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El tesoro de Sierra Madre

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En los primeros minutos del making off nos cuentan que el autor de El tesoro de Sierra Madre, la novela, es un tal B. Traven, cuya identidad aún es una incógnita para los historiadores del cine. Una gilipollez, obviamente, un recurso dramático a lo Iker Jiménez para montar una película de suspense tras la película de aventuras.

    Basta con venirse a la Wikipedia para encontrar al asesino que asestaba los teclazos contra el folio. B. Traven era el pseudónimo del escritor alemán Otto Feige, un hombre cuya vida, desnovelada y cruda, también daría para hacer una película cojonuda. Otto Feige soñaba con la instauración del Soviet de Baviera en los tiempos de Rosa Luxemburgo, pero fusilada la intentona -en lo metafórico y en lo sanguinario-, puso un océano de por medio y encontró refugio en México, donde había otra revolución socialista en marcha. Pero la revolución de México era mucho más confusa y polvorienta, con bandoleros que jamás habían leído a Marx ni a Engels porque muchos, entre otras cosas, no sabían ni leer.



    El tesoro de Sierra Madre es una historia ejemplar sobre los peligros de la avaricia. Porque la avaricia rompe el saco, y también los saquitos de oro donde los protagonistas de la película llevan su fortuna a lomo de los mulos. La película es socialismo pedagógico, la antítesis moral de lo que enseñaba Gordon Gekko en Wall Street, y sorprende que en 1948 los censores inflamados de anticomunismo dejaran pasar la película por el radar, quizá más pendientes de detectar una teta, o de que no se viera caer a los muertos en las balaceras.

    El tesoro de Sierra Madre es un canto  a la felicidad por encima de los bienes materiales, porque éstos, cuando garantizan el techo y el sustento, se vuelven superfluos y corrompen el alma. La película sólo yerra cuando afirma que el dinero cambia a las personas,  porque el dinero, en realidad, sólo las descubre. Les quita la pose, el disfraz, la vaciedad de las palabras que no cuesta nada pronunciar, y nos las muestra como Dios las trajo al mundo: desnudas de sencillez, o ávidas de oro.


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Vive como quieras

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En Estados Unidos hubo un tiempo en que a los ricachones se les miraba mal en las películas. Incluso en aquellas que recibían premios y contaban con el beneplácito de los espectadores, y de los gobernantes. Películas donde el tipo malo era un banquero con puro, o un industrial con chistera, y la platea proletaria se ponía en pie para abuchear sus intervenciones. Fue mucho antes, por supuesto, de que Gordon Gekko declarara en Wall Street que la avaricia era buena, y que el cine americano empezara su cruzada contra los pobres y los vagos, los rojos y los insatisfechos.

    Ese tiempo feliz en el que un personaje adinerado era tomado al instante por un villano fue la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, al que nosotros, en clase de historia, con un respeto reverencial por el único socialdemócrata que gobernó aquellos destinos, llamábamos señor Delculo. Roosevelt sabía -como los nazis o los soviéticos de la época- que el cine era un arma de convicción masiva, y que deslizando su mensaje gubernamental en las películas se ahorraba un pico en discursos, y un presupuesto en viajes de propaganda. Delculo no tuvo mejor colaborador en sus afanes que Frank Capra, el director que encontró en el New Deal un telón de fondo económico y moral donde proyectar sus comedias de vodevil, y sus dramones de esperanza. Capra, que rodó sus grandes películas en la resaca de la Gran Depresión, se metía con los ricos por insolidarios y avariciosos, pero por si acaso, por si no terminaba de convencerlos, animaba a los pobres a ser felices a pesar de las apreturas, alejándolos de las tentaciones del dinero y del bienestar.

    En Vive como quieras, el malo de la película es el orondo señor Kirby, un industrial del armamento que ha olido los vientos de guerra en Europa y prepara un monopolio balístico que lo hará millonario hasta quedar enterrado en oro, como el tío Gilito. Sin embargo, por esas cosas de los guiones, todo su emporio vive pendiente de que una familia de trastornados le venda la casa donde viven: un chamizo con sótano donde los Sycamore, sustentados al parecer por los ángeles, o por una tía rica de Missouri, se pasan el día entero haciendo el indio. No trabajan en nada productivo, no pagan impuestos, invitan a comer a todo el que pasa por allí... Son unos anarquistas bonachones e irresponsables que tienen la inmensa fortuna, o la tremenda desgracia, de tener una moza guapísima en edad casadera, Jean Arthur, que será pretendida por el mismísimo hijo del señor Kirby, heredero in pectore del fortunón por venir. 

Y así, con el amor imposible pero férreo entre dos alejados sociales, casi dos extraterrestres en la misma ciudad, comienzan las risas y las reflexiones, los encontronazos y las puyas. Vive como quieras, tan alocada y tan anacrónica, sigue estando, de un modo difícil de explicar, tan fresca y cachonda como el primer día. Y esa es, que yo sepa, la definición reglamentaria de un clásico. 


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