Hara-kiri

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Me acerco a Hara-kiri imaginando una orgía sangrienta de samuráis que desenvainan sus katanas y cercenan miembros a diestro y siniestro, como en aquella 13 asesinos que vi hace unos meses, danzarina e hipercinética, que también dirigía este Takashi Miike de filmografía tan desmesurada. Pero me encuentro, para mi decepción, con una película sosegada y trágica donde los samuráis hablan mucho del honor y  la justicia, en pláticas llenas de lirismo y de sobriedad. Pláticas que un occidental como yo, ajeno a la cultura de los japoneses, y ajeno a cualquier cultura milenaria que no sea la romana, encuentra difíciles de entender.

Uno, con los años, llevado quizá por los excesos de las películas, ha llegado a pensar que estos guerreros japoneses se suicidaban casi por cualquier cosa. La deshonra intolerable que sólo el hara-kiri podía restaurar les acechaba casi en cada encuentro, y en cada camino. Lo mismo arriesgaban la vida en el combate que en el paseo matinal para ir a comprar el pan, o para curarse un callo de los pies. Si uno se tomara las películas de los samuráis al pie de la letra, pensaría que el Bushido, con su código ético complejísimo y laberíntico, causaba más muertes entre ellos que las batallas sangrientas que los enfrentaban para defender a sus señores feudales. Esa es, al menos, la impresión que transmiten películas como Hara-kiri, que yo seguramente malinterpreto desde mi meridiana ignorancia, a tantos meridianos de distancia del Sol Naciente.



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Deadwood. Temporada 1

🌟🌟🌟

Llego al octavo episodio de Deadwood desesperado y cariacontecido. Temo ser el único seriéfilo del mundillo que no sabe apreciar su complejidad ni su epopeya. No quisiera ser yo el forastero tontaina que sólo anduvo por Deadwood de paso, incompetente para hacer negocio donde otros se forraban. Insisto en los episodios con la fe ciega de un converso que quiere bautizarse en las frías aguas de las Black Hills. Pero noto que me estoy dejando algo muy importante en el camino polvoriento. Paseo entre las prostitutas y los mineros, entre los posaderos y los reverendos, y aunque escucho con atención todo lo que dicen, e incluso apunto ciertos diálogos en la libreta, no me llegan a interesar del todo sus asuntos. Y no es lógico. Deadwood debería ser el paraíso antropológico que tanto tiempo llevaba buscando mi misantropía. En ese pueblo caótico levantado con las maderas del quinto pino, el que no mata, roba; el que no miente, difama; el que no traiciona, espera mejor momento para hacerlo. Todo se hace y se deshace por el dinero, y por el orgullo. Como en la vida real, pero sin disimulos, a palo seco, en esa tierra sin ley que todavía espera al Gobierno de los Estados Unidos para poner orden e instalar una hamburguesería.

    Y sin embargo, aunque ellos son la demostración viviente de la malignidad humana, no me creo a estos cabronazos, ni a estas arpías. Ni siquiera a este tipo,  Al Swearengen, el dueño del puticlub principal al que Ian McShane eleva a la categoría de un Tony Soprano ancestral, de un Michael Corleone con mostacho decimonónico. No sé por qué, pero no logra provocar en mi ánimo los estremecimientos que otros espectadores juran haber sufrido... al oírle. 


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Le Havre

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Me pasa con Aki Kaurismäki lo mismo que a los proletarios cuando prueban el caviar. Cuabdi por el azar afortunado de una quiniela o de una herencia de la tía logran acceder a los círculos exclusivos de los ricos. Que prueban las huevas y no les gustan. Que las prueban una segunda vez, convencidos de que ahora el paladar sí responderá a las expectativas, y les vuelven a defraudar. Que no terminan de pillarle la gracia a esta textura de mermelada con sabor a cojón de pescado. Piensan que a los aristócratas les gusta tanto porque es un manjar objetivo, indubitable, al que tarde o temprano será imposible resistirse. Como el whisky de malta, o las angulas verdaderas. Y lo prueban una y otra vez hasta que aprenden a dominar la repugnancia, y a fingir con elegancia en las reuniones sociales, convencidos de que allí todo el mundo miente respecto a los canapés.

Mentir. Disimular. Asentir brevemente con el cuello. Es lo mismo que yo tendría que hacer si me moviera en los círculos sociales de los cinéfilos, y no viviera aislado en esta cueva osera de Invernalia, donde escribo lo que me da la gana. Falsificar la sonrisa cuando se cantaran las maravillas que nos regala Kaurismäki cada vez que sale el sol en Finlandia. Tengo entendido que si te atreves a soltar una crítica negativa en los conciliábulos de la capital,  los masones del asunto te pegan una hostia en cada carrillo y te expulsan para siempre del paraíso de sus tertulias. Exactamente lo mismo que harían los aristócratas con el advenedizo del caviar, si éste lo escupiera en la bandeja de plata donde se lo sirvieron.




Cuento todo esto porque después de haber dormido varias micro-siestas mientras veía Le Havre, luego, en los grandes foros de la cultura, leo alabanzas sobre ella exageradísimas y apoteósicas, que harían sonrojarse al mismísimo Kurosawa o al mismísimo John Ford. De humanista hacia arriba, el diccionario se les queda muy corto a los entusiastas de don Aki y su nueva marcianada, o finlandiada, si lo prefieren. Mientras leo atónito tan unívocas pleitesías, mi espíritu se debate confundido. En los minutos pares pienso que soy un tipo insensible, cinéfilo sólo de boquilla. Demasiado James Bond, quizá. Demasiada sitcom sin mensaje ni calado. Demasiada película vacía que sólo sustentaba una mujer bellísima y semidesnuda de la que yo andaba enamorado. En cambio, en los minutos impares, se me viene el ánimo arriba, y  pienso que  soy un resistente, un guerrillero, un valiente que se atreve a señalar la desnudez imperial de Aki Kaurismäki. Uno de los pocos que llama fábula tontorrona al cuento moral; cutrez al minimalismo; pasividad al hieratismo; gilipollez a la maravilla.

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Extraterrestre

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Hoy he visto Extraterrestre, la comedia de Nacho Vigalondo que algunos tienen por rompedora y adelantada a su tiempo. El último grito de la marca España que arrasa en los festivales frikis de medio mundo. Y yo me pregunto, al finalizar, quizá asqueado por el calor creciente, por la fatiga paralizante, por las sonrisas bobaliconas del personal, dónde estaría la gracia de este invento si no fuera porque Michelle Jenner lo pinta todo con su belleza, y porque además enseña el bonito culo al que aspiran los tres papanatas que la pretenden. Como nosotros, en el mundo real, si ella fuera tangible y cercana...




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Skyfall

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Venía Skyfall muy recomendada por los entusiastas de la saga Bond, y también, de modo insospechado, por algún crítico respetable que ya está cansado de alabar los solipsismos iraníes y los sintoísmos coreanos. Hablaban maravillas de la actuación de Javier Bardem, de la dirección de Sam Mendes, del remozado Q y sus gadgtes ultramodernos y molones... Al final ha sido la misma película de siempre, entretenida y previsible. De nuevo la placentera sensación de estar abandonándote a un pasatiempo inocente y divertido; de nuevo, también, la amarga certeza de haber malgastado dos horas cuando despiertas de la hipnosis y descubres el truco del teatrillo.

A Bardem le dobla en castellano un tipo que no es él, y la sensación que transmiten sus esfuerzos es equívoca y frustrante. De la dirección de Sam Mendes no tengo elementos para el juicio, pues nada sé de las posiciones correctas de la cámara, ni de los matices autorales que subyacen al planteamiento. Los nuevos gadgets proporcionados por Q son una pistola para señoritas y un transmisor de radio que usaba el agente Maxwell Smart. Han querido impresionarnos, sofisticadamente, con la ausencia de sofisticación. Qué tonterías. No hay nada que te enamore en Skyfall. Ni siquiera las chicas Bond me han arrancado un latido de más en el predispuesto corazón. Son modélicas modelos que parecen diseñadas en un laboratorio espacial. Nada se parecen a la vecinita del cuarto, o la compañera del trabajo, que es lo que a mí me pone. 

Skyfall, en su empeño por relanzar la saga, quizá mejore las petardadas anteriores de la franquicia. O tal vez soy yo el que se imagina la mejora, para sobrellevar la función al lado de Pitufo, que se lo ha pasado bomba con cada hostiazo y con cada frasaca. Él está en la edad, y es comprensible. Pero yo, que ya vivo en la cuarentena, soy un sufrido veterano de estas intrascendencias que me han ido robando la vida poco a poco.




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Extras

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En Extras, Ricky Gervais es un actor de reparto que se codea con las grandes estrellas en producciones importantes. Lo que pasa es que a él  -porque ya es cuarentón, y bajito, y gordito, y ciertamente no muy espabilado- nunca le conceden la responsabilidad de recitar una simple línea de diálogo. Él, sin embargo, nunca se rinde. A pesar de las chanzas y ninguneos que sufre de continuo, su confianza en llegar a ser un actor de tronío permanecen intactas. 

Andy Millman viene a ser el mismo personaje que Ricky Gervais ya interpretara en The Office, el David Brent inmune a las críticas de los demás, embelesado de sí mismo hasta el punto de confundir su propia realidad con la realidad misma. Un poco como todos, ciertamente, pero de un modo más exagerado, y por tanto muy cómico. Es una veta  que Ricky Gervais está explotando con mucho acierto, ésta de la subjetividad quimérica en la propia valía, y los misántropos que buscamos pruebas de la estupidez humana aplaudimos con las orejas.

Releo varias veces el párrafo anterior buscando un estilo más depurado y literario, y me encuentro, para mi sorpresa, con un retrato involuntario y muy gráfico sobre mí mismo: cuarentón, gordito, no muy espabilado... Hablando de Ricky Gervais me ha salido, sin yo quererlo, un autorretrato patético. Mis dedos han sido secuestrados por el inconsciente del que tanto habla Slavoj Zizek en La guía del cine para pervertidos. Se ve que me están influyendo mucho sus enseñanzas. Los muertos de mi cementerio mental -que yo tenía muy calladitos a dos metros bajo tierra- están oyendo sus clases magistrales y aprovechan la confusión para salir de sus tumbas y recordarme cuatro verdades muy amargas, ululándome al oído. Son unos hijos de puta muy sinceros y muy puñeteros. 

Es por eso, quizá, que me está gustando mucho Extras. En ella he encontrado otro personaje en el que me veo reflejado, como un espejo que me deformara sólo lo justito, apenas unos centímetros por aquí, y unos pecadillos por allá. Otro álter ego de mis miserias y de mis fracasos. Uno que se arrastra por los rodajes a cambio de un bocadillo de mortadela y de una promesa siempre incumplida de participar en una conversación intrascendente. De hacerse inmortal, por fin, a través de la palabra, como William Shakespeare, o como los locutores del fútbol.





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Enron: los tipos que estafaron a América

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Avergonzado de no entender nada en las páginas color salmón, vuelvo a ver, después de siete años, Enron, los tipos que estafaron a América. Cuánto ha llovido desde entonces... ¡Y que poco ha nevado!, gracias al cambio climático que esta misma gentuza negó tres veces antes de que cantara el gallo, y se derritieran sus torvos argumentos. 

Hace siete años, cuando sólo existían las crisis nucleares, y las crisis de los cuarenta, estos desalmados que provocaron los apagones en California para subir el precio de la energía, y saquear el bolsillo de los pobres, parecían unos simples gamberros del capitalismo: los hooligans más prehomínidos de la afición entregada a la avaricia. Unos tunantes calvorotas, algo torpes, y por qué no decirlo, también un pelín idiotas, que tras delinquir varias veces sin castigo pensaron que ya todo el monte era orégano, y tierra prometida de leche y miel, y se lanzaron al atraco como bucaneros que ya no se molestasen en camuflar su bandera. Qué gente, Jesús. 

Hace siete años pensábamos que estos tipos de Enron eran unos simples tontainas. Miembros gangrenados, excepciones a la regla,  excrecencias del sistema capitalista... Qué poco sabíamos. Sólo dos años después comprendimos que todos los trajeados pertenecían a la misma grey de los sociópatas sin escrúpulos. Humanoides que matarían a su mismísima madre con tal de gozar de un nuevo privilegio, de un nuevo reloj carísimo, de un nuevo yate más grande aún que el anterior. Gentuza que en cada drive de su madera 3 cercena las cabezas de varios esclavos ya despedidos y amortizados. Una raza de delincuentes muy exclusivos. La asociación gangsteril que rige nuestra vida material y espiritual: desde la empresa que nos confecciona los calcetines a los diputados que con su mayoría absoluta arrasan nuestros sueños de felicidad. Nuestros viejos enemigos de clase, sí, que nunca dejaron de serlo. 

Don Carlos pide a gritos salir de la tumba para reivindicar sus viejas teorías, y ponerse a la cabeza de la revolución. Ya estamos tardando en inventar la pócima que lo resucite.




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La historia del cine: una odisea (y IV)

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Termino de ver La historia del cine de Mark Cousins. Ha sido un viaje ilustrativo, pedagógico, a veces emocionante, con bonitos paisajes y confortables hoteles. Al guía británico le pongo un ocho de nota, como aviso a futuros turistas del documental. El señor Cousins ha resultado ser un hombre solícito, didáctico, sobradamente preparado. Nos ha llevado en volandas con su entusiasmo febril,  con su timbre de voz tan peculiar. Sólo cuando se empeñaba en que conociéramos la cinematografía senegalesa, o puertorriqueña, o la de Pernambuco, se nos ha puesto un pelín plasta y pedante. Peccata minuta. 

Tengo la impresión de que al final, en los episodios dedicados al cine moderno, se ha desatado sus ligaduras académicas y se ha puesto a contar lo que le daba la real gana, llevado por sus gustos particulares. El decía que no, pero yo no dejaba de intuir que sí. Da igual. No le vamos a criticar por eso. My kingdom, my rules. Su documental, sus cojones. Y mucho menos que voy a criticarle después de haberle dedicado unos piropos a esa película inclasificable que uno, en su rareza al fin compartida, tiene por obra maestra de nuestros tiempos: Mulholland Drive.  

            Resulta, además, por lo oído en algunos comentarios, deslizados con suma educación entre los contenidos de su asignatura, que Cousins nos ha salido un zurdo de las ideas. Un rojete trasnochado y peligroso al que de momento no van a dar cancha en el No-Do nacional recién reimplantado. No creo que le dejen salir de los canales de pago. Y si le dejan, sólo le permitirán un paseo clandestino en las altas madrugadas, para que lo vean cuatro gatos callejeros escondidos entre las basuras.



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Casino Royale

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Bostezo, disimuladamente, en la punta alejada del sofá, mientras Pitufo se lo pasa pipa con el agente 007 en Casino Royale. Es su primera película de James Bond y creo que el personaje le va a dejar marcado por algún tiempo. Daniel Craig es un fulano de rostro inquietante, psicopático, que lo mismo te vale para salvar al mundo que para cargárselo en una locura. No es un héroe de acción al uso. No tiene el aspecto bonachón de Jason Bourne, ni la ironía socarrona del teniente John McLane. Lo mismo que hace de bueno podría hacer perfectamente de malo, interpretando, por ejemplo, a un hermano gemelo que fuera el jefe supremo de Spectra

Pienso en estas variaciones mientras se suceden los disparos, los derrapes, los diálogos imposibles –por brillantes y rebuscados- que sostiene James con la chica Bond de turno, la bellísima Eva Green de los ojazos también imposibles, y los pechos canónicos no mostrados aquí, pero ya implantados en nuestra memoria desde que los contempláramos en Soñadores. El único recuerdo, por cierto, que nos legó aquella introspección nasogástrica de Bernardo Bertolucci... 

De la señorita Eva dijo una vez don Bernardo: “Tanta belleza es indecente”. Y es cierto. Sólo por ella he aguantado el aburrimiento mientras contemplaba de reojo el entusiasmo palomitero de Pitufo. Mientras él se dejaba llevar por este videojuego de agente secreto, yo solazaba mi mirada en las curvas hipersexuales de Eva Green. Y cuando ella no salía en pantalla, en el recuerdo imborrable de sus óvalos maternales. Gracias a ella he mantenido la coherencia de quien propuso ver esta película y no podía entregarse al abandono irresponsable. ¿Qué hubiera dicho Pitufo de mí, en una próxima recomendación encarecida?



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La historia del cine: una odisea (III). Abbas Kiarostami

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En The Story of Film, Mark Cousins habla maravillas sobre las películas de Abbas Kiarostami que hace unos años casi me costaron la salud y la razón. Mark llega a decir, en uno de su subidones de crítico exaltado, que el final del siglo XX fue “la era de Kiarostami”. Que ante la avalancha de efectos especiales y posmodernismos digitales, el director iraní fue el pérsico guardián de las esencias analógicas. "El más puro y clásico de los directores de su tiempo..." Pues bueno, pues vale, pues me alegro, como diría el Makinavaja. Si tuviera que elegir entre cualquiera de sus películas y Matrix -que era precisamente del año 1999, finisecular y finimilenial- yo, sin duda, me quedaría con los hostiones de Neo haciendo arabescos en el software de un ordenador. Soy así de vacío y de superficial. 

Más aún: si el cine fuera todo él como una película de Kiarostami, prohibidas las persecuciones y los hostiazos, las mujeres bonitas y las tramas enrevesadas, todo bucolismo de personajes que no hablan y paisajes que no se modifican, metrajes estirados hasta el límite de la paciencia o del cachondeo, uno preferiría tomarse la pastilla azul y dejarse engañar por el mundo ficticio del Gran Ordenador. Preferiría ser un cobarde antes que morir desangrado por un bostezo que me desencajara la quijada. La pastilla roja se la cedería gustosamente a Mark Cousins -a quien guardo mucho aprecio a pesar de sus ortodoxas herejías- para que siguiera durmiendo sus siestas entre los cerezos, o entre los olivos, allá en los valles abruptos donde Jerjes y Darío perdieron sus mecheros.



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Los Roper

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Veo nuevos episodios descacharrantes del matrimonio Roper, al que tenía muy abandonado. Los veo junto a mi madre, que anda de visita en Invernalia, y que gusta mucho de estos revivals de las casas antiguas y los enseres pasados de moda. Entre risa y risa vamos filosofando sobre el paso del tiempo que dejó antiguos los vestidos, las decoraciones, las tecnologías de la comunicación casi decimonónicas. 

            Yo, de paso, me voy fijando en el aspecto decrépito y tontorrón del señor Roper. No soy capaz de calcularle la edad a Brian Murphy, el actor que lo encarna. Será después, en internet, cuando descubra que su calvicie, su estulticia, su fachada en general decadente y viejuna, respondían a tan solo 43 años de edad, en este año 1976 en que se rodaron los primeros capítulos. Hay, por supuesto, un afeamiento artificial debido al maquillaje, a la peluquería, a la actuación caricaturesca del actor, que encorva el cuerpo y adopta andares de artrítico prematuro. Pero tales trucos no tranquilizan mi ánimo. No se me va la cifra de la cabeza: 43. Apenas dos años me separan de este señor indudablemente mayor, pre-anciano. El señor Roper, cuando yo lo veía en la tele blanca y negra de mi infancia, era más un abuelete que un hombre. Un viejo divertido y maniático, mangoneado por esa arpía del buen corazón llamada Mildred, que siempre le reconvenía con el grito de “Yooorsss” que tanta gracia nos hacía. Un señor que en la sinestesia del olfato nos olía a Varón Dandy, y un poco a meados. ¿A qué huelo yo ahora, tan cerca ya de su edad? A sudor frío, quizá. A desodorante atropellado de la mañana taciturna. A desinfectante de hospital, en la lejanía cada vez más cercana de la enfermedad...



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Tierra

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Hay películas que a los pocos minutos ya se descubren como insufribles. Provocadoras fulminantes del bostezo. Tierra es una de ellas. Debí abandonarla justo tras la primera escena, cuando Carmelo Gómez, el desparasitador llega a la comarca y se encuentra a un pastor de ovejas herido en el monte, fulminado por un rayo, y en lugar de socorrerle, de montarlo en el coche, de llamar a la ambulancia que el gobierno autonómico todavía no ha suprimido, se lanza, con la aquiescencia estúpida del moribundo, a filosofar sobre la unión eléctrica y mística con la nube en el momento de la descarga. Sobre la espiritualidad inmanente de los electrones en la atmósfera. Sobre el aromático esplendor de un cagada de pato que abonará los campos sembrados de vides en la primavera. Qué sé yo... Es un diálogo absurdo, de una gilipollez supina, muy poética y profunda según la crítica especializada. 

Uno ya entiende, a los diez minutos de metraje, que nada de lo que se narre a continuación va a tener la mínima consistencia, la mínima verosimilitud. Pero uno insiste, y se obceca, y adopta la pose de un  cinéfilo persistente, porque desconfía de sí mismo, y prefiere que lo tachen de cultureta antes que de cobarde. Uno se lanza al precipicio del aburrimiento y se justifica en la belleza pastoril de Emma Suárez. Y en la belleza embutida en cuero de Silke, la motera. Sólo por ella, por la germana, acometí Tierra en varios asaltos suicidas, como un soldado que aún mantiene la esperanza de salvarse Pero el muy tunante de Julio la tenía reservada  para las fanfarrias finales. Es un tipo muy listo: primero suelta sus filosofías telúricas, sus pedanterías paulocoelinas, y luego, como premio para los pacientes, para los espectadores más enamorados, te saca a Silke enseñando la piel. Y yo no pude llegar, ay de mí, al paraíso prometido.  Uno ya no está para estas pruebas de resistencia. El sueño mortal de la medianoche se ha vuelto más poderoso que cualquier excitación. Que cualquier Silke recobrada. La ridiculez argumental de Tierra pesa más que su hermosura. He dimitido cerca de los tres cuartos de hora, cuando ella comenzaba a cobrar protagonismo.  Camino de la cama la he echado mucho de menos.



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Vacas

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Hace días que no salgo de este maratón del National Geographic dedicado a las tierras vascas. Después de seguir a Tasio en sus aventuras montaraces, me encuentro en la liga de fútbol con un derbi decisivo entre vizcaínos rojiblancos y guipuzcoanos txuriurdines. Un encuentro pasional disputado bajo la lluvia, sobre el césped verdísimo, como corresponde al paisaje ancestral que rodea al estadio de San Mamés. En mitad de la refriega  recuerdo, en asociación libre, que hace meses que me aguardan las primeras películas de Julio Medem, asaltadas en un arrebato cinéfilo que pretendía dedicarle un largo ciclo. Una retrospectiva cronológica, minuciosa, destripada al mínimo detalle en este diario, y que luego, como sucede casi siempre, se quedó en una mera intención aplazada, pisoteada por otras urgencias, olvidada a los pocos días de haber brotado de mi escuálida voluntad.




            Arrepentido de mi enésima dimisión, busco al terminar el partido la película Vacas. En ella, dos familias de vascos y vascas se odian con la rivalidad propia de los caseríos colindantes, allá por los tiempos en que los carlistas luchaban por una España aún más católica y reaccionaria.  Es una película irregular, extraña, como todas las de Medem, que a veces es narración convencional de los odios y los amores, y a veces, sin previo aviso, se vuelve poesía indescifrable de la telúrica influencia. Telúrica...  Recuerdo que me preguntaron el significado de esta palabra en el examen de lengua de la selectividad, allá por los años mozos, cuando el cine iba a ser el entretenimiento de las noches, el solaz del productivo trabajo, y no el refugio oscuro en el que ahora me escondo de los hombres, y de la vida. No supe responder a la pregunta en el examen. Jamás, en mis lecturas, había aparecido semejante palabra. O yo, al menos, no la recordaba. Tiré del prefijo griego tele y solté algo parecido a lejanía, a planetario, por si colaba. Luego, en casa, reconcomido por el probable desacierto, la busqué en el diccionario: Perteneciente o relativo al telurismo. Telurismo: Influencia del suelo de una comarca sobre sus habitantes. No era, pues, un asunto de lejanías, sino todo lo contrario: de cercanías, de raíces, del suelo que uno pisa. 

   He recordado todo esto mientras veía Vacas, porque hay mucho telurismo en su propuesta, y porque mi cerebro sigue asociando libremente las churras con las merinas, y las peras con las manzanas, en este marasmo post-balompédico que precede al sueño. Vacas trata sobre vacas en la tierra siempre húmeda, pintada de verde, ondulada de montes, que ha forjado el carácter indómito de los nativos vascongados. Creo que fue Nietzsche quien dijo que somos, en esencia, lo que comemos. Telúricos, al fin y al cabo, pues todo proviene de la tierra. Los personajes de Medem, vascos o no, lo mismo te comen un asado con patatas y razonan como personas normales, que luego se adentran en los bosques y se zampan un par de setas alucinógenas que les introducen en el desvarío, y en la poesía incognoscible del propio ombligo. Así es Medem, y así hay que tomárselo.





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Tasio

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En la película Tasio- que es más bien un National Geographic sobre el vasco indómito del siglo XX- Anastasio nace, crece, se reproduce, y finalmente, suponemos, porque ese trance vital no se narra, o porque ciertamente es un espíritu inmortal de los montes, muere. Para ganarse la vida, Tasio lo mismo fabrica carbón vegetal que se dedica a la caza furtiva, o que cultiva un huerto, o que ordeña a las vacas. Este tipo es un todoterreno sin motor, allá en la Sierra de Urbasa. Ningún arte de la supervivencia le es ajeno. Inmerso en la guerra nuclear que Jrushchov y los Kennedy evitaron en el último instante, él hubiera sido uno de los pocos en salvarse. Un hombre que es capaz de tejer sus propias ropas, y de construir su propia casa, y de encontrar comida bajo las piedras, encabezaría, sin duda, una partida de supervivientes al estilo Mad Max, armado de boina y de escopeta recortada, defendiendo el valle de las agresiones externas, vecinales o castellanas, eso ya daría lo mismo, en la disolución definitiva de las fronteras...

Viendo Tasio he recordado a aquel personaje de Las partículas elementales, Bruno, que se lamentaba de su básica inutilidad, de su desarraigo de las labores primarias. Hace años, cuando leí la novela, y me vi reflejado punto por punto en sus lamentos, transcribí su pensamientos para reflexionar sobre ellos en el futuro. Aquí los tengo, desempolvados y pasados por el corrector. Michel Houellebecq se encarga hoy de rellenar mi folio diario de cada día. Bruno es el reverso moderno de Tasio, la otra cara de la moneda humana. El paleto urbano que ya no se ríe del palurdo rural:

- No sirvo para nada -dijo Bruno con resignación-. Soy incapaz hasta de criar cerdos. No tengo ni idea de cómo se hacen las salchichas, los tenedores o los teléfonos portátiles. Soy incapaz de producir cualquiera de los objetos que me rodean, los que uso o los que me como; ni siquiera soy capaz de entender su proceso de producción. Si la industria se bloqueara, si desaparecieran los ingenieros y los técnicos especializados, yo sería incapaz de volver a poner en marcha una sola rueda. Estoy fuera del complejo económico-industrial, y ni siquiera podría asegurar mi propia supervivencia: no sabría alimentarme, vestirme o protegerme de la intemperie; mis competencias técnicas son ligeramente inferiores a las del hombre de Neanderthal. Dependo por completo de la sociedad que me rodea, pero yo soy para ella poco menos que inútil; todo lo que sé hacer es producir dudosos comentarios sobre objetos culturales anticuados. 



    
         
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El diablo viste de Prada

🌟🌟🌟

Qué me importan a mí -que vivo de ermitaño, en La Pedanía- las modas y los estilos. Las combinaciones de colores... La redacción de la revista Runway es para mí como la otra punta del cosmos, habitada por seres extraños e incomprensibles. Vivo a millones de años-luz de esta gente que viste a los famosos, a los ricachones, a las modelos que de vez en cuando pasean sus cuerpos en los cierres del telediario. Soy un hombre chapado a la antigua,y  refractario a las modas. Lo mío son las rebajas del Carrefour, donde apaño las mismas prendas de siempre, siempre oscuras y muy baratas. Me visto para no ir desnudo. Todo lo demás no lo entiendo, o me la suda. Visto limpio y aseado, pero lo hago como un gañán de pueblo, ajeno a cualquier estética imperante. El diablo viste de Prada es para mí una marcianada de gente muy extraña y muy loca. Yo había venido aquí para rendir pleitesía a Anne Hathaway. Para hablar de ella en este diario y pormenorizar sus encantos y sus talentos. Pero no puedo: con Anne, aún a riesgo de parecer un hombre de las cavernas, un neanderthal poco evolucionado, es imposible ir más allá del gruñido del antropoide: uf, grrr, guau...  Éste es mi rendido poema. Mi particular versión del Lord Byron enamorado. Es lo que hay.




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La historia del cine: una odisea. (II)

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Primero lo dijo de Yasujiro Ozu; luego de Jean Renoir; ahora de Alfred Hitchcock. Aún estamos en los años 40 de su Historia del Cine y Mark Cousins ya ha elegido tres veces al mejor director de todos los tiempos. Cuando lleguemos a los tiempos modernos, serán  una docena de realizadores los elegidos. No cuento esto para reírme de Cousins. Al contrario: cuando habla de los cineastas que más le gustan, su entusiasmo resulta conmovedor. En estos arrebatos de pasión, Cousins abandona su atril de profesor puntilloso y se mezcla con la plebe que también cambia de opinión un día para otro. El crítico objetivo se disfraza de espectador armado con palomitas. 

Cada vez me cae mejor este tipo. A veces se le va un poco la olla, es verdad, y aplaude extasiado un ángulo de cámara que uno, en su incultura, en su simpleza, piensa que se le hubiera ocurrido a cualquiera.  Pero su empeño explicativo, y su paciencia de santo bíblico, termina por arrastrarte a su mundo particular. Es una pena que Pitufo, cada vez que pasa por delante del documental, y ve los subtítulos y las escenas del cine antiguo, haga mutis por el foro y se enclaustre en la otra televisión, a seguir jugando a las guerras de mentira. La Historia del Cine podría haber significado para él lo mismo que significó para mí la serie Cosmos cuando yo era chaval. Gracias al entusiasmo científico de Carl Sagan, yo quise ser astrónomo y vivir aislado en un observatorio de las Chimbambas, lejos de los hombres, y de todas las mujeres menos una, entregado a contemplar las estrellas. Luego vino la vida, a ponerme en mi sitio. Me faltó el talento matemático, y la valentía necesaria. Pero fue, de todos modos, mi epifanía. Fallida, pero verdadera. El camino a seguir que no pude continuar. 

Me gustaría que Pitufo también tuviera una epifanía semejante, a ser posible cinematográfica. Que estos documentales, u otros parecidos, fueran el punto de partida de una vida dedicada a perseguir un sueño, una meta. Abandonar la diletancia improductiva y centrar la atención en un oficio creativo, en una afición estimulante. Que un día, dentro de muchos años, cuando le entrevisten en las radios o en los periódicos, responda como responden muchos de los artistas: que tenía doce o trece años cuando vio en el cine, o en la tele, aquella película o aquel documental que le dejó fascinado, que le marcó el objetivo, y que le encarriló en la feliz vida que ahora lleva...



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Iron Man 2

🌟🌟

Acompaño a mi hijo en su fiebre gripal por los superhéroes y me trago, enterita, sabiendo de antemano lo que me espera, Iron Man 2. Ni el gracejo de Robert Downey Jr. ni los pechos postsoviéticos de Scarlett Johansson son capaces de mitigar mi aburrimiento. Pero es un fastidio dichoso y consentido. Ningún tiempo con Pitufo es tiempo perdido. Quiero creer que estoy sembrando en él la semilla del futuro cinéfilo. La carne de mi carne, y la sangre de mi sangre, transustanciada en celuloide. O en megabytes. 

Nos hemos reído mucho con las malandanzas de Tony Stark. Ni yo termino de comulgar con lo que veo, ni Pitufo termina de tomarse en serio las fantasmadas de estos superhéroes. Pero comentamos muy animados los hostiazos, los pasotes, los giros grotescos de la trama. Quizá me puede el orgullo si afirmo que Pitufo es un espectador entregado, pero muy crítico. O quizá es que finge su madurez para que yo no reprenda su infantilismo, no sé. Cuando aparece Scarlett Johansson mostrando el escotazo, se instala entre nosotros un silencio incómodo.  Él sabe que yo sé, y yo sé que él sabe. Scarlett gusta a todos los hombres entre los doce y los noventa años. Es un imperativo biológico, imposible de soslayar. Pero sólo son segundos. Ahora que ya somos dos tíos mayores, y que sabemos de qué va la vaina,  rápidamente recomponemos la vergüenza, y hacemos chistecitos sobre las enormes dimensiones, o sobre los dinámicos bamboleos. Entre el adolescente que llega y el adolescente que nunca se fue, montamos una pequeña juerga como de chavales del instituto. 

Es una mierda, Iron Man 2. De lo peor que ha pasado por mi sacrosanta cartelera. Pero no cambiaría este rato por ninguno de los que paso en soledad viendo las obras maestras que propone Mark Cousins, o cualquier otro plasta de lo canónico, a bombo y platillo.




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Mad Men. Temporada 5


🌟🌟🌟🌟

En el primer episodio de la 5ª temporada de Mad Men, Don Draper acaba de cumplir 40 años. Uno contempla sus propios cuarenta años en el espejo, con las ojeras y las canas, la papada y la mala hostia, y se pregunta si los años pasan igual para todos los seres humanos. Y no hablo de la percepción subjetiva del tiempo, sino de su duración real, del peso mensurable de los segundos y minutos que van conformando las horas. Mis cuarenta años han pasado volando, casi sin darme cuenta, como si apenas hubiesen sido quince, o veinte, aunque pesan, y joden, y llevan la resignación plomiza de al menos nueve vidas comprimidas. 

Los cuarenta años de Don Draper, por el contrario, conservan las prestaciones laborales y sexuales de un macho apenas afectado por la decadencia. Los radicales libres de su organismo se lo están tomando con mucha pachorra. Y mira que bebe, el jodido, y vuelven a beber, los whiskies en el río... A mí, en cambio, que tengo el vicio de lo cárnico, me falla el oído, me invaden las canas, se me desploma la barriga... Aparecen manchas en la piel, pelos en los oídos, meadas intempestivas en mitad de la noche. Mi organismo ha entrado en alerta naranja, superado por los acontecimientos. Ni las sobras sexuales de Don Draper, podría comerse uno acurrucado bajo las faldas de la mesa camilla. Ni las migajas bellísimo que él tira al suelo con un gesto de hastío. "Toma, perrito, toma..."





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El mundo es nuestro

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El “Cabesa” y el “Culebra” son dos arrabaleros de Sevilla algo cortos, semianalfabetos de la farlopa y de la mala vida que, sin embargo han comprendido la realidad de los humanos con cierta precocidad. A la fuerza ahorcan. 

El “Cabesa” y el “Culebra” no aspiran a mejorar el mundo. Al mundo que ellos conocen, puñetero y mezquino, que le den mucho por el culo. A este par de pájaros -gorriones desplumados del suburbio olvidado- se la sudan los artistas revolucionarios. Una película como Noviembre les sonaría a shino del mandarino. ¿Bertolt Brecht? ¿Quién es ése? ¿El nuevo delantero centro del Betis? Ni puta idea, oye. Para estos dos balarrasas,  el héroe, el modelo, el ejemplo a seguir en la vida, es “El Dioni”, el segurata justiciero que harto de trajinar el dinero de los ricos decidió apropiárselo para arreglar sus propios asuntos, en Brasil, en las playas de Copacabana, bañado por el sol, rodeado de las mulatas pechugonas que olisquean los millones a kilómetros. Primero la felicidad de uno mismo; luego, con la mente despejada, y la mansedumbre de quien ya lo tiene todo resuelto, el servicio a los demás. Por ese orden.

Con esta filosofía por bandera, y guiados por el espíritu emprendedor y estrábico de su santo laico, el “Cabesa” y el “Culebra” se lían las caperuzas a la cabeza y perpetran un atraco esperpéntico a la sucursal bancaria menos oportuna de Sevilla. Lo que allí acontece entre atracadores y rehenes les sirve a los creadores de El mundo es nuestro para repartir palos a diestro y siniestro. Hay para todos. Es una sátira que a veces peca del trazo grueso, pero otras veces saca el pincel fino y te dibuja una sonrisa agradecida en la cara. No quisiera uno ponerse exagerado, y estupendo, pero hay algo de Azcona y Berlanga en estos dos tipos valleinclanescos de Sevilla, Alfonso Sánchez y Alberto López. 




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Game Change

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Game Change es un telefilm de HBO que nuestras televisiones gratuitas jamás estrenarán, y que cuenta la carrera electoral de Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos. Julianne Moore -mi Julianne, la actriz descomunal de los mil registros y los mil cabellos pelirrojos- da vida a esta inclasificable mujer que siendo medio lista y medio lela, medio estúpida y medio bruja, a punto estuvo de colarse en la Casa Blanca para provocar la carcajada y el caos entre sus queridos compatriotas.

Aunque a primera vista pueda parecer una película de intriga política, con los asesores presidenciales y los planificadores de campaña viajando en autobuses que recorren los estados, Game Change está más próxima al género de catástrofes que le ponen a uno los huevos en la garganta. Nos pasó rozando, el cometa Palin. A mil kilómetros escasos se quedó del impacto sobre la Tierra. Al menos sobre esta Tierra que seguimos disfrutando, todavía entera y verdeazulada, porque hay otra Tierra, alternativa y desgraciada, que sí sufrió el choque con ese asteroide. Existe, en algún lugar del cosmos, flotando en las coordenadas fatídicas del destino, un universo alternativo donde John McCain derrotó a Barack Obama en aquellas elecciones presidenciales, y donde luego, a los pocos meses, el anciano sufrió un infarto que puso la puntilla a su mala salud. En esa línea temporal, Sarah Palin, la mujer de la incultura enciclopédica, de la arrogancia inquebrantable, de la estupidez supina elevada a la categoría de chulería moral, es nombrada Presidenta de los Estados Unidos, y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. En ese universo paralelo, mi otro yo se levanta cada mañana mirando al cielo en busca de los misiles que habrán de poner fin a la vida, o la inundación bíblica de los mares, recalentado y fundido el hielo de la Antártida en el microondas venusiano de la quema petrolífera.




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Pusher II

🌟🌟🌟

Vivo estos días abotargado por el fútbol incesante de la tele, y por los partidos embarrados del barrio periférico. Sigo durante horas al balón que viene y va, la mayoría de las veces pateado sin sentido, al tuntún de los malos jugadores. Algunas veces, las menos, un futbolista exquisito besa el esférico en un toque sutil e intencionado.  Se produce, entonces, un milagro que asocia el pie con la razón, el intelecto con la destreza. Un gesto que justifica -o quiero yo que justifique- la tarde entera pasada en el sofá.

Cuando no juega el equipo blanco de mis amores, el fútbol se vuelve un espectáculo opiáceo, e incapacitante.  A veces pienso que tienen razón esos intelectuales plastas que claman contra él. Cuando uno sale del fútbol ya no está para nada. Uno trata de articular pensamientos y parábolas sobre el cine y sólo le brotan recuerdos de jugadas, lamentos de goles fallados, alegrías de tantos consumados. La geometría del fútbol y su táctica -que también es riqueza intelectual y materia de reflexión- inhabilita durante horas el ejercicio de cualquier otra filosofía. 
Y así, desmadejado, veo, a trechos, entre medias de los infinitos partidos, Pusher II, la nueva aventura de mis queridos camellos de Copenhague, y nada nuevo se me ocurre que no haya dicho ya sobre las películas ultraviolentas y muy dicharacheras de Nicolas Winding Refn. Luego, con Pitufo, veo en dos horas robadas al balompié la primera entrega de Iron Man, ahora que nos ha dado por el revival de los superhéroes, y ninguna reflexión suculenta nace de mi postura como padre, o de mi escepticismo como espectador. Ninguna que no hubiera escrito la semana pasada sobre Los Vengadores y sus esquijamas. No tengo nada nuevo que aportar. El gusanillo de la conciencia anda muy revoltoso estos días, reconcomiéndome las neuronas, advirtiéndome de que me repito mucho en este diario. Basta, pues. Que reine el fútbol. Cuando cesen las competiciones será el momento de volver a escribir algo cinéfilo, y digno...




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Fausto 5.0

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Fausto 5.0 es la historia ininteligible de un cirujano medio vivo -o medio muerto, como el gatgo de Schrödinger- que va encontrándose en la Barcelona fantasmal con los medio muertos  -o medio vivos- que una vez fueron sus pacientes. Uno de ellos, el Mefistófeles de la función, es un superviviente de cáncer al que da vida este actor del que uno es rendido admirador, y creador de un club de fans acá en La Pedanía, Eduard Fernández. 

Fausto 5.0, que pretende ser una película de mucho terror y escalofrío, ya no asusta por sus escenarios de pesadilla, ni por su aura de fantasmas errantes, a medio camino entre el limbo y la tortura infernal. Uno ve esos hospitales abandonados en la periferia de la Barcelona, o visita ese hospital grimoso donde el protagonista practica sus escarnios, y no deja de pensar que lo apocalíptico ya está aquí, a la vuelta de la esquina. Los proletarios de América, que viven desde hace tiempo en la distopía de Fausto 5.0, no verían mayor pesadilla en esta película: un simple reflejo de la realidad sanitaria que ya impera en el Imperio. Aquí, en cambio, que hasta hace dos días éramos europeos y bienestantes, civilizados y distintos, que éramos atendidos en hospitales atestados pero limpios, esta realidad de la Clínica Delicatessen se nos viene encima como un asteroide implacable y catastrófico. Como un castigo de los dioses monetarios que nos envían al destierro medieval,  o al exilio africano. Una pesadilla aterradora que, como el Lord Voldemort de Harry Potter, va tomando cuerpo poco a poco, célula a célula, decreto a decreto. Y voto a voto, hasta formar una masa crítica de electores que nos joden la vida a los demás.  





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Tyrannosaur

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Venía muy aclamada esta película, Redención, que en el título original consta como Tyrannosaur, y que ha sido traducida de manera muy absurda para que piquen las almas sensibleras, o los clérigos confundidos con el vocablo teológico. Una estupidez de título; un spoiler en toda regla.

No es película desdeñable, Tyrannosaur. Pero nace, en mi caso, muerta del todo, como un parto de fatal desenlace. Ninguna simpatía, ninguna compasión, ninguna redención puede suscitarme un borrachuzo que en la primera escena, iracundo con los otros alcohólicos de la taberna, propina varias patadas a su propio perro hasta matarlo. La muerte de ese chucho, servicial y bonachón, se me clava en el alma como una daga, y aunque su amo se lamenta del arranque de ira, y llora la pérdida, desconsolado,  yo me cago en su puta madre, y en su puto padre, cada vez que asoma el jeto en las escenas, que son casi todas. 

Ni siquiera el trabajo ímprobo de Peter Mullan, que es un actorazo que lleva las cicatrices del espíritu marcadas en la cara, es capaz de convencerme del arrepentimiento de este cafre pateacanes. Me la sudan sus lloringueos y sus miradas profundas. Sus esfuerzos supremos por redimirse y mudar de personalidad. Me la pelan, sus sudores. Podría irse a Calcuta, con las monjitas, o al Brasil, con los teólogos de la liberación, a restañar el mal, ayudando a los pobres del mundo, y alcanzar así el equilibrio de su karma ennegrecido. Es igual: nada de lo que haga este matarife, a ojos de este espectador que ama a los perretes por encima de todas las cosas, podrá redimirlo del mayor pecado señalado por los dioses: el ensañamiento con el animal inocente. 




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Atún y chocolate

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La sonrisa y el tedio van alternándose en cabeza del pelotón para llevarme a la línea de meta de Atún y chocolate, situada en Barbate, capital del viejo reino de Chiquitistán. Cuando el empalago de lo previsible me tienta con el abandono, aparece un actor simpático de gracejo gaditano para animarme a pedalear un kilómetro más, a resistir otros diez minutos de esfuerzo televidente.

Aunque es una película de temática españolísima, con el paro y la trapisonda, la economía sumergida y la supervivencia cotidiana,  uno asiste a las andanzas de estos pescadores con la extrañeza de estar viendo un paisanaje extranjero, muy poco afín. Para un español de Invernalia, los españoles de la Tierra Austral son gentes muy alejadas y distintas. Atún y chocolate es el National Geographic de otra cultura europea sin abandonar las fronteras estatales. Uno se ve, pero no se reconoce. 

A los septentrionales y a los meridionales nos unen un puñado contado de eslabones: el idioma, por supuesto, aunque los acentos, cuando se cierran, nos vuelven letones o malayos para el entendimiento. Nos une el latrocinio desalmado de nuestros gobernantes, el mismo en todas las latitudes comprendidas entre el Cantábrico y el Mediterráneo. Nos une, quizá, vagamente, una gastronomía de sustentos básicos compartidos: el aceite, el ajo, la cebolla, la ensalada de tomate, pero no más de lo que nos une a los italianos, o a los griegos, o a los libaneses, usufructuarios todos del mismo sol. Nos une la misma mala educación, la misma algarabía de los bares, la misma entraña desalmada con los animales.  Nos une, por encima de todo, como ya dijo en su día Vázquez Montalbán, la liga de fútbol nacional. Ella es el verdadero pegamento de la patria. La cola fortísima que mantiene unidos los fascículos sueltos en el tomo común, en esta charanga balompédica que copa el tiempo de los noticiarios, y el espacio sagrado de los periódicos.  




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The Yellow Sea

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Noto que me estoy haciendo un espectador viejo y anquilosado. Que vivo desconectado -a veces queriendo, a veces sin querer- de las nueva tendencias de los jóvenes. Mucho de lo que descubren es tiempo que uno lleva bien ahorrado, y bien empleado en repasar los clásicos de siempre. Pero hay que reconocer que a veces encuentran una veta  que produce mineral valioso y exportable. Fueron ellos quienes me pusieron en la pista, hace unas semanas, de Nicolas Winding Refn y su ópera prima Pusher. Y an sido ellos, también, los que han dirigido mis achacosos pasos hacia la ignota Corea del Sur, tierra de comedores de perros y de estudiantes ejemplares, para descubrir esta locura de mafiosos armados con hachas y cuchillos que es The Yellow Sea. Viene a ser como una película de Martin Scorsese, lisérgica y trepidante, solo que aquí, en Corea, por razones culturales o legales que uno desconoce, nadie va armado con una pistola, y la sangre no chorrea de los orificios abiertos por las balas, sino que mana de los tajazos bestiales que se arrean con las armas blancas.

Se llama Na Hong-jin, el director de la función. Sé que su nombre, tan propio de un lateral izquierdo de la selección surcoreana, jamás arraigará en mi memoria. Tendré que apuntarlo en las agendas, y echarle uno ojo de vez en cuando, para no perderlo en la maraña de otros directores surcoreanos también muy recomendados, Bong Joon-ho, el lateral derecho, o Park Chan-wook, el media punta habilidoso. Prometen emociones fuertes, estos muchachos del nombre trifásico e intercambiable. Si The Yellow Sea es la medida canónica de su cine, dentro de unos días, cuando se calmen las aguas, y vuelva a rastrear las aguas con mi velero pirata, llenaré mis bodegas con este tesoro de los mares orientales. Vienen muy recomendadas, estas especias medicinales, para pasar el mal trago de las noches cerradas y lastimeras, donde uno sólo pide, y se conforma, con un par de peleas bien trajinadas, y cuatro trompazos bien fingidos, como antañe, en la infancia, entretenía sus amarguras con las hostiazas que arreaba Bud Spencer, el ídolo grasiento y bonachón. 





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Valhalla Rising

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Mi reciente interés en Nicolas Winding Refn me lleva a buscar y a descargar en cuestión de  horas Valhalla Rising, una película de estética vikinga y mandobles sangrientos que en el documental NWR pintaba como película inquietante y distinta. Y pardiez, que es una película inquietante y distinta. Habla de unos vikingos silenciosos y salvajes que hartos de matarse en la Jutlandia deciden ir a matar musulmanes a las Cruzadas y acaban, por el designio de Odín, que alborota los mares y revuelve los vientos, descubriendo la costa americana y luchando contra los nativos pintarrajeados. Todo ello con música de rock, silencios terribles y planos coloristas de los mundos oníricos o esquizoides.

¿Es Valhalla Rising una metáfora de la propia biografía de Nicolas Winding Refn, que nacido en tierras danesas se crió en la América ya conquistada por los anglosajones? ¿Es el guerrero tuerto de las nulas palabras, protagonista hercúleo de la película, un álter ego de Refn trasplantado a la Edad Media? Quién sabe. Son cosas que habría que preguntarle dentro de unos años, cuando su reluciente estrellato demande más curiosidades y certezas.  De todos modos, son asuntos que poco interesan aquí. Lo que sí sabemos, y además nos dice mucho del Personaje Danés de la Semana, es que sus intereses vitales se ciñen al cine, y sólo al cine. Lo comentaba en NWR su actor fetiche Mads Mikkelsen, al que le preguntaban por su relación personal con el director y respondía que casi ninguna fuera de los rodajes:

"El único tema de conversación de Nicolas es el cine; el único mío, los deportes. Nuestras conversaciones, cuando logran avanzar, salen muy extrañas..."





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NWR

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Veo en los canales de pago el documental NWR, que versa sobre la figura de Nicolas Winding Refn, el recién descubierto -y admirado- director de Pusher. El primer entrevistado –que luego averiguaré que es Alejandro Jodorowsky- sale denigrando el cine norteamericano y llamando “degenerado” a Steven Spielberg. Con el primer argumento sobre la mesa podríamos tomarnos un largo café, Jodorowsky y yo, en una plácida terraza parisina de las que él seguro frecuenta, barajando películas e intercambiando recuerdos. Con su segundo comentario, en cambio, dejo de ser un ciudadano respetuoso para convertirme en un caballero ofendido que lanza el guante retador de su desprecio, y de su cabreo: mañana al amanecer, en el descampado, con el arma que don Alejandro elija... 

Es una infamia eso que dice Jodorowsky del señor Spielberg, aunque su opinión esté muy bien vista en los círculos de la alta cultura, donde tanto se ríen de nosotros, los espectadores confundidos entre la chusma, incapaces de distinguir una perla verdadera de una película falsa de bisutería. Los seguidores de Spielberg -hacedor de nuestros sueños infantiles y pubertarios- guardamos con él una deuda de gratitud infinita, impagable en cien vidas que viviéramos, y nos tomamos estos desplantes como insultos al propio apellido, y al propio honor.

A punto estoy de levantarme del sofá, herido en el insulto intolerable, cuando aparece en pantalla el susodicho Nicolas Winding Refn para empezar a contarnos su historia marciana de cineasta outsider. Descubro, intrigado, a un tipo que guarda un extraño parecido físico conmigo: alto, barrigudo, de papada notable, con unas gafas de concha que compartimos todos los que -con aptitudes o sin ellas- aspiramos al amor de las mujeres por el camino del intelecto. Ese parecido físico, que es sospechoso y muy notable, me hace olvidar la injuria inaugural y me obliga a sentarme de nuevo en el sofá. No ha sido, desde luego, un tiempo perdido. Mi amado Jodorowsky no vuelve a ser invitado a la función, y Nicolas W. R., generoso y dicharachero, se explaya largamente en sus neuras y obsesiones, en sus virtudes y defectos. Es un personaje extraño, medio danés y medio norteamericano, que reniega de su país en unos términos que a mí, amante de todo lo que procede de la utópica Dinamarca, me hiere y me descoloca. Y me hace seguir sus puyas con una creciente atención.

Nicolas habla de su país como hablo yo del mío, renegando del carácter de sus gentes, y del clima insoportable. Pero él habla de la seriedad y del frío, y yo hablo de la jarana y del calorazo. Si Nicolas dice encontrar su paraíso vital en Nueva York, donde creció y formó sus gustos cinéfilos, yo buscaré el mío, cuando aprenda inglés, o se enamore de mí una recia vikinga, en el mismo Copenhague donde él dice aburrirse de lo lindo. 





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Boss. Temporada 1

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Termino de ver la primera temporada de Boss y la serie no termina de convencerme. Ni la belleza de Hannah Ware, tan deslumbrante, ni la turbiedad de los trapicheos municipales, tan apropiada en estos tiempos, son argumentos que me ayuden a mantener la atención sostenida. En Boss hay malos de relumbrón, arpías de campeonato, cabronazos trajeados que jamás elevan el tono de voz. Hay mangoneos electorales, latrocinios sibilinos, manipulaciones exquisitas de la democracia. Salen mujeres preciosas y actores carismáticos. Los niños pesadísimos e innecesarios de otras series brillan por su ausencia, en acertada decisión. Boss tiene los ingredientes necesarios para convertirse en una serie de culto, pero alguien los está mezclando muy mal, o a mí me han pillado en una época inapetente y dispersa.

No sé. Pienso en su segunda temporada y la pereza infinita me atenaza la voluntad. Para qué lanzarse a la grabación legítima, o a la descarga ilegal. Ni los desnudos de Hannah Ware, con esos pechos ligeros del óvalo canónico, me animan a seguir. En el torbellino constante de las series uno a veces se marea, y se desorienta, y pierde el buen juicio del espectador avezado y veterano. La saturación anula el buen juicio. Ya llevo entre pecho y espalda demasiadas corruptelas políticas, demasiado pesimismo ciudadano: The Wire, The Newsroom, Margin CallBoss. Todas vienen a contar lo mismo: la miseria del sistema, el fracaso los sueños, la impunidad secular de los poderosos. Sólo otros poderosos igualmente corruptos vendrán a bajarlos de sus pedestales. Demasiada consternación, demasiada desazón. Es el espectáculo asqueroso del alma humana puesta al descubierto. La primera vez que una ficción de calidad empuña el bisturí y te enseña las tripas, lo flipas; la segunda, sacas tus conclusiones; la tercera ya lo das por consabido, y te aburres.



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