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Un diario


Creo recordar que era a partir de cumplir los cuarenta años cuando Pepe Carvalho, el detective de las novelas de Vázquez Montalbán, comenzaba a quemar en la chimenea los libros que ya no quería conservar, aquellos que le enseñaron teorías equivocadas sobre la vida, o que le mostraron sólo dimensiones escogidas y muy parciales de la realidad. Yo estoy muy cerca de cumplir esa edad. En apenas tres meses cruzaré la frontera y me adentraré en el otoño todavía benévolo de mi salud. Yo, como Pepe Carvalho, también he llegado a los cuarenta años con muchos libros inútiles ocupando espacio y memoria. Pero no puedo quemarlos en casa porque no tengo chimenea, así  que me conformo con revenderlos a los libreros de viejo, casi a precio de peso, o con arrojarlos directamente al contenedor azul, en el caso de los que no sirven ni para ser almacenados.


            Pero yo lo que tengo son, sobre todo, películas. Mi mundo interior les debe más a ellas que a los libros. De hecho, les debe más a ellas que a la vida real, que siempre me proporcionó pistas falsas y desengaños como bofetones. Yo soy yo y mis películas. Ellas son mi circunstancia. Las películas han construido la visión pueril, maniquea, distorsionada, profundamente equivocada que tengo acerca de las cosas del mundo. Pero las amo. Las amo con locura. Sin ellas, y sin sus primas, las series de la tele, me hubiera perdido sin remedio en el interior de mí mismo, laberinto de hastío y negrura. Ellas me han salvado, y me han traído hasta aquí medio cuerdo y medio vivo. Subido a sus lomos he podido vadear los grandes ríos y las abiertas llanuras. Pero ya no puedo con todas. He de aligerar la balsa o su peso se hará insoportable. Hasta ahora me han servido de flotador, pero si no las cribo, si no abandono en la orilla las más prescindibles y pesadas, se convertirán en la piedra que me lastrará hacia el fondo. No hay tiempo para todo. 

       Al otro lado de la frontera, en la tierra de las gentes maduras y reposadas, ya sólo admiten a los cinéfilos, no a los cinéfagos. Y lo mío, hasta ahora, era pura glotonería descontrolada. Allí, para vivir lo que resta de vida, no hay tiempo que perder, ni espacio donde almacenar.  Llegó la hora de purificarse, de hacerse mayor. Tendré que cuidar mi dieta, que aligerar mis paredes. Muchas de las películas que vegetan en el salón ya sólo sirven para sustentar el polvo. Su presencia silenciosa empieza a agobiarme. Son errores del pasado, maldiciones de la prisa, hijas bastardas de compras compulsivas hechas sin condón. Me señalan con el dedo, cada vez que paso a su lado. 

No puedo seguir así. El manicomio que me acogió cuando me echaron del paraíso de la realidad, está a punto de derivarme a otra loquería mucho peor. Y allí, según me cuentan, no ponen películas. O sólo películas malas. O, por lo menos, películas que yo no elijo. Así que tengo que hacerme, de una vez, acinéfilo. Analizar mis procesos, clarificar mis barullos, jerarquizar mis impulsos. Escribir, quizá, para que me sirva de guía, un diario…






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