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Infiltrados

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Siempre he pensado que en nuestro colegio también hay un infiltrado, o una infiltrada, tomando nota de nuestros desaciertos y nuestros descarriles. Alguien que trabaja en la sombra para la Dirección Provincial, o para la Consejería de Educación, o quizá, directamente, para el Ministerio de Madrid, apuntando en un documento secretísimo los permisos excesivos, los desatinos didácticos, las cosas que se dicen en la sala de profesores cuando uno se desata la corbata, o una se suelta la sandalia, y entre el café y las pastas Cuétara se da rienda suelta al hartazgo o a la desilusión.

Según mi teoría, en todos los centros existe un maestro -o maestra, o maestre, joder con la neolengua- que pertenece a un cuerpo secreto de soplones que serían nuestros Asuntos Internos de las películas americanas. Diplomados en Magisterio que un día fueron citados en el despacho de un mandamás y seducidos por el lado oscuro del chivatismo, y del sobresueldo. O quizá, simplemente, como Leonardo DiCaprio en la película, funcionarios entusiasmados con servir al sector público denunciando sus grietas, sus telarañas, sus aspectos mejorables, y sus pecadores de la pradera.

Lo sospecho, pero nunca he conseguido desenmascarar a nadie. Por el colegio -y ya llevo 22 años entre sus pasillos- ha pasado gente que estaba obviamente sobrecualificada para estas labores, y que nadie entendía muy bien qué pintaba allí, pudiendo ganarse la vida en otros escalones más elevados de la pedagogía; y también, claro, gente obviamente subcualificada, inútiles de llevarse uno las manos a la cabeza, e inútilas de pensar uno mismo qué pinto en este barco. Gente desubicada, fuera de contexto, que sin embargo, por ser tan evidente su extravagancia, no tienen pinta de ser los topos que yo busco. Creo, más bien, que el infiltrado, o la infiltrada, es alguien del montón, funcionario de carrera, establecido, acomodaticio y cumplidor, sin muchas luces ni demasiadas sombras, el docente gris  de toda la vida. Alguien que no destaca, pero que tampoco hace el ridículo, ni avergüenza a la profesión. Alguien, no sé, como yo.





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El candidato

🌟🌟🌟🌟

Si dejamos volar la imaginación y hacemos un poco de política-ficción, Gary Hart, que según cuentan en El candidato era un tipo simpático y guapetón, con ciertas lecturas y chisposo ante la prensa, habría ganado las elecciones a George Bush padre en 1988, que era un carcamal de siniestro pasado como director de la CIA. Vicepresidente de Reagan en los tiempos de la avaricia, y de la gomina en el pelo de Gordon Gekko. 

Sin estas influencias acumuladas durante cuatro años de mandato, el Anticristo con cara de merluzo que Bárbara Bush trajo al mundo nunca hubiera pasado de ser gobernador de Texas, o senador de Tegucigalpa. Y Condoleezza, y Rumsfeld, y Cheney, y todos esos halcones de la guerra con sangre en la dentadura, jamás hubieran anidado en los tejados de la Casa Blanca, prestos a abatirse sobre cualquiera que quisiera joderles el negocio. 

Con la victoria electoral de Gary Hart en 1988, la historia de lo que llevamos de siglo XXI habría sido muy distinta -no digo que pacífica, ni de colorines- pero al menos las Torres Gemelas seguirían en pie para seguir saliendo en las películas, y nosotros, los españoles, nos hubiéramos ahorrado la vergüenza nacional de ver a Ánsar con los dos pies sobre la mesa de centro, fardando en mexicano. Pero Gary Hart, ay, ejercía el mismo poder de seducción sobre el electorado que sobre las chicas guapas, que se le arrimaban al terminar los mítines para ofrecer su colaboración entusiasta: de telefonistas, de pegacarteles, de lo que hiciera falta...  Y Gary no estaba hecho precisamente de piedra, sino más bien de una carne muy débil que ya había dormido muchas veces en el sofá cuando la señora Hart le pillaba con las manos en la masa, y la polla en el mazapán. 

    Quizá, quién sabe, Gary no se acostó realmente con Donna Rice, la chica excesivamente guapa que al decir de ambos sólo le cogía el teléfono, y le salivaba los sobres de propaganda. Pero llovía sobre mojado, y  nadie le creyó. En España, sin embargo, Gary Hart habría subido diez o quince puntos en las encuestas al saberse que se tiraba a una tía tan buena, aunque fuera en asunto extramarital. Aquí lo que se lleva no es el puritanismo, ni la integridad de los políticos -que ya damos por perdida de antemano, porque si no, para empezar, no se dedicarían a la política- sino la envidia cochina, y la palmada en la espalda en la barra del bar: “Jo, macho, qué suerte tienes, cómo te lo has montado…”




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Expediente Warren

🌟🌟

Había leído en varios sitios que Expediente Warren -con su casa poseída por los espíritus, y su familia acojonada en el interior- era una película rompedora con el subgénero. Una que aportaba aire fresco e ideas renovadas a esta trama mil veces repetida. Pero mentían, claro está. Los propagadores del bulo se han embolsado unos buenos dineros con la campaña. 


          Expediente Warren... Fueron pasando los minutos, y los sustos, y los tópicos, y alcanzada la hora de metraje ya estaba uno enredado en la enésima película de puertas que se cierran, y bocinazos que te meto. Uno se mete en estas historias y cuando quiere salir de ellas ya es demasiado tarde. Mientras el cerebro rezonga y se lamenta, las extremidades permanecen paralizadas y no hacen ningún movimiento. Ellas sí que pasan miedo con estas excursiones al mundo de los no-muertos. De hecho, yo juraría que el mando a distancia vive poseído por algún espíritu salido de la película, y que va cambiando de sitio cuando la idea de darle al stop se configura en el pensamiento. Se defiende con astucia, el jodido ectoplasma. Lo mismo pone el mando a la izquierda que a la derecha, bajo el culo que en el regazo, en la mesita contigua que debajo del sofá. Lo mío con este trasgu sí que es un fenómeno paranormal, un poltergeist de mil pares de cojones. Muy verídico, además. 

Aquí hubiera querido ver yo a la famosa pareja de parapsicólogos, Lorraine y Ed Warren, haciendo fotografías infrarrojas del duendecillo. Aquí sí que hay un peliculón en potencia, intimista y a la vez inquietante, con unos sustos que te cagas cuando vas a darle al stop y te descubres con un plátano en la mano. Ése que ya te habías comido media hora antes...




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