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Esta casa es una ruina

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El mensaje de la película es que todo se puede arreglar “si tiene buenos cimientos”. Lo mismo las casas que los amores, por muy derruidos que nos parezcan. La teoría parece correcta, pero habría que definir con precisión qué es eso de “los buenos cimientos”. Porque yo he visto chozas de cuatro palos -habitacionales y románticas- que resistieron el paso de los vendavales y mansiones excavadas en la roca que se desplomaron con el primer soplido del lobo feroz. O sea: que zarandajas. Mensajes happy flowers en la américa reaganiana del optimismo.

En el fondo, por debajo de cualquier otro argumento, la ultrametáfora de que USA es una nación sólida que solo necesita reformas puntuales.

La película no está mal. Te ríes con cuatro chorradas y ya está. Te ríes, sobre todo, cuando Tom Hanks se ríe de ese modo tan particular. Pero de estas nimiedades a lo del “clásico del humor americano” media un abismo de tres pares cojones. La culpa es de ellos, de los nostálgicos de los años ochenta, que no dejan de dar la brasa. ¿No se puede ser nostálgico y crítico a la vez? Pero ellos nada: si la película pertenece a su infancia o a su adolescencia, obra maestra; y si es anterior o posterior, entonces ya sacan los cuchillos de la lógica. Son insoportables en realidad.

Por lo demás, “Esta casa es una ruina” nos recuerda que gran parte de nuestra felicidad personal no está en el amor ni en la filosofía, sino en la comodidad que prestan nuestros hogares. Qué sería de nosotros si de pronto saliera barro por los grifos o ya no hubiera agua caliente para asearnos. Cómo nos las íbamos a apañar sin la luz eléctrica que da vida a las bombillas, a la tele, a la máquina de afeitar. Al microondas de desayunar y al router de comunicarse. Se nos iba a ir cualquier felicidad por el sumidero si las paredes se desconcharan, los techos se desplomaran y las goteras nos inundaran. La mala hostia iba a ser guapa; y la discusión con la parienta, permanente. Estrés and no sex. 

Por mucho que digan, vivir en un poblado chabolista de Nigeria ayuda poco al bienestar emocional. 




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El puente de los espías

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“El puente de los espías” es una película irreprochable en lo formal. De un clasicismo inmaculado que ya sólo utilizan los directores viejales como Steven Spielberg: un hombre al que en este blog se le tiene por un santo cercano a los dioses, y al que se protege especialmente de los blasfemos y los maledicentes. También es verdad que la Guerra Fría es una guerra fotogénica como pocas, muy agradecida para la cámara, con esos espías y esos checkpoints, los sombreros de ala y los hálitos de vapor. 

En la película da gusto ver trabajar a Tom Hanks, que es un tipo con una facilidad insólita para pasar del humor a la tragedia, del chiste a la filosofía. Un actor descomunal al que se le ha quedado una cara extraña, como de lerdo inteligente, como de genio despistado. Y también da gusto ver en acción a Mark Rylance, que le secunda -y a veces hasta le primeriza- con otra cara de idiota muy listo que quedará para los anales. 

Pero el fondo de la película, ay, el contenido que desvirtúa a su continente, es una bobería a veces sonrojante. Ahora lo normal es que los americanos hagan escabechina de los desharrapados muyahidines o de los desnutridos norcoreanos, siguiendo las directrices del Pentágono. Pero de una película sobre la Guerra Fría, ya tan lejana, y tan vergonzosa para ambos bandos, uno esperaba mayor objetividad. Las películas con yanquis que defendían la paz en el mundo y comunistas que deseaban la esclavización del planeta parecían un asunto ya viejuno de las filmotecas. Pero se ve que no, que la maquinaria ideológica nunca descansa. 

El abogado al que da vida Tom Hanks no asalta Berlín repartiendo hostias como Rambo, ni patadas voladoras como Chuck Norris, pero sí es más inteligente que cualquier ruso borracho y que cualquier alemán del Este cegado por la corrupción. Hanks es un tipo listo, despierto, superior simplemente por ser americano y provenir de un país donde siempre brilla el sol y las mariposas revolotean sobre los niños felices y bien nutridos. En Berlín Este, en cambio, por culpa del comunismo, el cielo siempre está encapotado y te atracan los pandilleros por las esquinas. Y las mariposas son grises y alquitranosas. Lo nunca visto en Nueva York.



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Tienes un e-mail

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Hay que creer en el amor. No queda otra. Aunque sea viendo películas tan ñoñas. Para eso están: para alimentar la ilusión cuando alguien nos espera al otro lado de los cachivaches electrónicos. Si les pasó a esos suertudos de Tom Hanks y de Meg Ryan, ¿por qué no nos iba a pasar a nosotros aunque no seamos tan simpáticos, ni tan rubias, ni vivamos en Nueva York cuando llega la Navidad? Para eso está Hollywood: para que nuestros corazones no dejen de latir. Hollywood es el servicio de cardiología que nos atiende a través del televisor, cuando la congoja sube por el pecho y la oscuridad de noviembre se adueña de las ventanas.

Los soñadores del amor, en 1998, usaban unos ordenadores portátiles como maletines de la señorita Pepis, y se carteaban a través de los emilios, en los chats, que es como si nos hablaran de hachas de sílex en la cultura auriñaciense. Hay un personaje en la película que le pregunta a otro: “¿Tú te conectas a internet?” Es como ver un episodio de “Los Picapiedra” y en realidad no fue hace tanto. Pero da igual: el retraso tecnológico no te saca de la película. La esperanza del amor verdadero era entonces la misma que ahora: en los trogloditas, y en Meg Ryan y en Tom Hanks cuando el esplendor de su juventud. Él siempre tuvo cara de panoli pero lo disimulaba de puta madre, y ella era guapa, guapa a rabiar: el sueño anglosajón de cualquier platónico mediterráneo. A mí, al menos, Meg me ponía mucho.

Tenía que ver “Tienes un e-mail” porque a mi alrededor se están derrumbando amores que parecían destinados a la eternidad. Dos casi en la misma semana. Los terroristas del nihilismo han estrellado sus aviones contra dos torres bien altas, de cimientos profundos y consolidados, y han conseguido dañar su estructura fundamental. Hay bomberos trabajando en el incendio, pero me dicen que está la cosa muy jodida. Que son malos tiempos para la lírica. Lo cantaba Germán Coppini mucho antes de que se inventaran los correos electrónicos.



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Elvis

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T. y yo nos pusimos a ver “Elvis” sin que en realidad nos interesara demasiado la figura de Elvis Presley. T. porque siempre fue una roquera que prefiere a tipos inquietantes que hacen ruido de cojones, y yo porque nací lejos de Tennessee y el duende del rockabilly pasó de largo por mi cuna de bebé. Pero al final, enfrentados a la decisión binaria, nos pudo la cinefilia y la curiosidad, que son dos fuerzas muy poderosas que terminan por atornillar nuestros culos a los sofás.

En la primera hora de película, nuestros culos se quedaron así, más bien estáticos, acomodados a los valles y montañas del relleno removido. Baz Luhrmann asesina todos sus planos cuando apenas tienen cinco segundos de vida, e incluso menos, y el ritmo le sale frenético y muy marca de la casa. Pero Elvis, en esos compases iniciales, todavía no es el Elvis desatado que se pone ciego a pastillas y lo da todo sobre el escenario. Todavía no es Homer Simpson al volante del su camión, tomando pastillas para no dormirse y píldoras para coger un rato el sueñecito. En esta primera parte de la película, la estrella de la función es su representante, el “Coronel” Tom Parker, al que han puesto nariz de buitre pero cara de Tom Hanks para jugar un poco al despiste. Y el resultado es inquietante...

T. y yo asistíamos a la función interesados pero no seducidos. Si cambiábamos de postura era porque nos crujían las cervicales, o porque no encontrábamos acomodo para las piernas. Nada que dependiera de lo que íbamos viendo sobre la pantalla. Pero cuando Elvis ya se viste de Elvis sobre el escenario de Las Vegas, los cuatro pies empezaron a moverse, y las dos piernas a buscar soluciones musicales, y al pronto nuestras pelvis  ya se descubrieron entregadas a la causa, independizadas de nuestro previo desinterés. Porque la música se nos pegaba, y el ritmo se imponía, y Elvis -atrapado en su jaula de oro- empezaba a conmovernos. La película pasa de puntillas sobre sus muchos pecados capitales y eso también ayuda a empatizar con el personaje.




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Finch

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La película no es gran cosa, la verdad, aunque Tom Hanks siga siendo mucho Tom Hanks. A mí este tío me dice que vote a Santiago Abascal y le voto; me dice que me haga del Barcelona y me hago; me dice que salga desnudo a la calle y me despeloto en un pispás. Lo que usted diga, señor Hanks, Si usted lo dice, bien traído está, aunque vaya contra mis principios. Puede que en la vida real Tom Hanks sea un tipo insufrible y poco recomendable. A saber... Todos llevamos un demonio en el alma. Pero yo veo a este señor en mi televisor y para mí es como si hablara el papa de Roma: tiene una mansedumbre, una bonhomía, un no sé qué en la mirada, que aporta credibilidad a todo lo que hace. Le veo lavarse los dientes y pienso: “Tendré que cambiar la manera de cepillármelos. Mira cómo lo hace Tom Hanks...”. Cuando llegue el cataclismo climático y el sol insoportable, le recordaré a él, su método y su mesura. Una vez conocía a una mujer que me dijo que Tom Hanks le caía mal y tuve que bloquearla. Así son las cosas.

La película no es gran cosa, ya digo, pero sale un perrete desvalido, y muy simpático, y es ponerme un perrete en la función y soy como la reina Isabel I de Inglaterra, que bostezaba en el gallinero hasta que soltaban un perro por el escenario y se meaba de la risa. O lloraba de la emoción. La entiendo muy bien. Los perros me superan, me pueden. Quizá yo mismo sea un perrete y todavía no he alcanzado la metamorfosis. Eso explicaría muchas cosas... Siento por los perros una simpatía que no siento por el 98% de los humanos. Veo un mendigo con perrete y me deshago; veo a un hijoputa maltratando a un perro y me sale una vesania incontenible. Hoy veía “Finch” y no dejaba de mirar de reojo a Eddie, acurrucadito en su sofá. ¿Cuánto le queda de vida: seis, siete años, si la cosa se nos da bien?  Es... un suspiro, al ritmo que va el calendario. Pero yo mismo podría morirme antes que él, de cualquier cosa, justo ahora que empieza el campo minado.

Le miraba y no dejaba de pensar qué sería de él si yo faltara. Yo no sé construir robots cuidadores. Tendría que confiárselo a un allegado, como hizo Ricardo Darín con Truman. ¿Pero a quién...?







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La terminal

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En el fondo no estaría tan mal, vivir en una terminal de aeropuerto, como demuestra Tom Hanks en la película con su sonrisa bonachona. Por un período de tiempo razonable, claro, no la vida entera, pero sí unas semanas, quizá un par de meses, para poner en paréntesis los asuntos internos y sacar el portátil de una vez para ponerse a escribir. Dejar ahí fuera, tras los ventanales, la tentación del fútbol, de las señoras, de la caña barriguna con el amigo; poner en suspenso las mil y una distracciones que conspiran contra la disciplina de escribir y hala, buscarse un escondrijo como el de Víctor Navorski para que vayan pasando los días, sólo pendiente de que las musas que viajan en los aviones -de la Ceca a la Meca, de Algeciras a Estambul- caigan, por una simple cuestión de probabilidades, en el aeropuerto donde está uno, bellísimas y encantadoras, con esa sonrisa que de pronto te enciende el interruptor neuronal y te deja combustible para diez o veinte páginas de corrido.

Sí, en efecto: una musa muy parecida a Catherine Zeta Jones, que al pasar a tu lado te deje turulato, y ya todo sea pensando en ella, o derivado de ella, o dedicado a su nombre y a su memoria.

El drama de la película surge al principio, porque el encierro de Víctor Navorski es sorpresivo e injusto, y no concibe que pueda sobrevivir allí mucho tiempo, entre tiendas duty free y escaleras mecánicas. Pero luego, una vez asumido el golpe, viene eso: el retiro espiritual, el aislamiento monacal, aunque por allí, por el claustro excesivo de aire modernista, pase todo quisqui camino de su trabajo o de su ocio. Pero la gente, en movimiento, es una masa única, un solitario aunque enorme transeúnte, y a las pocas horas de sentirlo rondar ya te acostumbras a su presencia, y puedes concentrarte en la tarea. Lo que molestan son los golpes en la pared, y los televisores de los vecinos, pero no el rumor continuo de las gentes que viajan, que son como las olas del mar, o como los sonidos del viento.  



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Seinfeld. Temporada 2

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Seinfeld, en realidad, es una versión libre de Big, aquella película en la que Tom Hanks vivía entre adultos con cuerpo de hombre, pero con edad de adolescente. Los cuatro prendas de Seinfeld no le pidieron a la máquina de Zoltar que acortara los plazos: ellos, simplemente, se han ido rezagando poco a poco, perdiendo comba entre tonterías y distracciones, hasta que un día descubrieron -demasiado tarde, pero tampoco sin montar una tragedia- que se habían plantado en la treintena con una inmadurez de colegiales.

Elaine y George, Jerry y Kramer, son cuatro teenagers infiltrados en el mundo del trabajo, de las relaciones serias, de las decisiones inmobiliarias... Disimulan porque ganan dinero, son autónomos y se comportan con cierta racionalidad en los espacios públicos -a veces ni eso-, pero en realidad son personas que viven fuera de contexto, fuera de época, con el software sin actualizar. Ellos van al trabajo como antes iban al instituto, y en el amor siguen usando el “te ajunto”, o el “no te escucho, cucurucho”. La gente se ríe de ellos, y trata de evitarlos, pero a ellos les da igual porque nada les parece trascendente o definitivo. Son tontainas pero felices.  

Seinfeld es mi serie preferida porque me veo reflejada en ella. Qué le vamos a hacer. Nobody is perfect... Yo podría haber sido el quinto Beatle de la pandilla. El vecino de Jerry Seinfeld que nunca sale en las tramas. Otro tipo como Newman, el gordito, que también se las trae el gachó... Tengo anécdotas personales para aburrir. Cosas tan estúpidas, tan seinfeldianas, que Larry David y compañía podrían hacer con ellas una temporada completa. Sólo habría que cambiar León por Nueva York y repensar un poco el vestuario. 

Yo también soy un inmaduro que da el pego, un gilipollas que se traviste de ciudadano. A punto de cumplir los cincuenta años, he aprendido a disimular mi tontería, pero nada más. Sigo prefiriendo la fantasía a la realidad, y la divagación a la responsabilidad. No sé enfrentarme a la vida, pero puedo pasarme horas hablando en el Monk’s Café. Sí, lo sé...







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Salvar al soldado Ryan

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La gran suerte de mi generación es no haber tenido que desembarcar nunca en Normandía, o en Alhucemas, a seguir la Reconquista. Por muy mal que vayan las cosas -la crisis económica, el coronavirus, el desamor, la Ayuso o la falta de gol de Vinicius- creo que al menos ya me he librado de la guerra. A punto de cumplir cincuenta años, y con el poco running que practico, no creo que me reclutasen para subir a una barcaza de desembarco a primera hora de la mañana, cargado con el fusil y con el petate, y jugarme el pellejo ante una ametralladora marroquí por defender los intereses de la burguesía: un caladero de pesca, o un yacimiento de fosfatos. O el orgullo patrimonial de un Borbón desalmado. Ahora la burguesía -eso hay que agradecérselo- solventa sus ambiciones engañando a los electores. Las revoluciones proletarias, que los acojonaban, hace tiempo que quedaron desactivadas.

En caso de guerra me destinarían a la retaguardia, a hacer no sé qué, la verdad, porque fuera de mi oficio soy como un pez fuera del agua. Pero me libraría sin duda de la escabechina del frente: de la toma de la playa, de la conquista del pueblo, del asalto al nido de ametralladoras.... Es terrible ver Salvar al soldado Ryan y pensar que si uno hubiera nacido en Iowa hace un siglo, estaría ahí, con el capitán Miller, pensando que voy a morir al siguiente segundo, o al siguiente, paralizado por el terror, cagado en los pantalones, llorando como un niño... No es poco esto que digo. Damos por descontada esta vida no-beligerante que llevamos, alejada de cualquier hazaña bélica que no sea la isla de Perejil -que ni como broma tuvo puta la gracia. A pesar de todo lo que nos quejamos, disfrutamos una vida feliz que sólo conoce la guerra por las películas, o por la televisión. Pero hace sólo dos generaciones, la guerra era lo habitual, y todos los jóvenes se curtían peleando en una trinchera. Era su ritual de entrada en la adultez, como ahora lo es apuntarse a la lista del paro. O se curtían, o caían muertos en la batalla. Una de dos. Así salieron, los supervivientes, hechos de piedra, resistentes a la helada y a la canícula, impertérritos ante la majadería.

He hablado de mí, pero no de la generación de mi hijo. Él ahora tiene 21 años. Tiene la edad de estos pipiolos que desembarcaron en Omaha, o cayeron en paracaídas con la 101 Aerotransportada. En la tele, hay un fascista con barba de chivo que todos los días habla de la bandera, de la patria, del orgullo de ser de aquí y no del otro lado del mar. En sus ojos de lunático veo el sueño renovado de hazañas imperiales. Me da miedo de verdad.



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Noticias del gran mundo

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A veces, cuando veo a Eddie tirado en el sofá, aburrido en el encierro que separa sus paseos, me pregunto si esta vida es la más adecuada para él. Eddie, a su modo, también es un kiowa de las praderas, un ente salvaje que un día apareció abandonado en un camino, como la niña Johanna que se encuentra Tom Hanks camino de sus lecturas. Conmigo Eddie tiene la comida asegurada, el agua, el calor, el paseo puntual por el monte. Hasta sanidad privada, tiene, el muy jodido. Otros perros de por aquí jamás salen sin correa, o languidecen atados en las fincas. Ay, si uno gozara del poder de mover objetos con la mente... Milana bonita.

Puede que sea una sandez, pero a veces siento con pena que éste no es su lugar: que él sería más feliz vagabundeando, libre como un indio, cazando durante un rato y luego tirándose a la bartola en cualquier lugar, a la sombra de un árbol, o al solete de unas hierbas, saludando con el rabo a los que se acerquen a saludar.

A veces también siento que La Pedanía no es mi lugar, aunque la glose de vez en cuando en las fotografías. Siento que me pasa como a Tom Hanks en la película, que tampoco se encuentra a sí mismo. Él, como yo, ha emprendido un vagabundear por la geografía que ya dura demasiado, sin atreverse a detener el carromato. Él sabe que su lugar en el mundo es San Antonio, pero le faltan las agallas, le tiembla el pulso, y le carcomen los recuerdos. Yo, por mi parte, sé que mi sitio está en el mar, en el Norte, como si las olas me llamaran, y la lluvia fuera mi elemento. Pero nunca he tenido el valor de rehacer el petate, de embarcarme en tierra para llegar hasta la orilla.

Afortunadamente, para seguir procrastinando en mi decisión, tengo las estadísticas de mi lado. La Pedanía del siglo XXI es un lugar mucho más prometedor para la longevidad que el Far West del siglo XIX. Hanks, en la película, en un viaje de pocas semanas, tiene tiempo de enfrentarse a varios tiroteos, a un tornado, a un accidente de carromato, a un brote de cólera, a una maldición atravesada que le lanzan los kiowas... Le pasa de todo. Le roza la muerte en demasiadas ocasiones, y al final concluye que ya es hora de dejar de hacer el indio, siendo el, además, anglosajón, y excapitán de los ejércitos. Casi nadie llega a viejo en el Far West, y hay que tomar las decisiones importantes con más celeridad. Yo, de momento, sigo aquí, rascándome la barriga, deshojando la margarita, agarrado como un gilipollas a la esperanza de vida que marcan las estadísticas.



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Náufrago


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He puesto Náufrago en el DVD para coger un poco de moral, y tomar notas, y ejemplo, ahora que el gobierno nos va a ampliar el confinamiento, y que esta casa ya empieza a coger el aire y la brisa de una isla desierta en  el continente. Quería recordar, viendo la película, que si Chuck Noland se pasó cuatro años en la isla del Pacífico sin televisión y sin teléfono, sin microondas y sin ordenador, y sobrevivió, y aprendó una lección, y además adelgazó todos los kilos que le sobraban, por qué no, Álvaro Rodríguez, que vive rodeado de comodidades, con un panadero que pasa todos los días a las 12 para traer el sustento básico sin tener que cazarlo, ni ponerlo al fuego, por qué no, digo, iba a soportar 6 semanas y las que vengan después con la sonrisa en la boca, y el espíritu no diré que alborozado, pero sí al menos sereno, imitando casi al de un nepalí en su montaña. Por qué no tomarse este accidente de la vida como eso: una aventura en la isla desierta, pero de mentirijillas, con tecnología, y colchón para dormir, y vecinos que comparten la arena y los cocoteros. Y un océano de tiempo disponible, en cualquier dirección en la que mires, sin que nadie venga a rescatarte por miedo a las patrulleras.



    Y lo cierto es que al levantarme -bueno, no exactamente al levantarme, sino tras ducharme, y asimilar el primer café- descubro con una punzada de optimismo que dispongo de 16 horas limpias por delante, confinadas pero libres, para hacer lo que quiera dentro de la ley: leer, y ver películas, y escribir chorradas, y llamar por teléfono, y cotorrear en las redes, y tomar aire en la calle aprovechando que Wilson, perdón, Eddie, mi perrete, es un sujeto paseable que entra dentro de la normativa. Pero luego, según avanza el día, uno se desinfla, y se pierde en bobadas, y lamenta el desperdicio de las horas para una vez que las tenía todas, glotonamente, como en un regalo inesperado de los dioses. Hay quien encuentra placer en el asesinato improductivo del tiempo, pero yo no. Cuanto más tiempo tengo, menos lo valoro, y es como si a uno le dijeran: "vas a vivir mil años", y se tira a la bartola, pensando que ya habrá vida suficiente para hacer cosas interesantes.


    Al final, ya ves tú, he terminado la película llorando, disparándome por la culata, porque lo del naufragio de Tom Hanks es casi lo de menos, y lo que verdaderamente duele es verle perder al amor de su vida, que le esperó sin olvidarle, pero que tampoco tenía tiempo que perder.



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Esperando al rey

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La tecnología de la galaxia muy lejana ha llegado por fin a la Tierra. Aquel holograma de la princesa Leia pidiendo ayuda a Obi-Wan ya no es ciencia-ficción en Esperando al rey, que es otra película que transcurre en un desierto de arena donde los protagonistas ya no saben si lo que ven es real o producto de una insolación. 

    Alan Clay, el vendedor de hologramas perdido en esta versión terrícola de los desiertos de Tatooine, ha despertado en mí una simpatía inmediata. Una identificación contra todo pronóstico, porque él es un alto ejecutivo que negocia contratos millonarios mientras uno recibe sueldos menguados enseñando a hacer oes con los canutos. Pero Alan, como en un espejo que de pronto ha sustituido la pantalla del televisor, resulta que también está madurito, fondón, decaído... También tiene pesadillas que le alteran el sueño y le hacen ir todo el día como alucinado, como gilipollas perdido. También le persiguen los recuerdos de las malas decisiones, de los caminos torcidos, de las vergüenzas sin solución. Si el destino laboral le ha llevado a un país extraño que no acaba de entender, con costumbres medievales y gentes inescrutables, a mí, hace veinte años, el periplo pedagógico me trajo a esta comarca que sigue pareciéndome ajena y provisional, con su clima tropical, sus asuntos agropecuarios, su gozoso aislamiento de las televisiones de pago y de las películas subtituladas.

    Alan, que anda tan lost in traslation en Arabia como el pobre Bill Murray en Tokio, presiente que está en una encrucijada vital y definitiva: a un lado la decadencia, el sinsabor, la enfermedad... El apagamiento. Al otro lado, una segunda oportunidad para tomar oxígeno y revivir. Quizá un empujón laboral que lo redima de los viejos fracasos; quizá el amor con una mujer inesperada y reluciente. El romance ideal es una semilla tan inaprensible como caprichosa, y germina donde uno menos se lo espera. Incluso entre las dunas del desierto. 





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Los archivos del Pentágono

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Yo le quiero mucho, a don Steven. En mi cinefilia ramplona y provinciana, tan alejada de las recomendaciones del Cahiers du Cinéma, Spielberg me ha regalado películas cojonudas, imprescindibles, qué digo, ¡obras maestras!, aunque la crítica oficial me borre de sus órganos colegiados. Ya digo que le quiero mucho.

    Pero hay que reconocer que, últimamente, no está en forma. Hace un cine correcto, intachable, de clase magistral, porque él es the fucking master, pero se nos está haciendo mayor, abuelete. Y como todas las personas mayores de aquí y de allá, de la fría Meseta o de la cálida California, ha caído en la manía de contar varias veces la misma anécdota, y de subrayar lo que es obvio, y de cogernos del brazo con insistencia para que sigamos prestándole atención. Son tics de anciano que me temo, ay, van a ir a más... 

Ver sus películas más recientes es como visitar al abuelo los domingos por la tarde, allá en su casa de renta reducida, o en su asilo de jardín con monjas sonrientes. Una cita agradable en la que el abuelete, siempre lúcido, cuenta historias de mucha enjundia sobre las guerras de antaño o sobre el viejo periodismo. Pero al final termina estropeándolas porque piensa que nos hemos vuelto sordos, o lelos, o desatentos, y nos lo remarca todo con músicas, con redundancias, con golpes de efecto que se veían venir a diez leguas de distancia.

    Los archivos del Pentágono es una buena película. Nos ha jodido. Es Steven Spielberg hablando sobre la filtración de Daniel Ellsberg. Un momento histórico para el periodismo de papel. Habría que ser un verdadero inútil para estropear una historia así, con estos actores, con esta actriz principal tan eficiente. Pero la película no es, ni de lejos, Todos los hombres del presidente. La película de Pakula es fría, implacable, perfecta como un reloj fabricado por los suizos. Ella sí que nos toma por espectadores inteligentes, despiertos, que van siguiendo las miguitas de pan hasta toparse con Richard Nixon en la Casa Blanca. Dan ganas horribles de volver a verla. De hecho ya estoy buscándola por mi videoteca. Por la P de Pakula, que es la única de su apellido. Ya digo que mi cinefilia deja mucho que desear…



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La guerra de Charlie Wilson

🌟🌟

    Después de muchos siglos viviendo en la Edad Media, en Afganistán, a finales de los años setenta, llegó al poder un gobierno de corte progresista que prohibió la usura, promovió la alfabetización y separó la religión del Estado. Una pandilla de reformistas que aprovecharon el impulso para perseguir el cultivo del opio, legalizar los sindicatos y establecer un salario mínimo para los trabajadores. Comunismo puro.

    Finalmente, para terminar la faena, porque estos tipos parecían tan peligrosos como insaciables, promovieron la igualdad de derechos para las mujeres, que llevaban viviendo en el ostracismo agropecuario desde los tiempos de Alejandro Magno y su esposa Roxana -la mujer afgana más famosa de la historia hasta que apareció aquella muchacha en la portada del National Geographic. Luego aprobaron leyes tan alarmantes para la mujer como la no obligatoriedad de usar el velo, el derecho a conducir libremente un vehículo o facilitar su acceso al mercado laboral y a los estudios universitarios. Unos rojos de mierda, ya digo.

    A los conservadores de dentro, y a los demócratas de fuera, no les pareció nada bien que este ejemplo reformista cuajara en Afganistán, así que hubo un contragolpe de Estado: tiros y arrestos, cárceles y venganzas, hasta que la Unión Soviética decidió intervenir en el asunto. Y se metió en el avispero. Los soldados de Brezhnev venían a poner orden en un país amigo, sí, pero también aprovecharon la refriega para avanzar posiciones geoestratégicas hacia el Golfo Pérsico. Una pandilla de pastores armados de kalashnikovs nada podían hacer contra el Ejército Rojo y sus vehículos blindados, así que la guerra parecía un paseo militar para los malos de la película. 

    A los americanos, este pifostio les pilló armando contrarrevolucionarios en las selvas de Centroamérica, donde sus muchachos asesinaban a cualquiera que pronunciara la expresión "reforma agraria" o  "justicia para los pobres". Y ahí, en ese pasmo, en esa duda militar, empieza La guerra de Charlie Wilson, que cuenta cómo un congresista mujeriego, vividor, sólo pendiente de los cabildeos de Washington y de los asuntos locales de su Texas natal, se cayó un día del caballo camino de Kabul y dedicó su fe democrática a dotar de armamento pesado a los muyahidines que resistían en las montañas.


    La película, por supuesto, es un pastiche propagandístico pensado para el pueblo norteamericano. El planteamiento del guión -irreconocible en Aaron Sorkin- es tan infantil, tan esquemático, que sonroja a cualquier espectador medianamente informado. Es todo tan estúpido y tan maniqueo que al final de la película, con los soviéticos ya en retirada, ningún personaje se para a pensar qué van a hacer ahora con los fanáticos muyahidines armados hasta los dientes. Es como si la realidad, tozuda, fuera por un lado, y la película, aunque basada en hechos reales, pareciera colgada de una nube de algodón.



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Capitán Phillips

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Uno siempre se ha preguntado qué haría en una situación límite como la que vive el capitán Phillips en la película que narra su desventura. Uno se imagina secuestrado por un grupo de somalíes belicosos, encerrado en un bote de salvamento camino de la costa pirata, y lo primero que se le viene a la cabeza es una flojera de esfínteres, un desmayo, una escena patética de súplicas y besapiés. John Turturro en el Miller's Crossing...

    Uno, por fortuna, jamás se las ha visto con tipejos armados que chillan y amenazan de muerte. Ni un simple atraco de yonqui, que ya es decir, siempre viviendo en provincias, alejado del mundanal ruido, con pocas cosas que hacer en las madrugadas tentadoras. Hay quien dice que los héroes surgen insospechados y sorpresivos, y que es la circunstancia, y no la predisposición, quien los fabrica en el momento. Pero no lo creo. Ya son muchos los años que he pasado en mi propia compañía, y me conozco lo suficiente para saber que en el lugar del capitán Phillips me habría comportado como un cobarde, como una auténtica nenaza. Como aquel capitán infausto del Costa Concordia... Todas las cosas que Tom Hanks discurre con inteligencia preclara en la película a mí se me irían por el ojete de puro canguelo, y no hubiera sobrevivido ni a la mitad de las tesituras que este hombre tuvo que pasar.  



    Por lo demás, hay quien dice que Paul Greengrass ha perdido una oportunidad de oro para hacer pedagogía política con su película. Que los malos del asunto le han quedado demasiado malos, casi caricaturescos, negros chillones que desorbitan los ojos armados del Kalashnikov. Sólo al principio de la película, en cuatro pinceladas apresuradas, nos cuentan que estos piratas se lanzan al mar obligados, amenazados por los señores de la guerra que luego se llevan la pasta gansa de los rescates. Pero, luego, en el transcurso de la refriega, los moros resignados a su suerte se convierten en malos de pacotilla que se dejan llevar por la violencia gratuita y gritan consignas muy islamistas contra los yanquis. Que una película esté basada en hechos reales no significa, en principio, que plasme al dedillo los hechos reales. Sólo el capitán Phillips verdadero conoce la desviación -si es que la hay- entre la realidad y la ficción.




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Ladykillers

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Que dos mentes privilegiadas de la escritura cayeran en el pecado mortal de hacer un remake, nos hizo comprender que los hermanos Coen, cuando emprendieron la adaptación de Ladykillers, se habían tumbado a la bartola, o se habían quedado sin ideas. O que vieron una comicidad particular que podían trasladar al profundo sur americano, donde el río Mississippi riega los campos y a veces siembra las tontunas. 

    Al final les salió una película divertida, de las suyas menores, con mucho personaje estúpido que lleva pintado en la cara su destino funesto. Ladykillers no es una mala película, pero tampoco es magistral. Es un quiero y no puedo que deja las sonrisas a media asta. El quinteto de la muerte ya era una obra modélica, un clásico venerado. Nadie iba a superar la malevolencia de Alec Guinness o la cara de tonto que tenía Peter Sellers haciendo sus pinitos. Los remakes son para los cineastas sin recursos, para las productoras sin argumentos. Pero no para los hermanos Coen, que tanto habían demostrado, y tanto demostraron después.

    Sucede, además, que los Coen olvidaron una de las leyes fundamentales sobre la estupidez: que los estúpidos, amén de ser muy abundantes, muy pocas veces aparentan su condición. Viven camuflados en cualquier actividad humana, en cualquier clase social, en cualquier rincón de nuestra vida cotidiana. Puede ser el camarero que nos sirve el café o el jefe que nos espía por las esquinas; el contertulio con el que hablamos de fútbol o el doctor en Filosofía que diserta en la radio nocturna. O nosotros mismos, incluso, que vagamos en la ignorancia de nuestro yo más profundo. 

    Es en ese conflicto soterrado que mantenemos con los estúpidos, o que los inteligentes mantienen con nosotros, donde los Coen construyeron sus películas inmortales. Estúpidos que triunfan a pesar de todo, o que terminan pegándosela después de ponerlo todo patas arriba fueron Nicholas Cage en Arizona Baby; Tim Robbins en El gran salto; Willian H. Macy en Fargo. Pero en Ladykillers todos los personajes son imbéciles, y se comportan como tal, y además ponen caras de gilipollas todo el rato, y es como si uno estuviera viendo un sainete, una broma entre cuatro amigos que parecen algo tarados, y no la lucha secular entre los estúpidos y los inteligentes que lo mismo sirve para construir las grandes tragedias que las grandes comedias. Y Ladykillers, ay, no lo es.


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Sully

🌟🌟🌟

Siempre que en el telediario aparece un estadounidense protagonizando un acto de heroísmo, todos sabemos que tarde o temprano ese fulano, o esa fulana, tendrá su película explicativa y laudatoria. Desde que los cineastas llegaron a Hollywood con las cámaras robadas a Edison, el gran tema de la filmografía americana es el retrato del héroe, o de la heroína. Ellos son la fuente que nunca cesa de manar, la inspiración perpetua que alimenta las historias y los guiones. Porque además, para los americanos, un héroe puede ser cualquier persona enfrentada a las circunstancias. No necesitan grandes conquistadores, ni eximios genocidas, para componer una banda sonora grandilocuente y sacar la bandera de marras a pasear. Lo que otros simplemente llamaríamos deber, o gaje del oficio, o incluso rapto benéfico de locura, ellos, los yanquis, tienen una habilidad especial para revestirlo de acto único y singular, con moraleja incorporada.  

    A Chesley Sullenberger, el piloto de US Airways que amerizó en el río Hudson salvando la vida de ciento cincuenta pasajeros, sus compatriotas han tardado siete años en dedicarle el biopic. La actualidad ha estado muy agitada en los últimos tiempos, muy convulsa, y otros héroes más belicosos han reclamado su película correspondiente. Hasta que llegó Clint Eastwood con la cámara, y Tom Hanks con el pelo teñido, y entre ambos rodaron este homenaje que uno temía enfrentar en la tarde aterida de invierno. Pero pudo más la curiosidad que el miedo, el aburrimiento que el prejuicio, y pertrechado para ver una hagiografía infumable, me encontré con una película muy estimable, didáctica incluso, que se preocupa más del acto heroico que del héroe que lo consuma. 

    En Sully, aunque parezca contradictorio, se habla muy poco de Chesley Sullenberger. Fuera de ese momento único en la cabina del Airbus, cuando el piloto decide realizar una maniobra desesperada sobre las aguas semicongeladas, la vida de Sullenberger es muy parecida a la de cualquiera de nosotros, con la rutina, la familia, la preocupación por el futuro laboral... Clint Eastwood y sus guionistas saben que fuera de ese momento cuasi-mágico, de intuición inexplicable, Sully es un buen hombre cuya biografía no daba para rellenar noventa minutos de metraje, aunque su nombre acapare el título completo, y el tipo nos caiga ciertamente de puta madre. 




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Hermanos de sangre

🌟🌟🌟🌟

En el primer episodio de Hermanos de sangre, antes de que se inicie la acción bélica sobre Normandía, salen los soldados reales que saltaron en paracaídas o se batieron en las playas. Son octogenarios todavía muy lúcidos que cuentan la batallita de cómo fueron reclutados por el tío Sam allá en sus granjas de maíz, o en sus barrios periféricos de la ciudad. Ellos no dudaron ni un segundo en alistarse cuando les advirtieron que su país, su democracia, corría serio peligro. Dicen que fue tal el fervor patriótico, el ardor guerrero, que algunos muchachos se suicidaron al ser rechazados por el ejército, avergonzados de tener una miopía, un pie plano, un cerebro disfuncional, y quedar impedidos para combatir junto a sus camaradas en las selvas del Pacífico, o en los bosques europeos.

    La intención de Hermanos de sangre es, obviamente, que nos estremezcamos de simpatía por estos abueletes del sonotone. Que aplaudamos su arrojo, que admiremos su valor, que nos pongamos en su lugar si algún día los marroquíes invadieran Algeciras, o los norcoreanos bombardeasen Albacete, y tuviéramos que responder a la llamada rojiguáldica de nuestra bandera... ¿Nos invadiría el mismo afán, el mismo calor que hierve la sangre? Yo, en mi caso, que vivo despatriado de la tierra, alérgico al himno nacional, inmune a la arenga y a la soflama, lo dudo mucho. O eso, o que quizá soy un cobarde que racionaliza su postura. A saber... 

    Aunque los veteranos de la Easy Company se han convertido en unos ancianos entrañables y venerables, y uno, acojonadito en el sofá, no tiene más remedio que envidiar su valor en la batalla, y su destreza en el combate,  a mí estos yayos de la II Guerra Mundial me dan un poco de yuyu. Quien coge el fusil alegremente para ir a la guerra sin sopesar los riesgos vitales, sin cagarse por la pata abajo, sin cuestionarse seriamente si la guerra es justa o necesaria, es, pienso yo, alguien capaz de hacer cualquier cosa, lo mejor y lo peor. Un héroe benefactor, o un matarife sin entrañas. Según el talante, o las circunstancias.



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Camino a la perdición

🌟🌟🌟🌟

El personaje trágico de Camino a la perdición es el mafioso John Rooney, al que da vida, y altura, un inmenso Paul Newman. Un protagonista de tragedia griega, si no estuviéramos entre irlandeses con metralleta y borsalino.

    A punto ya de jubilarse por edad, o temeroso de que lo jubilen a tiros las bandas rivales, el anciano sopesa a quién legar los negocios ilícitos que lo han hecho un hombre respetable. El hijo genético, la carne de su carne, es un psicópata de gatillo fácil que no sabe mantener la boca cerrada, ni el arma en la cintura. El personaje de Daniel Craig es, además, un tipo apocado y rencoroso, que no tiene el don de la paciencia ni la virtud de la mansedumbre. Un perfecto inútil que dilapidará en poco tiempo la herencia recibida. Tantos asesinatos, tantas piernas rotas, tantas cabezas descalabradas en el Medio Oeste americano, para que luego llegue el chaval y lo arruine todo con tres locuras y cuatro tonterías. Una inversión de alto riesgo, como poco.

    El otro hijo de Paul Newman es Michael Sullivan, el personaje de Tom Hanks. Un matarife profesional, como aquellos que añoraba el gallego Pazos en Airbag. Sullivan es un sicario que sabe cuándo hablar y cuándo disparar. Cuándo conceder la prórroga y cuándo empezar la balacera. Cuándo dejar un testigo vivo y cuándo no. Un tipo responsable y cabal que sin embargo, ay, no lleva en su venas la sangre de los Rooney. Él es un hijo adoptado, como el Tom Hagen de la familia Corleone, y aunque sería el candidato ideal para suceder al anciano, los imperativos genéticos pueden más que los raciocinios de la conveniencia. Cuando la película se enrede, y John Rooney tenga que mojarse en su elección, se desatará la tragedia anunciada en el título. El camino hacia Perdición, y hacia la perdición, que tanto monta y monta tanto.

    Mientras veía la obra maestra de Sam Mendes, y contemplaba las dudas desgarradoras de John Rooney, he recordado aquel discurso que Tywin Lannister le soltaba a su hijo Jaime en la tienda de campaña. Para ilustrar a quienes vieron Camino a la perdición y se echaron las manos a la cabeza:

    "En poco tiempo yo habré muerto. Y tú, y tu hermano, y tu hermana, y todos su hijos. Todos moriremos. Todos nos pudriremos en la tierra. El apellido de la familia es lo que pervive. Todo cuanto pervive. Ni la gloria personal, ni el honor. La familia". 


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Saving Mr. Banks

🌟🌟🌟

En esta cinefilia glotona que de todo consume y de todo saca provecho, uno de mis géneros preferidos es el cine que habla del propio cine. El metacine, podríamos decir, si uno se llamara Juan Manuel de Prada y escribiera prestigiosos artículos en periódicos importantes. Cuando veo una película que cuenta cómo se hizo otra película, mi alma de curioso se asoma a la ventana para no perder detalle del proceso creativo que construyó un clásico o una obra maestra. Ya he dicho muchas veces que a uno le fascina contemplar el trabajo de las mentes inteligentes, tan distintas de ésta que malescribe las soserías en el diario.




            Saving Mr. Banks es la historia -edulcorada y muy libre- de cómo Walt Disney convenció a la escritora P. L. Travers para llevar su novela Mary Poppins a la gran pantalla. P. L. Travers, dama seria y estirada, odiaba el alegre universo de Disney y sus dibujos animados. Sus películas le parecían frívolas, comerciales, infantiles. Siento ella tan británica, en general todo lo americano le parecía banal y prescindible. Ella escribía cosas profundas, importantes, como un Juan Manuel de Prada con faldas que viviera en Londres y tomara el té siempre a las cinco. Ella deseaba una adaptación de Mary Poppins muy alejada de lo que luego resultó ser el clásico que todos recordamos. No quería canciones, ni dibujos animados, ni mensajes optimistas. Le horrorizaban los decorados y los diálogos. No quería, bajo ningún concepto, que apareciera el color rojo en la paleta de colores. Ella quería drama, austeridad, tonos oscuros. Saving Mr. Banks es una película bonita y de mucho provecho, pero es algo confusa en estas explicaciones, porque el espectador no acaba de entender que esta mujer llegara a ponerse en manos de Walt Disney si esos eran sus planteamientos irrevocables. No quería, para empezar, a un actor cantarín y saltimbanqui como Dick Van Dyke, y abogaba por la presencia de un Richard Burton o de un Peter O’Toole que le confirieran gravedad a su personaje. Creo que no desvelo nada si digo que a la pobre señora la engañaron como a una tonta, tan lista como se creía.



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Forrest Gump

🌟🌟🌟🌟🌟

El otro día, zapeando por los canales de pago, nos encontramos mi hijo y yo con Forrest Gump mientras recogía chatarra y tapas de retrete a bordo de Jenny, su barco pesquero. Pitufo ya conocía a Hanks de la película Big, así que picado por la curiosidad me preguntó de qué iba todo aquello. Yo le explicoteé, groso modo, quién era Forrest Gump, y qué pintaba pescando gambas en aquel barco oxidado, y alguna luz de empatía debió de encenderse en su cabeza, porque hoy por la noche, ante el muestrario de DVDs esparcido sobre la mesa, se decantó por la carátula de Forrest sentado en el banco de Savannah. Le ocurrió a Pitufo lo mismo que a veces nos sucede cuando vamos al cine, que antes de la proyección nos pasan el tráiler de otra película que despierta en nosotros el hambre inaplazable de ir a verla, porque algo en esos dos minutos de imágenes vertiginosas conecta directamente con un gusto, con una sensibilidad, con un buen recuerdo guardado en la memoria. Son misterios de la mente de cada cual.

Vimos las dos horas y pico de metraje de un solo tirón. No paramos ni a mear, ni a tomarnos un vaso de leche. Los dos parones que hicimos fueron mínimos, sólo para rebobinar un par de diálogos que se nos habían trabado en los oídos. A veces pienso que Pitufo es excepcional, y que estas sentadas ininterrumpidas no están al alcance de todos los niños de su edad. Es el orgullo de padre que todo lo tiñe de heroísmo. Luego, en la calma reflexiva, uno comprende que habrá millones de niños similares por el ancho mundo, también fascinados por las películas que a oscuras, en salones silenciosos, les ponen sus padres pesadísimos. Lo que ocurre es que aquí, en este contexto rural que nos ha tocado vivir, somos más bien una excepción, un par de excéntricos que a veces no cuentan toda la verdad de su chifladura por el cine, para no ser objetos de la burla general.

Forrest Gump, como todos sabemos, saca conclusiones erróneas de la realidad, inocentonas y muy literales, quizá las mismas que sacaría Pitufo puesto en su lugar. A los dos se les escapan algunas claves, algunos dobles sentidos, algunas hipocresías del espíritu humano. Por eso, cuando yo me reía, Pitufo me miraba sorprendido, asombrado de que yo encontrara un chiste donde él sólo veía una lógica aplastante. Pero transcurrida la primera hora de metraje, era yo quien de vez en cuando sondeaba sus gestos, para saber qué se le iba quedando de Forrest y sus andanzas. Porque es una película atípica en su incipiente filmografía. Quizá la primera completamente distinta a todas las demás, Es comedia, sí, pero también un dramón de aúpa, y, por supuesto, una historia romántica cuyo colofón no deja un ojo seco en el personal. No va de tiros, no va de porrazos, no va de críos asalvajados y molones. No es de dibujos animados. Los efectos especiales no son de animar bichos, ni de encender espadas láser. Es una película adulta, a falta de otra expresión mejor. Su primera peli, quizá, de chico grande.

            Le he preguntado, al terminar, qué le había parecido. Un nueve, me respondió. Se veía en su expresión que no me mentía.
- ¿Sólo un nueve? -le recriminé en broma. 
- Bueno, pues un diez.






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