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Le Mans '66

🌟🌟🌟

Como esto del confinamiento va para largo, y además creo que he pillado el virus de la tontuna, he desperdiciado la tarde con otra película que ni me va ni me viene, como la de ayer de Los Vengadores. Le Mans ’66 es una película de coches de carreras, viejunos, del año 66 precisamente, pero que corrían casi tanto como los de ahora, o incluso más. Se ve, por lo que cuentan en la peli, que aquellos tipos iban como locos, a velocidades de vértigo, matándose por las curvas, en coches que pesaban cada vez menos y aceleraban cada vez más. Y que en esto, para poner freno, y salvar vidas, la tecnología del automóvil ha ido involucionando para poder evolucionar, y ha bajado las revoluciones del motor para que ahora, en el año 2020, los coches no anden ya por los 400 kms/h o más, como aviones a punto de despegar de la pista.



    Uno, la verdad, ha visto Le Mans ’66 rascándose la cabeza como un primate que no entiende nada, curioso y fascinado, eso sí, pero sin llegar a comprender la entraña del asunto -más allá de que los americanos siempre ganan cuando se lo proponen, claro, y sólo pierden cuando les da la gana, o cuando deciden no presentarse, porque están a cosas más importantes. Pero nada más. En lo puramente automovilístico, que es lo que aquí se explicotea, yo ando más bien pez, y pez en tierra además, porque de coches, lo confieso, sólo sé que tienen cuatro ruedas, que llevan gente dentro, y que en el maletero caben varios paquetes de papel higiénico del Mercadona. Y esto según los modelos, claro, porque los coches baratos tienen maleteros pequeños, los coches caros incrementan su capacidad, y luego, curiosamente, cuando llegas a las gamas más altas, que son los coches deportivos como los de la peli, los maleteros vuelven a hacerse más pequeños, casi residuales, como si el yupi o la ricachona de turno presumieran de “yo no lo necesito, mi criado hace las compras por mí…”.

    Y poco más, por mi parte, de sabidurías automovilísticas: que unos coches van con gasolina, y otros con gasóleo, y que unos contaminan menos, pero corren más, o viceversa, o qué se yo... Los coches no son lo mío, definitivamente. Nunca tuve, ni de niño, ni de mayor, y cuando los hombres de verdad se ponen a hablar de sus autos, o de la Fórmula 1, o de la carrera NASCAR de Rayo McQueen, yo, avergonzado, en el bar, miro el periódico distraídamente, esperando que se les acabe la gasofa.



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Agosto

🌟🌟🌟🌟

Cuando no es Navidad, las familias mal avenidas tratan de esquivarse como pueden. Hijos y madres, sobrinos y abuelas, se inventan excusas para no coincidir y no terminar a voces o a reproches. O incluso a hostias. Fingen teléfonos entrecortados, enfermedades contagiosas, labores incompatibles... Pero llegan las fiestas entrañables y la mayoría no es capaz de resistir la presión. Son los anuncios de la tele, o las luces del vecino, o el turrón que compraron antes de tiempo y que al morderlo les traslada a los tiempos de la infancia. Piensan que, quizá, esta Navidad va a ser diferente porque es año bisiesto, o impar, o cualquier otra razón cabalística. La primera Navidad de otras muchas felices que están por llegar... Sólo es cuestión de ponerle voluntad, de dejarse llevar. Dos mil años de tradición no pueden estar tan equivocados.

    Sea como sea, al final las familias disfuncionales se reúnen a finales de diciembre del mismo modo que la familia Weston se reúne a mediados de agosto en la película. Y nunca sale bien, la encerrona. En Nochebuena la cosa suele ir más o menos templada en el aperitivo del consomé, o en el primer ataque a los langostinos. Hay sonrisas, buenas intenciones, la conversación fluye... Pero llega el plato principal y algo empieza a agitarse dentro de las tripas. La primera sensación de una impostura, de una farsa teatral. Es entonces cuando alguien, el menos contenido de la familia, lanza la primera puya, quizá en tono irónico, sin maldad consciente. Pero esa puya tontorrona abre la primera grieta, y es como el primer alemán del Este que empezó a aporrear el muro de Berlín con el mazo... Llegan los postres y ya todo es hostilidad entre los comensales. La familia ha regresado a su ser, a su verdadera esencia de incomunicación, y las viejas historias ponzoñosas apenas dejan saborear la bandeja final de los dulces.





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Los archivos del Pentágono

🌟🌟🌟

Yo le quiero mucho, a don Steven. En mi cinefilia ramplona y provinciana, tan alejada de las recomendaciones del Cahiers du Cinéma, Spielberg me ha regalado películas cojonudas, imprescindibles, qué digo, ¡obras maestras!, aunque la crítica oficial me borre de sus órganos colegiados. Ya digo que le quiero mucho.

    Pero hay que reconocer que, últimamente, no está en forma. Hace un cine correcto, intachable, de clase magistral, porque él es the fucking master, pero se nos está haciendo mayor, abuelete. Y como todas las personas mayores de aquí y de allá, de la fría Meseta o de la cálida California, ha caído en la manía de contar varias veces la misma anécdota, y de subrayar lo que es obvio, y de cogernos del brazo con insistencia para que sigamos prestándole atención. Son tics de anciano que me temo, ay, van a ir a más... 

Ver sus películas más recientes es como visitar al abuelo los domingos por la tarde, allá en su casa de renta reducida, o en su asilo de jardín con monjas sonrientes. Una cita agradable en la que el abuelete, siempre lúcido, cuenta historias de mucha enjundia sobre las guerras de antaño o sobre el viejo periodismo. Pero al final termina estropeándolas porque piensa que nos hemos vuelto sordos, o lelos, o desatentos, y nos lo remarca todo con músicas, con redundancias, con golpes de efecto que se veían venir a diez leguas de distancia.

    Los archivos del Pentágono es una buena película. Nos ha jodido. Es Steven Spielberg hablando sobre la filtración de Daniel Ellsberg. Un momento histórico para el periodismo de papel. Habría que ser un verdadero inútil para estropear una historia así, con estos actores, con esta actriz principal tan eficiente. Pero la película no es, ni de lejos, Todos los hombres del presidente. La película de Pakula es fría, implacable, perfecta como un reloj fabricado por los suizos. Ella sí que nos toma por espectadores inteligentes, despiertos, que van siguiendo las miguitas de pan hasta toparse con Richard Nixon en la Casa Blanca. Dan ganas horribles de volver a verla. De hecho ya estoy buscándola por mi videoteca. Por la P de Pakula, que es la única de su apellido. Ya digo que mi cinefilia deja mucho que desear…



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