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Han Solo: Una historia de Star Wars

🌟🌟🌟

Durante cuarenta y un años, desde que cumplí los cinco y me adentré en los caminos de la Fuerza, siempre que vi una película de Star Wars me teletransporté a la galaxia muy lejana y al pasado muy remoto con sólo leer el rótulo del inicio. En lo que duraba la fanfarria de John Williams y pasaban las letricas explicativas, yo, en un desafío cotidiano a las leyes del espacio-tiempo, me plantaba en Tatooine, o en Coruscant, o en el planeta donde Cristo perdió el mechero, dispuesto a entrar en faena: a pilotar la nave, a negociar con la Federación de Comercio, a blandir la espada láser junto a mis colegas los Jedi. 

    Por arte de magia midicloriana, mi butaca del cine o mi sofá del salón se convertían en el asiento de Han Solo en el Halcón Milenario, y yo me lanzaba al hiperespacio del mismo modo mareante, dejando una estela de rayicas azules sobre el fondo negro del universo. A toda hostia, atravesando la pantalla, sin secuelas para mi integridad física o para mi equilibrio neuronal. Lo que quedaba de mí, en este planeta secundario de la Vía Láctea, sólo era un holograma para despistar al personal, para que nadie se preocupase por mí en las dos horas de ausencia. Como quien deja la almohada bajo las mantas, fingiendo un rebujón humano.

    Pero hoy se ha averiado el mecanismo. Algo se ha jodido en este Halcón Milenario comprado en Merkamueble, y no tengo ni puta idea de cómo se arreglan estos cacharros imaginarios. Hoy, seguramente influenciado por las críticas demoledoras de los críticos, no he saltado al hiperespacio cuando he leído las primeras letras; me he quedado en tierra, en la Tierra, a muchos parsecs de distancia de estas nuevas aventuras, demasiado lejos en el futuro, sin implicación alguna con los trastazos que se sucedían en pantalla. Debería de haberme emocionado con el primer encuentro de Han Solo y Chewbacca, con la primera aparición del Halcón Milenario, con la partida de póker con Lando Calrissian que cambió el destino de la nave y de la galaxia. Pero sólo he sentido alfilerazos anestesiados, ecos de las viejas emociones. 

    Quizá me he hecho mayor de una vez por todas. De sopetón. O quizá es que hay películas que no se pueden ver en domingo. Han Solo: Una historia de Star Wars, es una película de viernes alegre, de sábado festivalero, de chavales entusiastas en el sofá sin deberes. Los domingos -ahora lo recuerdo-  está prohibido el salto al hiperespaciopor la Dirección Galáctica de Tráfico. La DGT de las autopistas estelares.




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Life's too short

🌟🌟🌟🌟🌟

La vida es, en efecto, demasiado corta, sí hablamos de años y de expectativas que cumplir. Pero podría serlo aún más, escasa en centímetros, si hubiéramos nacido con la enfermedad de Warwick Davis, el enano más famoso del mundo actoral hasta que Peter Dinklage encarnara al hijo decente de Tywin Lannister en Juego de Tronos.


    Si hacemos caso de lo que cuentan por internet, Warwick Davis es un tipo felizmente casado, padre de familia, un profesional de éxito que sigue trabajando en las grandes producciones de la ciencia ficción y de la fantasía. No ha parado de maquillarse y de ponerse disfraces desde que en El retorno del Jedi le embutieron en aquel felpudo con patas llamado Wicket. Desde la distancia, Warwick parece instalado en el lado luminoso de la vida, y quizá por eso, en Life's too short, seducido por las artes irónicas de Ricky Gervais y Stephen Merchant, el pequeño gran hombre se presta al juego de mostrar el lado oscuro de su fuerza, interpretando a un alter ego en decadencia, mezquino, sin grandes expectativas en el trabajo ni en el amor. 



    El Warwick Davis virtual regenta una agencia de colocación para actores enanos que lo mismo hacen de duendes en películas de pacotilla que se alquilan como balas humanas para fiestas de borrachos. Este show business de Tercera División no es muy distinto al que rige las grandes ligas del espectáculo, y como sucede con todas las ocurrencias de Gervais y Merchant, Life's too short resulta ser una comedia muy poco generosa con el género humano. Los personajes ficticios son deleznables, y los personajes reales, que se prestan al mismo juego de Warwick Davis, se ríen de sí mismos mostrando la caricatura de sus bajos instintos. 

    En la serie no queda títere con cabeza: todo el mundo va a lo suyo, a rascar el contrato, la inversión, la distinción en un cartel promocional, y la amistad suele ser una molestia para alcanzar tales objetivos. Y cuando por fin, en algún oasis de esta misantropía, aparece alguien que no se deja guiar por el egoísmo, resulta ser un gilipollas de remate, o un incompetente de campeonato, y el humor negro toma otros derroteros, y la gran broma de Warwick Davis y su mundo inventado -o no, o a medias- sigue su curso...





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Guía del autoestopista galáctico

🌟🌟🌟

La vida no tiene sentido. El número 42 que escupe el superordenador en La guía del autoestopista galáctico es el ejemplo perfecto de una respuesta sin pies ni cabeza. Un chiste genial. El oráculo también pudo haber dicho “sopa”, o “3/4”, o un relincho en arameo. Cualquier tontería. Llevamos con este tema de la trascendencia desde los filósofos griegos y lo único que hemos conseguido es marear la perdiz, la pobrecica. Los seres humanos sólo somos un accidente bioquímico que ha llegado demasiado lejos. Nada más. Aminoácidos implumes que piensan cuando tienen el estómago lleno y el techo asegurado. Cuando no dan fútbol por la tele o no estamos en precampaña electoral. Pensar en el sentido de la vida solo es un pasatiempo que nos ocupa mientras se hacen las tostadas o sale el agua caliente.

 Da postín, pensar en esas cosas, y a veces salen hasta reflexiones muy chulas, y muy profundas. Recordamos nuestros tiempos de la clase de filosofía, en el Bachillerato, cuando éramos jóvenes y soñadores. Nos ponemos nostálgicos... Pero son pensamientos que no van más allá, que naufragan al poco tiempo de partir. Más allá de la física y de la química hay un tajo por donde desaguan los océanos, como en los mapas antiguos, y las grandes preguntas son Terra Incognita que nadie ha visto ni visitado. Sólo relatos de viajeros muy sospechosos, que traen noticias de mundos muy fantásticos e inverosímiles.


    Somos las carcasas que los genes construyen para seguir viajando por el espacio-tiempo. Nada más. Les servimos para amortiguar los golpes, los meteoros, la radiación ultravioleta... En cierto modo, somos sus naves espaciales. Y no deja de ser bonito este pensamiento, aunque nos reduzca a poca cosa e instrumento. Los genes nos construyen en los astilleros del útero para navegar por la vida y luego buscar afanosamente otro útero en el que volver a construir el nuevo modelo, antes de que al actual lo desguacen en el crematorio o en la tumba. Ellos son los verdaderos autoestopistas galácticos, y no los seres humanos, que somo actores secundarios en esta historia tan simple y tan compleja de vivir. Habría que preguntarles a ellos por la trascendencia y por el sentido último del universo. Quizá sepan algo. Son unos supervivientes de la hostia. Se agarran tanto a la vida, en tantas especies, en tantas naves espaciales, en condiciones extremas, con tanto ahínco, incluso en los cometas que cruzan el espacio desolado, que da qué pensar. Es posible que ellos estén en el secreto. Esos umpalumpas silenciosos a los que Richard Dawkins desmontó.



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