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Una mujer fantástica

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A veces, en los extravíos más tontos del pensamiento, me sorprendo a mí mismo imaginando cuántas personas asistirán a mi funeral. Quiénes, de los actuales, y quiénes, de los futuros... Espero que sean pocos, pero escogidos. Los cuatro gatos con pedigrí. No quiero a los paisanos con boina, ni a las beatas del pueblo. Ni a los familiares lejanos, y alejados. Sólo la carne magra de los afectos. Mi hijo, claro, y los dos amigos que me queden. Y mi última amante, por supuesto. Me pregunto si ella consentirá que las Otras, las Anteriores -tan escasas, pero tan escogidas- hagan presencia ante mi cuerpo presente. Si organizará una ceremonia privada o un concilio vaticano alrededor de mis carnes no resucitadas. Qué se dirán a mis espaldas, o a mis frontales, en caso de tal. Qué callarán o qué compartirán, las muy traviesas La descojonación de mis intimidades: lo del retrete, lo de los calzoncillos, lo del sonido gutural… Me gustaría que se rieran de lo lindo, de mis defectos, y de mis manías, y que reinara el buen humor en un sepelio prohibido para los curas.


  Para nada lo que sucede en Una mujer fantástica, que a la pobre Marina no la dejan ni pisar el tanatorio. Marina lo era todo para Orlando, pero al mismo tiempo no era nadie. Sin papeles firmados que atestigüen el amor o la propiedad, da igual que Orlando lo hubiera dejado todo por ella, y que muriera en sus brazos en la mala hora del soponcio. Todo eso no otorga ningún privilegio para gestionar las cosas del muerto. La sangre de la sangre, comandada por la ex esposa humillada, toma las riendas de la burocracia y Marina es espantada como una mosca cojonera. Le echarían insecticida, o le zurrarían con el matamoscas, si pudieran. La arrojarían al infierno, incluso, los muy inquisidores, los muy católicos, porque ni siquiera tienen claro que ella sea Marina, o Marino, atrapado, o atrapada, todavía, en el cambio de sexo. Como si eso importara una mierda en estas cuestiones. Y en todas las demás.





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