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Lucía y el sexo

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Ya en la primera escena de Lucía y el sexo, el espectador masculino y corriente, de frustrada vida sexual, comprende que aquí no va a poder identificarse con el personaje principal. La primera vez que vemos a Tristán Ulloa lo descubrimos follando con Najwa Nimri en una playa solitaria, entre las cálidas aguas del Mediterráneo, con la luna llena iluminando los rostros orgásmicos de felicidad. Y esa experiencia, vedada al común de los mortales, coloca la película en el territorio del cuento, o de la fábula.

A los pocos minutos llega la confirmación de que los hombres no vamos a sacar  ningún aprendizaje. Porque que una desconocida como Paz Vega te aborde en una cafetería, te diga que lleva clavada en el alma tu última novela, y luego te suelte, de buenas a primeras, que está locamente enamorada de ti, sin conocerte de nada, sólo de verte, y de perseguirte por las calles,  es sin duda el sueño imposible de cualquier heterosexual masculino que no mienta sobre su condición. Las probabilidades de que esto le suceda a un tipo normal sin millones en el banco, y que no guarde un parecido razonable con Don Draper, el de Mad Men, requieren de un cálculo infinitesimal que sólo abordan las matemáticas más endiabladas.

Pero es que luego, con el tercer polvo del siglo, Lucía y el sexo ya se convierte en cine religioso, en evangelio de los milagros. O eso, o en un anuncio poético de las Loterías y Apuestas del Estado.  Lucía y el sexo quiere contarnos la historia de un fulano al que le tocan sucesivamente el pleno de la Quiniela, el gordo de la Primitiva y el gordo de Navidad. Pues la tercera muesca en el revólver de Tristán Ulloa es nada más y nada menos que Elena Anaya, la mujer que no es mujer, aunque lo parezca, pues ya ha quedado dicho en este diario que ella es un experimento gubernamental, una extraterrestre del planeta Palencia que decidió hacerse carne y luego actriz para dejarnos a todos turulatos, en maquiavélica maniobra de distracción.

Alejados, pues, de cualquier pretensión de verosimilitud, nos vemos inmersos una vez más en los mundos cinematográficos de Julio Medem, que siempre han tendido más a la poesía que a la prosa. Lo suyo es componer versos con la cámara, más que construir narraciones coherentes. Medem es un artista del riesgo, del enfoque original. Se mueve en terrenos muy delicados y peligrosos. Cuando sale airoso de ellos, le salen grandes películas como ésta que nos ocupa. En cambio, cuando se le va la pinza, y se pierde en sus propios simbolismos, le salen películas incomprensibles como Caótica Ana, o  como Habitación en Roma, a pesar se su par de pesares.


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Mataharis

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Por la noche, en esta segunda película del ciclo que lleva por título Olvidos Imperdonables del Cine Español, rescato Mataharis, que llevaba meses pidiendo turno en la estantería. Y quedo, una vez más, prendado de la facilidad que tiene Icíar Bollaín para abordar historias tan complejas de un modo tan simple. Para lograr que sus actores y actrices siempre salgan impecables y creíbles; para que hablen como usted, o como yo, en el lenguaje de la calle, con acentos y expresiones que uno reconoce propios, o cercanos, y no esos envaramientos teatrales tan habituales en el cine patrio, donde los actores que interpretan a un carnicero de barrio y a su clienta marujona, pongamos por caso, declaman textos imposibles y engolan la voz de un modo ridículo.

Hoy es 24 de mayo. Consulto mis registros, que los tengo, aunque algo descuidados, y descubro, entristecido y preocupado, que sólo han pasado tres años desde la última vez que vi Mataharis En este suspiro de tiempo ya había olvidado una de sus historias principales, y de otra sólo conservaba el planteamiento inicial. ¿Cómo pueden sucederme estas cosas? ¿Dónde van a parar estos recortes de mi vida? ¿Qué oscuro proceso mental los lleva del aplauso a la papelera, de la emoción al olvido? ¿Qué dioses malévolos juegan así con mis recuerdos? ¿Cómo son capaces de robármelos antes mis propias narices? ¿Cómo pueden transportarlos a los sótanos de mi cabeza sin hacer un solo ruido? ¿Cómo transitan por mis carreteras interiores sin que ningún control los detenga, sin que ningún aduanero registre su paso? ¿Cómo lo hacen, estos habilidosísimos ladrones?



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