La vida mancha

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Con La vida mancha, cuarta película de esta retrospectiva titulada Qué ocurre en mi puta cabeza con el buen cine español que una vez vi e incomprensiblemente terminé por olvidar, pongo fin a este ciclo sobre Enrique Urbizu que ha ocupado los días más radiantes y jodidamente calurosos de la primavera.

De La vida mancha guardaba el recuerdo de que había dos hermanos, uno de ellos metido en un lío monetario del copón, y otro, el más chulo y peripuesto, el inevitable José Coronado del universo urbiziano, que venía a solucionar los asuntos monetarios y a enredar la madeja en los temas del amor. Nada más que eso. Lamentables, una vez más, mis escombros. Estos son los retales que me quedan de las películas que un día me hicieron la vida soportable. Así es como agradezco sus desvelos. Tan grave como no recordar el nombre de un amigo, o de una amante. La misma vergüenza, el mismo error imperdonable, la misma mala opinión de uno mismo.

La vida mancha es una buena película. Mucho más cuando José Coronado pasea en ella su cara de póker y no sabes muy bien por dónde te va a salir. Lo mismo esperas una peli de asesino psicópata que de cura obrero que viene a socorrer a la barriada. En cambio, cuando él no asoma por el escenario, la película se pone tontorrona y poética. Con esa poesía desubicada y sucia de los barrios proletarios. Ni siquiera Zay Nuba, que es una mujer de bandera, de aires orientales y sonrisa de mandarina, es capaz de sostener con su belleza los interregnos donde Coronado no está. Pero estos pecados no justifican la gran apostasía mía del olvido. Al contrario: la La vida mancha tiene virtudes incuestionables que afean aún más mi defecto. 

Como dice la inscripción que lleva el personaje de Coronado en su pitillera: “Cuarenta inviernos asedian tu cabeza” Una cita que supongo extraída de este poema desconsolado de William Shakespeare (gracias, de nuevo, internet, solución vergonzosa de mi incultura):



Cuando asedien tu faz cuarenta inviernos
y ahonden surcos en tu prado hermoso,
tu juventud, altiva vestidura,
será un andrajo que no mira nadie.


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El funeral

🌟🌟🌟

Veo, en la sobremesa sudorosa de finales de mayo, El funeral, película rescatada del túnel del tiempo gracias al dinero que me gasto en el satélite Astra. Recuerdo que los críticos, en su tiempo, decían que esta película de Abel Ferrara iba para obra maestra definitiva del género. Recuerdo que la vi hace la porra de años en un cine de León, en compañía de cuatro gatos silenciosos. Recuerdo que me gustó, y que comulgué con el entusiasmo gafapástico de la crítica. Que me sentí, una vez más, miembro iniciado de la secta. Pero luego llegó el tiempo, y el sosiego que analiza las películas con más frialdad, y El funeral se quedó en los puestos mediocres de las 50 mejores películas de gánsters de todos los tiempos.

No es mala película, El funeral. Sale Christopher Walken, y Benicio del Toro, y el malogrado Chris Penn, que son actores que ya nacieron con cara de mafiosos, y que se mueven en estos argumentos como peces en el agua putrefacta. Pero nada, después de Los Soprano, volverá a ser lo mismo en el género: ni la tragicomedia, ni los estallidos de cólera, ni los crímenes sorpresivos… El funeral, con sólo dieciséis añitos de vida, se nos ha quedado vieja. Pretende impresionarnos con su dureza, con su bestialidad, con sus diálogos sobre la conciencia y el correcto proceder de los sicarios.  Pero estos tíos, en comparación con la banda de Tony Soprano, no pasan de ser unas nenazas. Los seguidores del género nos hemos hecho mayores, y tenemos el alma recubierta de callo.

Rescato de El funeral este diálogo mantenido entre Vincent Gallo y su matón:
       - Necesitamos algo que nos distraiga, y sólo tenemos libros. Quizá la radio, y el cine, nos mantienen vivos. ¿Crees que la vida tiene mucho sentido sin las películas?
     - Yo creo que vas a ir al infierno, por hablar así.

      

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Mataharis

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Por la noche, en esta segunda película del ciclo que lleva por título Olvidos Imperdonables del Cine Español, rescato Mataharis, que llevaba meses pidiendo turno en la estantería. Y quedo, una vez más, prendado de la facilidad que tiene Icíar Bollaín para abordar historias tan complejas de un modo tan simple. Para lograr que sus actores y actrices siempre salgan impecables y creíbles; para que hablen como usted, o como yo, en el lenguaje de la calle, con acentos y expresiones que uno reconoce propios, o cercanos, y no esos envaramientos teatrales tan habituales en el cine patrio, donde los actores que interpretan a un carnicero de barrio y a su clienta marujona, pongamos por caso, declaman textos imposibles y engolan la voz de un modo ridículo.

Hoy es 24 de mayo. Consulto mis registros, que los tengo, aunque algo descuidados, y descubro, entristecido y preocupado, que sólo han pasado tres años desde la última vez que vi Mataharis En este suspiro de tiempo ya había olvidado una de sus historias principales, y de otra sólo conservaba el planteamiento inicial. ¿Cómo pueden sucederme estas cosas? ¿Dónde van a parar estos recortes de mi vida? ¿Qué oscuro proceso mental los lleva del aplauso a la papelera, de la emoción al olvido? ¿Qué dioses malévolos juegan así con mis recuerdos? ¿Cómo son capaces de robármelos antes mis propias narices? ¿Cómo pueden transportarlos a los sótanos de mi cabeza sin hacer un solo ruido? ¿Cómo transitan por mis carreteras interiores sin que ningún control los detenga, sin que ningún aduanero registre su paso? ¿Cómo lo hacen, estos habilidosísimos ladrones?



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El caso Farewell

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Huyo del canal TCM autor -donde José Luis Guerín se ríe de mi incapacidad para comprenderle- y encuentro, en el Canal +, donde la programación suele ser menos exquisita, una película adaptada a mis menguantes capacidades. Allí me topo con una de espías y topos a la francesa, El caso Farewell, donde se narra la true story  de un coronel soviético que allá por los años ochenta pasaba jugosísimas informaciones a los servicios de espionaje occidentales. El caso Farewell es un regreso feliz al esquema clásico del género. Sin ser una película de las de recomendar a voces, me ha quitado, al menos, el complejo de idiota que desde ayer llevaba colgado a la espalda como un monigote. No es que su trama sea la madre de todos los líos, precisamente, pero requiere, al menos, un mínimo de atención, y también, para entender las intrigas, una culturilla básica sobre la Guerra Fría, la Francia de Miterrand y los orígenes de la Perestroika. 

Nada del otro mundo, ciertamente, sólo un mínimo aprovechamiento de la EGB y de la historia que uno ha visto desarrollarse en televisiones y periódicos. Estoy seguro de que muchos que presumen de entender los procesos mentales de Guerín, con sus sombras, sus trenes y sus cortinas, andan muy perdidos en estos menesteres históricos de El caso Farewell. O ésa es, al menos, la creencia a la que debo aferrarme para levantar un poco el orgullo alicaído.

Lo peor de El caso Farewell es que uno de sus protagonistas, el franchute metido a espía amateur, es el últimamente omnipresente en mi vida Guillaume Canet, el marido en la vida real de Marion Cotillard. Cada vez que él sale en pantalla, yo pienso en Marion, con una mezcla de melancolía y de despecho, porque ella no está, y además le pertenece… 




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The Girlfriend Experience

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The Girlfriend Experience es la curiosa indagación de Steven Soderbergh en la vida cotidiana de una prostituta de lujo en Nueva York. Una prostituta que no vende sexo exactamente, o no sólo, sino una girlfriend experience completa, global, cuerpo y espíritu, la ilusión masculina de que esta mujer guapísima y sofisticada, previo pago de 10.000 pavos la noche, es tu novia solícita y enamorada. Un subidón de autoestima artificial que sólo pueden pagar, curiosamente, los que ya tienen la autoestima por las nubes. Es una gran contradicción, sí. El contrato incluye cine con palomitas, cena en restaurante chic, y confesiones muy íntimas en la almohada cuando llega el cigarrillo de después... Un servicio, ya digo, muy exclusivo, que sólo pueden permitirse los tiburones de las finanzas y los cachalotes de la política, estresados por el trabajo de tener que robar a tantos pringados.



            La chica que encarna a la girlfriend en cuestión es Sasha Grey, la actriz porno más famosa de nuestros pecados inconfesables. Sasha no es una mujer mayor, ni mucho menos, y conserva sus atractivos como si hubiera pactado su edad con el diablo. Pero se ve que necesita cambiar de aires profesionales: abandonar las camas, las piscinas, los asientos traseros de los coches, y hacer cine del que se desarrolla en otros ambientes más normalizados, con conversaciones que no se dirigen siempre hacia el mismo y húmedo tema. Sasha también se ha tomado la película como una personal experience, como un desafío novedoso a su carrera de actriz, y nosotros, por supuesto, sus fans más o menos entusiastas, aplaudimos y respaldamos sus inquietudes.


           De cualquier modo, el personaje más fascinante de la película es ese tipo que se presenta a sí mismo como Probador de Prostitutas de Lujo, un fulano que a modo de inspector de la guía Michelin pide permiso para catar el producto, y a cambio te regala una crítica laudatoria –o no- en su blog especializado. Es un hombre mayor, veterano, que con el cuento de su sacrosanta palabra ha vivido miles de experiences así por la cara. Un tipo muy listo, o un jeta de cuidado, o un viejo rijoso lamentable, lo que ustedes prefieran. 





            
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Bubble

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Por la noche, porque hoy había Copa de Europa, y el tiempo dedicado al cine se estrecha en la franja nocturna, veo Bubble, otro personalísimo divertimento de Soderbergh que apenas sobrepasa la hora y poco de metraje. Era la pieza exacta que necesitaba para completar el puzzle milimétrico del día. Aunque ya puestos, habría sido de agradecer que Bubble durase incluso menos, porque si en The girlfriend experience, la película de ayerhabía una intención clara de contar una historia original con un estilo resultón, aquí, en un pretendido ejercicio de estilo, nos adentramos en un thriller casposo y sin chicha, con personajes que desprenden un nivel de empatía cero en la escala Richter de las emociones.

            - Hemos encontrado a tu novia asesinada…
            - Pues vaya. ¿Qué pena, no? La quería tanto…

            Y cosas así, de diálogos de editorial Bruguera. Y si a los mismos personajes les importa un bledo el crimen, y su resolución, qué nos va a importar a nosotros, espectadores al otro lado del Atlántico, que sentimos porque los personajes sienten y nos quedamos chafados y aburridos si ellos dimiten de sus obligaciones, bostezando nuestra indolencia sobre los muelles ya quejosos del sofá.





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Blackthorn

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No hay nada más aburrido que un western típico, con su pueblo fotocopiado, su saloon y su whisky, sus putas y su cancán, sus duelos al sol y sus petulancias de macarras al atardecer. El sheriff guapísimo y el malo sin dientes. El bueno que no falla un disparo y el malo que jamás acierta ninguno. El médico borracho y el leguleyo con gafas. Los de la partida de póker y los cuatreros sin afeitar. Los héores que reciben balazos en el hombro y los indios que caen muertos a tres por disparo. Los colonos piadosos en su carromato y los lunáticos vestidos con pieles de oso en las montañas. El Séptimo de Caballería -¿no había otro, el Sexto, o el Segundo?- que siempre llega a tiempo y siempre comparece impoluto. Las bandas de mexicanos que nunca llegan a tiempo y jamás encuentran el momento de lavarse.

            Me pasé la infancia viendo la misma película en la tele, una y otra vez. Y se me ha quedado un trauma. Es ver a un cowboy llegar al pueblo y cambio de canal como reacción instintiva. El western ha producido obras maestras incontestables, algunas de las cuales ocupan un lugar preemimente en mis estanterías: El hombre que mató a Liberty Valance, Sólo ante el peligro, Río Rojo, Sin Perdón, Centauros del desierto, Grupo Salvaje, Jeremiah Johnson... Pero son una de cada diez, o de cada cien. Perlas valiosísimas  desperdigadas en la inmensidad del océano. 

          Aunque los paisajes bolivianos que acogen las andanzas del viejo Butch Cassidy sean bellísimos, Blackthorn, me temo, es una nueva reiteración del asunto. El Oeste era como era, eso lo comprendo, y tampoco van a poner en él ordenadores o legiones romanas para darme a mí el gustazo de lo original. O alienígenas, como en la última parodia del género. Pero el Oeste, eso seguro, ya da muy poco de sí. Es un filón próximo al agotamiento. ¿Para qué, pues, estas revisitaciones, estos remakes, estos homenajes, estos "westerns crepusculares" que ya sólo son el eufemismo de lo visto mil veces? Qué ganas me están dando, jo, de poner al otro Butch Cassidy, mucho más joven, en "Dos hombres y un destino", antes de la balacera.





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Smoking Room

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Completo este miniciclo patrio sobre los ejecutivos con Smoking Room, película donde Eduard Fernández sienta magisterio sobre cómo es un español dando el coñazo a todas las putas horas, dale que dale, más allá de que tenga razón o no en su cruzada para que le habiliten una habitación donde poder fumar: la smoking room que no se le cae de la boca. Soberbia, la película; acojonante, Fernández; certerísimo, el revival de aquel Don Erre que erre que reclamaba al banco sus 257 pesetas, contantes y sonantes.

Me encuentro en Smoking Room, por tercera vez en tres días, con Juan Diego. Ha sido una sorpresa. No recordaba que saliera aquí, haciendo -cómo no- de directivo insidioso y malévolo. ¿Ha sido la casualidad? ¿O ha sido el inconsciente quien me ha llevado hasta él mientras yo pensaba que era el tema de los ejecutivos quien me servía de hilo conductor? ¿Qué diría Freud de todo esto? ¿Soy yo quien decido la película de la noche en  pleno uso de mis facultades mentales? ¿O es mi otro yo, el escondido entre las sombras, el que nunca da la cara, quien maneja los mecanismos ocultos de mi pretendida voluntad? ¿Quién ha ido construyendo, en realidad, compra a compra, grabación a grabación, esta filmoteca que tanto me alegra la vida y tanto me agobia al mismo tiempo? ¿Yo, que apenas sería la punta del iceberg de lo que sucede en mi cabeza? ¿O el otro, el subterráneo, el subacuático, el que dirige y gobierna la mayor parte de mis procesos?

También me reencuentro en Smoking Room, por primera vez en mucho tiempo, con ese fulano que siempre que lo veo me saca un aplauso, pero que tan poco se prodiga en las películas y en las series que a mí me gustan: Antonio Dechent. Ese monólogo que se marca aquí, en la azotea del edificio, contándole a Eduard Fernández sus desventuras laborales y matrimoniales mientras se fuman un pitillo, es de lo mejor que uno ha visto en años del cine español. “Lo que pasa es que… la escopeta la tengo en casa, y no puedo entrar… Anda, hombre, y que se vayan a tomar por el culo, joder…” 



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