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De repente, el último verano

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Hay títulos inevitables, insidiosos, que se te meten en la cabeza para apoderarse del soliloquio: De repente, el último verano... De repente, el último verano... Aunque sepas de sobra que esconden un rollo macabeo de los de arrepentirse al instante. Una película infumable que por dignidad, por coherencia, por cabezonería estúpida, apuras hasta el final como un cinéfilo de verdad, y como un gilipollas no menos cierto.

    Un cilicio en la mente, en la atención, casi en el nabo, me atrevería a asegurar que es De repente, el último verano. Esos diálogos de Oxford relamido, de Cambridge afectado, literarios e inconcebibles. Ridículos. Ese aire respetable de obra maestra acartonada que ya mueve un poco a la risa, al bostezo, al desengaño de la cinefilia. Katherine Hepburn haciendo de vieja pelleja que habla en verso y en alegorías; Elizabeth Taylor interpretando a la sobrina que pierde y recupera la chaveta cuando la agitan por los hombros, como si le fallaran las pilas o algo así. Y Montgomery Clift, el pobre, con su cara ya recosida para siempre -para el poco siempre que le quedaba- yendo de un lado para otro con cara de escrutador de locas, a ver quién de las dos, si la tía o la sobrina, si la que parece cuerda o la que parece trastornada, le está engañando aprovechando los calores. Un puro dislate.

    De repente, el último verano... Pero habia que verla, por cojones, ya medio olvidada en la memoria, en esta siesta de la canícula, a ver si cogía el sueño en la ola de calor, la primera del verano, que viene a vengarse con espada flamígera de los respiros anteriores: del extraño julio primaveral y sus noches tan frescas y benignas. De repente el último verano... Es que ni a huevo. Hace unos pocos meses supe de la muerte de un ex compañero mío de la Universidad: un cáncer galopante, de esos que se ensañan con los organismos todavía lucidos y llenos de nutrientes. Para mi infortunado colega, el verano de 2017 fue, de repente, el último verano. Y no es el primer coetáneo de aulas que cae en la batalla de la vida, que es más sangrienta que Verdún, o que Stalingrado, o que el Waterloo de los cojones, porque al final caemos todos en ella, sin excepción, solo que en un espacio de tiempo más dilatado. 

    Así que quién sabe: éste de 2018 podría ser, de repente, de sopetón, mi último verano, y yo malgastando el tiempo -¡los dos meses de los maestros!- en las quejumbres habituales, en las rutinas infructuosas del pre-jubilado casi otoñal, en vez de irme a Tahití, o a las Chimbambas, a celebrar de una puta vez que estoy vivo, a lo loco, pero sin faldas, sin reparar en gastos, como decía el viejete de Jurassic Park, a ponerme hasta arriba de la alegría de seguir por aquí. Todavía no sé qué cojones hago aquí, al teclado, en esta ventana que da al patio de luces... Pero es que no me sale.




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Dulce pájaro de juventud

🌟🌟🌟

Una vez yo conocí a un dulce pájaro de juventud como el Paul Newman de la película. Un gigoló del entorno rural -aquí, en la provincia del Noroeste, muy lejos del Golfo de México- que ponía la postura y la sonrisa y con esas dos armas biológicas se abrió camino en la vida hasta conquistarla como un campeón. Folló de lo lindo, probó varios trabajos, fue amado y repudiado por sus vecinos, y al final, con  un currículum más o menos presentable, se ligó a la soltera más apreciada de los contornos. Es una historia casi calcada a la de Tennessee Williams. Una de norteños en Invernalia, no de sureños en Alabama, pero cai con el mismo enredo y la misma pasión atolondrada.


    El gigoló que yo conocí “in person” se bebió la vida a sorbos, como decía el cantar, provisto únicamente de la jeta y del torso musculado. No había más dones que esos, en aquella escultura vaciada. Pero quien piense que hablo en tono peyorativo sobre la vacuidad del aspecto físico se equivoca. Lejos de mí, ese cliché. La belleza o la fealdad nos vienen dadas del mismo modo que la inteligencia o la tontuna. Son designios divinos. A quien Dios se la da, San Pedro se la bendice, para bien y para mal, y a nosotros sólo nos queda pulir el don, o disimular la putada. El inteligente no tiene mayor mérito que el guapo. Eso es una gilipollez. No hay ningún mérito intrínseco, adaptativo, digno de presunción, en descifrar un libro sobre mecánica cuántica o en comprender un soneto de García Lorca. Yo, en mi caso, que soy capaz de lograr tan palurdas hazañas, preferiría plantarme en la discoteca y derretir a las divorciadas con un simple escorzo de la mirada. Eso sí que tiene mérito, y además sirve para algo.

    Éste pájaro de juventud que yo conocí era, además de un impresentable, un pecador de la pradera. No tenía los ojos azules de Paul Newman, sino los ojos verdes de la hierba donde se trajinaba a las zagalas. A mi gigoló provinciano tendría que interpretarlo -en caso de que algún productor se interesara por este biopic rural, semivasco, tal vez un Montxo Armendáriz o un Julio Medem que regresara a los orígenes agropecuarios- un actor de ojos verdes que ahora mismo no me viene a la cabeza. Porque yo, a los ojos, en plan escrutador, de retenerlos en la memoria, sólo miro los ojos de las actrices, como los de Charlize Theron el otro día, que con tanto rollo no llegué a decir que sigue siendo la mujer más hermosa del mundo, se ponga como se ponga, y se pongan como se pongan. Sólo quería apostillarlo.




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La gata sobre el tejado de zinc

🌟🌟🌟🌟

La gata sobre el tejado de zinc era, finalmente, la propia Maggie Pollitt, que andaba más caliente que el palo de un churrero. He tenido que llegar casi hasta la senectud para comprender tan erótica metáfora. La íntima pasión de esos maullidos desesperados. Ahora ya sólo me queda conocer quién coño voló sobre el nido del cuco, allá en el manicomio de Oregón, para morir en paz y dejar resueltos los grandes enigmas de mi cinefilia.

    Era, pues, la mujer, la felina; y el tejado, el lecho conyugal. Y el zinc, supongo, el algodón de la sábana, o del lino. En cualquier caso, el material resudado y recalentado, porque eso, lo de caliente, siempre nos lo robaron en el título castellano. Para no dar pistas. Qué cabrones, los censores, y qué eficaces además, siempre traduciendo a su libre albedrío para darnos gato por liebre, y gata por esposa. Cuando Maggie, ya casi desprendida de su camisón, le suelta a su marido la metáfora libidinal, éste, en el inglés vernáculo, le responde que se busque un amante, y que a él que lo deje tranquilo, con su bourbon y con su muleta. En la versión doblada, sin embargo, Paul Newman le suelta un enigmático “pues diviértete”, que lo dice todo si estás atento, y no dice nada si andas medio despistado, buscando otros significados, otras literaturas que no pertenezcan a la sonrisa vertical…


    A la pobre Maggie ya sólo le queda gritar “¡fóllame, hostia!” a la cara de su marido, que interpreta indiferencias sólo por fastidiarla. Hay que tener mucho orgullo, y mucho aguante, para que una mujer como Elizabeth Taylor, en paños menores, a medio metro de tu cuerpo, te diga que va calentísima hasta las trancas y tu finjas que no te interesa, que prefieres seguir dándole al bourbon en el dormitorio y al manubrio en el cuarto de baño. Es lo que tienen los matrimonios sin amor, que hasta el sexo se vuelve aburrido y prescindible. Es lo que tienen los matrimonios de conveniencia, que se conciertan para que el patriarca de la familia tenga nietos en quienes poder legar las haciendas y las obras de arte.

Es lo que tienen los matrimonios cuando uno prefiere el sexo con el amigo al sexo con la mujer, y el amigo, por una desgracia, se va para siempre, y algo se muere en el alma.  



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