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Pobres criaturas

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Dramatis personae:

Godwin Baster. Es el doctor Frankenstein de la trama. Pero él no quiere igualarse a Dios otorgando la vida. Él es ateo y pasa de esos rollos. Godwin ha creado a Bella Baxter para que le sirva de muñeca sexual, aunque luego no pueda tirársela porque además de ateo es impotente. Es un empeño muy raro. 

Bella Baxter. Es un monstruo en el sentido corpóreo de la palabra. Pero también en el sentido moral. ¿Es esto lo que las feministas -que están encantadas con la película y ya se ponen la foto de Bella por los perfiles- llaman una mujer empoderada? ¿Una IA andante incapaz de empatizar con los demás? ¿No se parece mucho a esos mismos hombres que salen criticados en la película porque solo piensan en follársela? No sé, serán cosas mías. 

Bella no engaña a nadie y hace lo que sale del coño con su coño. y eso está muy bien. Hay que ser muy troglodita para no entenderlo en el año 2024. A veces no sé a quién se dirigen estas reivindicaciones. Esos tipos a los que señala el dedo acusador están siempre en otro lado: en los bares, en los toros, en las carreras de coches... No ven películas, o solo las del Oeste, en 13 TV.

(Por cierto: yo tuve una novia muy parecida a Bella Baxter, también amoral y con furor uterino, aunque ella era más lista que el hambre que pasó).  

Duncan Wedderburn. Es el fucker de toda la vida. Sonrisa profidén, gestos galantes y una polla diamantina. Y mucha colonia varonil. El típico cabrón que te va a dejar por otra sin pensárselo dos veces. ¿Por qué?: pues porque es un fucker, nena. Son como tiburones sexuales: si se paran se ahogan. ¿De verdad que no lo veías venir? 

(También tuve otra novia que se enamora siempre de estos tipejos. No termina de aprender. O le va la marcha o carece de método científico. Conmigo se confundió, pero le puso remedio muy pronto).

Max McCandles. Es el típico panoli enamorado. Aguanta lo que le echen. “¿Qué te has metido a puta, cariño? No te preocupes: yo te apoyo”. Me recuerda mucho a mí. Es que además una vez me pasó algo parecido. Las feministas nos quieren así, como McCandles, pero luego te escupen no haberte comportado como un hombre. No hay dios que lo entienda. 



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El aviador

🌟🌟🌟🌟

La locura no se cura con dinero. Todo lo demás sí, incluso un cáncer, si tienes suerte, y te atienden muy rápido, y te atienden los mejores. Pero una chaladura del coco no. Eso es como la carcoma que va devorándote las neuronas. Hablo, por supuesto, de las locuras congénitas, de las que vienen enraizadas en el genoma, no de las que provocan el estrés y la necesidad, que solo necesitan dinero para sanarse. De eso va, y no de otra cosa, la lucha de clases.

A Howard Hugues, el aviador millonario -o el millonario aviador- se le caía el dinero de las orejas y ya ves tú cómo terminó: con un TOC tan grande como el avión “Hércules” que él mismo desarrolló. Pasó de ser una celebrity que se quilaba lo más granado de Hollywood, el aviador con más visión comercial que surcaba los cielos del momento, a ser un esclavo de su trastorno que desapareció de la escena pública hasta que la muerte le libró de tanta contradicción entre el genio y el demente, entre el visionario y el dimisionario. A Howard Hugues seguramente le atendieron los mejores psiquiatras de Nueva York -puede que incluso el padre de la doctora Melfi de "Los Soprano"-, y al final las únicas diferencias que marcaron con nuestros psiquiatras fueron el coste de las sesiones y el tapizado exclusivo de los divanes. 

Viendo “El aviador” yo pensaba que si a cualquiera de nosotros, o de nosotras -de nosotres, sí, joder- le dedicaran un biopic los cineastas americanos (porque sí, porque se han vuelto locos y han decidido hacer hagiografías de gente común que cobra una miseria y hace colas en el supermercado), todos saldríamos tan retratados como Howard Hugues en sus manías. Yo, al menos -y me incluyo-, no conozco a nadie que viva sin un TOC digno de lástima que molesta mucho al personal y avergüenza mucho al portador. Cuando reconoce tenerlo, claro, como le pasaba a Howard Hugues, sumando más sufrimiento al desamparo. 

La locura, como la muerte, nos iguala a todos.






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El cazador de recompensas

🌟🌟🌟


No hace ni tres semanas que me despedí de la maravillosa señora Maisel con lágrimas en los ojos, y mira tú: gracias a Manitú acabo de reencontrarla en mitad de los desiertos que unen Estados Unidos con México, reencarnada en una mujer de armas tomar -literalmente- en la época del Far West. 

Manitú y sus acólitos recogieron mis lágrimas para transustanciarlas en Rachel Brosnahan resucitada, lo que es sin duda un milagro más portentoso -y por supuesto más práctico- que aquel de convertir agua en vino en mitad del desierto palestino, donde el vino peleón solo te deja la lengua más raspada y sedienta.

Sucede, sin embargo, que a finales del siglo XIX ya casi no quedan indios en los territorios de Nuevo México colindantes con el México de toda la vida. El hombre blanco los ha diezmado -noventamado, sería un término más preciso- entre disparos y epidemias, así que ningún piel roja cabalga por los fotogramas de la película. Lo de Manitú y Rachel Brosnahan fue el último servicio del gran dios antes de retirarse a las praderas celestiales imposibles de colonizar. O ese piensa él, pobrecito... 

En este Nuevo México donde un siglo después venderán su droga de diseño Walter White y los Pollos Hermanos, ya solo quedan gringos de gatillo fácil y mexicanos aturdidos por el solazo de la tarde. El tópico de los tópicos... Ni western crepuscular ni frijoles en vinagre: “El cazador de recompensas” es una del Oeste como Dios manda (el mismo Dios de las bodas de Caná, quiero decir). Una peli que dentro de un par de años pasarán en bucle por las sobremesas de 13 TV, para solaz de los fachosos que se imaginan duelos al sol contra los comunistas. 

La última de Walter Hill va de pistoleros que sacan la pistola a una velocidad de vértigo cuando enfrentan al taimado truhán sin afeitar. Whisky y zarzaparrilla; Winchesters y Colts; fugitivos y bigotudos. “No nos gusta ver forasteros por aquí” y tal... Un bostezo de clichés. La película, de todos modos, es entretenida porque el reparto es descomunal, y porque sale la señora Maisel contando monólogos sobre su matrimonio desgraciado, aunque estos dan menos risa que los originales. 




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Desenfocado

🌟🌟🌟🌟


A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida -la sexual, digo- si en vez de pertenecer a la masa de los anónimos, de los nacidos a este lado del televisor, hubiera sido un hombre famoso y seductor: un actor, un futbolista, un presentador de chorradas en Tele 5. Un choni que hace petting en la penumbra bajo la atenta mirada del Gran Hermano. Un concursante al que expulsan el primer día del Nosequé y luego pasean por los platós de la cadena. 

Una gloria nacional, quiero decir. Un guapete del star system como Bob Crane en “Desenfocado”, que mientras trabajaba en la radio vivió un matrimonio ejemplar  de tres hijos, casa de ensueño y mujer que le adoraba; pero que en cuanto protagonizó una serie de televisión empezó a caer en cada tentación andante que le sonreía, lo mismo una rubia que una morena, una impechada que una pechugona.

Es fácil decir que uno cree en la monogamia -o al menos en la monogamia sucesiva- cuando nadie te pone a prueba de verdad. Cuando la vida transcurre sobre una aburrida carretera que no tiene áreas de descanso ni desvíos secundarios. El amor verdadero, para serlo, tiene que vencer esas tentaciones apartándolas con ambas manos, como un explorador que se abre paso por la selva. Si no hay esfuerzo no hay vanagloria. No hay nada de qué presumir -la fidelidad, la integridad, todo ese rollo- si el diablillo no te señala las tentaciones y tú haces como que no lo oyes, como que es un ser malvado e imaginario. Los héroes del amor, como los héroes de acción, tienen que superar varias pruebas para merecer la distinción.

Lo que le pasó a Bob Crane fue, simplemente, que subió un escalón en la pirámide social. Que se hizo reconocible y empezó a frecuentar los hoteles y la noche. Y subido a ese escalón pudo contemplar lo que antes el muro le ocultaba: un jardín de las delicias donde el diablo ya no da abasto con el tridente que señala y ofrece. Una perdición y una lujuria. Todo muy humano, demasiado humano, como dijo el bigotón.







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Aflicción

🌟🌟🌟

¿Somos hijos de la experiencia o de la herencia? El debate es eterno, de guerra de trincheras, y lo seguirá siendo hasta que la ciencia no publique una conclusión irrebatible. 

Llevamos más de un siglo haciendo experimentos con palomas y con seres humanos y los teóricos del asunto siguen sin ponerse de acuerdo. Yo, por mi parte, aunque me gano la vida aplicando las ciencias educativas, luego, en mi retiro espiritual, en las catacumbas de mi biblioteca, milito en el ejército de los que creen que somos pura herencia y puro gen. Máquinas predestinadas. Trenes que van por el carrilito de su vía, en busca de su destino.

En mi teoría -minoritaria, a contra corriente, puede que ni siquiera confesable- la educación sólo es un pátina, y la experiencia poco más que una llovizna. Nada de lo que pasa nos deconstruye por dentro. La sucesión de bases nitrogenadas que determina lo que somos no se descabala por las cosas de la vida. Únicamente una mutación aleatoria o una radiación ultravioleta pueden hacer que dejemos de ser quienes somos. Cambiarnos de verdad. Venimos al mundo hechos de carne, pero esculpidos en piedra.

La ira, por ejemplo... “Aflicción” es una película que habla sobre la heredabilidad de la ira. Schrader no se posiciona, pero abre el debate. Yo creo que está conmigo, pero claro: eso lo digo yo. En “Aflicción·, los hermanos Whitehouse fueron maltratados por el mismo padre borracho e iracundo, allá en las nieves de New Hampshire. Recibieron hostias como panes y castigos como esclavos. Uno de ellos se largó y terminó siendo un escritor de prestigio. Cuando aparece en la trama le rodea un halo de mansedumbre. Es como si nada le hubiera calado. O quizá solo disimula.

Su hermano, en cambio, más corto de alcance, y también más corto de entendederas, heredó la tendencia a la chifladura momentánea, a la ida de olla ocasional. No parece un mal tipo, el bueno de Walter, pero en fin: que se le va la mano. A veces se entrega a la dipsomanía. A veces no mide. Es como una fotocopia desleída de su padre. ¿Tuvo mala suerte en la lotería de los genes? ¿Una vida distinta pudo haberle rescatado? Debates y debates...





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Posibilidad de escape

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En las películas de Paul Schrader nunca existe la posibilidad de escapar. Escapar de uno mismo y del destino, se sobreentiende. El nombre de Schrader, en los títulos de crédito, funciona como un spoiler que anuncia grandes penalidades. No es que adivines el final en un alarde de clarividencia, pero ya sabes que todo va a terminar como el Rosario de la Aurora. No hay personaje suyo que se salve; o yo, al menos, no lo conozco. Todas sus criaturas nadan como salmones para remontar las circunstancias pero mueren justo al llegar a la orilla, maldiciendo su suerte o su propio carácter. Cagándose en las circunstancias o en las gentes que no le ayudaron. Tanta pasión para nada, como decía Julio Llamazares.

Las películas de Paul Schrader, aunque hablan de tipos pintorescos que se ven muy poco por la Meseta, a no ser que hagan el Camino de Santiago o vengan a predicar la fe de los mormones, son... como la vida misma. En el cine a veces triunfan los sueños de colorines y los giros de la fortuna. Pero a este lado de las pantallas nadie escapa a su propia profecía. Todo está en las Escrituras, como dijo el último profeta, y en la primera aparición de Willem Dafoe ya sabes que este tipo -aunque camine muy ufano por las aceras de Nueva York con su traje carísimo y su bufandita de pijoleto- está condenado de antemano, atrapado en su destino insoslayable. El tipo vende droga a clientes exclusivos, de barrio bueno, o de hotel carísimo, y solo por encima de la planta 37 de los edificios. Menos de eso, para el señor Dafoe y su socia Susan Sarandon, ya es clientela menor, purria de Nueva York, adictos al crack y otras mierdas menores que ellos ni siquiera tocan.

Dafoe se lo monta dabuten. Gana pasta, frecuenta garitos de moda y no parece faltarle la compañía femenina. Pero su pasado, como el pasado de todos nosotros, le persigue. El pasado nunca se queda atrás del todo: se queda ahí, haciendo la goma, como un ciclista desfondado que sin embargo nunca desfallece. Por más que aceleres siempre escuchas su torpe jadear. Y al llegar el descenso vuelve a pegarse a tu rueda provocando un accidente de la hostia.





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El hombre del norte

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Pues sí, queridos amigos, y queridas amigas: ustedes están como yo. Por un lado está la película y por otro el misterio que la sobrevuela: comprender cómo estas bestias del Norte, que en el siglo IX eran poco más que primates con espada, pecadores irracionales de la tundra y de la taiga, llegaron, con el tiempo, a construir las civilizaciones más avanzadas que jamás ha conocido la humanidad. Ese milagro escandinavo que es la envidia cochina de todos los votantes socialistas del sur, que siempre introducimos la papeleta soñando con noches eternas y trenes que llegan a la hora.

Qué cambió, qué genes se modificaron, qué conquistas se produjeron, cuáles fueron los vientos benévolos de la historia, para que los descendientes de estos borrachos impenitentes, de esos carniceros profesionales, crearan un Edén próximo al Círculo Polar donde los  impuestos son altos pero las prestaciones cojonudas. Donde las calles han sido tomadas al asalto por las bicicletas y las flores. Donde ya se da la inexistencia práctica de hombres y mujeres a no ser para negociar los asuntos de la cama, porque ya nadie pregunta por ese detalle vital a la hora de pagar o de contratar.

Ay, los nórdicos... Confieso que yo vivía enamorado de ellos mucho antes de saber lo que era la socialdemocracia, porque antes de las ideas políticas estuvieron los cómics de “El capitán Trueno”, y allí -al principio en blanco y negro, pero luego ya a todo color- vivía la novia eterna del capitán, Ingrid de Thule, con su cabello rubísimo y su piel blanca como la leche de las cabras. Una mujer todo belleza y todo valentía, que amaba al capitán como todos querríamos ser amados alguna vez. Ingrid era la princesa de las nieves y la reina de las brumas. Y, al mismo tiempo, el calor que te protegía de todo escalofrío. Ay, Ingrid... De aquellos sueños infantiles vinieron luego estas fascinaciones, y estos apostolados de lo nórdico. Me ponen una de vikingos y ya me quedo turulato. Cuanto más sangre ponen a chorrear, yo más me adentro en el misterio.





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El contador de cartas

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Si supiera contar cartas como Dustin Hoffman en “Rain Man”, o como Oscar Isaac en “El contador de cartas”, yo no estaría aquí, en La Pedanía, escribiendo las cosas de la cinefilia. Estaría de rule por los grandes casinos del mundo, ganando dinero: el suficiente para que no me denunciaran los crupieres y vivir modestamente en una casa junto al mar, cuando llegara la temporada baja y me refugiara junto al amor. No escribiría nada. Si acaso, ya de viejecito, unas memorias que sirvieran de guía para neófitos y de nostalgia para veteranos.

Con mi escaso talento de juntaletras, escribiría el relato de las muchas cosas que viví: los pelotazos y los descalabros, los hotelazos y los hoteluchos. Aquella pelea en Nueva Orleans y aquella noche triunfal en Montevideo. Hablaría de las mujeres que se arrimaron por la pasta y de las que se arrimaron por el corazón. También de las que se arrimaron por ambas cosas a la vez. Pero hablaría, sobre todo, de esa mujer que me esperaría en los inviernos junto al acantilado, indiferente a la cantidad de billetes que trajera en los bolsillos.

Yo sería, como cantaba Joaquín Sabina, un comunista en Las Vegas. Cuando asomara la jeta el segurata, yo gritaría ¡Viva el Che! y saldría camino del aeropuerto montado en mi bicicleta. Sería la hostia, eso... Es, sin duda, una de mis vidas paralelas. La que ahora mismo lleva otro Álvaro Rodríguez en uno de los multiversos. Un yo clónico, con gafas y todo, pero decidido, viajero, con una memoria de elefante y una potra  de sospechoso.

Es por eso que no pude resistir la tentación de ver esta película. Además la dirige Paul Schrader, y eso significa, para bien o para mal, que no vas a quedarte indiferente. Con Schrader, la cosa siempre oscila entre un argumento retorcido y otro más retorcido todavía. Y “El contador de cartas”, aunque empieza como una película de casinos, sin más intríngulis que el juego y el engaño, termina siendo una cosa demencial: un ajuste de cuentas entre dos fulanos torturados. Físicamente, moralmente y diplomáticamente torturados, como diría Chiquito de la Calzada en su número humorístico del Caesars Palace.




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El callejón de las almas perdidas

🌟🌟🌟


“El callejón de las almas perdidas” es una metáfora muy válida para describir este valle de lágrimas que transitamos. Ea, pues, Señora, Abogada Nuestra, que rezábamos en el colegio... Pero hoy luce un sol primaveral al otro lado de la ventana, y así se quedará hasta que arrecie el viento sudsahariano que nos cocerá en nuestro propio jugo mientras caminamos.

Se me ocurren un par de directores que con semejante título podrían haber hecho un poema tristísimo y deprimente: el callejón rectilíneo, la mugre y la lluvia, la gente perdida que sale trastabillada o desenamorada de los locales...  Uno de esos directores, por cierto,  también es mexicano, González Iñárritu, que cuando se pone pesado es el cuate más plomizo al sur del Río Grande.  Pero Guillermo del Toro, su compatriota, no transita estos callejones misérrimos del espíritu. O los transita de otra manera. Del Toro siempre se las apaña para arrimar cualquier argumento a su sardina de lo bizarro, y le salen unas películas impecables en lo visual pero soporíferas en lo argumental. Nuestra credulidad tiene un límite, y nuestro sentido de la vergüenza ajena, a veces, también.

Lo que viene a contar “El callejón de las almas perdidas” es que el karma ya se hacía sentir en la América de la Gran Depresión mucho antes de que saltara del subcontinente indio a las modas del pensamiento. Según Del Toro, y según los karmistas, el que la hace la paga; y eso, estarán conmigo, es una completa ridiculez. Un argumento para niños. Disney + dirá lo que quiera, pero esta película sigue siendo cine familiar. Que se le vea el escote a Cate Blanchett o aparezca un cráneo machacado en el asfalto puede ser chocante, provocador, “adulto”, pero el argumento sigue siendo tan básico como las piruletas de nuestra infancia. El palito y el caramelo.

Hoy, por ejemplo, ha regresado el rey emérito a nuestro país. La vidorra y los yates. El karma...





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Arde Mississippi

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Ay, la maldita manía de hacer chistes con los títulos de las películas... Sobre todo si son películas como “Arde Mississippi”, tan poco proclives a la gracia y al chascarrillo. Es cierto que el humor es tragedia más tiempo -como decía el personaje de Alan Alda en otra película- pero cómo hacerlo aquí, sabiendo que todo sigue más o menos como estaba: la segregación racial -aunque ahora solapada-, y el asesinato impune, y la mentalidad medieval de los supremacistas. “Arde Mississippi” es una película de 1988, cuenta un hecho acontecido en 1964, y ahora que estamos en 2020, ya casi en 2021, los telediarios que vienen de América siguen contando más o menos las mismas cosas. Ha pasado el tiempo, sí, pero no ha transcurrido el tiempo humorístico que pedía el personaje de Alan Alda. Habría que hilar muy fino, ser todo un profesional de la comedia, y ni aun así.

    Ahora, por supuesto, con “Arde Mississippi”, no se me ocurriría hacer aquella gracia de “aquí lo único que arde es mi pispís”, que dijo un amigo mío al salir del cine, cogiéndose los cataplines en lo que ahora llamaríamos un manspreading en toda regla, arqueando las piernas y ocupando el espacio público como un vaquero del Far West que acabara de salir del saloon. Nos reímos mucho, sí, con la tontería testicular, porque éramos adolescentes algo gamberros que íbamos, eso, ardiendo, en el León provinciano donde a los dieciséis años sólo ligaban Maroto y el de la moto. Pero tampoco éramos gilipollas, que conste: sabíamos perfectamente lo que habíamos visto en “Arde Mississippi”. De hecho, habíamos ido a ver la película, que ya era algo que hablaba muy bien de nosotros, en aquel páramo de la cultura y de la concienciación. Un gesto que delataba nuestra cinefilia, y nuestro compromiso con las cosas, aunque luego las hormonas nos traicionaran por el bien de la comedia. 

    Sabíamos de sobra  lo trascendente y lo repulsivo que era todo aquello. La carcajada nos vino de puta madre para quitarnos la impresión que llevábamos encima.





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Corazón salvaje

 

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Me pregunto cuántas parejas como Sailor y Lula no volverán a verse hasta mayo, separadas por los gobiernos, que también conspiran para que los amores puros sean arrancados de raíz, y no den mal ejemplo con su sexo salvaje, y su complicidad instantánea. El amor puro no está perseguido por la ley, pero ponen trabas de cojones, desde las alturas, para consumarlo. Es lo que sucedió, sin ir más lejos, en el Paraíso Terrenal, que era el reino de los bonobos, y la fiesta de los sentidos. Ayer mismo amenazaron con cerrar las fronteras interiores, entre los reinos de Taifas, para que el virus no viaje a lomos de los coches ni de los peregrinos. Como si el virus no encontrara siempre quien le lleve, autoestopista tenaz y consumado.

    Todos sabemos que los políticos le están poniendo puertas al mar. Retrasando el confinamiento inevitable. Es cuestión de semanas, o de días. Y mientras tanto, para ir apaciguando los fuegos, para ir clausurando el tiempo del amor e inaugurando el tiempo de las pajas, van a poner a los ángeles flamígeros vigilando las fronteras autonómicas, disfrazados de policías. Para que Sailor y Lula, que uno vivía en Albacete, y la otra en Murcia, queden separados por una raya ficticia y burocrática, y ya sólo puedan gritarse su amor desde la distancia, a pocos metros, desesperados, como cuando en la película los separa la Bruja Malvada, o un gángster tenebroso de David Lynch.

    Quién nos iba a decir, cuando lo inventaron, que el Estado de las Autonomías iba a terminar en esto, en territorios estancos para el amor. Quién nos iba a decir que la demarcación romana, el capricho aristocrático, la curva del río o la raya arbitraria en el trigal, iban a devenir alambre de espino, muro de Trump, valla vigilada. Qué infortunio, para los amantes autonómicos, que creían vivir en el mismo país y resulta que van a vivir en dos continentes distintos, más alejados, en la práctica, que Australia y Madagascar. Pero llegará mayo, cuando nazcan las flores, y canten los pájaros, y la primavera será la estación de los polvos sin fin, de las jodiendas sin freno. Del jadear que acallará todos los sonidos de la naturaleza.



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Huérfanos de Brooklyn

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Hay tres tipos de películas de detectives. En las primeras, por las argucias de la narración, el detective va acumulando certezas mientas el espectador permanece in albis, y la gracia consiste en ir pedaleando para no quedarse descolgado como un ciclista gordo, y llegar a la resolución del caso con un ¡oh! de admiración en el resuello.  En las segundas, y gracias a las trampas del guion, es el espectador el que camina sobre seguro y va desvelando los secretos mientras el detective -generalmente un panoli, o un cegarato, o un empalmado enamorado de la mujer fatal- va dando palos de ciego y se rasca la cabeza que lleva bajo el sombrero. Aquí la gracia consiste en ir riéndose un poco de él, muy ufanos en el sofá, como comadrejas astutas de toda la vida, hasta que el pavo por fin alcanza nuestra iluminación justo cuando ponen el The End.



    El tercer tipo de películas, que son las más chapuceras, o las más experimentales, o las dos cosas a la vez, son aquellas en las que el detective y el espectador van juntos de la mano en su ignorancia, y a veces salen obras maestras de la hostia y a veces tostones incomprensibles que te quitan las ganas de reincidir en el género durante meses. Huérfanos de Brooklyn -que es una traducción idiota del título original, “Huérfano de Brooklyn”, el apodo del protagonista- es una película de este tercer tipo, caótica, descabalada, como un puzle de 1000 piezas reconstruido por un niño de dos años que no sea un superdotado.

     Huérfanos de Brooklyn dura demasiado, se pierde en tontacas, se le notan mucho las referencias… Pero al principio sale Bruce Willis, y te alegras un montón con el reencuentro, y luego toda la película la lleva Edward Norton haciendo otra vez de tarado, como en El club de la lucha, y eso ya te predispone para bien, y luego sale Alec Baldwin, que impone, y Willem Dafoe, que ya resucitó tras lo de El faro, y hasta sale Omar, el de The Wire, el cara-rajada, tocando la trompeta como un ángel negro caído del cielo, en el club de jazz. Y si fueran otras, las jetas, la película sería para olvidar nada más terminar este escrito, pero así, con esta pandilla, con estos amigos de toda la vida, uno no acaba de atreverse a dar la tarde por perdida del todo.



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El faro

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Todavía hoy, cuando me preguntan qué quiero ser de mayor, respondo que farero, que es un oficio que siempre me sonó a misantropía, y a lejanía de los humanos. Vivir a orillas del mar, en el acantilado, donde sólo se aventuran los turistas despistados, y las furgonetas que traerían los víveres a mi puerta. Me gustaría ser farero, sí, si todavía estoy a tiempo, y quizá en mi calidad de funcionario aún pueda hacer una promoción interna, o convalidar estudios, o presentar una instancia ante mis superiores, no sé, algo así, aunque perteneciendo a la Junta de Castilla y León -que sólo tiene mares de cereales y océanos de secarrales-, veo difícil que me ubiquen en un faro que ilumine a los navegantes.



    Me cuentan, de todos modos, los hombres y las mujeres de la mar,  que los faros ya no son como los de antes, como los de la película insólita de esta tarde. Que ya funcionan casi solos, con muy poco mantenimiento, y que el Ministerio de Costas y Faros ya no paga a funcionarios para que vivan en ellos tumbados a la bartola casi todo el día, leyendo, fumando, dando paseos melancólicos, con la única tarea de cambiar la bombilla cuando se funde y de sacarle brillo a los cristales. Y me embarga, de nuevo, cuando escucho esas noticias, la sensación de haber nacido tarde, fuera de época, porque también me hubiera gustado ser, en su defecto, condenado a la vida de secano, un maestro rural, de los de  la vieja escuela, con barba y reloj de bolsillo, en aquella época no tan lejana en la que había colegios en los pueblos, y los vecinos te regalaban quesos y chorizos por Navidad, y eras el tuerto en el país de los ciegos -culturalmente hablando-, y el maestro era una figura respetada, admirada incluso, que formaba parte de las “fuerzas vivas” del lugar, junto al cura, al alcalde y al sargento de la Guardia Civil.

    De todos modos, lo que tengo muy claro, y desde esta tarde cinematográfica todavía más, es que si algún día cumplo mi sueño, seré un farero solitario, lobo estepario de mar, aunque termine hablando con las gaviotas, o con los balones de voleibol. Te toca un loco de compañero como cualquiera de estos dos, y ya tenemos el manicomio preparado, en el fin del mundo, donde nadie puede escuchar tus gritos de auxilio…




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Van Gogh, a las puertas de la eternidad

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Sostiene Geoffrey Miller, el psicólogo evolucionista, que cualquier demostración de talento artístico es, en el fondo, aunque el propio artista no lo pretenda, un reclamo sexual emitido para distinguirse. Una exhibición de la inteligencia, o de la creatividad. Según Miller, pintar cuadros o escribir novelas vendría a ser lo mismo que el piar del petirrojo, o que el golpear en el pecho del gorila, que retumba por la selva. La única diferencia es que con el paso de los milenios, y con las complicaciones que nos ha traído el neocórtex, nuestra selección sexual se ha vuelto más enrevesada y sutil. Pero nada más. La sustancia del asunto viene a ser la misma.  En algún momento de nuestra historia en las cavernas, una hembra prefirió acostarse con el tipo que pintaba los bisontes antes que hacerlo con el mastuerzo que los traía para comer, y de ahí, de ese hecho insólito que primó el arte por encima de la subsistencia, surgió una estirpe genética donde follaba más el poeta que el bruto, el juglar que el atleta, el pintor de salud maltrecha que el cejijunto que se sacaba la minga y provocaba la admiración entre la tribu. Los feos y los bajitos, los pirados y los enfermizos, que estaban condenadas a extinguirse con el paso de las generaciones, descubrieron una estrategia con la que echar raíces y prosperar, y se dieron al pincel y a la rima como otros se daban a la hostia limpia o a la precisión con las lanzas.




    Es por eso, deduzco yo, que  Vincent van Gogh afirmaba estar a las puertas de la eternidad cuando le preguntaban por su pintura, a pesar de que no vendía ni un solo cuadro, ni siquiera con la ayuda de su hermano Theo, el marchante de arte. La gente debía de tomarlo por loco, o por más loco aún de lo que estaba. Pero Vincent seguramente sabía lo que decía. O, al menos, intuía estos argumentos que un siglo más tarde escribió Geoffrey Miller, en su despacho de la universidad. "No sé si mi arte perdurará, pero he aquí mis destrezas, y mis talentos, por si alguna dama quiere tomar mis genes en consideración. Sería una pena, echarlos a perder, para cuando yo ya no esté. Ellos, mis genes pintores, son mi pasaporte hacia la inmortalidad".

   Al final no tuvo suerte...



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El hombre más buscado

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Sé que dentro de unos meses, antes incluso de que termine el año, se me habrán olvidado los juegos de espías que enhebraban El hombre más buscado. Quién era el bueno y el malo, el idealista y el pragmático. El que tenía cara de listo y el que hacía de primo en la partida. Se me olvidará todo este enredo del checheno, del banquero, del agente obsesionado con abrillantar su currículum maltrecho. Sólo me acordaré del bendito frío de Hamburgo que le sonrosaba los mofletes a  Rachel McAdams. El resto se me irá por el sumidero de la memoria, ay, y será como si esta tarde de verano nunca hubiese existido. 
    Y eso que la peli es cojonuda: un John LeCarré bien adaptado que te mantiene atornillado al respaldo de la cama. Pero soy yo, en este caso, el que no está, el que mira sin ver, el que procesa sin asimilar. El que está a la película con un ojo y tiene el otro puesto en Babia, en el laberinto de sus enredos. El que antes amaba a Robin Wright con automatismo platónico y hoy, al descubrirla disfrazada de agente de la CIA, con unos ojazos que brillaban como una llama de butano, invernales y maléficos, sólo ha sentido palpitar media aurícula y un cuarto y mitad de su ventrículo. 

       Cuando caigan las primeras nieves del invierno -es un decir, con el cambio climático, que aborta los copos antes de nacer- confundiré El hombre más buscado con otras mil películas de espías que siguen recorriendo los paisajes de Centroeuropa, tan grises y tan gélidos, tan propicios a la gabardina y a las volutas de los cigarros. Pero dejando aparte los mofletes de Rachel y los ojos de Robin, también sé que perdurará en el recuerdo (porque está perfecto y conmovedor, y aquí nos regala su último gran personaje, y uno siente pena cuando lo contempla semanas antes de morir, o de matarse)  Philip Seymour Hoffman. Este tipo movía una ceja o pronunciaba una palabra y te dejaba helado, o emocionado, según lo que tocara en el momento. Y ese privilegio de la sencillez sólo la alcanzan los grandes actores. Los que no necesitan gritar, ni moverse, ni sobreactuar: ellos saben que en la musculatura fina y en el ademán pausado reside el secreto de la convicción. Hoffman se nos fue y todavía no hemos caído en la cuenta de lo mucho que perdimos. 



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The Florida Project

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Para que Disney World funcione y salga rentable tiene que haber gente que limpie los retretes y que barra las aceras. Y que además lo haga por cuatro duros y sin protestar demasiado. Sucede con todos los paraísos turísticos que prometen la felicidad efímera a cambio de unas pesetas. El turismo se sostiene sobre la precariedad y la mordaza. Alrededor de los enclaves más exclusivos se extiende una zona de exclusión donde el pobre sólo entra allí a trabajar. Sólo alguna vez, cada mucho tiempo, Cenicienta puede permitirse el lujo de convertirse en damisela y experimentar la bonita sensación de ser servido y no servir.

    The Florida Project está rodada muy cerca de Disney World, en Orlando, pero la cámara se las apaña sabiamente para que los cuentos de hadas y los castillos de princesas nunca aparezcan en el horizonte (sólo en esa última escena que quita el hipo y arranca la lagrimilla). En un edificio residencial que no llega a ser de mala muerte -pero que tampoco es, desde luego, de buen vivir- residen varias mujeres maltratadas por la vida y abandonadas por sus parejas. Todavía son jóvenes y resueltas, pero llevan tantas heridas en el alma como tatuajes en el cuerpo. Ellas trabajan, o trafican, o se prostituyen. Se las apañan como pueden en la periferia cutre del complejo turístico, donde solo caen los despistados o se alojan los que reservaron mal y a última hora. 

Y mientras estas mujeres del lumpen se drogan en sus apartamentos o se amorran a la tele para olvidar tanta penuria, sus hijos e hijas, libres como conejos, en el tiempo infinito de las vacaciones de verano, corretean por la periferia de Disney World sableando al turista y haciendo gamberradas. Son demasiado pequeños para tener conciencia de que están viviendo en el lado poco prometedor de la vida. De niño, uno no sabe nada sobre las clases sociales. Son invisibles e intangibles. No existen. Como en el sueño de Karl Marx... Pero solo es una ilusión. Tan feliz y escapista como la que ofrece Disney World a sólo unos kilómetros de la marginalidad.  


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Pasolini

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Cuando los demás hombres presumen de conducir a toda hostia o de echar dos polvos sin sacarla, uno, que está muy lejos de tales heroicidades del organismo, ha de sostener su masculinidad presumiendo de una amplia cultura forjada en los libros y en las películas. Es el único mérito que me adorna ante las mujeres, pero es un valor hueco, falso, que va perdiendo cada día más materia, como un bloque de hielo en Groenlandia. Tampoco mis amigos conducen tan rápido como dicen, ni eyaculan dos veces seguidas sin tomarse un Kit Kat entre medias. Pero con ellos hay que llegar muy lejos para darse cuenta de la engañifa. Conmigo, si la damisela es un poco perspicaz, basta un café a media tarde para descubrir al farsante que se esconde tras el mago de Oz.

      Hoy, por ejemplo, antes de ver la película Pasolini, me he preguntado a mí mismo: ¿qué sé yo, realmente, de Pasolini? ¿Qué supuestos conocimientos, de alta prosapia intelectual, me han conducido a esta película? De Pasolini, para empezar, uno ya no estaba seguro ni del nombre, que he consultado en la Wikipedia para no poner la ese doble, o la ele doble, en esa ortografía italiana tan enredosa. Luego, en un momento de sudores fríos, casi he confundido a Pasolini con Rossellini, el otro director italiano, éste sí con dobles grafías en el apellido. Pasolini, no jodamos, era el intelectual de las gafas de pasta, el homosexual militante, el cineasta provocador. El marxista que tendió la mano al catolicismo para construir una Italia sobre valores compartidos. Pasolini era el hombre al que homenajeaba Nanni Moretti en Caro Diario; el poeta que fue asesinado a golpes en un descampado de la playa de Ostia en un crimen todavía no esclarecido. Hasta aquí no veníamos mal, con el autoexamen de Pasolini. Un aprobado justito. 

Pero luego, al comenzar la película, he querido recordar el título de alguna de sus películas, yo que voy de cinéfilo por la vida, y no he sabido citarme ni una sola. Estaba aquella de la vida de Jesús en blanco y negro, y aquella otra de Totó paseando con el paraguas, y una muy rara de fascistas en la República de Saló dándose por el culo mucho rato. Retazos, imágenes, detritus de antiguas cinefilias que se quedaron en nada, en los tiempos de la juventud. Cuánto he olvidado, y cuán bajo he caído.

         He visto Pasolini con las orejas de burro, avergonzado por mi ignorancia, pero al mismo tiempo deseoso de recuperar la asignatura. El problema es que la película sólo habla para los enterados, y es, además, insoportable, petulante, mitad realidad y mitad simbolismo. Una película para intelectuales de verdad, de los que fuman en pipa y hacen juegos de palabras entre "mitificación" y "mistificación", mientras yo me rasco la cabeza y me ajusto pensativo las gafas de pasta. Lo único auténtico que hay en mi pose. 




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El paciente inglés

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Se han vuelto recurrentes, casi un lugar común, los chistes sobre la paciencia que hay que tener para aguantar todo el metraje de El paciente inglés. Y aunque a mí me parece  exagerado, sí que hay algo de verdad, en esta broma resobada. El paciente inglés, que está a punto de cumplir veinte años en la cultura, ya tiene la cadencia y los andares de una anciana setentona. "Un clásico instantáneo", proclamaron algunos críticos el día de su estreno, sin caer en la cuenta de que el clasicismo es un atributo que sólo el tiempo concede. 

    Hay algo progérico, en esta película que nació tan bonita y resalada, con su paisaje epatante, su triángulo amoroso, su francesa chic que aquí ponen de canadiense para hacerla encajar en la trama de las guerras. La primera vez que vimos El paciente inglés nos dejamos seducir por el desierto africano, por el romance fogoso, por la belleza complementaria de sus dos bellas damiselas, tan rubia y estilosa la una, tan morena y guapísima la otra, que incluso son hermosas en sus nombres, Kristin y Juliette, que imagínate tú si se llamaran Ramona y Clotilde, el bajonazo sexual, y lo poco verosímil de la aventura.

       Años después, cuando volvimos a encontrar la película en el DVD, o en el Canal +, la descubrimos despojada de sorpresas, y nos pareció un coñazo algo insufrible, de despistarse uno mucho y ponerse a pensar en otras cosas. Le vimos las fracturas de guión, las tramas prescindibles, las tontunas románticas de Hana la enfermera, un papel que Juliette Binoche saca adelante sólo porque nos importa muy poco lo que dice, embobados como estamos en su belleza desbordante, inaprensible, que volvió loco al mismísimo François Miterrand en sus últimas alegrías. De Juliette decía don François que era la mujer ideal, un canon de belleza como otro cualquiera que yo, en este caso, y en alguno más de la vida real, suscribo plenamente. Sólo por Juliette Binoche, sin ir más lejos, he vuelto a ver hoy este rollo ya un poco antiguo, romanticón y azucarado, aunque muy trágico, de El paciente inglés.



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Anticristo

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Por la noche, para reposar el sudor grasiento de la bicicleta estática, me despatarro en el sofá y veo Anticristo. Harto ya de esperar a que la pasen en los canales de pago, he decidido cañonear el barco danés en alta mar y quedarme, provisonalmente, con su tesoro. 

Venía yo con ganas de enfrentarme a la enésima locura del amigo Lars, después de la experiencia demoledora de hace dos semanas con Melancholia. Y no empieza mal, Anticristo, con esa tragedia morrocotuda narrada en blanco y negro y ese amor explícito que siempre anima a seguir viendo la película. Pero luego... Qué decir, a quien ya la haya visto. Y qué decir, también, a quien no la haya visto... Lars no ha hecho esta vez una película para el espectador, sino para sí mismo, con claves y referencias que sólo él entenderá. Como Fellini, como Buñuel, como Saura, cuando nos contaban sus sueños y sus obsesiones y todos poníamos cara de enterados, aunque no nos enterásemos de nada, sólo para que no nos acusaran de simplones. Pero con ellos, al menos, no tenías que apartar la mirada en ciertos momentos, asqueado de las heridas y de las torturas. De ese pedazo de carne en particular que salta y salpica y que ya es un hito, asqueroso y gratuito, en la memoria particular de mis aprensiones. Y en la de todos, supongo.




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