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Las
enciclopedias hablan de un cineasta llamado Steven Spielberg que nació él
solito en 1946. No quiero gracias al Espíritu Santo, ni por generación
espontánea, sino que nació -ay, madre,
cómo escribir esto ahora -sin une hermane gemele o mellice. Cuentan que
Spielberg era un chaval muy precoz que ya filmaba sus juegos infantiles con una
cámara Super 8, como -ay, Jesús- les niñes de aquella película. Pero uno está
convencido de que aquel día, en Cincinnati, nacieron dos niños a la vez, y que
por alguna razón que algún día desclasificará su gobierno, el hermano
gemelo, al que yo llamo Spielberg Steven, permanece protegido en el de
anonimato.
No
hay otra explicación para entender esta serie binaria de grandes películas y
películas decepcionantes. Se ve que cuando Steven Spielberg está en enfermo, o
no le apetece dirigir, llaman a su hermano Spielberg Steven para que le
sustituya. Le ponen la misma gorra, las mismas gafas, la misma barbita de nerd,
y arreando... O quizá suceda al revés, que el talentoso sea el ignoto, y el
torpe el conocido.
Sea
como sea, estos dos gemelos son como el yin y el yang, como la cal y la arena.
Uno es el artífice de Indiana Jones, el visionario de Minority
Report o de Inteligencia Artificial. El genio que nos montó en
las barcazas para desembarcar en Salvar al soldado Ryan, o
nos hizo soñar con los extraterrestres en ET o en Encuentros
en la tercera fase. El tipo que una vez se pasó al blanco y negro para
rodar la película definitiva sobre el Holocausto... El dios de los cinéfilos
provincianos que nunca creímos en Dreyer, ni en Godard, ni en Manoel de
Oliveira. El dios de los sindiós.
El
otro es el que utiliza los golpes bajos del melodrama. El que cuenta el final
de sus películas con dos horas de antelación. El que dice hacer clasicismo
cuando se entrega con gusto a la cursilería. El que da la brasa con los hijos de los padres divorciados. El que usurpa el nombre de su hermano para endilgarnos,
cada cierto tiempo, una película de impecable factura, de actores cojonudos, de
fotografía bellísima, intenciones irreprochables, pero que al final te deja
aburrido en el sofá, reprimiendo los bostezos. Confundido una vez más sobre la
identidad aleatoria y enigmática de estos dos fulanos.