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The trip to Spain

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En manos de otro director menos original que Michael Winterbottom, el viaje a España de estos dos comediantes hubiera sido un recorrido por los lugares más trillados de nuestro turismo: la paella en Valencia, el flamenco en Sevilla, la playa en Benidorm, la cola interminable ante la Sagrada Familia en Barcelona… Y, por supuesto, “a relaxing cup of café con leche en Plaza Mayor”, para hacerle un homenaje a Ana Botella y recordar que el olimpismo eligió políticos más serios y más preparados con el idioma universal.

    Winterbottom sabe -o le han explicado- que España es un país mucho más complejo y variopinto: un país más montañoso que playero, más agropecuario que urbano, con más historia en los pueblos que chiringuitos en la playa. De momento... Con un Norte desconocido donde llueve y todo es verde, y se come de puta madre, y a veces parece que uno está en la Europa de los suizos cantonales. Sólo hay dos concesiones al tipical spanish en la película: la visita a los molinos de viento, en Consuegra, con Coogan y Brydon disfrazados de Quijote y Sancho Panza para cumplir unos compromisos publicitarios, y la visita ineludible a la Alhambra de Granada –que no es tópico, sino bendita obligación- donde el personaje de Steve Coogan –¿o Steve Coogan mismo?- encontrará la paz interior para enfrentar los avances de la pitopausia y los reveses de la profesión.

    A bordo de un Range Rover de la hostia que lo mismo devora autopistas del siglo XXI que senderos muleros del año de la peste, Coogan y Brydon se pierden por provincias tan provincianas, tan alejadas de la chancleta y la mariconera, que incluso nosotros, los españoles menos viajados, los que vivimos abducidos por el sofá y el puto fútbol, tenemos que echar mano del “pause” en el mando para saber en qué Parador de Turismo están comiendo mientras imitan a Mick Jagger; en qué Castillo de Nosédonde están cenando mientras ironizan sobre los achaques de la edad; en qué habitación de hotel palaciego parodian a Marlon Brando haciendo de inquisidor o imitan a Roger Moore haciendo de moro con linaje de la morería. 

En ese sentido, el viaje España de Coogan y Brydon es idéntico al que perpetraron en Italia hace unos años, o al primero de todos, en Inglaterra, aquel que dio origen a esta saga incalificable que básicamente consiste en comer y en hacer el idiota, mientras la realidad de la vida, con sus responsabilidades y sus inquietudes, queda suspendida allá en Londres, o en Nueva York.



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The trip to Italy

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Cuatro años después de recorrer el norte de Inglaterra en The trip, Steve Coogan y Rob Brydon vuelven a fingir que se odian para embarcarse en otra aventura gastronómica pagada por The Observer

    Esta vez, como hay más presupuesto, o tal vez mejor humor, se lanzan a recorrer los cálidos paisajes de Italia, en vez de los brumosos parajes de su tierra. Coogan y Brydon rondan ya los cincuenta años, pero siguen comportándose como adolescentes que salieran a la cuchipanda. The trip era una película más triste, más melancólica, porque entonces ellos transitaban la crisis masculina de los cuarenta, que les mordía en la autoestima, en el impulso sexual, en las ganas de vivir. Ellos se descojonaban con sus imitaciones, con sus puyas artísticas, pero se les veía dubitativos e infelices. Ahora, sin embargo, quizá porque el paisaje es radicalmente distinto, y la luz del Mediterráneo lava las impurezas y reconforta los espíritus, Brydon y Coogan aparecen más risueños, más traviesos, como si hubieran asumido que el peso de la edad es el precio a pagar por seguir viviendo.





            Mientras conducen por las campiña o degustan los ravioli en las tratorías, ellos siguen con el juego interminable de imitar voces. No podía faltar, por supuesto, la voz de Michael Caine, ya que están en Italia -y en un italian job además- y que han alquilado un Mini para rendir homenaje a la cinta clásica de los autos locos. Pero las estrellas de la función, como es de rigor en la patria de Vito Corleone, son Robert de Niro y Al Pacino, que casi llegan a convertirse en personajes principales de la película. Brydon y Coogan los imitan a todas horas, en todos los sitios, delante de cualquier comensal, como dos orates que se hubieran escapado del manicomio. 

    En una lectura superficial, podría pensarse que The trip to Italy es una gilipollez sin fundamento: dos tíos que van de hotel en hotel y de comida en comida recreando escenas míticas de El Padrino. Pero uno -quizá equivocadamente, porque la simpatía por estos dos fulanos es automática y visceral- creer ver en la película de Winterbottom una celebración de la vida y la amistad. Dos hombres maduros que abrumados por la belleza de la Costa Amalfitana hacen las paces con su destino y vuelven a sentir la alegría pura de la adolescencia, cuando nadie piensa en la muerte y todo sirve de excusa para echarse unas risas. Cuando las féminas, intrigadas por tanta felicidad, vuelven a posar la mirada con interés...


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