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Regreso a Howards End

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Marx dejó escrito en sus profecías que la primera revolución estallaría en Gran Bretaña o en Alemania, porque sólo allí, en los países industrializados, los obreros constituían una masa crítica que haría explotar la bomba como átomos de uranio bien apretujados. El resto de Europa, España incluida, era un territorio feudal que se dedicaba a la agricultura, a la manufactura chapucera y a la misa del domingo en las iglesias donde los curas ya advertían del peligro de los rojos, y explicaban a sus feligreses que el compromiso de Jesús con los pobres sólo era una metáfora de los evangelistas -los “pobres de espíritu”, o los “pobres de corazón”- nada que ver con las miserias materiales ni con la esclavitud de los trabajos. Que el fantasma que recorría Europa finalmente se hiciera carne y fuego en la Rusia ignota de los zares, vino a decir que Marx era un gran pensador y un gran economista, pero que en cuestiones de futurología quedaba a la altura poco respetable de Michel de Nostradamus. Pero quién iba predecir -eso hay que concedérselo- el empecinamiento estepario del señor Vladimir, el exceso sanguinario de la I Guerra Mundial, el agusanamiento de la carne en las cocinas del acorazado Potemkin…



    Para prevenir el incendio que finalmente prendió tan lejos de sus costas, las élites británicas tuvieron que reprimir algunas manifestaciones y fusilar a unos cuantos recalcitrantes, pero su estilo, tan gentleman, tan poco continental, prefirió establecer un cordón sanitario con los obreros, más pacífico y paternalista. Matarlos a trabajar, reducirlos en sus guetos y entretenerles los domingos con el invento del fútbol y del rugby. Y responderles, si se acercaban a pedir un penique, o a tocar los cojones a la entrada del teatro, con el desprecio sonriente de las sangres azuladas. Ignorarlos desde la distancia aristocrática de sus mansiones en la campiña. Regreso a Howards End cuenta la historia de un pobre que viene a incomodar la pacífica existencia de los Wilcox y los Schlegel, dos familias de toda la vida que hasta entonces sólo se ocupaban de cuidar sus rosales, limpiar su cubertería, y buscar buenos matrimonios que incrementasen sus haciendas. Una de las Schlegel se enamorará del pobre, otra se apiadará de él, y sir Anthony Hopkins, con cara de no entender nada, preguntará al servicio quién coño ha dejado entrar en sus posesiones a semejante mosca cojonera.



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Abajo el telón

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Franklin Delano Roosevelt -al que nosotros, en el colegio, llamábamos Franklin Delculo en un alarde de imaginación- fue un presidente de Estados Unidos que se vendió al capital como todos los que han sido desde que George Washington empuñara su fusil. Pero Delano, a diferencia de los demás, tuvo su momento de debilidad, su corazoncito de ser humano. A él le correspondió lidiar con el paisaje desolador de la Gran Depresión, y asesorado por economistas que hoy saldrían en la portada de El País o del ABC retratados con rabos y cuernos, impulsó un vasto programa de inversiones públicas para que los desempleados, al menos, tuvieran una ocupación al levantarse cada mañana, y abandonaran el desánimo, y las cantinas, y los cenáculos del comunismo donde ya se cocía la revolución de la América cabreada. 

Las agencias del gobierno reclutaron trabajadores para construir carreteras, desbrozar caminos, reconstruir escuelas..., Y en las oficinas culturales, se contrataban actores para llevar el teatro a los cuatro puntos cardinales del país. Entretener a las gentes y enseñarles algo distinto a las monsergas de los religiosos. Algo muy parecido a lo que hizo nuestra II República con las Misiones Pedagógicas, y más concretamente, con la compañía de teatro La Barraca, que quiso desasnar con sus representaciones a los españoles de las mesetas y las montañas.

    Pero a Delano Roosevelt, como a los republicanos españoles, se la tenían jurada las fuerzas conservadoras. Las gentes de mal vivir, que diría el añorado Ivá... Ellos tenían a los rojos americanos por gente despreciable, y muy peligrosa, pero al menos los tenían confinados en las grandes ciudades, y dentro de ellas, en barrios muy localizados y fáciles de vigilar. Pero soltarlos así, a los cuatro vientos de la geografía, como una plaga de langostas que predicaran la cultura y la concienciación política, era un antojo que no le iban a consentir a nadie. Es por eso que años antes de cazar las brujas en Hollywood, los garantes del orden lanzaron otra cacería muy olvidada contra las gentes del teatro federal. Una persecución que nos recuerda Tim Robbins en Abajo el telón, título improcedente que esconde el original Cradle Will Rock, que era la obra de teatro que Orson Welles, metido de jovenzuelo en estas movidas, iba a estrenar en Nueva York antes de que se desatara la reacción. Muy estimable la película, y más estimable todavía, su valor didáctico.




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