La historia del cine: una odisea (y IV)

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Termino de ver La historia del cine de Mark Cousins. Ha sido un viaje ilustrativo, pedagógico, a veces emocionante, con bonitos paisajes y confortables hoteles. Al guía británico le pongo un ocho de nota, como aviso a futuros turistas del documental. El señor Cousins ha resultado ser un hombre solícito, didáctico, sobradamente preparado. Nos ha llevado en volandas con su entusiasmo febril,  con su timbre de voz tan peculiar. Sólo cuando se empeñaba en que conociéramos la cinematografía senegalesa, o puertorriqueña, o la de Pernambuco, se nos ha puesto un pelín plasta y pedante. Peccata minuta. 

Tengo la impresión de que al final, en los episodios dedicados al cine moderno, se ha desatado sus ligaduras académicas y se ha puesto a contar lo que le daba la real gana, llevado por sus gustos particulares. El decía que no, pero yo no dejaba de intuir que sí. Da igual. No le vamos a criticar por eso. My kingdom, my rules. Su documental, sus cojones. Y mucho menos que voy a criticarle después de haberle dedicado unos piropos a esa película inclasificable que uno, en su rareza al fin compartida, tiene por obra maestra de nuestros tiempos: Mulholland Drive.  

            Resulta, además, por lo oído en algunos comentarios, deslizados con suma educación entre los contenidos de su asignatura, que Cousins nos ha salido un zurdo de las ideas. Un rojete trasnochado y peligroso al que de momento no van a dar cancha en el No-Do nacional recién reimplantado. No creo que le dejen salir de los canales de pago. Y si le dejan, sólo le permitirán un paseo clandestino en las altas madrugadas, para que lo vean cuatro gatos callejeros escondidos entre las basuras.



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Casino Royale

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Bostezo, disimuladamente, en la punta alejada del sofá, mientras Pitufo se lo pasa pipa con el agente 007 en Casino Royale. Es su primera película de James Bond y creo que el personaje le va a dejar marcado por algún tiempo. Daniel Craig es un fulano de rostro inquietante, psicopático, que lo mismo te vale para salvar al mundo que para cargárselo en una locura. No es un héroe de acción al uso. No tiene el aspecto bonachón de Jason Bourne, ni la ironía socarrona del teniente John McLane. Lo mismo que hace de bueno podría hacer perfectamente de malo, interpretando, por ejemplo, a un hermano gemelo que fuera el jefe supremo de Spectra

Pienso en estas variaciones mientras se suceden los disparos, los derrapes, los diálogos imposibles –por brillantes y rebuscados- que sostiene James con la chica Bond de turno, la bellísima Eva Green de los ojazos también imposibles, y los pechos canónicos no mostrados aquí, pero ya implantados en nuestra memoria desde que los contempláramos en Soñadores. El único recuerdo, por cierto, que nos legó aquella introspección nasogástrica de Bernardo Bertolucci... 

De la señorita Eva dijo una vez don Bernardo: “Tanta belleza es indecente”. Y es cierto. Sólo por ella he aguantado el aburrimiento mientras contemplaba de reojo el entusiasmo palomitero de Pitufo. Mientras él se dejaba llevar por este videojuego de agente secreto, yo solazaba mi mirada en las curvas hipersexuales de Eva Green. Y cuando ella no salía en pantalla, en el recuerdo imborrable de sus óvalos maternales. Gracias a ella he mantenido la coherencia de quien propuso ver esta película y no podía entregarse al abandono irresponsable. ¿Qué hubiera dicho Pitufo de mí, en una próxima recomendación encarecida?



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La historia del cine: una odisea (III). Abbas Kiarostami

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En The Story of Film, Mark Cousins habla maravillas sobre las películas de Abbas Kiarostami que hace unos años casi me costaron la salud y la razón. Mark llega a decir, en uno de su subidones de crítico exaltado, que el final del siglo XX fue “la era de Kiarostami”. Que ante la avalancha de efectos especiales y posmodernismos digitales, el director iraní fue el pérsico guardián de las esencias analógicas. "El más puro y clásico de los directores de su tiempo..." Pues bueno, pues vale, pues me alegro, como diría el Makinavaja. Si tuviera que elegir entre cualquiera de sus películas y Matrix -que era precisamente del año 1999, finisecular y finimilenial- yo, sin duda, me quedaría con los hostiones de Neo haciendo arabescos en el software de un ordenador. Soy así de vacío y de superficial. 

Más aún: si el cine fuera todo él como una película de Kiarostami, prohibidas las persecuciones y los hostiazos, las mujeres bonitas y las tramas enrevesadas, todo bucolismo de personajes que no hablan y paisajes que no se modifican, metrajes estirados hasta el límite de la paciencia o del cachondeo, uno preferiría tomarse la pastilla azul y dejarse engañar por el mundo ficticio del Gran Ordenador. Preferiría ser un cobarde antes que morir desangrado por un bostezo que me desencajara la quijada. La pastilla roja se la cedería gustosamente a Mark Cousins -a quien guardo mucho aprecio a pesar de sus ortodoxas herejías- para que siguiera durmiendo sus siestas entre los cerezos, o entre los olivos, allá en los valles abruptos donde Jerjes y Darío perdieron sus mecheros.



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Los Roper

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Veo nuevos episodios descacharrantes del matrimonio Roper, al que tenía muy abandonado. Los veo junto a mi madre, que anda de visita en Invernalia, y que gusta mucho de estos revivals de las casas antiguas y los enseres pasados de moda. Entre risa y risa vamos filosofando sobre el paso del tiempo que dejó antiguos los vestidos, las decoraciones, las tecnologías de la comunicación casi decimonónicas. 

            Yo, de paso, me voy fijando en el aspecto decrépito y tontorrón del señor Roper. No soy capaz de calcularle la edad a Brian Murphy, el actor que lo encarna. Será después, en internet, cuando descubra que su calvicie, su estulticia, su fachada en general decadente y viejuna, respondían a tan solo 43 años de edad, en este año 1976 en que se rodaron los primeros capítulos. Hay, por supuesto, un afeamiento artificial debido al maquillaje, a la peluquería, a la actuación caricaturesca del actor, que encorva el cuerpo y adopta andares de artrítico prematuro. Pero tales trucos no tranquilizan mi ánimo. No se me va la cifra de la cabeza: 43. Apenas dos años me separan de este señor indudablemente mayor, pre-anciano. El señor Roper, cuando yo lo veía en la tele blanca y negra de mi infancia, era más un abuelete que un hombre. Un viejo divertido y maniático, mangoneado por esa arpía del buen corazón llamada Mildred, que siempre le reconvenía con el grito de “Yooorsss” que tanta gracia nos hacía. Un señor que en la sinestesia del olfato nos olía a Varón Dandy, y un poco a meados. ¿A qué huelo yo ahora, tan cerca ya de su edad? A sudor frío, quizá. A desodorante atropellado de la mañana taciturna. A desinfectante de hospital, en la lejanía cada vez más cercana de la enfermedad...



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Tierra

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Hay películas que a los pocos minutos ya se descubren como insufribles. Provocadoras fulminantes del bostezo. Tierra es una de ellas. Debí abandonarla justo tras la primera escena, cuando Carmelo Gómez, el desparasitador llega a la comarca y se encuentra a un pastor de ovejas herido en el monte, fulminado por un rayo, y en lugar de socorrerle, de montarlo en el coche, de llamar a la ambulancia que el gobierno autonómico todavía no ha suprimido, se lanza, con la aquiescencia estúpida del moribundo, a filosofar sobre la unión eléctrica y mística con la nube en el momento de la descarga. Sobre la espiritualidad inmanente de los electrones en la atmósfera. Sobre el aromático esplendor de un cagada de pato que abonará los campos sembrados de vides en la primavera. Qué sé yo... Es un diálogo absurdo, de una gilipollez supina, muy poética y profunda según la crítica especializada. 

Uno ya entiende, a los diez minutos de metraje, que nada de lo que se narre a continuación va a tener la mínima consistencia, la mínima verosimilitud. Pero uno insiste, y se obceca, y adopta la pose de un  cinéfilo persistente, porque desconfía de sí mismo, y prefiere que lo tachen de cultureta antes que de cobarde. Uno se lanza al precipicio del aburrimiento y se justifica en la belleza pastoril de Emma Suárez. Y en la belleza embutida en cuero de Silke, la motera. Sólo por ella, por la germana, acometí Tierra en varios asaltos suicidas, como un soldado que aún mantiene la esperanza de salvarse Pero el muy tunante de Julio la tenía reservada  para las fanfarrias finales. Es un tipo muy listo: primero suelta sus filosofías telúricas, sus pedanterías paulocoelinas, y luego, como premio para los pacientes, para los espectadores más enamorados, te saca a Silke enseñando la piel. Y yo no pude llegar, ay de mí, al paraíso prometido.  Uno ya no está para estas pruebas de resistencia. El sueño mortal de la medianoche se ha vuelto más poderoso que cualquier excitación. Que cualquier Silke recobrada. La ridiculez argumental de Tierra pesa más que su hermosura. He dimitido cerca de los tres cuartos de hora, cuando ella comenzaba a cobrar protagonismo.  Camino de la cama la he echado mucho de menos.



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Vacas

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Hace días que no salgo de este maratón del National Geographic dedicado a las tierras vascas. Después de seguir a Tasio en sus aventuras montaraces, me encuentro en la liga de fútbol con un derbi decisivo entre vizcaínos rojiblancos y guipuzcoanos txuriurdines. Un encuentro pasional disputado bajo la lluvia, sobre el césped verdísimo, como corresponde al paisaje ancestral que rodea al estadio de San Mamés. En mitad de la refriega  recuerdo, en asociación libre, que hace meses que me aguardan las primeras películas de Julio Medem, asaltadas en un arrebato cinéfilo que pretendía dedicarle un largo ciclo. Una retrospectiva cronológica, minuciosa, destripada al mínimo detalle en este diario, y que luego, como sucede casi siempre, se quedó en una mera intención aplazada, pisoteada por otras urgencias, olvidada a los pocos días de haber brotado de mi escuálida voluntad.




            Arrepentido de mi enésima dimisión, busco al terminar el partido la película Vacas. En ella, dos familias de vascos y vascas se odian con la rivalidad propia de los caseríos colindantes, allá por los tiempos en que los carlistas luchaban por una España aún más católica y reaccionaria.  Es una película irregular, extraña, como todas las de Medem, que a veces es narración convencional de los odios y los amores, y a veces, sin previo aviso, se vuelve poesía indescifrable de la telúrica influencia. Telúrica...  Recuerdo que me preguntaron el significado de esta palabra en el examen de lengua de la selectividad, allá por los años mozos, cuando el cine iba a ser el entretenimiento de las noches, el solaz del productivo trabajo, y no el refugio oscuro en el que ahora me escondo de los hombres, y de la vida. No supe responder a la pregunta en el examen. Jamás, en mis lecturas, había aparecido semejante palabra. O yo, al menos, no la recordaba. Tiré del prefijo griego tele y solté algo parecido a lejanía, a planetario, por si colaba. Luego, en casa, reconcomido por el probable desacierto, la busqué en el diccionario: Perteneciente o relativo al telurismo. Telurismo: Influencia del suelo de una comarca sobre sus habitantes. No era, pues, un asunto de lejanías, sino todo lo contrario: de cercanías, de raíces, del suelo que uno pisa. 

   He recordado todo esto mientras veía Vacas, porque hay mucho telurismo en su propuesta, y porque mi cerebro sigue asociando libremente las churras con las merinas, y las peras con las manzanas, en este marasmo post-balompédico que precede al sueño. Vacas trata sobre vacas en la tierra siempre húmeda, pintada de verde, ondulada de montes, que ha forjado el carácter indómito de los nativos vascongados. Creo que fue Nietzsche quien dijo que somos, en esencia, lo que comemos. Telúricos, al fin y al cabo, pues todo proviene de la tierra. Los personajes de Medem, vascos o no, lo mismo te comen un asado con patatas y razonan como personas normales, que luego se adentran en los bosques y se zampan un par de setas alucinógenas que les introducen en el desvarío, y en la poesía incognoscible del propio ombligo. Así es Medem, y así hay que tomárselo.





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Tasio

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En la película Tasio- que es más bien un National Geographic sobre el vasco indómito del siglo XX- Anastasio nace, crece, se reproduce, y finalmente, suponemos, porque ese trance vital no se narra, o porque ciertamente es un espíritu inmortal de los montes, muere. Para ganarse la vida, Tasio lo mismo fabrica carbón vegetal que se dedica a la caza furtiva, o que cultiva un huerto, o que ordeña a las vacas. Este tipo es un todoterreno sin motor, allá en la Sierra de Urbasa. Ningún arte de la supervivencia le es ajeno. Inmerso en la guerra nuclear que Jrushchov y los Kennedy evitaron en el último instante, él hubiera sido uno de los pocos en salvarse. Un hombre que es capaz de tejer sus propias ropas, y de construir su propia casa, y de encontrar comida bajo las piedras, encabezaría, sin duda, una partida de supervivientes al estilo Mad Max, armado de boina y de escopeta recortada, defendiendo el valle de las agresiones externas, vecinales o castellanas, eso ya daría lo mismo, en la disolución definitiva de las fronteras...

Viendo Tasio he recordado a aquel personaje de Las partículas elementales, Bruno, que se lamentaba de su básica inutilidad, de su desarraigo de las labores primarias. Hace años, cuando leí la novela, y me vi reflejado punto por punto en sus lamentos, transcribí su pensamientos para reflexionar sobre ellos en el futuro. Aquí los tengo, desempolvados y pasados por el corrector. Michel Houellebecq se encarga hoy de rellenar mi folio diario de cada día. Bruno es el reverso moderno de Tasio, la otra cara de la moneda humana. El paleto urbano que ya no se ríe del palurdo rural:

- No sirvo para nada -dijo Bruno con resignación-. Soy incapaz hasta de criar cerdos. No tengo ni idea de cómo se hacen las salchichas, los tenedores o los teléfonos portátiles. Soy incapaz de producir cualquiera de los objetos que me rodean, los que uso o los que me como; ni siquiera soy capaz de entender su proceso de producción. Si la industria se bloqueara, si desaparecieran los ingenieros y los técnicos especializados, yo sería incapaz de volver a poner en marcha una sola rueda. Estoy fuera del complejo económico-industrial, y ni siquiera podría asegurar mi propia supervivencia: no sabría alimentarme, vestirme o protegerme de la intemperie; mis competencias técnicas son ligeramente inferiores a las del hombre de Neanderthal. Dependo por completo de la sociedad que me rodea, pero yo soy para ella poco menos que inútil; todo lo que sé hacer es producir dudosos comentarios sobre objetos culturales anticuados. 



    
         
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El diablo viste de Prada

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Qué me importan a mí -que vivo de ermitaño, en La Pedanía- las modas y los estilos. Las combinaciones de colores... La redacción de la revista Runway es para mí como la otra punta del cosmos, habitada por seres extraños e incomprensibles. Vivo a millones de años-luz de esta gente que viste a los famosos, a los ricachones, a las modelos que de vez en cuando pasean sus cuerpos en los cierres del telediario. Soy un hombre chapado a la antigua,y  refractario a las modas. Lo mío son las rebajas del Carrefour, donde apaño las mismas prendas de siempre, siempre oscuras y muy baratas. Me visto para no ir desnudo. Todo lo demás no lo entiendo, o me la suda. Visto limpio y aseado, pero lo hago como un gañán de pueblo, ajeno a cualquier estética imperante. El diablo viste de Prada es para mí una marcianada de gente muy extraña y muy loca. Yo había venido aquí para rendir pleitesía a Anne Hathaway. Para hablar de ella en este diario y pormenorizar sus encantos y sus talentos. Pero no puedo: con Anne, aún a riesgo de parecer un hombre de las cavernas, un neanderthal poco evolucionado, es imposible ir más allá del gruñido del antropoide: uf, grrr, guau...  Éste es mi rendido poema. Mi particular versión del Lord Byron enamorado. Es lo que hay.




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