Generation Kill

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Termino de ver los siete episodios de Generation Kill. Si lo que pretendía David Simon era que uno empatizara con estos marines de bajo escalafón, no lo ha conseguido. Pretende hacernos creer, con una insistencia machacona en los diálogos, que estos locos con sus gatillos son gente sensible y humanitaria. Unos simples mandados, en esto de asesinar moros comunistas  en el desierto. No, hombre, no.... Uno sí se apena, por ejemplo, de los soldados de la II Guerra Mundial, porque eran tipos, en su mayoría, arrancados de sus granjas, de sus pueblos, de sus talleres en la ciudad, a los que ponían un fusil en la mano y enviaban al matadero. ¿Pero estos marines de las guerras modernas, voluntarios todos en el oficio, hipertecnificados y chulescos? Bah
            Ahora mismo termino de ver un partido de la selección norteamericana de baloncesto, en los Juegos Olímpicos. Han ganado 100-0, o algo así, a un país de esos que suelen bombardear cuando el negocio vive horas bajas, o cuando el presidente de turno se presenta a la reelección y quiere dar un subidón en las encuestas. Son la hostia, sí, los atletas de la NBA. ¿Pero quién puede sentir simpatía por ellos, más allá de los adolescentes, o de los pijos vendidos a Nike, gente toda ella sin criterio? Ahí están, descojonándose en cada canasta propia, partiéndose el culo en cada cagada ajena, saludándose a todas horas con gestos raros de las manos. Ellos son los soldados invencibles y prepotentes del deporte, como los chicos de Generation Kill son los soldados imbatibles y pendencieros de la guerra. Insoportables, todos



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Hilary y Jackie

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Con la biografía atribulada de Mozart, Milos Forman rodó hace tres décadas Amadeus, un clásico intemporal alejado de cualquier cliché de los biopics. Por el contrario, con la vida igualmente atribulada de Jacqueline du Pré, este tal Anand Tucker filma un bodrio de cuarta categoría titulado Hilary y Jackie, sólo comparable a las TV movies con las que Antena 3 rellena su programación vespertina. Esa es la diferencia entre el gran cineasta y el mero colocador de cámara; entre el hombre cultivado que sabe dónde poner los subrayados y el mequetrefe sin luces que se deja llevar por la vena lacrimógena y marujil.

Llevo años escuchando la música de la malograda Jacqueline du Pré mientras escribo, o mientras sueño con mundos mejores en la oscuridad del habitación. Sus dúos con Daniel Baremboim son piezas que obran ese raro milagro de reconciliarte con la vida. Es por eso que Hilary y Jackie, de cuya existencia supe hace unos meses, era parada obligatoria en este periplo estival por las cinefilias menos transitadas. Y digo bien, obligatoria, y no deseada, porque ya en el mismo título de la película había algo que me desagradaba: Hilary y Jackie, como Banner y Flapy, como Pili y Mili, algo que sonaba a cursilón y tontaina, y que luego se vio lamentablemente cumplido ¿Qué nos importa la vida de su hermana Jackie, la flautista, si nosotros vamos detrás del genio, de la vida excepcional, de la artista irrepetible?  Si al menos se odiaran como Joan Crawford y Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane?, habríamos disfrutado de un melodrama tenso y malévolo, con ex-estrellas de la música en lugar de ex-niñas prodigio de Hollywood. Pero Hilary du Pré, además de personaje real en la película, es coguionista de este culebrón, y no iba a permitir que una buena historia estropeara su mermeládica participación. Con el ego hemos topado, amigo Sancho.




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I want you

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Es un impulso obsesivo el que me lleva a completar las filmografías de mis directores preferedios, aunque ya sepa, por dolorosa experiencia, que muchas de esas películas merecen de sobra su lugar en el desván. Supongo que por eso llaman, a lo mío, una cinefilia de caballo Si uno pudiera acallarla, regularla, someterla a la fría reflexión de los datos, quizá mi vida sería diferente, o el tiempo de ocio, al menos, más fructífero y relajado.

            Pero los mismos dioses que me regalaron el cine me regalaron la tara de la bulimia, y ante sus designios sólo cabe la resignación. Alabados sean por siempre, aunque me hagan perder el tiempo en películas como I want you, de mi idolatrado Michael Winterbottom, que en su -también- obsesiva compulsión de hacer una película cada año, va construyendo su filmografía con unas paladitas de cal y otras de arena.




            Que una película sea tan difícil de rastrear en Internet -y para I want you tuve que ponerme la gorra de Sherlock Holmes y comprarme la lupa más cara de la óptica- es síntoma de que o es una obra maestra maldita (en el 5% de los casos), o un lastre hundido por su propio peso en las profundidades del olvido. I want you es una versión oscura y carnal de Algo pasa con Mary, solo que aquí Mary se llama Helen y es la peluquera buenorra del pueblo, a la que todos los tíos, sean estos pinchadiscos, exconvictos o adolescentes tarados, quieren tirarse aplicando cada uno su táctica cinegética. Y es que Helen lleva en el rostro la belleza superlativa de Rachel Weisz, y una chica como ella, en un pueblo de mala muerte como éste, supone una incongruencia cósmica de tal calibre que sólo puede causar la confusión, el sinsentido, el pasmo intelectual del espectador que nunca atina ni con el género ni con la trama. Una historia así sólo puede abordarse en tono de comedia, porque tomada en serio, como se quiere la  tomar Winterbottom, lo que sale es una farsa inenarrable y aburrida.


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Gente de mala calidad

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Me gustaría encontrarme cara a cara con el fulano que en algún sitio de internet, o en alguna columna de la prensa, llegó a escribir que Gente de mala calidad era la gran comedia española de nuestros tiempos. Me gustaría gritarle cuatro cosas a la cara, a este juntaletras seguramente paniaguado por la productora. A este timador del tiempo libre, que es un bien tan preciado en el otoño de la edad. 

Son decenas, centenares, las grandes películas que uno todavía no ha visto, y que están ahí, en los canales de pago, en las estanterías de las tiendas, en las programaciones de madrugada, esperando su oportunidad. Son miles de horas que uno espera y atesora como agua de mayo en la sequía general de la vida. La vida es corta, terriblemente corta, y uno, que desgraciadamente no puede ganarse la vida yendo a festivales para ver todo lo que se produce, necesita que le orienten y que le recomienden. Uno, con los años, ha aprendido a distinguir los juicios serenos de las opiniones pagadas. Uno se sabe los tics, los tufillos, las afirmaciones que no cuadran. A veces, sin embargo, una información errónea elude todos los filtros, y se salta todas las aduanas. Y da lo mismo que tengas el olfato desarrollado de un perro policía. Siempre hay una tarde tonta, un momento de inatención, una prosa demoníaca que te embauca con artes sibilinas para luego dejarte en la mano un truño maloliente con dos moscas volando alrededor. Ocurre de Pascuas a Ramos, pero ocurre.

Y eso que yo, sólo con el título, me las prometía muy felices con Gente de mala calidad. Pocos habrá más irresistibles para un misántropo incorregible... Me ilusionaba ver una película que orbitase sobre el principio filosófico de que toda la gente, incluido quien esto suscribe, es, efectivamente, de mala calidad. Una cosa como de Billy Wilder, vamos, trasladada al siglo XXI de la España caída en desgracia. Diez minutos de metraje me bastaron para comprender que las intenciones no apuntaban tan alto, sino que se trataba, simplemente, de mostrar a gente haciendo el indio por la calle, ideando gamberradas, puteando al prójimo, sableando al amigo, sin un guión digno de tal nombre.





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El rey de la colina

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Meses después de haber visto Bubble y The Girlfriend Experience, completo este miniciclo errático por las rarezas de Steven Soderbergh con El rey de la colina. Había leído en algún sitio que las desventuras de este niño en la América deprimida de los años treinta componían la mejor película de Soderbergh. Supongo que quien esto escribió no había visto Sexo, mentiras y cintas de vídeo, o Traffic, o que simplemente, como tantas otras veces, sólo tenía ganas de darse pisto declarando genial una película que el populacho debía de desconocer. He vuelto a caer, una vez más, en la trampa de estos tipejos. No es mala película, El rey de la colina, que tiene un pase como fábula de superación personal, pero que no pasa de ser eso, un cuento con moraleja, un pasatiempo con mensaje, una historia que mi recuerdo difuminará, fraccionará y perderá en el plazo de unos meses.

Habría que establecer ahora, si esto fuese un diario serio, un paralelismo documentado y esclarecedor entre la Gran Depresión del 29 -tema de fondo de El rey de la colina- y la Super Depresión que ahora mismo se está llevando nuestros dineros. Pero esto, como ya habrán deducido los lectores más inteligentes, no es un diario serio. Sólo un manojo de ocurrencias soltadas al capricho de mis cortas entendederas.




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The corner

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The corner, la pretérita serie de David Simon, ahonda en aquello que The Wire tenía por menos interesante: el drama humano de los drogadictos. Uno siente pena, lástima, compasión, el abanico entero de sentimientos loables. Pero en The Wire ellos no eran el argumento principal. Ni nosotros, los espectadores, ávidos de corruptelas y cinismos, queríamos que lo fuesen. Nos interesaba mucho más el eterno juego de los policías y ladrones, de los políticos que no quieren o no pueden mover un dedo por sus ciudadanos. Uno ve desfilar en The corner a los yonquis desdentados, y no puede remediar que el bostezo o el desinterés asomen la patita de vez en cuando. Y eso que es -faltaría más, tratándose de David Simon- una serie cojonuda, concienzuda, verosímil, de actores en estado de gracia y líneas de guión de la más alta literatura callejera. Como en The Wire, vamos. Pero aquí ya no hay escuchas, ni griegos, ni politicastros, ni Stringer Bells, ni Marlos, ni McNulties…  Sólo la tragedia humana de quien cae devorado por la adicción. Sólo.

Ocurre además, en The corner, que muchos actores que luego en The Wire hicieron de policías, aquí hacen de yonquis, o de camellos, con el mismo telón de fondo de las esquinas y los barrios degradados. A los pocos meses de haber terminado con The Wire, uno se encuentra a los perseguidores haciendo de perseguidos; a los cacheadores haciendo de cacheados. Y el cerebro humano, que siempre es tan torpe, y tan remiso a los cambios, piensa que a estos tipos finalmente los echaron de la policía, con tanto recorte presupuestario y tanta puñalada trapera, y que ahora vagan por las calles comprando droga con sus pensiones raquíticas. En fin. No quiero pensar qué extrañas relaciones establecerá mi cerebro cuando dentro de unas semanas encare Treme, la que dicen nueva obra maestra de David Simon. 



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Jules y Jim

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Movido por el deber de las revisitaciones, cedo dos veces a la cabezadita del sueño mientras veo, o más bien trato de ver, Jules et Jim, el aclamadísimo clásico de Truffaut. El primer sueño interrumpe la película a los diez minutos, y cuando vuelvo en mí, el reloj del vídeo ya corre raudo por la media hora. Han sido, pues, veinte minutos de vuelo sin motor por los paisajes de mi interior, indiferente a las golferías trifásicas de estos dos tunantes enamorados. Reconcomido por la culpa rebobino lo perdido, pero unos minutos después vuelvo a caer fulminado por el aburrimiento, justo cuando Jean Moreau hace su primera aparición en la tostada, y el ménage à trois más citado en la historia del cine está cometiendo sus primeros y terribles pecados. Rebobino de nuevo la grabación, molesto por mi desidia, avergonzado por mi comportamiento. Pero ninguna actitud de niño aplicado podrá salvarme ya del tedio y la indiferencia. El resto de Jules et Jim lo voy troceando con pausas para el café, con visitas al cuarto de baño, con parones esporádicos para ver como va el partido de Nadal en Wimbledom... Llego al final de la película desfondado, arrastrándome por el metraje, como un maratoniano cojitranco que sólo quiere traspasar la línea de meta por orgullo.

Truffaut, una vez más, vuelve a dejarme indiferente. E incluso un pelín mosca. Cincuenta años de cine separan sus clásicos en blanco y negro de mi deficiente formación como espectador, y ese abismo ya no hay puente que lo salve. Jules et Jim, como tantos otros clásicos del santoral, es una película de obligada visión, porque es historia del cine, obra capital de una época donde sólo sugerir un ménage à trois encendía las plateas y resquebrajaba la sociedades. Pero no es, desde luego, una película de obligado disfrute. Que me aspen si he entendido algo de lo que Jules, Jim, Truffaut y esa locatis de Catherine querían enseñarme.

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Le quattro volte

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Uno, en auntos de literatura, identifica la poesía con el perifollo, con el lenguaje florido, con el exceso verbal. En cambio, en el cine, uno siempre ha pensado que la poesía está en el minimalismo, en la quietud del paisaje, en el rostro sostenido de un personaje que no habla. Es por eso que Le quattro volte, película italiana que acaban de pasar por los canales de pago, y que firma un primo de José Luis Guerín perdido en la Calabria, puede catalogarse de poesía pura. Pues no hay en ella diálogo alguno, ni armazón dramático de homínidos que se amen o se odien. Sólo paisajes rurales, postales de la naturaleza, metáforas de los ciclos vitales...

Los personajes de Le quattro volte son un pastor, una cabra, un árbol y un trozo de carbón que se suceden en protagonismo a medida que el alma que los abandona se reencarna en el ser inferior. Es una cosa extraña a medio camino entre el documental y la reflexión mística. No creo que este primo italiano de Guerín, el tal Michelangelo Frammartino, se haya hecho muy rico con el proyecto. A los espectadores que presumimos ante las mujeres de ser distintos y profundos, Le quattro volte nos ha dejado pensativos, sumidos en honduras existenciales. A los incautos que desconocían el asunto, y han caído aquí por pura casualidad, les habrá irritado la lentitud, la inconcreción, la ortodoxia nula del invento. Le quattro volte es cine marginal, arriesgado, muy recomendable para quienes quieran poner a prueba la pureza de su cinefilia. 




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