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Matrimonio compulsivo

🌟🌟

En Matrimonio compulsivo los hermanos Farrelly se nos han vuelto blanditos y muy ñoños. Debe de ser el otoño de la edad, o la responsabilidad de las canas. Los personajes de la pelicula siguen mostrando las tetas, sacándose los mocos, comentando las idiosincrasias cansinas de sus aparatos reproductores. Después de cada tregua, los Farrelly disparan la artillería escatológica que triunfa entre los adolescentes y los adultos desnortados. Pero en Matrimonio compulsivo, para nuestro estupor, para nuestro enfado, el fondo del asunto se ha vuelto romántico y trascendente. Tontaina, diría yo. Esto ya no es cine para neuronas descarriadas, ni para cuarentones inmaduros, sino para adultos con muy mal gusto.


     A los cerdícolas del ancho mundo, las películas de los Farrelly nos gustaban no sólo por los chistes guarros, sino porque además, por debajo de las chorradas, del semen utilizado como fijador, o del consolador esgrimido como porra, comulgábamos con la filosofía que animaba los guiones: que la gente es estúpida, y el amor una ridiculez. Sus personajes buscaban el amor como quien busca rascarse un grano, o desfogar un grito. Un imperativo orgánico que sólo el arte -la literatura, el cine, la música de los bardos- ha convertido en un asunto cuasi espiritual, cuasi divino, como si fuera el alma inexistente, y no el cromosoma cotidiano, quien se afanara en el asunto. Nos descojonábamos con los Farrelly porque nos reconocíamos en las cuitas de sus hombres obcecados. Cuando uno está enamorado se cree investido de un aura, de una espiritualidad, porque las drogas del cerebro trabajan a destajo para mantener el hechizo. Las películas de los Farrelly, cuando topábamos con ellas, servían para devolvernos a la biología mundana, a la realidad cruda del primate deseoso. Por supuesto que hay que emparejarse, y follar, y cuidar mucho de nuestra pareja, venían a decir los Farrelly, pero vamos a discutirlo en el barro, en la acera, en la visión desnuda ante el espejo. No en una comedia romántica como esta tontería de Matrimonio compulsivo, donde el amor -y quién no se enamoraría de Michelle Monaghan- vuelve a ser un algo etéreo, inaprensible, quizá metafísico como un cuento de hadas. 




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Yo, yo mismo e Irene

Los fieles lectores ya saben que dentro de mí vive un antropoide llamado Max, un eslabón perdido que mira mis películas pendiente de una teta, de un vello púbico, de un apareamiento lúbrico entre hombre y mujer. O entre mujer y mujer, si hay un poco de suerte. Como yo nunca veo los documentales de La 2, donde los simios fornican haciendo equilibrios sobre las ramas, Max, el pobre, que vive solitario en mis entrañas, se consuela con las sexualidades menos peludas y más sofisticadas de los seres humanos.
            Siempre que enciendo el televisor para ver una película, Max deja de columpiarse en el neumático y se asoma a mis ojos, a ver en qué trajines nocturnos me voy enredando. Cuando hay chicha y mondongo, él sonríe con sus dientes de macaco y le noto feliz y risueño. Cuando hay drama humano o filosofía existencial, Max lanza dos o tres bostezos de aliento fétido y regresa a sus aposentos, a jugar con las lianas y las cajas de plátanos. Le siento trastear sin ganas, apático, como atrapado en la jaula de un zoológico. Me da mucha pena el pobre animal, pero yo tengo un neocórtex que a veces necesita alimentos complejos para nutrirse. 



            Es por eso que a veces, cuando le noto al borde de la depresión, le concedo la oportunidad de elegir la película del día. Es su dedo simiesco el que recorre los lomos de los DVDs, o las entrañas de los discos duros, buscando un argumento simplón y divertido. Últimamente, no sé por qué, a Max le ha dado por las películas de los hermanos Farrelly, que tienen mucho chiste grueso y mucho cachondeo sexual, aunque a la hora de la verdad nunca se vea ninguna teta, ningún escorzo desnudo de artes amatorias. Y yo, que también tengo alguna mezcla genética de Neanderthal, doy mi plácet a la proyección de estas películas tan chuscas y lamentables. Y tan descojonantes, sí.

          Yo, yo mismo e Irene es una de nuestras películas preferidas. Hay chistes de masturbaciones, de consoladores, de actos sexuales prohibidos en varios estados de la Unión. Jim Carrey es lo más parecido a un mono saltimbanqui de los que pululan por la selva, y su compañera de reparto, Renée Zellweger, hace mohines labiales como de macaca enfurruñada. Antes de que engordara para hacer de Bridget Jones y se olvidara luego de adelgazar, y mucho antes de que confiara su rostro a las artes pictóricas de Cecilia la del Ecce Homo, Renée era la mujer más guapa que Max y yo habíamos conocido en el mundo virtual. Su rostro de adolescente noruega nacida en Texas nos volvía muy loquitos a los dos. A otros usuarios de la belleza les parecía que Renée tenía cara de empanada, de queso gallego, de mofleturas grasientas y poco estimables. Pero a Max y a mí nos molaban mucho estos pequeños excesos de la naturaleza, porque somos primates atados al instinto, y sabemos que lo imperfecto suele ser lo más sano y natural. Y Renée, con su cara de lapona, y su rubio de anglosajona, rezumaba salud por cada peca de su piel, por cada destello azul de sus ojazos achinados. Qué pena que te fuiste, Lulú.


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Algo pasa con Mary

🌟🌟🌟🌟

En Algo pasa con Mary, cuatro hombres hechos y derechos pierden la chaveta por culpa de Cameron Díaz -cosa que entendemos perfectamente- y se comportan como imbéciles en celo fingiendo minusvalías, impostando bonhomías, denunciándose las vergüenzas para salir vencedores en la ordalía del amor. La película de los hermanos Farrelly seguramente es una mierda, una caca, pero yo me he partido el culo con ella. Me va la escatología, qué le vamos a hacer: el chiste grueso y guarrindongo. Los Farrelly son muchachotes con canas que nunca salieron del instituto, y siguen cultivando ese humor grasiento que hace furor en las aulas y en los recreos. Y uno, que con los años sólo ha ido acumulando eso, años, se sigue riendo como un adolescente de estas gracias tan simplonas, y cerderiles. Es lamentable, sí, pero esto es lo que hay.

Algo pasa con Mary sólo es una comedia en apariencia. Aunque los pretendientes de Cameron Díaz se pasen toda la película haciendo el ganso, hay algo muy trágico, muy serio, en sus afanes reproductivos que nunca llegan a buen puerto (y el puerto no puede ser más bonito, ni más seductor).  Las payasadas que hacemos a este lado de la pantalla cuando nos cruzamos con una mujer no son muy distintas de las que perpetran estos chiquilicuatres. Y da lo mismo que seamos machos beta con escasas probabilidades de éxito: los engranajes del instinto se ponen en marcha de un modo automático, programados en el software insoslayable del ADN, y al paso de la señorita, casi sin darnos cuenta, ya estamos enredados en el pavoneo verbal, en la exageración de méritos, en la inflación del currículo escuchimizado. Quizá no fingimos ser paralíticos para dar pena, como en la película, o no inventamos un historial de acciones humanitarias en el África negra, pero a nuestro modo provinciano también nos volvemos gilipollas y mentirosos. Se habla mucho de la maldición del trabajo, en la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, pero muy poco del cortejo sexual y sus fatigosas y denigrantes exigencias, que son una maldición bíblica todavía mayor. 





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