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El topo


🌟🌟🌟🌟

No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.

    Los dos, John le Carré y Graham Greene, fueron agentes de inteligencia al servicio de Su Majestad, y saben bien de lo que hablan cuando relatan ese ambiente de los conciliábulos, de los vasos de whisky que se comparten al final de la jornada entre colegas que se admiran y se envidian entre sí. Y que también, por supuesto, se espían por el rabillo del ojo, por si alguno de ellos fuera el famoso topo que trabaja para los soviéticos.



    Los dos autores escriben con un tono parecido, tristón y lluvioso, y eso no puede ser casualidad. Se nota que abandonaron la carrera por la misma puerta de atrás, la de los desencantados que tenían historias que contar. Los personajes de sus novelas son hombres inteligentes pero grises, que ya vienen de vuelta del oficio, o que permanecen en él porque se les da bien espiar y enredar, y de algo hay que comer. Hombres que al principio se apuntaron porque pagaban bien, porque les daba caché ante las mujeres, o, simplemente, porque querían hacer carrera dentro de la administración.

    Algunos, incluso, empezaron creyendo que libraban una guerra trascendente contra el comunismo manejando teletipos y sellando documentos con el “top secret”. Pero poco a poco descubrieron que su trabajo sólo era un trasiego de papeles, un tráfico de secretos que en el fondo no eran más que gilipolleces, cosas muy banales que unos se robaban a otros para justificar los sueldos y los viajes a Estambul, o a Viena, donde se cortaba el bacalao de los intercambios y se compadreaba un poco con el enemigo, entre alcoholes y prostitutas.

    La Guerra Fría, como todos sabemos, la ganó la hamburguesa, y no la carrera de armamentos, ni la labor de los intrigantes. Los alemanes de la RDA que derribaron el Muro de Berlín sólo querían probar la McRoyal con queso, que veían a todas horas anunciada en la televisión occidental.



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