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Rey y Patria

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Rey y patria. Luchar por el rey, y por la patria. Me descojono... ¿Qué rey, para empezar? ¿El exiliado? ¿El sospechoso? ¿El investigado por distraer los dineros de la contribución? ¿El que asesinaba elefantes en África por el mero placer de matar? ¿Ése? ¿Ése tipo? ¿Me están diciendo los patriotas que yo -bueno yo ya no, que estoy inútil para el servicio, pero mi hijo, peor todavía- que mi hijo tendría que jugarse la vida para defender el patrimonio territorial de este señor? ¿Ir a pegar tiros a las trincheras de Pyongyang, o de Marrakech, o de Getafe Sur, a pelearse con las ratas, las enfermedades, la insania y la locura, toda esa mugre que Joseph Losey retrata en su película, sólo para defender el orgullo de un rey que ahora vive en un emirato a cuerpo de sultán, rodeado de lujos y mujeres en bikini? Vamos, anda, no me jodas.

¿O tendríamos que sacrificar a los primogénitos por el otro rey, su Hijo Predilecto, que es quien le calienta el trono de Madrid? ¿Pero a santo de qué, vamos a ver, tendría yo que perder a mi hijo para defender a este Felipe Nosecuántos, yo que vivo en una cuadra en comparación con su palacio, que malvivo en comparación con su dispendio. ¿Llegado el caso cogerían sus hijas, monísimas y educadísimas, un fusil para defender, qué sé yo, el futuro laboral de mi hijo, su derecho a una sanidad decente y a una pensión digna cuando se jubile? ¿Por qué no lo hacemos al revés? Venga, va, que dejen de joder.

Defender a la patria... Me meo ¿Qué patria? Mi patria no es la misma donde vive la familia Botín, los senadores del PP,  Florentino Pérez y su banda, los nazis de VOX, Carlos Herrera y los secuaces de la prensa... Yo tengo más en común con cualquiera que viva en un extrarradio de Minsk, o de Kuala Lumpur, que con esta gente que acabo de citar. Que un mangante, o un lameculos, o un fascista, o un explotador de los trabajadores, hable en castellano y baile por soleares, no lo hace nada mío, nada de compatriota ni de compañero de trinchera. Que carguen ellos, en la primera oleada, si tanto quieren a su rey y a su patria. Después de todo es su negocio, no el mío.



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45 años

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Después de varios años leyendo libros y conversando con los parroquianos, uno tiene la fundada sospecha de que el ser humano, en cuestiones sexuales, no es más que un bonobo vestido con pantalones vaqueros. Un simio disimulado. El sexo es nuestro pensamiento único, nuestro runrún de fondo. Nuestro hilo musical. Érase una vez unos homínidos a unos genitales pegados. 

    Pero el fornicio, por supuesto, como enseñara el abuelo Sigmund, sería la carcoma de cualquier civilización si campara a sus anchas por los dormitorios y los asientos reclinables. Desde que el hombre inventó la convivencia sedentaria alrededor de la agricultura, el instinto del bonobo lucha contra la imposición de las costumbres. No desearás a la mujer de tu prójimo ni codiciarás los bienes ajenos. Los mandamientos no surgieron por casualidad. El Ello y el Superyo llevan diez mil años dándose de hostias en el interior de nuestras cabezas, y en medio de ellos, como un sparring al que le caen palos por todos los lados, se sostiene el Yo, pobrecico, tratando de buscar una tercera vía entre el desenfreno simiesco y el matrimonio para toda la vida.


    De ese pacto social entre los sindicatos orgiásticos y la patronal conservadora, surge esa práctica extraña, muy poco frecuente en la naturaleza, que es la monogamia sucesiva. A falta del pan selvático, buenas son las tortas de la ciudad. Uno se ennovia, se casa con la primera pareja convincente, se divorcia de ella cuando las cosas se tuercen y vuelve a empezar el ciclo del emparejamiento hasta que el cuerpo aguante. En este carrusel de sustituciones todos somos contingentes y ninguno necesario, salvo el alcalde, claro, en Amanece que no es poco. Sólo el primer amor es un producto original: el resto es un outlet, un mercadillo en el que vamos cambiando de cama con la humildad de quien se sabe el número tal en una lista de examantes y examados. Así son las cosas. Y no pasa nada por asumirlo. 

Pero hay gente, como el personaje de Charlotte Rampling en 45 años, que no terminan de aceptarlo. Ella se creía especial, única. El alfa y el omega de su marido. Pero un día, por culpa del cambio climático, y de su efecto sobre los glaciares alpinos, descubre que el honor de la letra alfa lo ostenta otra señorita que ahora es la Reina de los Hielos. Había otra, por tanto, antes que ella. Y no una cualquiera: una chica joven y guapa a la que sólo un resbalón retiró del camino. Charlotte no asume que su amor pueda ser fruto del azar. Ella quizá soñaba con Destinos, con Predestinaciones. La decepción le golpea con tanta fuerza que ya no quiere ser ni la letra omega de su marido. Y en medio de todo esto, la fiesta de aniversario… 45 primaveras, y la última sin flor.






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