A chorus line

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“En realidad mi gran sueño ha sido saber bailar bien. La película que cambió mi vida por completo se llamaba Flashdance. Era una película que trataba sólo de baile. ¡Saber bailar...! Y sin embargo, al final, me limito siempre a mirar. Que también es bonito, pero no es lo mismo”.

Esto reflexionaba Nanni Moretti en Caro Diario mientras conducía su moto por las calles de Roma. Envidioso y admirado, aparcaba su vehículo en las fiestas populares para contemplar a los jóvenes que bailaban los ritmos latinos o brasileños. Era la época de la lambada...  A mí me pasa un poco lo mismo: también me quedo embobado en las fiestas, viendo a las gentes que mueven las caderas; también me quedo tonto en las películas musicales que a veces elijo para alcanzar la medianoche. Es una envidia que supongo común, a todos los que hemos nacido con dos pies izquierdos, con dos extremidades palmípedas, con dos tobillos estúpidos que malinterpretan las órdenes recibidas.

A chorus line es un musical que se sigue a ratos, a esfuerzos. Cuando los personajes bailan y brincan por el escenario, uno celebra la vida vicariamente, en contemplación distante del esfuerzo. Cuando se detienen para limpiarse el sudor y contar sus rollos personales, uno avanza a trancos con el mando a distancia para alcanzar el siguiente número musical. Y así, de oca en oca, de puente a puente, se llega hasta el famosérrimo número final, One, que he visto decenas de veces en los documentos, y en internet, nunca en su contexto, y que tiene un sonsonete que durante años no se me ha ido de la cabeza. Por ahí asoma ya el primer sombrero de copa de los muchos que vendrán después: “Tan, tararán, tararán...”




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Chronicle

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En Chronicle, tres adolescentes adquieren el don de la telequinesia gracias al encuentro con un objeto extraño que yacía enterrado en el bosque. ¿Era un ovni? ¿Un artefacto del futuro? ¿Un experimento del gobierno? Un mcguffin sin importancia, en cualquier caso.

Al principio de la película, los chavalotes utilizarán sus nuevas habilidades para tomarle el pelo a la gente, y cachondearse de los alumnos más bravucones del instituto. Y dejar impresionadas a las rubias más guapas de Seattle, claro está, sin desvelar el secreto de sus nuevos atractivos, haciéndolos pasar por un exceso de testosterona, o por una destreza insospechada de mago profesional. Ellas, las muy ladinas, las muy veleidosas, dejarán a sus novios del equipo de fútbol americano y caerán rendidas a sus pies. Sus orgasmos de inducción telequinésica las volverán muy locas y muy agradecidas.


            Nuestros muchachos, al principio, se manejan torpemente con los poderes, y se pegan unos leñazos de impresión, y rompen los objetos que pretenden manipular. Se parten el culo de risa, y sus vidas transcurren felices y traviesas. Sin embargo, con el discurrir de la película, haciendo el tontico por aquí y por allá, aprenden a dominar sus asombrosas capacidades, y se convierten en superhéroes abrumados por la disyuntiva de lanzarse a salvar al mundo, en fatigosa e interminable tarea, o quedarse en el barrio a pegarse la gran vidorra del milagrero ocasional. Es la disyuntiva de todo caballero Jedi que siente la llamada perezosa del Lado Oscuro de la Fuerza...

A partir de ahí, Chronicle deriva hacia una película de acción con sus persecuciones y sus mamporros, que ya interesa algo menos. Era al principio, en las travesuras de los adolescentes, cuando la sonrisa complacida casi me llegaba hasta las orejas. Lo que hubiera dado yo, hace un cuarto de siglo, por disfrutar de un poder así. ¡Mis cien calificaciones de estudiante ejemplar!, por la cuarta parte de semejante fortuna. De qué me iban a servir ya, los sobresalientes de los cojones, con la vida resuelta gracias a la magia invisible que brotaría de mi cerebro, y de las puntas eléctricas de los dedos. Futbolista de élite, o estrella del espectáculo, o manipulador rastrero de las altas finanzas. De cuántos tipejos del colegio me hubiera vengado. A cuántas bellezas de la diadema en el pelo hubiera conquistado con la demostración chulesca de mis proezas. Todavía hoy, pasados los cuarenta años, sigo soñando con un poder invisible que hiciera justicia y callara las bocas. Un ciudadano anónimo, grisáceo, con un aire celtibérico a lo Clark Kent, que hiciera un despliegue dosificado de sus facultades: un empujón por aquí, una hostiaza por allá, una falda traviesa que levanta la brisa. Un bikini juguetón que se desata justo antes de saltar a la piscina...  Un gol de mi retoño que entra justo pegado al palo, cuando ya parecía marcharse por la línea de fondo. La Copa de Europa del Real Madrid, con Pitufo ejerciendo de gran capitán, conseguida desde el anonimato telequinésico de mi sofá. Pequeñas justicias, modestas venganzas, cotidianos gozos que me harían inmensamente feliz. Una reconciliación con la vida en toda regla. 

Una lástima que en Invernalia jamás aterricen los ovnis, ni yazcan escondidos los secretos tecnológicos del ejército español. En Estados Unidos, por lo que se deduce de Chronicle, las posibilidades de que te toque esta lotería son mucho más altas. Las mismas que de ser abducido por los extraterrestres, también sea dicho. O de morir tiroteado por un trastornado. No todo iban a ser ventajas.



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Manhattan

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Si Manhattan es el homenaje de Woody Allen a la ciudad –más bien al barrio- en el que vive, ¿cómo sería el homenaje de un cineasta leonés, también neurótico y gafapasta, a su Invernalia natal, tan pequeñita y escondida en el mapa? Para empezar, León saldría mal retratada en blanco y negro, porque yo me la imagino más bien sepia, arrugada, desleída... La música de Gershwin no pegaría ni con cola en ese trasfondo de imágenes decadentes, con la catedral milenaria al fondo. Quedaría mejor un cuarteto de cuerda, o una jota de la tierra, que también las hay, interpretada en tono melancólico por un grupo folk con pandereta y castañuelas. 

Los viandantes que en la película de Woody Allen recorren Manhattan buscando el amor, los museos, las cafeterías de moda, serían aquí, en León City, sosegados ancianos que a la caída del sol toman las avenidas arboladas, asaltan los bancos de sentarse, alimentan con migas de pan a las palomas... Nuestros jubilados y jubiladas necesitan tres pasos para recorrer el mismo espacio que un anciano de Nueva York avanza con uno solo. Ellos son descendientes de los bárbaros, de los vikingos, de los celtas del norte, y por su sangre corre sangre guerrera y salvaje. La de aquí sería una película con un ritmo muy diferente, lentísimo, como de cine iraní. 

La Tracy de León City no sería una chica tan hermosa como Mariel Hemingway. También las hay guapas, por supuesto, en estas tierras de la meseta superior, pero viven escondidas, en los barrios residenciales de lujo, en las piscinas privadísimas del verano. En las plantas de moda de El Corte Inglés, sobre todo, a donde llegan en helicóptero, o por la puerta de atrás. Son inalcanzables, las chicas guapas de León. Siempre lo fueron. 

Tracy: Tengo que tomar el avión...
Isaac: Ah, vamos, vamos... No puedes irte, Tracy.
Tracy: ¿Por qué no hiciste esta aparición la semana pasada? Seis meses no es tanto. Y no todo el mundo se corrompe. [Isaac  suspira, descreído] Has de tener un poco de fe en las personas.





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American Splendor

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El cine, de vez en cuando, me presenta hermanos que no son sangre de mi  sangre. Personajes que viven en otras culturas, o en otros tiempos, pero que guardan, insospechadamente, un gran parecido con mi propia manera de pensar, de conducirme por la vida. En ellos reconozco mis virtudes y mis defectos, y son como la radiografía o el escáner del interior que yo no veo. Incapaz de ser sincero conmigo mismo, me miro en el espejo que estos personajes me proporcionan. Allí pudo examinarme congelando los diálogos, estudiando las imágenes, reflexionando sobre lo que he visto y oído cuando acaba la película.  

Siguiendo la pista de Robert Crumb, vuelvo a ver, después de varios años, la inclasificable película American Splendor, y allí me reencuentro con mi hermano nacido en Cleveland, Harvey Pekar. Harvey, fallecido hace tres años, era un  archivero de hospital que en los años 60 tuvo la suerte de conocer a Robert Crumb, y entablar  amistad con él. Juntos parieron el cómic underground American Splendor, en el que  Robert se encargaba de los dibujos y Harvey de los guiones. Allí contaba, sin aderezos, sin fantasías, su vida propia vida de funcionario mal pagado, y de hombre fracasado en sus matrimonios, todo ello en el paisaje decadente y postindustrial de Cleveland. 

Harvey jamás hace ejercicio; se pasa los días laborables sentado en su pequeña oficina, imaginando vidas mejores. Consume los fines de semana tumbado en el sofá, viendo la tele, comiendo porquerías, escuchando sus discos de jazz con la mano siempre palpando la entrepierna. A grandes rasgos, viene a ser la vida que yo también llevo, o al menos la que anhelo en secreto, la que viviría como un cerdo en su lodazal si las obligaciones no tiraran de mí con el gancho. Cambiemos la industrial Cleveland por la contaminada Ponferrada y ya podríamos intercambiar nuestros papeles. Harvey sería el espectador de una película que me tendría a mí como protagonista: Bercianish Splendor, la celtíbera desventura de un gordinflón enamorado de Natalie Portman que se refugia en las películas para olvidarse de que ya está casado con otra mujer, y de que tiene un hijo a punto de entrar en el negro túnel de la adolescencia, y de que el tercio de vida que le queda por vivir se pronostica en los telediarios con más nubes que claros, y chubascos tormentosos a media tarde. 

    Pekar es una exageración negra de mí mismo. Un yo al que hubiesen estirado por aquí y por allá, dibujando una caricatura como ésas de los puestos callejeros. El parecido es, de todos modos, en algunos rasgos, inquietante. American Splendor es una advertencia que el cine me regala gratis con la entrada. 




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Modern family

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Me gusta mucho, Modern Family. Y no debería... El bolchevique que vive en mi interior odia a estas tres familias que se pasan la vida de festejo en festejo. Si hacemos caso de lo que nos cuentan los guionistas, a estos burgueses se les va el noventa por ciento del presupuesto en la concejalía de fiestas. Raro es el episodio que no están celebrando algo, por todo lo alto, en sus jardines cuidadísimos con piscina, con banquetes pantagruélicos y decoraciones de guirnaldas: el Día del Padre, o el Día de la Madre, o el Día de Acción de Gracias, o el 4 de Julio, o Halloween, o Navidad, o Hanuká, o el cumpleaños de alguien,  o un aniversario de boda, o un aniversario de noviazgo, o un aniversario de adopción, o la Fiesta Nacional de Colombia, o el Día del Orgullo Gay, o la fiesta de graduación en la Elementary School, o la fiesta de graduación en el High School, o el sobresaliente inesperado de una hija, o la venta de una casa que a Phil Dunphy le reportará una jugosa comisión de tres pares de narices. Si todas las familias del mundo llevaran este tren de vida, hace ya décadas que las cucarachas estarían reinando sobre el planeta arrasado, deforestado, extinto de especies, el basurero global que ya quedó predicho en WALL.E. 



Sin embargo, el otro tipo que vive dentro de mí, el seriéfilo que se tumba en el sofá y relaja el puño revolucionario para empuñar el mando a distancia, siente una admiración rendida por Modern Family. Es una comedia agilísima, chispeante, medida hasta el último segundo, hasta la última palabra. Es una obra de ingeniería asombrosa. Los personajes y las tramas que los animan casi son lo de menos: es el ritmo, la frescura, la inteligencia eléctrica de las réplicas, lo que a uno le mantiene boquiabierto y sonriente, a pesar de los prejuicios ideológicos. Y los atractivos de Sofía Vergara, claro. Y la belleza anglosajónica de Julie Bowen, por supuesto. Más allá de lo que vemos en pantalla, se barrunta una maquinaria perfecta de productores y guionistas. Me río yo de los paddocks de la Fórmula 1...

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Crumb

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Del matrimonio entre un militar de carrera que maltrataba a sus hijos, y de un ama de casa que se comía las anfetaminas como si fueran los garbanzos, nacieron tres hijos obsesionados con los cómics y trastornados de la cabeza que protagonizan el documental Crumb. Uno de ellos, Robert Crumb, fue pionero del cómic underground estadounidense, dibujante de las malandanzas de Harvey Pekar en la serie ilustrada American Splendor. También es el artista que ilustra los diarios de Charles Bukowski que estoy releyendo estos días, donde retrata al escritor en sus faenas cotidianas, con trazo hosco y renegrido.

En el documento, Robert Crumb habla largo y tendido sobre sus obsesiones sexuales y sobre sus motivaciones artísticas, que vienen a ser más o menos lo mismo. Es un tipo que no tiene pelos en la lengua. Se nota que tiene algo raro, como un desequilibrio mental, como una chotadura de pronóstico reservado -sobre todo cuando se ríe con esa carcajada ratonil y sofocada-, pero es un fulano extremadamente inteligente, que le llama al pan pan, y al vino vino. Habla de su infancia apaleada, de sus complejos adolescentes, de cómo se hizo adulto en un mundo de hombres que no le entendían, y de mujeres que jamás se fijaron en él. Cuenta que la obsesión por el dibujo fue su salvación, el ora et labora que lo sujetó más o menos a la cordura, y que lo convirtió, con el tiempo, en un tipo famoso y adinerado. 

Sus dos hermanos, en cambio, no tuvieron la misma suerte. Ellos también participan en el documental, contando historias desgarradas de locuras y tratamientos. Están mucho más desquiciados que su hermano Robert. Toman medicaciones fortísimas que les inhiben la líbido, la apetencia, las ganas recurrentes de suicidarse. Aún así, entre las nieblas químicas que oscurecen sus cerebros, son capaces de hablar con sentido profundo sobre la mala-vida que han llevado. Tienen mirada de lunáticos, pero lengua de filósofos. 

Robert cuenta esta historia personal de fracaso adolescente, tan familiar para todos los enclenques gafudos que en el mundo hemos sido: 

“Si las chicas pudieran ver que yo era agradable y sensible, les gustaría.[...] No podía entender por qué les gustaban estos tipos brutos y yo no. Yo era más sensible y majo, más como ellas. No me di cuenta que no querían que fuera como ellas, básicamente. Me sentí herido y cruelmente incomprendido, porque me consideraba a mí mismo inteligente y con talento, aunque no fuera muy atractivo físicamente. No pensaba que esas cosas importaran; le daba importancia a lo de dentro”.



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Deadwood. Temporada 2

🌟🌟🌟

Dice Pepe Colubi en su libro ¡Pechos fuera!, exégesis de las series de televisión que un día fueron y ahora son:

“William Hanna y Joseph Barbera parían series sin descanso y recortaban gastos con igual frenesí; para la posteridad han quedado esos fondos fijos que abarataban las secuencias de persecución”.

Colubi habla de Los Picapiedra, de El oso Yogui, de Pixie y Dixie, cartoons de carreras locas que repetían una y otra vez el mismo fondo para facilitar el trabajo de los animadores, y ahorrar de paso unos dólares a la productora. Pero yo, al leer esto, he pensado que Deadwood -la cacareada Deadwood, la mítica Deadwood- bien podría haber sido una producción Hannah & Barbera para adultos del siglo XXI. En esencia, Deadwood es una calle alargada que los mineros y los pistoleros, los comerciantes y las putas, recorren cuarenta veces al día para concretar negocios o abrirse las tripas de un disparo o de una puñalada. Ese fondo invariable de los barracones es tan monótono como aquellos que  pintaban en los dibujos animados. Jamás vemos las montañas, el valle, los cielos de Dakota del Norte, o Dakota del Sur, que no sé... 

Muy pocas veces se nos muestra el arroyo de donde se extraen las pepitas de oro, o los caminos por los que llega la civilización montada en diligencia. No existen los indios, los praderas, los otros pueblos del contorno. Sobre Deadwood de Arriba ya conocemos cada esquina y cada incidente, pero sobre Deadwood de Abajo, ese pueblo que seguramente está  más abajo en el valle, y que vive pacíficamente de la agricultura y de las vacas, nunca nos llega noticia.  Como si no existieran, los pobres. 

La serie -no hagan caso de la publicidad- es un tostón de mucho cuidado. Los guiones son el cruce cacofónico de docenas de amenazas cruzadas entre los personajes. Que si te mato, que si te rajo, que si te vendo; que si te robo, que si te follo, que si te pego... Deadwood está cayendo en la espiral de un culebrón de sobremesa sudamericano. Con grandes actores, eso sí, y enjundiosos diálogos, de vez en cuando. Sólo por eso permanezco aquí, en la barra del bar, bebiendo zarzaparrilla mientras asisto mudo al espectáculo, aguantando la balacera de bostezos que se me viene encima. 





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Días del cielo

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Para que el triángulo amoroso entre dos catetos y una hipotenusa funcione en pantalla, ella, la mujer deseada, ha de ser una actriz hermosa. Si no, el espectador masculino que mora al otro lado del drama no termina de creérselo. Los hombres que nos arrellanamos en las butacas o en los sofás, necesitamos enamorarnos de una mujer atractiva para compartir el deseo arrebatado de los protagonistas. De lo contrario, lo mismo nos da el desenlace del amorío, y la película se nos escurre entre los dedos como un espectáculo callejero cualquiera.

Es por eso que Días del cielo no termina de engancharme a pesar de su preciosismo fotográfico, de la belleza que rezuma cada plano de los campos y cielos de Norteamérica. Sam Sephard, el terrateniente del cereal, y Richard Gere, el proletario sin hogar, se odian como cromagnones por culpa de una mujer, Brooke Adams, que carece  del menor encanto sexual, de la menor chispa que encienda mi interés. Ella es guapilla, sí, pero de andar por casa, la vecina del quinto derecha, o la novia del amigo de las cañas. Poco más. De bellezas como la suya hay cuatro o cinco en cualquier cafetería de este pueblo donde yo vivo. 

En un país como el nuestro, que es líder mundial en mujeres de tez oscura y rasgos mediterráneos, Brooke no nos llama para nada la atención. Su escuálida figura no justifica que estos dos machotes se líen a mamporros, o agarren la escopeta de cazar conejos para perseguirse por los campos del cereal. No entiendo cómo arriesgan el honor, la vida, la integridad del aparato genital, por tan poquita cosa. Un gran error de cásting. Tan  detallista como es Terrence Malick con otras gilipolleces sin importancia, y en este tema capital, el de la hipotenúsica mujer, estuvo más bien despistado y poco contundente. Lástima.



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