodios descacharrantes del matrimonio Roper, al que tenía muy abandonado. Los veo junto a mi madre, que anda de visita en Invernalia, y que gusta mucho de estos revivals de las casas antiguas y los enseres pasados de moda. Entre risa y risa vamos filosofando sobre el paso del tiempo que dejó antiguos los vestidos, las decoraciones, las tecnologías de la comunicación casi decimonónicas. 

            Yo, de paso, me voy fijando en el aspecto decrépito y tontorrón del señor Roper. No soy capaz de calcularle la edad a Brian Murphy, el actor que lo encarna. Será después, en internet, cuando descubra que su calvicie, su estulticia, su fachada en general decadente y viejuna, respondían a tan solo 43 años de edad, en este año 1976 en que se rodaron los primeros capítulos. Hay, por supuesto, un afeamiento artificial debido al maquillaje, a la peluquería, a la actuación caricaturesca del actor, que encorva el cuerpo y adopta andares de artrítico prematuro. Pero tales trucos no tranquilizan mi ánimo. No se me va la cifra de la cabeza: 43. Apenas dos años me separan de este señor indudablemente mayor, pre-anciano. El señor Roper, cuando yo lo veía en la tele blanca y negra de mi infancia, era más un abuelete que un hombre. Un viejo divertido y maniático, mangoneado por esa arpía del buen corazón llamada Mildred, que siempre le reconvenía con el grito de “Yooorsss” que tanta gracia nos hacía. Un señor que en la sinestesia del olfato nos olía a Varón Dandy, y un poco a meados. ¿A qué huelo yo ahora, tan cerca ya de su edad? A sudor frío, quizá. A desodorante atropellado de la mañana taciturna. A desinfectante de hospital, en la lejanía cada vez más cercana de la enfermedad...



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Tierra

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Hay películas que a los pocos minutos ya se descubren como insufribles. Provocadoras fulminantes del bostezo. Tierra es una de ellas. Debí abandonarla justo tras la primera escena, cuando Carmelo Gómez, el desparasitador llega a la comarca y se encuentra a un pastor de ovejas herido en el monte, fulminado por un rayo, y en lugar de socorrerle, de montarlo en el coche, de llamar a la ambulancia que el gobierno autonómico todavía no ha suprimido, se lanza, con la aquiescencia estúpida del moribundo, a filosofar sobre la unión eléctrica y mística con la nube en el momento de la descarga. Sobre la espiritualidad inmanente de los electrones en la atmósfera. Sobre el aromático esplendor de un cagada de pato que abonará los campos sembrados de vides en la primavera. Qué sé yo... Es un diálogo absurdo, de una gilipollez supina, muy poética y profunda según la crítica especializada. 

Uno ya entiende, a los diez minutos de metraje, que nada de lo que se narre a continuación va a tener la mínima consistencia, la mínima verosimilitud. Pero uno insiste, y se obceca, y adopta la pose de un  cinéfilo persistente, porque desconfía de sí mismo, y prefiere que lo tachen de cultureta antes que de cobarde. Uno se lanza al precipicio del aburrimiento y se justifica en la belleza pastoril de Emma Suárez. Y en la belleza embutida en cuero de Silke, la motera. Sólo por ella, por la germana, acometí Tierra en varios asaltos suicidas, como un soldado que aún mantiene la esperanza de salvarse Pero el muy tunante de Julio la tenía reservada  para las fanfarrias finales. Es un tipo muy listo: primero suelta sus filosofías telúricas, sus pedanterías paulocoelinas, y luego, como premio para los pacientes, para los espectadores más enamorados, te saca a Silke enseñando la piel. Y yo no pude llegar, ay de mí, al paraíso prometido.  Uno ya no está para estas pruebas de resistencia. El sueño mortal de la medianoche se ha vuelto más poderoso que cualquier excitación. Que cualquier Silke recobrada. La ridiculez argumental de Tierra pesa más que su hermosura. He dimitido cerca de los tres cuartos de hora, cuando ella comenzaba a cobrar protagonismo.  Camino de la cama la he echado mucho de menos.



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Vacas

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Hace días que no salgo de este maratón del National Geographic dedicado a las tierras vascas. Después de seguir a Tasio en sus aventuras montaraces, me encuentro en la liga de fútbol con un derbi decisivo entre vizcaínos rojiblancos y guipuzcoanos txuriurdines. Un encuentro pasional disputado bajo la lluvia, sobre el césped verdísimo, como corresponde al paisaje ancestral que rodea al estadio de San Mamés. En mitad de la refriega  recuerdo, en asociación libre, que hace meses que me aguardan las primeras películas de Julio Medem, asaltadas en un arrebato cinéfilo que pretendía dedicarle un largo ciclo. Una retrospectiva cronológica, minuciosa, destripada al mínimo detalle en este diario, y que luego, como sucede casi siempre, se quedó en una mera intención aplazada, pisoteada por otras urgencias, olvidada a los pocos días de haber brotado de mi escuálida voluntad.




            Arrepentido de mi enésima dimisión, busco al terminar el partido la película Vacas. En ella, dos familias de vascos y vascas se odian con la rivalidad propia de los caseríos colindantes, allá por los tiempos en que los carlistas luchaban por una España aún más católica y reaccionaria.  Es una película irregular, extraña, como todas las de Medem, que a veces es narración convencional de los odios y los amores, y a veces, sin previo aviso, se vuelve poesía indescifrable de la telúrica influencia. Telúrica...  Recuerdo que me preguntaron el significado de esta palabra en el examen de lengua de la selectividad, allá por los años mozos, cuando el cine iba a ser el entretenimiento de las noches, el solaz del productivo trabajo, y no el refugio oscuro en el que ahora me escondo de los hombres, y de la vida. No supe responder a la pregunta en el examen. Jamás, en mis lecturas, había aparecido semejante palabra. O yo, al menos, no la recordaba. Tiré del prefijo griego tele y solté algo parecido a lejanía, a planetario, por si colaba. Luego, en casa, reconcomido por el probable desacierto, la busqué en el diccionario: Perteneciente o relativo al telurismo. Telurismo: Influencia del suelo de una comarca sobre sus habitantes. No era, pues, un asunto de lejanías, sino todo lo contrario: de cercanías, de raíces, del suelo que uno pisa. 

   He recordado todo esto mientras veía Vacas, porque hay mucho telurismo en su propuesta, y porque mi cerebro sigue asociando libremente las churras con las merinas, y las peras con las manzanas, en este marasmo post-balompédico que precede al sueño. Vacas trata sobre vacas en la tierra siempre húmeda, pintada de verde, ondulada de montes, que ha forjado el carácter indómito de los nativos vascongados. Creo que fue Nietzsche quien dijo que somos, en esencia, lo que comemos. Telúricos, al fin y al cabo, pues todo proviene de la tierra. Los personajes de Medem, vascos o no, lo mismo te comen un asado con patatas y razonan como personas normales, que luego se adentran en los bosques y se zampan un par de setas alucinógenas que les introducen en el desvarío, y en la poesía incognoscible del propio ombligo. Así es Medem, y así hay que tomárselo.





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