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Tierra de Dios

🌟🌟

Cuando se trata de una película de amor entre homosexuales, los críticos siempre celebran que se explicite lo que antes sólo se intuía o se mostraba desde lejos. Y en eso, la verdad, hay que reconocer que ya casi da lo mismo leer la prensa de izquierdas que la de derechas. Existe un consenso -muy poco anabotellesco, por cierto- en que el amor heterosexual vaya cediendo cuota de pantalla para mostrar otras realidades que nos acompañan desde que el monolito de Pumares descendió sobre la Tierra. Que viva el amor, y abajo las fronteras, y que se alborocen los reprimidos...

    Pero una película de hombres que se aman o de mujeres que se desean no siempre está a la altura de sus intenciones. Los críticos, sin embargo, tan preocupados en dárselas de ecuménicos, o de molones, a veces parecen obviar este detalle. Se ponen tan comprensivos con el hecho diferencial que confunden la gallardía con la pericia, la intrepidez con el talento. O eso, o tienen miedo de meter la pata y de ser malinterpretados por los Vigilantes de la Red. Saben que siempre hay desnortados, y desnortadas, que se toman una crítica del continente por un ataque al contenido.  Un adjetivo contrario a la película por un insulto al orgullo malherido del colectivo.


    Tierra de Dios, por ejemplo, por mucho adjetivo que le regalen en las columnas, es una película muy aburrida. Extendida hasta el bostezo. Valiente, sí, y explícita, también, pero gélida como el paisaje que retrata. Y además ya estaba hecha de antes: es Brokeback Mountain a la británica, rodada en los apriscos neblinosos de Yorkshire. Con un pastor vernáculo y otro rumano que venía a ganarse el pan. Hace unas pocas semanas, en otro rincón del Reino Unido, en Weekend, otra pareja de homosexuales protagonizaba una película conmovedora, de las que dan vueltas en la cabeza durante varias horas, después de terminar. Hoy, en los apriscos, me he quedado dormido un par de veces mientras Johnny y Gheorghe cruzaban las miradas y traducían bien los sobreentendidos.




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