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Predestination

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Para perpetuar las especies, los primeros seres vivos de la Tierra utilizaban la estrategia del autorreplicamiento para soslayar los equívocos del amor y sus quebraderos de cabeza. Los protozoos, en una especie de masturbación del núcleo celular, se dividían en tipos idénticos que garantizaban la continuidad de la especie, y se ahorraban tener que cortejar a la protozoa que vivía en la roca vecina: comprarle flores, invitarla al cine, a cenar, insinuar la última copa en el apartamento, antes de fusionar las membranas y mezclar los citoplasmas, que es como se echaban los polvos primigenios.

    Los antiguos protozoos, que fueron los verdaderos habitantes del Paraíso Terrenal, se copiaban a sí mismos en las tardes aburridas del domingo, cuando ya no tenían otra cosa que hacer, y con dos cocciones del ADN producían colegas idénticos con los que se iban de cañas y jugaban la pachanga del fútbol. Era un mundo sin complicaciones, básicamente feliz, pero evolutivamente desastroso. Sin la variedad genética que produce el sexo, cualquier virus, cualquier cambio en el ecosistema, arrasa poblaciones enteras de clones. Si cae el primer individuo, cae el último. Y así, tras varias extinciones que casi terminaron con la vida en el planeta, los protozoos decidieron que había llegado la hora de mezclar sus genes. De emparejarse con las enigmáticas protozoas para que las descendencias salieran variopintas y armadas con diferentes arsenales bioquímicos.

    Para que la vida siguiera, hubo que inventar el amor. Y el amor siempre es conflictivo y trabajoso, porque hay que amar, por definición, a otra persona, y no siempre se coincide en lo fundamental. Ni siquiera los hermanos gemelos tienen el consuelo de una coincidencia plena, de un amor sin espinas, porque siempre hay pequeñas mutaciones que los distinguen, leves erosiones del medio ambiente que los separan. Los únicos que pueden amarse a sí mismos de verdad, en quimérica comunión, son los viajeros del tiempo. Los que se reencuentran consigo mismos en una paradoja temporal y quedan enamorados de su imagen especular, como Narciso el de los griegos. O enamorados de su otro yo, pero cambiado de sexo, que también tiene su morbo -¡la hostia de morbo!-, y su reflexión filosófica.

    De todo esto, y de alguna cosa más, va Predestination.




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