The Girlfriend Experience

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The Girlfriend Experience es la curiosa indagación de Steven Soderbergh en la vida cotidiana de una prostituta de lujo en Nueva York. Una prostituta que no vende sexo exactamente, o no sólo, sino una girlfriend experience completa, global, cuerpo y espíritu, la ilusión masculina de que esta mujer guapísima y sofisticada, previo pago de 10.000 pavos la noche, es tu novia solícita y enamorada. Un subidón de autoestima artificial que sólo pueden pagar, curiosamente, los que ya tienen la autoestima por las nubes. Es una gran contradicción, sí. El contrato incluye cine con palomitas, cena en restaurante chic, y confesiones muy íntimas en la almohada cuando llega el cigarrillo de después... Un servicio, ya digo, muy exclusivo, que sólo pueden permitirse los tiburones de las finanzas y los cachalotes de la política, estresados por el trabajo de tener que robar a tantos pringados.



            La chica que encarna a la girlfriend en cuestión es Sasha Grey, la actriz porno más famosa de nuestros pecados inconfesables. Sasha no es una mujer mayor, ni mucho menos, y conserva sus atractivos como si hubiera pactado su edad con el diablo. Pero se ve que necesita cambiar de aires profesionales: abandonar las camas, las piscinas, los asientos traseros de los coches, y hacer cine del que se desarrolla en otros ambientes más normalizados, con conversaciones que no se dirigen siempre hacia el mismo y húmedo tema. Sasha también se ha tomado la película como una personal experience, como un desafío novedoso a su carrera de actriz, y nosotros, por supuesto, sus fans más o menos entusiastas, aplaudimos y respaldamos sus inquietudes.


           De cualquier modo, el personaje más fascinante de la película es ese tipo que se presenta a sí mismo como Probador de Prostitutas de Lujo, un fulano que a modo de inspector de la guía Michelin pide permiso para catar el producto, y a cambio te regala una crítica laudatoria –o no- en su blog especializado. Es un hombre mayor, veterano, que con el cuento de su sacrosanta palabra ha vivido miles de experiences así por la cara. Un tipo muy listo, o un jeta de cuidado, o un viejo rijoso lamentable, lo que ustedes prefieran. 





            
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Bubble

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Por la noche, porque hoy había Copa de Europa, y el tiempo dedicado al cine se estrecha en la franja nocturna, veo Bubble, otro personalísimo divertimento de Soderbergh que apenas sobrepasa la hora y poco de metraje. Era la pieza exacta que necesitaba para completar el puzzle milimétrico del día. Aunque ya puestos, habría sido de agradecer que Bubble durase incluso menos, porque si en The girlfriend experience, la película de ayerhabía una intención clara de contar una historia original con un estilo resultón, aquí, en un pretendido ejercicio de estilo, nos adentramos en un thriller casposo y sin chicha, con personajes que desprenden un nivel de empatía cero en la escala Richter de las emociones.

            - Hemos encontrado a tu novia asesinada…
            - Pues vaya. ¿Qué pena, no? La quería tanto…

            Y cosas así, de diálogos de editorial Bruguera. Y si a los mismos personajes les importa un bledo el crimen, y su resolución, qué nos va a importar a nosotros, espectadores al otro lado del Atlántico, que sentimos porque los personajes sienten y nos quedamos chafados y aburridos si ellos dimiten de sus obligaciones, bostezando nuestra indolencia sobre los muelles ya quejosos del sofá.





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Blackthorn

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No hay nada más aburrido que un western típico, con su pueblo fotocopiado, su saloon y su whisky, sus putas y su cancán, sus duelos al sol y sus petulancias de macarras al atardecer. El sheriff guapísimo y el malo sin dientes. El bueno que no falla un disparo y el malo que jamás acierta ninguno. El médico borracho y el leguleyo con gafas. Los de la partida de póker y los cuatreros sin afeitar. Los héores que reciben balazos en el hombro y los indios que caen muertos a tres por disparo. Los colonos piadosos en su carromato y los lunáticos vestidos con pieles de oso en las montañas. El Séptimo de Caballería -¿no había otro, el Sexto, o el Segundo?- que siempre llega a tiempo y siempre comparece impoluto. Las bandas de mexicanos que nunca llegan a tiempo y jamás encuentran el momento de lavarse.

            Me pasé la infancia viendo la misma película en la tele, una y otra vez. Y se me ha quedado un trauma. Es ver a un cowboy llegar al pueblo y cambio de canal como reacción instintiva. El western ha producido obras maestras incontestables, algunas de las cuales ocupan un lugar preemimente en mis estanterías: El hombre que mató a Liberty Valance, Sólo ante el peligro, Río Rojo, Sin Perdón, Centauros del desierto, Grupo Salvaje, Jeremiah Johnson... Pero son una de cada diez, o de cada cien. Perlas valiosísimas  desperdigadas en la inmensidad del océano. 

          Aunque los paisajes bolivianos que acogen las andanzas del viejo Butch Cassidy sean bellísimos, Blackthorn, me temo, es una nueva reiteración del asunto. El Oeste era como era, eso lo comprendo, y tampoco van a poner en él ordenadores o legiones romanas para darme a mí el gustazo de lo original. O alienígenas, como en la última parodia del género. Pero el Oeste, eso seguro, ya da muy poco de sí. Es un filón próximo al agotamiento. ¿Para qué, pues, estas revisitaciones, estos remakes, estos homenajes, estos "westerns crepusculares" que ya sólo son el eufemismo de lo visto mil veces? Qué ganas me están dando, jo, de poner al otro Butch Cassidy, mucho más joven, en "Dos hombres y un destino", antes de la balacera.





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Smoking Room

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Completo este miniciclo patrio sobre los ejecutivos con Smoking Room, película donde Eduard Fernández sienta magisterio sobre cómo es un español dando el coñazo a todas las putas horas, dale que dale, más allá de que tenga razón o no en su cruzada para que le habiliten una habitación donde poder fumar: la smoking room que no se le cae de la boca. Soberbia, la película; acojonante, Fernández; certerísimo, el revival de aquel Don Erre que erre que reclamaba al banco sus 257 pesetas, contantes y sonantes.

Me encuentro en Smoking Room, por tercera vez en tres días, con Juan Diego. Ha sido una sorpresa. No recordaba que saliera aquí, haciendo -cómo no- de directivo insidioso y malévolo. ¿Ha sido la casualidad? ¿O ha sido el inconsciente quien me ha llevado hasta él mientras yo pensaba que era el tema de los ejecutivos quien me servía de hilo conductor? ¿Qué diría Freud de todo esto? ¿Soy yo quien decido la película de la noche en  pleno uso de mis facultades mentales? ¿O es mi otro yo, el escondido entre las sombras, el que nunca da la cara, quien maneja los mecanismos ocultos de mi pretendida voluntad? ¿Quién ha ido construyendo, en realidad, compra a compra, grabación a grabación, esta filmoteca que tanto me alegra la vida y tanto me agobia al mismo tiempo? ¿Yo, que apenas sería la punta del iceberg de lo que sucede en mi cabeza? ¿O el otro, el subterráneo, el subacuático, el que dirige y gobierna la mayor parte de mis procesos?

También me reencuentro en Smoking Room, por primera vez en mucho tiempo, con ese fulano que siempre que lo veo me saca un aplauso, pero que tan poco se prodiga en las películas y en las series que a mí me gustan: Antonio Dechent. Ese monólogo que se marca aquí, en la azotea del edificio, contándole a Eduard Fernández sus desventuras laborales y matrimoniales mientras se fuman un pitillo, es de lo mejor que uno ha visto en años del cine español. “Lo que pasa es que… la escopeta la tengo en casa, y no puedo entrar… Anda, hombre, y que se vayan a tomar por el culo, joder…” 



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Casual Day

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Veo, en la sobremesa, llevado por el hilo conductor de Juan Diego, otra comedia vitriólica que lleva por título Casual Day. Viene a ser una versión hispánica de las películas americanas de ejecutivos, con sus puñaladas traperas, sus ambiciones materialistas, su enriquecida y miserable vida de acumuladores de capital, sólo que aquí se ponen ciegos a chuletones y a vinazo de la tierra, no a caviar ni a champán francés. Tampoco aquí las putas son como las de Manhattan, rubísimas y de lujo, sino bielorrusas de segunda categoría que malviven en el puticlub del pueblo. Juan Diego hace de jefe de toda esta camarilla. De puto jefe, más bien, carcamal de colmillo retorcido que hace y deshace a su antojo dentro de la empresa. Es un hijo de puta memorable. Y su segundo de a bordo, Luis Tosar, tampoco le va a la zaga. Llegas a dudar de que estos dos señores, Juan Diego y Tosar, no sean así en la vida real. Lo bordan, lo clavan. Todos conocemos a un hijo de puta que nos supera en jerarquía: a nuestro profesor, a nuestro jefe, a nuestro entrenador, y son así, como los recrean estos dos actorazos, aterradoramente exactos: la sonrisa, falsa; la educación, exquisita; el discurso, petulante; los escrúpulos, ausentes; las intenciones, maléficas; las motivaciones, espurias; los remordimientos, nulos; las arengas, ridículas.

            Me ha vuelto a gustar mucho, Casual Day. Más que la primera vez. Hay películas que, como el buen vino, maceran en el recuerdo y van cogiendo cuerpo y trascendencia. Se quedan ahí, en la cabeza, durante meses, o durante años, dando vueltas por el inconsciente, depositando su semilla de sabiduría. Y luego, cuando las vuelves a ver, no sólo recuerdas tal escena, o tal diálogo, o lo guapa que era tal actriz, sino que reconoces la película como propia, como si te hablara en tu mismo lenguaje. Porque ya es, realmente, parte de ti, de tu aprendizaje, de tu discurso neuronal. De tu modo de pensar, y de vivir.






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Un héroe muy discreto

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Veo, por la noche, después de una agotadora jornada de fútbol en el sofá, Un héroe muy discreto, película del aclamadísimo -al menos en este diario- director francés Jacques Audiard. 

La pelicula cuenta la historia de Albert Dehousse, un jeta de mucho cuidado que al terminar la II Guerra Mundial, sin haber combatido en el ejército francés ni haber colaborado en la Resistencia, se inventa un pasado heroico que todo el mundo, incluida la jerarquía militar y las chicas más guapas del lugar, se tragan sin dudar. El caradura en cuestión es Mathieu Kassovitz, el chico tontaina del que se enamoraba perdidamente Amélie Poulain, y del que se enamoran, también, por lo que yo entresaco de mi experiencia, la mayoría de las mujeres reales. No sé lo que le ven, la verdad, a este tipo, pero su rollo funciona: un rostro trivial, indefinido, de buen chico y poco más. El rival más inesperado en la jungla sexual de una discoteca. La estampa perfecta, eso sí, para clavar este personaje de aparencia idiota con maquinaciones propias de un listo. 

Es una buena película, Un héroe muy discreto, pero no está a la altura de los anteriores trabajos de Audiard. O más bien debería decir de los posteriores, pues yo estoy siguiendo su filmografía al revés, de lo más reciente a lo más antiguo. Audiard es de esos directores que evolucionan a mejor en cada película, que pulen defectos, que encuentran un estilo, que se afianzan en el oficio. Y claro, quien los sigue al revés, como yo, se va desencantando poco a poco... Es el castigo que merezco por no estar atento a estas filmografías cuando surgen. Vivo para el cine, pero no me entero del cine. Picoteo, pruebo, rectifico. Todo lo hago sin plan, sin método, sin estructura. Avanzo a trompicones por la selva de las películas decentes. Este diario es el reflejo fehaciente de mi anarquía mental. Y ya soy muy mayor para cambiar.




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Pequeñas mentiras sin importancia

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Cumplida la pena de cuarenta años y un día, me encuentro en los canales de pago con una película francesa que, curiosamente, trata los problemas emocionales de una pandilla de amigos que comparten celda conmigo en esta mohosa prisión de la edad.

Como no creo en las casualidades, ni en los designios de los dioses, supongo que ha sido mi inconsciente el responsable de encontrarla entre el maremágnum de la programación digital. Se trata de Pequeñas mentiras sin importancia, película a la que me conduce su director, Guillaume Canet, del que hace poco disfruté No se lo digas a nadie, thriller de planteamiento original y giro final inesperadísimo. Y a la que me conduce también, por supuesto, por encima de cualquier otra consideración, su señora esposa, Marion Cotillard, la parisina ideal de la que todos nos enamoramos en Largo domingo de noviazgo y desde entonces que no hemos parado.

Los primeros minutos de Pequeñas mentiras sin importancia consiguen atraer mi atención, y me las prometo muy felices para las dos horas y media que restan por delante. Pero poco a poco voy cayendo en la decepción. No absoluta, no irascible, no endemoniada -porque la película no está mal del todo, y Marion, sin adornos y sin maquillajes, con ropas ordinarias y rasgos despejados, está más bella que nunca, y además sale mucho rato. Pero me importan muy poco las aventuras de estos cuarentañeros. No forman parte de mi contexto, de mi experiencia vital. Son demasiado guapos, demasiado burgueses, demasiado felices... Su máxima preocupación en la vida es decidir con quién van a acostarse llegada la noche, allá en el lujoso bungalow que todos comparten a orillas del mar, en unas vacaciones soleadas e idílicas que seguramente sufraga el fraude fiscal. 

De esto va, mayormente, Pequeñas mentiras sin importancia: de pequeños rolletes sin importancia. De contarnos, al común de los mortales, cómo se las gastan estos guaperas y estas macizorras cuándo se les pone un objetivo sexual entre ceja y ceja.



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La cinta blanca

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Termino el miniciclo dedicado a Michael Haneke con La cinta blanca. La película es, a falta de un adjetivo mejor, y menos manido, perturbadora. Como en Caché, Haneke nos vuelve a enredar con un mcguffin detectivesco que en realidad poco importa. Su único interés es que permanezcamos atentos a la degradación moral de ese pueblo alemán en vísperas de la I Guerra Mundial. ¿Que quién cometía las atrocidades? Qué mas da... Lo atroz era el pueblo en sí, con su estructura feudal, su doble moral, su disciplina represiva.

La cinta blanca contiene las escenas más brutales que uno ha visto en mucho tiempo, sin sangre, y sin chirridos: sólo personas que hablan, que amenazan, que sostienen la mirada con lágrimas en los ojos, planeando la venganza. Personajes llenos de odio, de agravios, que se reúnen hipócritamente en la fiesta del fin de la cosecha, o en la iglesia, los domingos y fiestas de guardar. Una sociedad entera resumida en un pueblo; la humanidad entera, resumida en un puñado de personajes. Haneke es el gran nihilista del cine actual. Al final, en todas sus películas, el ser humano queda como un animal muy poco recomendable, insolidario y cruel, egoísta y dañino. Prescindible y vacío.

La cinta blanca ha sido la última película de mis treinta y tantos años. Hoy cumplo 39 años y 364 días. Ha estado bien terminar este período con una obra maestra. Es el bonito colofón a una década no tan bonita para el amor y los sueños. Hace dos lustros yo no escribía este diario, así que no puedo saber con qué película cerré aquella década, tampoco gloriosa, ni torrencial, ni aventurera, ni sexualmente triunfante, pero sí, al menos, más feliz que esta última, como supongo que es la norma general.


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