Zombies party

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Me dejo llevar por la ola de referencias terroríficas y encuentro, perdida en las descargas compulsivas, Zombies party, una comedia británica sobre el asunto de los muertos vivientes que parieron las mentes disparatadas de Edgar Wright y Simon Pegg. Ellos son dos comediantes de poco predicamento en nuestra piel de toro, pero afamadísimos, a lo que se ve, en la Pérfida Albión. Y eso, por mi experiencia, es síntoma seguro de que son tipos con gracia, y con talento, pues de lo contrario, de ser una pareja de cómicos repetitiva y plana, arrasarían en nuestras televisiones patrias a la hora del prime time.

La primera media hora de Zombies party es -puedo prometer y prometo- un rato grandioso de cine. De lo mejor que ha caído por aquí en los últimos meses. ¿En qué se diferencian los zombis verdaderos, resucitados de la muerte, con sus andares espásticos y sus jetos inexpresivos, de los zombies cotidianos, resucitados del sueño, con sus andares patosos y sus ojeras como berenjenas, que llenan cada mañana los autobuses y las líneas de metro? En casi nada, realmente. Quizá, tan solo, en el olor, si has tenido el tiempo y la decencia de ducharte. Es ésta una reflexión simple, al alcance de cualquiera que se diga observador de lo humano, pero que en la cabeza de estos dos comediantes se transforma en un chascarrillo genial. Y además lo sostienen durante media hora completa: la aventura de este tontaina encarnado por el propio Pegg, que se conduce por un día cualquiera sin darse cuenta de que a su alrededor se está desencadenando el apocalipis zombi. Una ocurrencia que te planta la sonrisa en la cara y la admiración en el intelecto. Y la envidia, cochina, en las entrañas. 

Luego, para alivio de las entrañas, la película se deja llevar por el camino fácil de las persecuciones, de las peleas a muerte con los muertos, del gore simpaticón que llena la pantalla de vísceras aprovechando que andabas echándote unas risas. Porque te sigues riendo, sí, pero menos. Este último rato tontorrón ya lo habíamos visto en Abierto hasta el amanecer, o en Planet Terror, o en la más reciente Bienvenidos a Zombieland. Solo que en la primera película salía Salma Hayek provocando erecciones, y en la segunda Rose McGowan sembrando desmayos, y en la tercera Emma Stone destrozando corazones. En cambio, en ésta de Zombies party, quizá en el fallo más garrafal de su planteamiento, no hay ninguna mujer que esté a la altura de nuestro deseo. Un borrón imperdonable.




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La noche de los muertos vivientes

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La distancia que separa La noche de los muertos vivientes de, pongamos por ejemplo, The walking dead, es la misma que separa Super 8 de la película casera que dentro de ella rodaban los niños. Cuarenta años no pasan en balde, en ningún aspecto de la vida, salvo en el hecho de que siempre gobiernan los mismos, o los hijos de los mismos. La noche de los muertos vivientes ya no asusta a los espectadores modernos, ni les obliga a taparse los ojos. Tenemos la piel curtida, y el miedo en otra parte: en los banqueros, o en los políticos. En los curas que bendicen la plutocracia desde sus púlpitos.

La película de George A. Romero se ve con curiosidad científica, con atención de cinéfilo arqueólogo. Figura en el canon de las obras clásicas, de las aventuras pioneras. Habría que ponerse en la piel de sus primeros espectadores para juzgar el impacto real de la imágenes: los cadáveres en descomposición, los zombis comiendo carne humana, los seres amados convertidos en caníbales... La muerta neohippy que se pasea desnuda por el jardín. Impactantes, con toda seguridad. Históricas, en un sentido aterrador. Habría que viajar al pasado, y usurpar otra piel y otro pensamiento, para entender la truculencia brutal de la experiencia. 

O eso, o verla por primera vez siendo un niño de diez o doce años, con poco bagaje peliculero, asustadizo como pocos. Justo el niño que yo era cuando pasaron La noche de los muertos vivientes por aquel  programa de los lunes por la noche, Mis terrores favoritos, que presentaba Chicho Ibáñez Serrador, el mismo tipo del Un, dos, tres... Los lunes era el día que mi padre descansaba del trabajo, y le gustaba reunir a su familia a la hora de la cena, alrededor de la tele, viendo las películas de miedo que a él tanto le gustaban. ¿Cómo justificaba su falta de tacto –o su falta de juicio- con los habitantes más pequeños de la casa? Echando mano de la retórica antigua, de la pedagogía desfasada: “Así os acostumbráis, y os curtís”. Era un hijo de su tiempo.



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La conspiración

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La conspiración es una película que los más veteranos del vicio ya hemos visto infinidad de veces. Ya hemos perdio la cuenta de los abogados que se enfrentan a la maquinaria corrupta del sistema judicial, cuando todavía son jóvenes e idealistas. ¿En qué se diferencia La conspiración de Caballero sin espada, o de Legítima defensa, o de Algunos hombres buenos, de La tapadera (¡otra vez Tom!) ¿O de, también, ese resumen demoníaco y paródico del subgénero que es Pactar con el diablo? En poco, la verdad. Sólo cambian los actores y los ropajes, y el delito en cuestión, claro, que es el macguffin irrelevante que permite a los guionistas desplegar la retórica didáctica del héroe solitario. Tan norteamericana ella.

En esta película dirigida por Robert Redford, el macguffin es el juicio contra quienes conspiraron en el asesinato de Abraham Lincoln. Más allá de la clase de historia, lo que realmente le interesa a Redford es soltarnos la pedagogía, la visión patriótica que él tiene de su propio país. No muy distinta a otros sermones mil veces escuchados, que hablan de Estados Unidos como una nación de Constitución modélica y democracia ejemplar, líder del mundo y ejemplo de las naciones. Aunque luego vengan las personas malas y los intereses oscuros -los comunistas- a sembrar el camino de piedras. Al final, la ideología de La conspiración, y sus muchas peliculas gemelas, americanas o no, se queda en discurso vacío y redundante. ¿O no es acaso España, entre los españoles de bien, la mejor nación del mundo? ¿O no lo es Croacia, también, entre los croatas bien nacidos?






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Offside

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El quinto y último asalto en este combate que me enfrenta a Jafar Panahi es el más entretenido de todos. Offside no es su mejor película, pues Panahi, mejor, no tiene ninguna, pero sí es, desde luego,  la única con la que no he bostezado cada poco rato, maldiciendo mi suerte de cinéfilo aventurado.

Offside cuenta las desventuras de un grupo de chicas que, disfrazadas de chicos, pretenden acceder al Azadi Stadium para ver un partido de fútbol entre Irán y Bahrein. Cacheadas y detenidas en las puertas de acceso por los soldados, son conducidas a un redil improvisado en los exteriores, donde se escuchan los gritos de la grada entregada al espectáculo. Allí, en el redil, transcurre la mayor parte de la película, con enjundiosos diálogos entre las detenidas y sus guardianes que vienen a denunciar lo ridículo de la situación, y lo ridículo de la marginación femenina en general. Los soldados confraternizan con ellas, les narran el desarrollo del partido, les ayudan en sus necesidades fisiológicas. Se ve que en el fondo simpatizan con ellas, aunque no tengan el poder de dejarlas marchar. Panahi viene a decirnos, una vez más, que no es la convicción, sino el miedo a los ayatolás, lo que obliga a los hombres a mantener este apartheid vergonzoso.

Lo que no se entiende muy bien es que estas chicas, cuando la selección de Irán alcanza finalmente la victoria, ellas salten como locas de contentas, y entonen encendidos cánticos a la patria. Que es, no lo olvidemos, la misma patria que no les deja acceder a los partidos, y que las encierra entre cuatro vallas como al ganado perdido de algún terrateninete. La misma patria que les niega el derecho a viajar solas en los transportes públicos, que las ningunea y las margina como a portadoras de una enfermedad infecciosa. ¿Qué cariño le pueden tener estas mujeres a su país? ¿Por qué celebran una gesta deportiva que el mismo régimen convertirá en instrumento de propaganda, en justificante indirecto de su legislación medieval? No se entiende muy bien, la verdad. 

O sí, para, porque ahora recuerdo la exaltación patriótica que nos invadió a los españoles cuando ganamos el Mundial del 2010, gritando en las plazas de pueblos y ciudades que este país de ladrones electos, de estúpidos jaleados, de evasores consentidos, de curas hostiles, de periodistas vendidos, de golfos apandadores, era el mejor país del mundo. 

Ya lo cantaba, una vez más, Javier Krahe en Antípodas, letra a la que recurro constantemente porque soy un vago, y también porque ilustra mejor que nadie lo que voy contando sobre este Irán antipódico y próximamente enemigo:

Pero es fantástico, martes y miércoles,
jueves y sábados, lunes y vísperas,
dan espectáculo con el esférico,
y allí, al unísono, arman escándalo
y es como un bálsamo para sus ánimas.
En las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.




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American Horror Story

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Qué mejor noche que ésta, la del Halloween de los anglosajones, para estrenar en mis pantallas la aclamadísima American Horror Story. Y qué mejor lugar que éste, el salón de las cinefilias, para dejar constancia de mi aburrimiento inconsolable, de mi decepción supina. Los dos primeros episodios son el greatest hits de lo mil veces visto en el género de terror. El disco recopilatorio de lo mil veces manido. Qué lejos estaba yo de saber, hace unos días, cuando me lancé a enumerar los topicazos del género, que me los iba a encontrar de nuevo en tan corto plazo de tiempo, copiaditos, calcaditos, como dos gotas de agua. Como dos gotas de sangre.

Para qué volver una vez más -me digo- sobre ellos... Sé que los fanáticos del género no esperan otra cosa, que no demandan otra cosa. Éste es su producto, el punto justo de cocción y aderezo. Ser original, en las películas de terror, es muy malo para el negocio. O quizá es que no hay más cera que la que arde. Quién sabe. Quizá con los sustos ya esté todo dicho, como sucede en el western, o en las comedias románticas, y sólo quede el recurso del eterno retorno sobre lo mismo, del homenaje a los clásicos, o del plagio a los contemporáneos. No lo sé. Lo que tampoco sé, y eso es más grave, es qué coño pinto yo insistiendo en estas películas, y en estas series, que ni siquiera me gustan, y que me hacen perder tantos ratos en esta escritura tonta, denunciando, despotricando, justificando mis absurdas programaciones.





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Darkness

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La tormenta nocturna; el caserón aislado; la lluvia persistente; el trastero oculto; el pasillo en sombras...
El matrimonio con hijos; el pequeño que ve muertos; la adolescente medio boba; los dibujos premonitorios; el marido que enloquece; la madre que no se entera...
La hojarasca removida por el viento; los columpios mecidos por el fantasma; la pareja de niñas asesinadas al fondo del pasillo...
La luz eléctrica que fluctúa; el gramófono que arranca solo; las bombillas de cuatro vatios; las cañerías que chirrían...
Los antiguos dueños; los horrendos crímenes; los retratos en sepia; la fotografía azarosa que revela la existencia de los fantasmas...
Los volúmenes satánicos en la biblioteca; la muerte violenta de quien viene con la solución; el sexto sentido del gato que pega un bufido y se pira...
La sombra fugaz que cruza el pasillo con un bocinazo en la banda sonora; la música cursi que subraya las escenas idílicas de transición;  la música tenebrosa y dislocada que te pone la cabeza loca en las escenas de movidón...
El final incomprensible; el final abierto; el final estúpido; el final que busca descaradamente la secuela...
Lena Olin descendiendo la montaña de la belleza; Anna Paquin que ni siquiera llegó a divisarla; Fele Martínez haciendo de Fele Martínez...


Todo esto y más, porque ya me aburro de acumular topicazos, es Darkness. La oscuridad. El bostezo. La misma película de siempre, eficiente y bien hecha, aburrida y previsible, entretenida y trivial. La misma fotocopia. La misma monserga. La pérdida de tiempo lamentable. De nuevo la oscuridad de otra noche larguísima, ahora ya sin cine. 




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Cosas que hacen que la vida valga la pena

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En la alegría estúpida del viernes por la noche, elijo Cosas que hacen que la vida valga la pena, que es una comedia española de larguísimo título, y de escaso metraje, que encaja como un guante en este ánimo risueño y tontorrón. No espero gran cosa de la película: algo de lo que he leído por la red me dice que la decepción le ganará finalmente el pulso al regocijo, por mucho que trabajen en ella Eduard Fernández (ese monstruo) y Ana Belén (esa mujer). Y no me equivoco, lamentablemente. El sexto sentido de las películas anda bien afinado estos días. Cosas que tal y tal es una película fallida, tramposilla, sacada del libro de recetas para los espectadores menos exigentes. La música, intrusiva; las casualidades, rocambolescas; los chistes, muy malos; la teta, de una doble de cuerpo. Las transparencias que le ponen a Ana Belén cuando hace que conduce, indignas del siglo XXI. Y la diferencia de edad entre los dos tortolitos -trece años a favor de la fémina- insostenible en ese contexto que se nos propone, aunque Ana Belén sea una cincuentona de muy buen ver, y Eduard Fernández se curre el romance como un profesional de su oficio.

Lo mejor llega al final, cuando la película propiamente dicha ya ha terminado, y aparecen Gemma Nierga e Iñaki Gabilondo en un estudio de radio para recitar a dúo una lista de “cosas que hacen que la vida valga la pena”. Entre las que no se encuentra, por cierto, la película del mismo nombre. Es una lista bonita, sencilla, casi poética, que muchos suscribiríamos en su mayor parte. Aquí la dejo expuesta junto a mis propias matizaciones y preferencias, que a nadie importan en realidad, como todo lo demás que escribo. Pero que aquí quedan, al menos...

1 Las novelas de Javier Marías / Las novelas de Luis Landero
2 Las sandalias en verano / Las zapatillas en invierno
3 Menorca. Jugar al mus. Chavela Vargas / La montaña leonesa. Jugar al ajedrez. Serrat
4 Estrenar ropa. Las siestas en el sofá. Un masaje en los pies / La ropa de siempre. Las siestas en la cama. Un masaje en...
5 Meterse en la cama en invierno. Que tu perro te reciba cuando abras la puerta / Meterse en la cama, en cualquier estación. Y el perro, sí.
6 Los chistes de los niños. Hacer un rompecabezas. Compartir un paraguas / Los chistes muy cerdos. Ver más películas. Caminar bajo la lluvia, sin paraguas.
7 El silencio. El mar. El sol en invierno / El silencio.El Cantábrico. Las nubes en verano.
8 La música. Los amigos que aguantan el paso del tiempo. El café de la tarde / La música, claro.La soledad. El café a todas horas.
9 Los reyes magos. El olor de las sábanas limpias. Con faldas y a lo loco / El Grinch. El olor de las sábanas limpias. Primera plana.
10 El vino de Rioja y el jamón serrano. Los primeros novios de tus hijos. Los últimos novios de tus padres / La cocacola y el pincho de tortilla. Las novias nórdicas que yo sueño.
11 El chiste de Forges. La ducha después del gimnasio. Mojar pan / El chiste de El Roto. La ducha después del amor. El pan, a secas.
12 Las películas de amor /  Las buenas películas.



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Sangre y oro

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El sueño irreductible me obliga a detener Sangre y oro en el minuto 42, justo cuando estos ladrones de poca monta rondaban por enésima vez la joyería que llevan clavada en el -pobladísimo- entrecejo. Y es que son muy aburridas, las películas de Jafar Panahi. Uno toma apuntes, aprende cosas, se va quedando con una imagen general de cómo viven o malviven los iraníes. Pero lo didáctico apenas sirve para sostener la atención. El ritmo es plúmbeo y cansino. Cuando las secuencias ya han terminado de contar lo suyo, Panahi las estira y las estira en minutos interminables que no aportan nada nuevo. En una sala de montaje, reducidas a su esencia, las películas de Panahi no pasarían de ser mediometrajes sin recorrido en los festivales, ni espacio en las colecciones exclusivas de los DVDs.  Se nota que están infladas, que se les pone mucho relleno, que no hay mucho que contar más allá de la anécdota central y de cuatro pinceladas del paisaje.


Ocurre, también, que uno se decepciona poco a poco con lo que va descubriendo sobre Irán. Más allá de las vestimentas, y de las marcas de los coches, una calle de Teherán no parece muy distinta de cualquier avenida occidental, con su tráfico, su polución, su gente pudiente en las cafeterías caras y sus pobres malvestidos afanándose en las aceras. Hasta repartidores de pizza tienen en Irán, cosa que uno pensaba prohibida y hasta castigada por la ley islámica.  En las antípodas todo es idéntico a lo autóctono, cantaba Javier Krahe hablando de Australia. Y también, por lo que se ve en estas películas, en Irán, la antípoda religiosa, y quien sabe si la bélica dentro de unos años. El armazón biológico del ser humano es el mismo en todas partes. Y luego están las películas, y las antenas parabólicas, para uniformar los gustos y las costumbres. Sólo las cinematografías inexistentes de países como Mozambique o Vanuatu nos mostrarían, quizá, paisajes humanos sorprendentes, sugestivos, que atrapasen el interés del espectador aunque la película exhalase el humo de las adormideras. Como éstas del bueno de Jafar.



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