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El asesino

🌟🌟🌟🌟


Mayra: Por veinticinco pesetas, díganme títulos de películas de David Fincher que sean obras maestras. Según la opinión de Augusto Faroni, claro, que es quien nos imagina en su tontuna. Por ejemplo: “El club de la lucha”. Un, dos, tres, responda otra vez...

Maromo: El club de la lucha.

Maroma: Zodiac.

Maromo: La red social.

Maroma: Seven.

Maromo (ya tirando de memoria): El curioso caso de Benjamin Button.

Maroma (dudando): ¿El asesino...?

¡Diling-diloong-moc-moc! (variopinto ruido de cencerros)

Una de las Tacañonas (la más tonta de las hermanas Hurtado, por ejemplo): Es muy buena, “El asesino”. ¿Pero obra maestra?: ¡Un desatino!

(Carcajadas forzadas en el público)

Mayra (fingiendo desconsuelo): En efecto, “El asesino” es cojonuda, pero según este cinéfilo que nos imagina, la peli no llega a tanto. Él opina que parece más bien un documental que una película. El National Geographic de cómo un asesino profesional -experto en lo suyo, pero también falible, como todo ser humano- ejecuta una venganza sangrienta no por dinero, ni por amor, sino para que le dejen en paz en su casoplón. Un sobresaliente en lo técnico, pero quizá solo un notable en lo empático. En fin, una pena, porque ibais embalados... Jennifer, ¿balance de respuestas?

Jennifer (azafata buenorra con gafas de intelectual sin cristales, piernas cruzadas, sonrisa inmaculada): Pues han sido 5 respuestas, a 25 pesetas cada una... (pequeña pausa para el cálculo) ¡125 pesetas!. Lo que al cambio vienen a ser 75 céntimos de euro, que no da ni para el azucarillo del café. 

Público asistente (en lamento sugerido por el regidor): Oooohhh...





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Cegados por el sol

🌟🌟🌟🌟

Marianne y Paul son dos artistas norteamericanos que pasan sus vacaciones en la isla Pantelaria, a medio camino entre Sicilia y el continente africano. Mientras a su alrededor se desarrolla el drama de las pateras que naufragan o llegan con subsaharianos ateridos, ellos, aislados del mundanal ruido, disfrutan de su casa solariega con vistas al volcán. No es la procedencia, estúpido, ni la raza, sino la pasta que llevas en el bolsillo.

Alrededor de la piscina, que es el epicentro de su retozar, Marianne y Paul fornican al aire libre, toman el sol del Mediterráneo y reponen fuerzas con la saludable gastronomía del lugar, bajo la sombra de una parra. Marianne, que es vocalista en un grupo de rock, ha sufrido una operación en la garganta que le impide hablar, lo que hace que las discusiones terminen rápidamente con cuatro gestos y un abrazo de reconciliación. Cualquier cosa antes que forzar la voz y joder su carrera musical. Dentro de la desgracia, su mudez facultativa contribuye a mantener la paz achicharrada de las vacaciones.

Si los veraneantes de “Cegados por el sol” fueran una pareja de españoles, al segundo día aparecería un cuñado para joderles tamaña felicidad. Pero como son anglosajones y además muy liberales, el que aterriza en Pantelaria es el ex amante de Marianne, un cincuentón desatado al que da vida un desaforado e impagable Ralph Fiennes. Harry llega a la isla ávido de fiestas y cachondeos, pero trae, escondidas en la maleta, aviesas intenciones de reconquista. Él nunca ha olvidado a Marianne porque ella es una fiera del rock en los escenarios y una tigresa del sexo en los colchones. 

Por si fuera poco, con Harry -y con su hija, que es una lolita dispuesta a meter más leña en el fuego-  llega también el siroco del Sáhara, un viento seco que desatará tormentas dentro y fuera de los cuerpos. En la isla volcánica de Pantelaria estallará de pronto el volcán de las pasiones; y uno, que al principio de la película andaba medio dormido en el sofá, retomará el hilo de esta película muy malsana y viciosa, perjudicial para la moral, de personajes que se desean y se acechan como animales africanos.




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Tres mil años esperándote

🌟🌟🌟


La película es bonita y tal, pero se me escapa la moraleja. Ni siquiera sé a qué público va dirigida. Es como el reverso indefinido de aquel anuncio que vendía la Coca-Cola para los altos, para los bajos, para los listos, para los tontos... Para todo quisqui. “Tres mil años esperándote” no es para el público juvenil, que se descojonaría de la risa, ni para el público adulto, que busca emociones más fuertes. ¿Público infantil?: no entenderían un carajo. ¿Señoras mayores?: darían un respingo cada vez que vieran aparecer al negro con capucha.

Quizá la gracia consista en ver a Idris Elba convertido en un genio que te concede tres deseos por la cara. Cualquier cosa que anheles salvo la inmortalidad y algún que otro imposible metafísico. Si hace veinte años Stringer Bell vendía la felicidad en forma de papelinas, ahora la vende en forma de conjuros mágicos. Viene a ser más o menos lo mismo. Al final todos los flipes se desvanecen. Nada perdura en la mente inquieta y antojadiza de los seres humanos. Y mucho menos el amor, ya digo, aunque a veces se resista químicamente, sublimándose de gas a sólido y produciendo relaciones que aguantan en pie la marea y la tormenta.

Es ineludible confesar aquí los tres deseos que yo le pediría a un genio de la botella. Como el amor no se puede pedir -porque tiene que ser voluntario y además yo ya lo tengo- pediría, por este orden, vivir sin trabajar, que mi amor viviera sin trabajar y que mi hijo viviera sin trabajar. Y por vivir -le explicaría bien al genio liberado- se sobreentiende vivir bien, quizá no como Julio Iglesias, pero vamos, con nuestra casita en la costa, y nuestra mesa de snooker, y nuestros viajes de placer. Una cosa desahogada, que se dice. 

Yo lo tengo muy claro: el tiempo es oro y la vida es corta. No me haría tanto el longuis como el personaje de Tilda Swinton, que al principio asegura tenerlo todo y no desear nada, y al final, cuando por fin se decide a pedir algo -la muy intelectual, la muy estirada- va y pide el polvo del siglo. Sumus omnibus hominibus.



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¡Ave, César!

🌟🌟🌟🌟

He tenido que llegar a los extras de la edición en DVD, ya a las doce de la noche, para encontrar un argumento más o menos presentable sobre “¡Ave, César!” Porque la película en sí es una obra menor en la filmografía de los Coen; y que conste que una película “menor” de los Coen es una proeza inalcanzable para la mayoría de sus émulos. Pero la peli da para lo que da: para hacer cuatro chanzas sobre el viejo Hollywood de los años 50, con sus sistema de estudios, sus códigos morales y su terror a la infiltración del comunismo.

Y era un tema cojonudo, mira, el comunismo americano, para ponerme a desarrollar. Porque además, los hermanos Coen ya te dejan la broma preparada, sólo para que la calientes en el microondas, con esos comunistas “peligrosísimos” a lo Dalton Trumbo que en verdad eran intelectuales con coderas. Unos infelices que aprovechaban sus guiones para meter tres morcillas disimuladas sobre el estado del Bienestar y la solidaridad entre los obreros. Minucias que Joseph McCarthy convirtió prácticamente en un diluvio de cabezas nucleares. Aquella locura, sí...

Iba a hablar sobre el comunismo americano, ya digo, pero noto que últimamente estoy muy repetitivo con el tema de la izquierda y sus desviaciones, la izquierda y sus fracasos. La puta izquierda, ay, que me trae a mal traer. Así que busqué otra idea, otra línea argumental, y la encontré en una entrevista que le hacen a Tilda Swinton en el DVD. Tilda -esa mujer no guapa, no fea, pero magnética hasta un punto incomprensible- dice que la gran contradicción del Hollywood clásico siempre estuvo en que allí se fabricaban mundos maravillosos y felices, ensoñaciones de lo humano, y catedrales de la moral, mientras que los propios fabricantes de sueños -los actores y directores, magnates y guionistas- se entregaban en cuerpo y alma al cultivo de todos los vicios: un catálogo espectacular de hombres y mujeres bellísimos, o riquísimos, que se pasaban la vida fornicando, bebiendo, jugando, traicionando, arruinando a sus familias. Probando las nuevas drogas que surgían.  Leyendo propaganda comunista, incluso.



 


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El curioso caso de Benjamin Button

🌟🌟🌟🌟🌟

Dentro de unos cuantos eones, cuando la materia oscura alcance la masa predicha en las ecuaciones, el universo detendrá su expansión y empezará a contraerse, impelido por la gravedad. Las galaxias se aproximarán y la flecha del tiempo emprenderá el camino de regreso, como rebotada en una goma. Las agujas de los relojes girarán en sentido contrario, y los dígitos iniciarán el "final countdown" que cantaban aquellos melenudos de Europe. Tanto dar la matraca y mira: no iban desencaminados.

    Después del Big Crunch, las consecuencias precederán a las causas, y la mierda nos entrará por el culo. Será gol cuando se inicie la jugada, y será viernes cuando comience la semana laboral. Los amores nacerán cuando nos bloqueemos en WhatsApp, y terminarán justo cuando nos demos el primer beso. Cuando el calendario invertido alcance el día de nuestra muerte, nos levantaremos de la tumba, o nos reharemos de nuestras cenizas, y resucitaremos como estaba prometido en las Escrituras. Transitaremos, como Benjamin Button, de la vejez hacia la infancia, y moriremos, sonrosaditos y tiernos, en el vientre de nuestra madre. La conciencia de estar vivos -lo poco que quede de ella- se extinguirá cuando el zigoto se escinda en dos gametos, rompiendo nuestro yo.

    Así será nuestra segunda vida, nuestra resurrección de la carne, y todos seremos un poco como Benjamin Button, que ahora nos parece un personaje de fantasía, el curioso caso que desafió las leyes de la naturaleza. Si los astrofísicos no se equivocan, trece mil millones de años después de nuestra muerte invertida el universo se contraerá hasta un punto de dimensiones ridículas, y se producirá otro Big Bang que devolverá las cosas a su curso normal. Y así, en este juego pendular, después de otros trece mil millones de años, yo volveré a estar aquí, en el sofá, en el eterno retorno de Nietzsche, viendo por enésima vez “El curioso caso de Benjamin Button”, disimulando las lágrimas de contento. Porque sabré, o intuiré, que el amor de Benjamin y Daisy, aunque trágico, es eterno y nunca morirá. Como todos los amores, los de usted y los míos. Y que la espera, tan larga, habrá merecido la pena.  



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La voz humana

🌟🌟🌟


Salvando la voz de Agustín Almodóvar, que en la ferretería del barrio dice parcamente: “Fifty euros”, y la voz del bombero que en la escena final pregunta: “¿Está usted bien, señora?”, sólo hay una voz humana en los treinta minutos que dura La voz humana. Es la voz de Tilda Swinton, claro, que aquí no se llama Tilda, sino simplemente “Woman”, así, en genérico, la Mujer, porque su monólogo de amante despechada es universal, arquetípico, y puede servir de advertencia a las novicias, y de recordatorio, a las graduadas.

¿He dicho monólogo? Pues no, mal expresado, porque el cogollo de la función es una conversación telefónica entre la mujer y el hombre, que son, ya digo, la Mujer y el Hombre. Lo que pasa es que sólo la escuchamos a ella, y ese detalle, que al principio nos predispone a su favor, porque hay que ser de piedra para no compadecerse de alguien que llora a moco tendido, luego, al final, nos deja pensativos sobre las razones del desencuentro. Tilda se nos muestra destrozada, barbitúrica, a punto de cometer cualquier barbaridad, humillada por un fulano que ya no piensa ni aparecer por casa para despedirse, metido ya en la cama de otra mujer más joven o más hermosa. O más rica, a saber, aunque eso parece difícil, porque el nido del ex amor es un loft de la hostia, con decoración exclusiva, y mucho arte posmoderno en las paredes.

Ya digo que uno, de entrada, está con Tilda Swinton y su desamparo, porque quién no ha estado así alguna vez, destrozado por dentro, sanguinolento en las entrañas, pensando que ha tirado años enteros a la basura, como tartas de boda que nunca se comieron. Años de mierda al lado de una persona que era el epicentro de la vida y ahora sólo es un retortijón en la barriga. Pero claro: sólo la escuchamos a ella, y a mí me da que esta mujer tampoco es el paradigma del equilibrio emocional... No sé, cosas mías.

Lo que sí está claro es que el fulano es un cabronazo que no ha recogido a su propio perrete, que es la única voz animal de la función. No ir a despedirse de su ex amante está mal, pero bueno, hay cosas peores. Pero no pasar a por tu perro... Quien abandona a un perro no merece ni una mierda de comprensión.



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Moonrise Kingdom

🌟🌟🌟🌟

Hay dos razones por las que me gusta mucho Moonrise Kingdom sin haberme gustado nunca, especialmente, Wes Anderson, que es un director tan rarito y original que a veces me cuesta mucho seguirle, y no sé muy bien en qué tono cuenta sus historias, si con la ternura del humorista chorra o con el humor del sensiblero avergonzado.

    El primer mérito de Moonrise Kingdom es que sus protagonistas, Sam y Suzy, son dos rapaces que vienen a ilustrar una teoría que yo expongo mucho por los bares, a los amigos, y por los foros de internet, a los amores imposibles: que la madurez no es un rasgo de carácter que se aprenda o que se adquiera con el tiempo, sino que viene inscrito de algún modo en el código genético. Hereditario pues. La gente nace madura o no nace tal, y punto. Y a quien Dios se la da, San Pedro se la bendice. La gente que asegura haber madurado tras los golpes de la vida y los infortunios del destino, en realidad está descubriendo una madurez que ya preexistía, quizá escondida en algún sitio, o se está engañando a sí misma, y cree poseer una madurez que en realidad no va a disfrutar jamás. Mi teoría, por tanto, asegura que hay niños de doce años como Sam y Suzy que tienen las cosas muy claras, el aplomo y el coraje, y también tipos como yo que, con treinta y cinco castañas más en el cesto, todavía no acierta a desenredar sus propios pensamientos, ni a convertirse en hombres de acción.



    La otra razón por la que me gusta mucho Moonrise Kingdom es que la película, contada en sinopsis, es la historia de un chico gafotas y torpón que en el momento más bajo de su autoestima, harto ya del campamento de los Boy Scouts y de las humillaciones continuas que allí son costumbre, conoce a la chica de sus sueños. Pero lejos de ser rechazado, y de sufrir una nueva humillación -esta más dolorosa todavía-, ella, Suzie, que por su belleza había nacido destinada a ser la novia del matón oficial, o del guaperas picaflor, le corresponde con su amor en una fiesta de los sentimientos. El problema es que ambos se han enamorado como adultos antes de tiempo, justo al borde de la edad reproductiva, y mucho antes de la independencia económica, y eso, claro está, trae conflictos irremediables.


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Tenemos que hablar de Kevin

🌟🌟🌟

“¡Tenemos que hablar de Kevin!, grita Guillermo Giménez en las retransmisiones de la NBA cada vez que Kevin Durant encesta un triple distante o una canasta inverosímil. Y yo, mientras tanto, llevaba años preguntándome quién coño es ese Kevin, el de la película, el del chascarrillo repetido. 

    Ahora ya lo sé. Kevin es un auténtico bastardo, el hijo del demonio, la pesadilla de la maternidad. El niño que nació atravesando la carne y no apartándola. En la terminología antigua, heteropatriarcal, un auténtico hijo de puta. Uno al que no creo que las bofetadas soltadas a tiempo hubiesen reformado. Y eso que las está pidiendo durante toda la película, a gritos, como panes, Cimo aquellas que arreaba Bud Spencer con toda la palma y parte del antebrazo. Lo de Kevin es el desafío permanente. La maldad gratuita. La psicopatía en potencia, y luego en acto, que diría Aristóteles. 

    Quién es este demonio que me trajo la cigüeña de París, piensa, abrumada, la señora Khatchadourian. Pero ella es cachazuda, moderna, de las que prefiere el diálogo y el razonamiento, el tenemos que hablar y el dime cómo te sientes. Nada que ver con la señora Zapatilla, la madre de Zipi y Zape, que a las primeras de cambio ya aparecía en la viñeta con el rodillo de amasar, o con el sacudidor de las alfombras, persiguiendo a sus retoños. Cómo hemos cambiado…

    La señora Khatchadourian se cree su papel dialogante, buenrollista, de pedagoga del método correcto. Pero es que además se siente culpable de la situación. Ha leído en alguna página de internet, o en algún artículo de la revista, que las madres frías, distantes, de depresión postparto, pueden causar daños irreparables en la crianza del niño. Son, por supuesto, majaderías superadas, culpabilizaciones absurdas. Chorradas de la psicología antigua, y del oscurantismo doctrinal. Kevin no es fruto de nada. Simplemente es así, nació así. Un puro azar de las bases nitrogenadas. Y para estos chavales de la hélice dañada, del cable pelado, del cortocircuito neuronal, no existe solución homologada. A quien Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. No vale la terapia de los vendedores de crecepelo, ni aporrear el televisor a ver si la imagen se estabiliza. Eso, en realidad, nunca ha servido para cambiar a nadie.





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Michael Clayton

🌟🌟🌟🌟

Los títulos de las películas ya se están agotando. Existe un número finito de combinaciones entre las palabras más manidas del repertorio: venganza, deseo, amor, estafa, seducción, vida, olvido, muerte, resurrección…, y en ciento y pico años de explotación el filón cinematográfico está dando sus últimas amalgamas. De todos modos, es curioso que casi todas las películas vayan sobre sexo –o sobre la imposibilidad del sexo, o sobre la iniciación al sexo, o sobre la añoranza del sexo- y muy pocas aludan a él en los títulos que encabezan sus carteles. Rescoldos del viejo puritanismo, supongo.

    El deseo del amor, o La venganza del olvido, o La estafa de la vida… La agonía de la combinatoria empieza a crear monstruos semánticos con escaso sentido. Así que últimamente, ante la imposibilidad de dar con un título original, los productores prefieren descargar la responsabilidad en el nombre del protagonista. Como haría Ignatius Farray guiado por su loca teoría de las películas. ¿Cómo titular una película en la que un abogado llamado Michael Clayton ocupa casi todos los planos y además siempre sale guapo a rabiar, el muy jodido? Pues Michael Clayton, qué cojones, como Julia Roberts en Erin Brockovich, o Tom Cruise en Jack Reacher, o incluso Julie Andrews en Mary Poppins, que en los tiempos clásicos también se recurría a estos atajos del titular.

    Para qué enredarnos, en el caso de Michael Clayton, con otras posibilidades tan socorridas como Justicia final, o El abogado impasible, o El triunfo de los desamparados. Ponemos a Michael Clayton como título y a Michael Clayton copando el 100% del cartel, y fiamos todos los premios y las recaudaciones al deseo de las mujeres, a la envidia de los hombres, y a la buena opinión de los espectadores en general, porque además nos ha salido una película entretenida y muy nutritiva. Más aún: una película de la hostia, como si adaptáramos a John Grisham, pero mejor, más oscura y misántropa. Con un plano final de leyenda, en el coche, con Michael Clayton rumiando la sal y el azúcar.. Qué guapo, y qué estilo, y qué bien aguanta el tipo en cada planao, el jodido de Clooney…




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El ladrón de orquídeas (Adaptation)

🌟🌟🌟🌟🌟

"Hay demasiadas ideas, y cosas, y gente... Demasiadas direcciones que tomar. Empiezo a pensar que la razón por la que es bueno que algo te interese apasionadamente, es que reduce el mundo a un tamaño más manejable".

     Esto lo escribe Susan Orlean, que trabaja para el New Yorker, y que acaba de conocer a John Laroche. John es el ladrón de orquídeas, un tipo estrafalario que arranca flores protegidas en los pantanos de Florida fascinado por sus formas, y por sus mecanismos adaptativos. Un fulano inquieto, neurótico, poco aseado en el vestir, pero que habla con tanta pasión sobre el universo de las orquídeas, y de su vínculo íntimo con el resto de la creación, que la escritora, que en principio estaba allí para escribir un reportaje, cae fascinada ante su discurso y decide escribir una novela inspirada en su obsesión. Porque la obsesión -comprende Susan- no es la tontuna de los locos, ni el empeño de los maníacos, sino un modo muy sabio de poner orden en el caos. De encontrar el sendero en la espesura. De no perderse en el viaje errático y ramificado de la vida.


    Años después, Charlie Kaufman, el marciano que un día decidió ganarse la vida escribiendo guiones, recibió el encargo de adaptar El ladrón de orquídeas a la gran pantalla. Pero la novela de Susan Orlean es un relato de acomodo imposible, pues está llena de reflexiones, de apuntes, de filosofías particulares, intraducibles en imágenes. Así que Kaufman, bloqueado ante la máquina de escribir, decide bajar al terreno personal -que puede ser real o ficticio o una tomadura de pelo monumental-, y se coloca a sí mismo como el protagonista principal de la película. El ladrón de orquídeas resulta ser finalmente la historia de tres obsesiones: la de Laroche por las orquídeas, la de Susan Orlean por Laroche, y la de Charlie Kaufman por sacar adelante una adaptación que resuma tanta fascinación sin horizonte. 

¿El resultado?: otra película de Charlie Kaufman imposible de contar, de resumir. Una ida de olla maravillosa. Personajes reales que hacen de ficticios, y personajes ficticios que hacen de reales. Un guión que habla sobre la escritura de un guión. El metaguión. La puta locura. 



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Quemar después de leer

🌟🌟🌟🌟

Quemar después de leer es una película ignorada de los hermanos Coen. Sobre sus obras maestras existe un consenso general, una fraternidad universal entre los cinéfilos, pero hay películas como ésta, o como Un tipo serio, o El gran salto, que a veces amenazan con provocar un cisma en nuestra sagrada religión.
           Yo soy de los que defienden Quemar después de leer en cualquier tertulia, en cualquier foro, a pecho descubierto. Y aunque tal postura suele costarme el abucheo general, y el repudio de los culturetas, cada cierto tiempo vuelvo a verla para reafirmarme en la opinión. Los Coen rodaron esta cuchipanda un año después de No es país para viejos, y la gente tal vez esperaba otra película sombría y sesuda, con diálogos crípticos y personajes trascendentes, o trascendentales. Pero los Coen son así, imprevisibles y caprichosos, y ruedan lo que más les apetece en cada momento. De los desiertos abrasadores de Texas -donde se recocían las meninges y la gente se desnortaba con facilidad- nos trasladaron a los entresijos gubernamentales de Washington, donde la locura ya casi viene de serie entre sus habitantes, en forma de paranoia o de  engreimiento personal.

       Donde otros, en Quemar después de leer, ven personajes excéntricos, exagerados, caricaturas casi propias de un cómic, yo, salvadas las distancias entre Georgetown y este villorrio donde vivo, veo una legión de gente estúpida y superficial muy parecida a la que me cruzo cada día, en el trabajo o en la vida civil. Reconozco en las tramas a fulano de tal, y a mengana de cual, y me echo unas risas mefistofélicas yo solito en el sofá. La raza humana viene a ser igual en todos los sitios, y si prescindimos del idioma o de los hábitos del desayuno, los imbéciles que los hermanos Coen sacan a pasear son intercambiables por los que uno sortea en las aceras, o en la barra del bar. Donde otros ven misantropía y mala uva, yo sólo veo el pan nuestro de cada día. 




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Rompenieves

🌟🌟🌟

Rompenieves es el nombre del tren donde viajan los últimos seres humanos. Un arca de Noé rodante que describe círculos alrededor de Eurasia mientras espera que llegue el deshielo. Algún político iluminado -seguramente un eurodiputado español, que vivía su retiro dorado en  Bruselas- decidió combatir el cambio climático echando no sé qué mierda en el aire, y consiguió, como en los cómics de Mortadelo y Filemón, cuando el profesor Bacterio le ponía remedio a las desgracias, congelar el planeta hasta casi acabar con la humanidad.

       El Rompenieves, como no podía ser de otro modo, está estrictamente jerarquizado. En los vagones delanteros, que parecen de un Orient Express futurista, viajan los millonarios que se abrieron camino en la vida. En los traseros, que parecen transportes fletados por Adolf Eichmann, viajan los desgraciados que no supieron emprender en los negocios. En el medio, armada hasta los dientes, una legión de seguratas impide la revuelta de los perroflautas, a tiro limpio si fuera menester. Como se ve, el Rompenieves es toda una metáfora del sueño ultraliberal. Libres ya del Estado tocapelotas, los ricos campan a sus anchas en sus vagones de primerísima clase, mientras los pobres comen mierda en pastillas y beben agua oxidada. “Es el orden natural de las cosas”, afirma Mr. Wilford, el dueño del tren. Ytal felonía, que en la ficción nos parece una cosa de ser muy hijo de puta, es lo mismo que repiten a todas horas nuestros prohombres de derechas, cuando salen en las tertulias o en los artículos de opinión, negando la existencia de la lucha de clases. Los mismos tipos que luego, tras ofenderse mucho por haberles mencionado la estructura piramidal de la sociedad, se suben al tren, o al avión, o al autobús “Supra”, y se compran un billete de primera clase para no coincidir con parásitos como tú, quejica de la taberna, y perroflauta con piojos. Lo que no harían, y no dirían, estos golfillos, subidos en el Rompenieves.


          De todos modos, a este coreano que dirige la función, el tal Joon-ho Bong, le importa una mierda la lucha de clases. Rompenieves, aunque pudiera parecerlo, no es ni de lejos el Octubre de Serguei M. Eisenstein. Las diferencias de status sólo crean la tensión necesaria para que el personal se líe a hostias, y a partir del minuto treinta uno se ve enredado en otro blockbuster oriental de peleas a cuchillo y patadas voladoras. Ni un pelo de la barba de Marx sale volando en los fotogramas. 


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El gran hotel Budapest

🌟🌟🌟

Las películas de Wes Anderson me producen disonancias cognitivas difíciles de conciliar. Existe un yo refinado que sí atisba la genialidad de sus propuestas, la originalidad absoluta de sus rarezas. Este inquilino de mi cabeza presiente que Anderson es un tipo distinto a todos los demás, con maneras de narrar nunca vistas en este salón. Pero mi otro yo, el cinéfilo de bar, el que demanda cinismo y carroña, se enfrenta a sus películas agitando las piernas con impaciencia, y consultando el reloj con excesiva frecuencia. Me gustaría amar a Wes Anderson como a los malabaristas del circo o a las patinadoras de Bielorrusia, pero el esfuerzo es terrible y muy poco gratificante. No soy capaz de encontrarle una sola pega a su última marcianada, El gran hotel Budapest, que tiene la gracia de una aventura de Tintín y el desparpajo visual de un niño metido a cineasta. La trama fluye, los actores cumplen, la extravagancia no molesta... Me gustaría, de verdad, entregarme al adjetivo grandilocuente, y al aplauso sin interrupción. Pero el otro yo que habita esta pensión se iba a mosquear mucho, y me iba a boicotear los escritos.  Este otro fulano no termina de verle la gracia a los experimentos. No se acomoda a estas sintaxis narrativas. El sentido del humor de Wes Anderson le entra por un oído y le sale por el otro. No le hacen gracia los chistes, y los actores le parecen amanerados y tontorrones. La paz de mi interior, la concordia de mis egos, el buen convivir de mi patio de vecinos, requiere que mi entusiasmo por El gran hotel Budapest sea reflejado aquí tibio y discreto. Como una señorita bien educada que aplaude tímidamente desde su palco.




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